sábado, 25 de enero de 2020

“Crisis”, 2019. Jared Diamond

    Jared Diamond, el célebre geógrafo y erudito que siempre busca una explicación para el comportamiento humano en sociedad, ha escrito un libro que aborda cuestiones geopolíticas actuales. Partiendo de comparar el comportamiento individual con el comportamiento político a nivel de naciones, centra su atención en los momentos críticos, aquellos donde se hacen más evidentes los fundamentos psicológicos y/o sociales que nos llevan al éxito o al fracaso.

Se podría relacionar la crisis con el momento de la verdad: un punto de inflexión en el que la diferencia existente entre las condiciones que se observan antes y después de dicho «momento» es «mucho mayor» que la que existe entre la fase anterior y posterior de «la mayoría» de todos los demás momentos (Prólogo)

La mayoría de las crisis, tanto personales como nacionales, suelen ser la culminación de una serie de cambios evolutivos que se prolongan durante muchos años (…) La «crisis» es el reconocimiento súbito de presiones que se han ido acumulando durante largo tiempo o una actuación súbita sobre ellas. (Prólogo)

   Es decir, hasta el momento de la crisis todo iba más o menos bien. Se vivía. De repente, las circunstancias se han hecho intolerables: nuestros recursos ya no bastan. ¿Nos habíamos equivocado desde el principio? Sucede de forma semejante en las cuestiones personales tanto como en las sociales.

El objetivo inmediato de un terapeuta durante la primera sesión —o el primer paso cuando uno tiene que enfrentarse a una crisis por su cuenta o con la ayuda de sus amistades— es superar esa parálisis mediante lo que se denomina la «construcción de un cercado». Esto consiste en identificar las cuestiones específicas que de verdad han ido mal durante la crisis, de forma que uno pueda decir: «Aquí, dentro de este cercado, están los problemas concretos de mi vida, pero todo el resto de cosas que quedan fuera de la valla son normales y están bien». A menudo, la persona que sufre la crisis siente alivio en cuanto puede empezar a formular el problema y a construir una cerca en torno a él.(…) Si me centro en la terapia de crisis de corto plazo es porque los terapeutas de esta especialidad han construido un enorme corpus de experiencias y han compartido sus observaciones unos con otros.  (Capítulo 1)

   No es que todos los problemas tengan solución, pero muchos sí la tienen. Los ejemplos políticos son espectaculares. Por ejemplo, Japón. Al igual que China, esta avanzada civilización oriental vivía de espaldas al expansivo Occidente. De hecho, ni Japón ni China necesitaban para nada de Occidente, ya que ellos contaban con una forma de vida autárquica en lo económico y en lo cultural. Pero a mediados del siglo XIX el poder del imperialismo occidental se muestra imparable en lo que se refiere a avasallar a naciones más débiles; las infames guerras del opio suponen el ejemplo más representativo de esta encrucijada. Ambas grandes naciones de Extremo Oriente hubieron de enfrentar grandes trastornos. China se hundió en terribles crisis internas que la llevaron a casi medio siglo de guerras civiles, pero al Japón de la “revolución Meiji” le fue “mejor”, ¿por qué?

El objetivo Meiji era adoptar muchas de las características occidentales, pero modificándolas para que se adaptaran a las circunstancias japonesas, y conservar en gran medida el Japón tradicional. (…)  Los líderes Meiji actuaron a partir de una comprensión general y excepcionalmente lúcida del tipo de sociedad occidental que subyacía a las instituciones militares y educativas, entre otras, que Japón adoptó con modificaciones. (Capítulo 3)

   Bien mirado, el planteamiento de Diamond es totalmente convencional: ninguna comunidad humana (nación) puede sobrevivir sin éxito político. Y el éxito político implica, por encima de todo, la fuerza militar, mientras que el éxito económico es necesario para alcanzar el éxito político -militar-. Japón necesitó adaptar su sistema económico y administrativo a fin de desarrollar la producción industrial imprescindible para la guerra moderna. Con todo, cabe preguntarse si el éxito de Japón había de llevar o no necesariamente a su propia guerra imperialista en los años treinta, en la que además se dieron fenómenos de violencia de características únicas. El Japón próspero y pacífico de hoy parece, por otra parte, consecuencia de unas instituciones impuestas por la fuerza tras la ocupación norteamericana.

  Interesante es el punto de vista del autor en el caso de la nación alemana unificada a mediados del siglo XIX. Aquí ya existía la riqueza económica. Los estados alemanes del principio de aquel siglo eran prósperos, aunque pequeños (Suiza hoy es también próspera y pequeña), pero a Diamond le parece lógica la aparición posterior de una compleja organización política que inevitablemente desataría una guerra de agresión.

Bismarck era un realista extremo(…) Reconoció que la capacidad de Prusia para poner en marcha grandes acciones estaba limitada por constreñimientos geopolíticos y que su política tendría que basarse en aguardar a que se presentaran oportunidades favorables y entonces actuar con rapidez. Ningún otro político alemán de su generación se le aproximaba en lo que a habilidades políticas se refiere. (…)A Bismarck también se le ha criticado su talante supuestamente belicista, pero Alemania difícilmente podría haberse unificado, imponiéndose a la oposición prevaleciente, sin las tres guerras que libró, dos de ellas muy breves. (Capítulo 6)

   Las cosas, de hecho, empeoran cuando nos situamos ya en pleno siglo XXI. Hoy nos enfrentamos a un peligroso fenómeno político: la dictadura tecnocrática de China. Pero siguiendo una lógica parecida a la de los elogios a Bismarck, en este libro encontramos planteamientos geopolíticos un tanto intimidantes aplicados al presente.

Su Gobierno dictatorial tiene la capacidad de hacer las cosas a mucha mayor velocidad que nuestro sistema democrático [de Estados Unidos], con nuestros dos partidos, nuestros controles y nuestros equilibrios de ritmo más lento. Para muchos estadounidenses, que China termine superándonos en términos tanto económicos como militares es solo una cuestión de tiempo.  (Capítulo 9)

Por ejemplo, en China, la adopción de la gasolina sin plomo se produjo tan solo en un año, mientras que en Estados Unidos conllevó toda una década de debates y recursos judiciales. (Capítulo 9)

   Ciertas conclusiones parecen inevitables, pero ¿puede aplicarse esto al caso chino?

Reconozco que la democracia no es necesariamente la mejor opción para todos los países; es difícil que prevalezca en países que no cuentan con los requisitos previos de tener un electorado alfabetizado y una identidad nacional ampliamente aceptada. (Capítulo 9)

   En este último párrafo, Diamond se estaba refiriendo a ciertos países “del Tercer Mundo”, pero en el caso chino su población sí está plenamente alfabetizada; de hecho, la cultura ancestral china cuenta con una sorprendente tradición erudita. Y desde luego que disponen de una no menos ancestral identidad nacional. Con todo, ¿es la dictadura china un éxito?

  Diamond elude pronunciarse al respecto. En el momento histórico en que nos encontramos, resulta imposible prever qué sucederá con este sistema político. ¿Podría colapsar por “contradicciones internas”? ¿O podría llegar a servir de modelo en un medio internacional como el actual, en el que se busca la alta eficiencia y competitividad en una economía de mercado globalizada?

  No hay precedentes y la reflexión histórica puede ayudarnos aunque conviene tener en cuenta que lo que tuvo lugar en el pasado se dio en unas peculiares circunstancias que no se pueden volver a repetir.

El conocimiento de los cambios que han funcionado antes, y de los que no lo hicieron, puede servirnos de guía. (Epílogo)

   Resulta preocupante que no haya en este libro un planteamiento moral. Por ejemplo, para Diamond el nacionalismo es un bien porque ayuda al éxito político.

¿Qué es la identidad nacional? Se trata del orgullo colectivo por las cosas admirables que caracterizan a un país y lo hacen único. Existen muchas fuentes distintas de las que emana la identidad nacional, entre ellas la lengua, las victorias militares, la cultura y la historia. Estas fuentes varían de un país a otro. (Epílogo)

   Objetivamente, la identidad nacional no es más que una superstición, tanto como puede serlo la creencia en Dios. ¿Todas las naciones son admirables por igual? ¿Tenemos que creernos que determinados hechos históricos son admirables solo porque los protagonizaron nuestros supuestos antepasados? ¿Y qué tiene que ver cada individuo de hoy con los logros pasados de su nación? Solo nos sentimos vinculados a ello porque nos sentimos vinculados a ello. Sobre todo porque nos dicen que debemos sentirnos vinculados a ello.

   En realidad, no hay nada admirable en el pasado político de una nación en lo que a cada ciudadano concierne. Simplemente se aplican referentes psicológicos de vinculación que derivan del sesgo endogrupal propio de las tribus primitivas, un irracionalismo que tenía sentido en la Prehistoria por la inevitable escasez de recursos por los que combatían los grupos pero que hoy resulta amargamente contraproducente si lo que buscamos es “el mayor bien para el mayor número”.

   La salud de las naciones beneficia siempre a las naciones, no necesariamente a sus habitantes. Hoy en día, por ejemplo, el Islam es una superstición religiosa que funciona también como referente nacional. Y hay poco de objetivamente admirable en las pobres y caóticas sociedades islámicas.

     Cabe preguntarse si observando el pasado, en el cual se han producido transformaciones culturales decisivas –la aparición de la Antigüedad clásica, las grandes religiones espirituales de Oriente, la Ilustración…- no resulta un tanto corto de miras no imaginar que en el futuro también puedan darse nuevas transformaciones que harían poco valiosas las enseñanzas del pasado. ¿Siempre tendremos que depender del nacionalismo, de la solidez del poder político, del crecimiento del capitalismo industrial, de los éxitos de las fuerzas armadas?

  Incluso la preocupación por el desafío ecológico como problema mundial futuro –ya presente, en realidad- podría distraernos de dónde está el verdadero problema.

Cada año el estadounidense medio consume aproximadamente 32 veces más gasolina y produce 32 veces más residuos plásticos y dióxido de carbono que el ciudadano medio de un país pobre (Capítulo 11)

¿Es posible para todo el mundo cumplir ese sueño de alcanzar el estilo de vida del primer mundo? (…) La tasa de consumo mundial aumentaría once veces (Capítulo 11)

Tendremos que sacrificar nuestras tasas de consumo, voluntariamente o no, porque el mundo no puede seguir sosteniendo nuestros niveles actuales. (Capítulo 11)

   Pero precisamente el nacionalismo y la pugna por incrementar el poder político de los estados aparecen como graves obstáculos para resolver este problema. El orgullo nacional se expresa en buena parte por la riqueza y ésta se mide por la capacidad de consumo.

   Hoy por hoy, el consumismo se ha convertido en la expresión de individuación más asequible en el mundo entero. ¿Es el consumismo un valor acorde con nuestros ideales humanistas o se trata por el contrario de un sucedáneo que llena un vacío que tal vez una comprensión futura de la vida humana en sociedad podría llenar con más propiedad?

   Sin duda el medio ambiente supone una urgencia pero lo absurdo de esta problemática es síntoma de la situación absurda en la que nos encontramos actualmente, con una tecnología que puede proporcionar la inmediata solución a todos los problemas humanos y una cultura que no responde a tales potencialidades.  La precariedad y desigualdad social, así como el daño al medio ambiente son consecuencias de una inadecuación de nuestro sistema social. Es el sistema social el que hay que resolver y no esos problemas puntuales. O, quizá mejor, hay que resolver los problemas puntuales teniendo a la vista una solución global al problema social.

   Los científicos sociales deberían abordar esta cuestión sin someterse tanto al convencionalismo. Los eruditos deberían implicarse en promover nuevos modelos de civilización, y no tanto en tratar de parchear los problemas de la civilización actual… a la espera de que nos venga una nueva “crisis” surgida no sabemos desde dónde.

   Uno desearía soluciones más imaginativas, más críticas ante la sociedad convencional. El marxismo, que hoy sabemos inviable, propuso en su momento una alternativa al industrialismo capitalista y su sistema de sociedad de clases con crisis bélicas de raíz nacionalista e imperialista; tenía claro que se trataba de una visión errónea de las relaciones humanas a gran escala como errónea acabó siendo su alternativa. ¿Al señor Diamond no se le ocurre ninguna sugerencia por su parte?

¿Qué factores suponen una amenaza para la población humana y para los estándares de vida en todo el mundo? Y, en el peor de los casos, ¿cuáles suponen una amenaza para la continuidad de la civilización humana a escala global? (Capítulo 11)

  ¿La continuidad de la civilización humana? ¿Esta misma civilización o quizá una nueva civilización de la que estamos ya muy necesitados?

Lectura de “Crisis” en  Penguin Random House Grupo Editorial, S. A. U. , 2019; traducción de María Serrano

miércoles, 15 de enero de 2020

“Cristianismo sin Dios”, 2014. Daniel C Maguire

    El teólogo Daniel Maguire, al igual que el erudito del siglo XIX Ernest Renan, es un sacerdote católico renegado. Hace ciento cincuenta años el ex sacerdote ateo Renan se convirtió en uno de los más grandes valedores del cristianismo ahora comprendido como una filosofía que, en los tiempos de la Ilustración, quizá pudiera transformar la humanidad a modo de “religión pura” (más allá de las supersticiones de lo sobrenatural).

  El punto de vista de Maguire parece, en principio, más limitado que eso.

En estas páginas, argumento contra la existencia de un dios personal, la divinidad de Jesús y la creencia de que una continuación de la vida es la secuela de la muerte. No encuentro argumentos persuasivos para ninguna de esas hipótesis (capítulo 1)

  Tampoco los encontraba Renan, pero después se hace una aportación más incisiva.

Ofrezco en este libro una definición de la religión como una respuesta a lo sagrado, tanto si lo sagrado es comprendido teísticamente como si lo es ateísticamente. Lo sagrado es simplemente el superlativo de lo apreciado, el encomio más alto que tenemos para explicar nuestras experiencias cumbres de valoración (capítulo 1)

   Sagrados son hoy los derechos humanos, la defensa de los desfavorecidos y la participación democrática. Sagrado es el recuerdo de las víctimas del Holocausto nazi y sagrados son los avances de la ciencia y el respeto al medio ambiente. Pero estos elementos dispersos de valoración no componen una “religión”. ¿Por qué?: porque carecen de un simbolismo emocional que los reúnan como un todo y compongan una historia mítica o relato moral dramatizado al que podamos reaccionar cimentando una alternativa cultural. Lo superlativo de lo apreciado y las experiencias cumbres de valoración suponen algo así como aquello sagrado que reúne todas las realidades sagradas conocidas.

En cuanto a las religiones, olvídese a sus deidades y sus creaciones del más allá, y reconózcase que son en su raíz filosofías poéticamente ricas que han alcanzado cosas que son extraordinariamente relevantes, sin más autoridad tras ellas que el buen juicio (capítulo 3)

   La Ilustración no ha creado religión alguna, lo que quizá explique su aparente estancamiento. De la Ilustración surgió, sí, la ideología marxista, que tuvo una efímera existencia religiosa –incluso con mitos y personajes carismáticos-, pero ninguna secuela efectiva la ha sucedido tras su terrible fracaso. En cambio, el efecto del cristianismo ha sido perdurable y podríamos aprender mucho de cómo y de qué manera ha logrado afectar al desarrollo de la civilización.

[El cristianismo] socavaba no solo la religión imperial [de Roma] sino también todos los fundamentos del Estado por negar de plano que la voluntad del César era la ley suprema (capítulo 1)

  Ésta es una afirmación del mismo Friedrich Engels. Pero Maguire en su libro remonta el origen del mensaje social cristiano a sus raíces judaicas.

Los israelitas, letrados precoces en una época en la que la escritura era aún reciente, fueron considerados (…) peligrosos porque se oponían a la organización social de sus vecinos (…) Israel quedó totalmente libre de feudalismo y extendió su sistema en toda una región y todo un pueblo (…) No solo Israel desafía el imperialismo egipcio y rechaza el feudalismo de la ciudad-estado, también desafía las divisiones de las antiguas ciudades-estado al vincularse a los pueblos explotados a lo largo de las fronteras (capítulo 11)

   Un mensaje que prospera dentro de una poderosa simbología emocional mítica.

Lo que se contiene en los primeros veinticuatro capítulos del Éxodo ha sido llamado la primera revolución sociopolítica basada en la ideología en la historia del mundo (…) Las religiones de Oriente, especialmente el hinduísmo y el confucionismo eran compatibles con la extrema explotación de una forma que no se daba en judaísmo y cristianismo (capítulo 11)

Yahweh fue modelado como el “símbolo de una búsqueda por una sola mente de un sistema social tribal igualitario, un símbolo extraído de entre un conjunto común de antiguas creencias en Próximo Oriente en grandes dioses individualizados (capítulo 11)

  El cambio social es un cambio moral, pero el cambio moral no puede darse sin una conmoción emocional a nivel de masas. El cristianismo forma parte de un proceso evolutivo con aspectos sociales pero que necesariamente se vive como experiencia individual.

Ciertas expresiones del espíritu humano desvelan una verdad tan emotiva sobre nuestras vidas que no podemos negarle alguna clase de estatus normativo (capítulo 11)

  Pensemos ahora en el caso de la inmortalidad del alma. Aparentemente es un truco fácil: la autoridad religiosa promete, a cambio de que se obedezcan las reglas, algo tan atractivo como vivir eternamente en la dimensión de lo sobrenatural –allí donde habitan los fantasmas, las brujas, los demonios y otros espíritus en los que casi todo el mundo de la Antigüedad creía- y sin embargo, pocas religiones hacen promesas semejantes, ¿por qué?

Los romanos morían: la diosa Roma no. La hipótesis de la inmortalidad desafió esto: era una protesta simbólica contra las afirmaciones divinas del Estado (capítulo 12)

  Para Roma, la masa de individuos está compuesta por poco más que animales de modo que su extinción en la naturaleza parece algo lógico. No se trata de que los escépticos solo creyeran en la evidencia empírica (no en una época de generalizada superstición) sino que el ser humano es considerado poco valioso como para prolongar su existencia más allá de la muerte física, allí donde habitan los dioses. En cambio, una ideología fuertemente moral les proporciona alma inmortal puesto que valora por encima de todo la condición humana individualizada. Y si tienen alma, es inevitable que vivan eternamente en el estatus de las divinidades. Por otra parte, una doctrina compasiva que da de comer al hambriento y de beber al sediento tampoco puede abandonar a los muertos a su triste suerte.

  Y soñar con la vida eterna es también, en este sentido, como soñar con el paraíso en la tierra. El deseo humano, el deseo del individuo más miserable –dotado de alma inmortal- se convierte en ideología. Egipcios y sumerios ya tanteaban esa posibilidad

Los soñadores soñaron un paraíso llamado Dilmun, que continuó teniendo eco en las culturas que rodeaban la zona mucho después de que Sumer dejara de existir. Dilmun era un lugar sin enfermedad, hambre, guerra o dolor. Los conflictos no existían ya en ese lugar puro. Los leones no mataban, los lobos no atacaban a los corderos y no se conocían jabalíes que devorasen el grano (capítulo 12)

  El cristianismo, bien nutrido de la filosofía de perfeccionamiento moral del estoicismo y de la filosofía metafísica del platonismo, crea una doctrina universal para la salvación del alma. Los seres humanos son merecedores de la perfección si se someten a una transformación moral.

Cuando nos damos cuenta de que “Dios” no está muerto, que Dios como persona nunca vivió, nuestra necesidad de símbolos no muere. La cultura es un choque de símbolos. La búsqueda de una ética global es una búsqueda de nuevos símbolos para comprender mejor los antiguos símbolos. Los símbolos nos permiten elegir y por nuestras elecciones vivimos o morimos. (Epílogo)

  Esto fue, por tanto, el cristianismo. ¿Pudo ser más?

  Como muchos cristianos decepcionados, Maguire parece sentir nostalgia del ensueño del cristianismo primitivo

El rechazo y evitación del servicio militar de los cristianos se desvaneció tan rápido que en el 416 se había de ser cristiano para servir en el ejército romano según el código de Teodosio (capítulo 7)

  Aunque Maguire no profundiza en este abandono posterior del pacifismo cristiano, de lo que sí es consciente es de que el valor original del cristianismo ha sido establecer un ideal de comunidad universal armoniosa y que el camino tomado pasaba por la propagación de un comportamiento virtuoso acorde con ejemplos sagrados. El mensaje social no puede disociarse de la transformación psicológica que alcanza la conducta privada. Interpretar el simbolismo ético de lo sagrado implica profundizar en la vivencia individual. Y ello es acorde con los efectos emocionales profundos de las experiencias religiosas.

Lectura de “Christianity without God” en State University of New York Press, 2014; traducción de idea21

domingo, 5 de enero de 2020

“El indiferente moral”, 2009. Hans-Georg Moeller

   El filósofo Hans-Georg Moeller aborda una crítica general al concepto mismo de moralidad. Un poco puede parecer sorprendente, pues la moral, el control por parte del conjunto de la comunidad humana de las conductas antisociales particulares, es la base de la vida social, particularmente de la vida social civilizada: si no hay criterios aceptados por la comunidad para controlar las actitudes egoístas, parece imposible alcanzar el bien común. Pero Moeller indica que su crítica es solo a cierta concepción de la moralidad…

La moralidad es una herramienta (…) para dividir a la gente en dos categorías: el bueno y el malo (p. 1)

Este libro no dice ¡abolid la moralidad! (…) Pero sí cuestiona la creencia comúnmente mantenida de que la moralidad es, en sí, algo bueno. No lo es. No lo es más de lo que pueda serlo un hacha o un fusil. (p. 1)

Sería absurdo abogar por la eliminación de la distinción entre lo bueno y lo malo (p.6)

  Entonces, ¿qué es lo tan criticable de dividir las personas entre las categorías de “buenas” y “malas” como consecuencia del juicio moral?

Si uno comienza a concebirse a uno mismo y a los otros en términos éticos, entonces uno llega fácilmente a ver el mundo en términos de negro y blanco, de amigos y enemigos (p. 34)

Una vez desencadenadas, las emociones tienden a incrementarse y alimentarse a sí mismas (p. 33)

   Es decir, la moralización implica un apasionamiento de la conducta social y como todo apasionamiento, perturba el recto juicio.

Los juicios éticos resultan de tomar una posición que impone una cierta interpretación de la realidad. Las categorías morales no son esenciales, sino que se añaden a los hechos y sucesos. Son siempre el resultado de apropiarse de hechos para el beneficio de la propia visión del mundo. Al describir algo en lenguaje moral uno puede tanto alabar el propio comportamiento como denigrar el de otros. El lenguaje moral es combativo y sirve para justificarse a uno mismo, condenar a otros, o ambas cosas (p. 35)

  Observemos que este posicionamiento contra la moralidad parte más bien de la imposibilidad del juicio moral desapasionado, no sesgado y despojado de su contexto. De ahí que Moeller ataque a los autores clásicos que precisamente han sostenido lo contrario: que la ley moral debe basarse en juicios racionales que, a su vez, han de informar las leyes justas.

La filosofía moral kantiana es grotesca. Pretende identificar científicamente los principios morales universales basados en la pura razón. El resultado de estos principios, sin embargo, no es sino una cruda afirmación de la moral dominante del tiempo y cultura de Kant (…) Trato de mostrar la increíble arrogancia filosófica de Kant. Las visiones éticas de Kant obviamente no son ni universales ni se basan en la pura razón (p. 84)

  Pone como ejemplos que Kant condena la homosexualidad como crimen, acepta la esclavitud de los siervos y defiende el infanticidio por cuestión de honor: su idea de la moral está sesgada por las costumbres de su época.

Los juicios morales –las aplicaciones morales de la distinción bueno/malo- normalmente tienen que ver con la agencia social. Fuera de un contexto social la moralidad no tiene lugar (p. 21)

Nunca hay una perspectiva moral desprovista de contexto (p. 31)

   Igual que se condena al viejo Kant, también se condena al moderno Kohlberg… aunque el razonamiento es otro.

Cómo juzgamos las cuestiones morales no determina en absoluto cómo nos comportamos moralmente en realidad (…) Lo que Kohlberg en realidad midió fue cómo la gente de nuestra época es capaz de afrontar la comunicación moral cuando alcanza cierta edad, y no sus acciones o cogniciones morales o inmorales (p. 97)

  ¿Comunicación moral? Moeller hace la sorprendente afirmación de que ni existe la moral objetiva, racional, ni existe el progreso moral… pero sí existen las justificaciones morales.

El progreso moral es un mito, tanto con respecto a la historia como con respecto al desarrollo individual. Es similar al progreso en perder peso. Podemos progresar mucho en hablar racionalmente sobre obesidad (…) pero cada vez tendemos a estar más gordos (p. 103)

   Esta distinción entre lo que se afirma retóricamente y lo que sucede en realidad resulta sorprendente porque implica que no hay conexión entre nuestras actitudes y manifestaciones externas –nuestros juicios morales- y nuestros actos y sentimientos reales. Sería como que buscamos justificarnos con argumentos que a nadie le importan. La psicología de esta visión se manifiesta también en negar la teoría de que existe una relación directa entre las expresiones artísticas y la cultura moral de una población.

Dudo de que los lectores de Dickens (…) sean moralmente superiores a aquellos que no lo han leído (o a otros escritores moralistas). Dudo también de que el mundo se haya hecho un lugar mejor después de Dickens o de que sería éticamente más pobre si no hubiéramos tenido su obra (p. 70)

  El enfoque en el caso de la “novela existencial” nos da una pista de exactamente a qué se está refiriendo: parece que sí cree en la influencia del pensamiento y la literatura, pero no en el caso de los “escritores moralistas”. Solo unos pocos –como Dickens- entrarían en esa categoría. Otros no.

La importante diferencia entre las narrativas de Dostoievsky y las narrativas morales simplistas de muchas películas y juegos es que no presenta una clara distinción entre el bien y el mal. Hay conflictos morales, pero no tienden a tomar la forma de una clara oposición en blanco y negro (…)  No se disfruta leyendo “Crimen y castigo” debido a que finalmente Raskolnikov es llevado ante la justicia. Esta novela no es un tratado moral sino una meditación sobre la compleja ambivalencia del crimen y el castigo y de cuestiones éticas y religiosas (p. 73)

  Sin embargo, resulta que tampoco se considera que el debate moral sea beneficioso para la sociedad…

Una sociedad en la que se habla mucho de moral no tendrá menos crímenes (p. 36)

Ciertamente [el debate moral] contribuye a la capacidad de cada uno en reflexionar sobre los problemas éticos y ganar una mejor comprensión de las sutilezas de los dilemas y conflictos morales, pero hay una gran diferencia entre la capacidad para ver más profundamente en las cuestiones morales y ser una buena persona (p. 74)

   Ser “una buena persona” probablemente implica para el autor un comportamiento más prosocial (menos agresión, más cooperación, más benevolencia y afección). Los datos a este respecto parecen contradecir la opinión contra el debate moral: lo que se llama la “educación emocional” (tanto como el cultivo de la empatía) suelen relacionarse directamente con el comportamiento prosocial; los que leen y se preocupan por las “grandes cuestiones” suelen estadísticamente ser más prosociales. Y no deja de ser significativo el dato de que los psicópatas no están interesados por la lectura de novelas introspectivas y moralistas. Y que hay una conexión histórica entre la lectura de novelas que describen cuestiones emocionales y morales, y el surgimiento de tendencias morales más benévolas y compasivas.

   Pero Moeller tiene que afrontar esta cuestión porque al negar el progreso moral lo que está haciendo es apoyar su teoría contraria a la moral.

No tiene sentido hablar de un progreso moral general. Podemos hablar, desde una perspectiva pragmática, de progreso legal (abolición de la esclavitud, derechos humanos), pero podemos ciertamente hablar, desde la misma perspectiva, de un declive medioambiental (polución, destrucción de recursos). (p. 93)

   La moralidad sería una superstición y las altas metas morales serían una ilusión.

No estoy de acuerdo con la visión cristiana del amor universal, y no pienso que pueda o deba existir una obligación ética de amar a los demás (p. 50)

Diseñar una sociedad que funcione sobre la base del amor mutuo es bastante irrealista (…) Una familia puede funcionar sobre la base del amor (en lugar de la moralidad), pero no una sociedad más grande (p. 9)

   Obsérvese que quien critica a Kant o a Kohlberg porque sus pretendidos ideales morales racionales están condicionados por el contexto hace también afirmaciones taxativas acerca de lo que considera o no realista desde el contexto de nuestra sociedad de hoy. ¿Si Kant se equivocaba, porqué no va a equivocarse el señor Moeller al juzgar el porvenir? De hecho, parece equivocarse ya al juzgar el pasado (aumento de la prosocialidad unido al debate moral).

   Por otra parte, la alternativa a la moralidad que presenta (la ley y el amor “natural”, familiar) resulta bastante poco segura.

El amor y la ley son mecanismos sociales que llevan a la suspensión y obsolescencia de la moralidad (…) El amor y la ley son capaces de prevenir que la moralidad inflame el cuerpo social(…) El amor y la ley son mecanismos sociales que, a mi parecer, son sustitutivos efectivos de la moralidad. Permiten que la sociedad trate los casos extremos de violación de normas de una forma coherente y práctica. Permiten la rehabilitación y reintegración de los ofensores al limitar las sanciones y ofrecen el potencial para la reconciliación, el restablecimiento de la armonía y la resolución de conflictos  (p. 48)

Comprendo a la ley no como un instrumento de disciplina sino como un medio que permite a una sociedad como la nuestra “estabilizar expectativas” (…) Por ejemplo, en la mayor parte de los países occidentales, el tráfico de vehículos funciona sorprendentemente bien, dado el número de vehículos, su velocidad y las habilidades necesarias para operar con seguridad en situaciones variadas. (p. 12)

[Entiendo la] ley no primariamente como instrumento de retribución [castigos a quien se los merece], sino como un sistema social que permite que una sociedad compleja sea productiva. (p. 13)

La sociedad contemporánea ha desarrollado un sistema funcional en gran medida amoral, el sistema legal, que es bastante efectivo al establecer y continuamente modificar conjuntos de reglas que la gente más o menos acepta sin consideración de sus convicciones morales (p. 12)

El amor dentro de la familia hace la moralidad obsoleta. De padres e hijos no se espera, en la mayor parte de las culturas, que se condenen moralmente el uno al otro. Los padres, al contrario, se espera que amen a sus hijos a pesar de sus potenciales problemas morales (p. 44)

   Pero el mero legalismo práctico lleva al grave peligro del relativismo moral y a un utilitarismo de la peor clase (matar a un inocente podría ser útil si eso aplaca la ira de unos agraviados, a la manera del código de Hammurabbi). Si los principios morales –emociones de culpa para los infractores y satisfacción de los cívicos- no juegan ningún papel, el único freno serían las sanciones del sistema legal. En el ejemplo del control del tráfico, si uno tiene prisa, puede asumir el pago de una multa por exceso de velocidad. Un empresario corrupto también puede asumir cualquier abuso y su correspondiente sanción económica como un riesgo empresarial más (y ya son demasiados los que obran así). Sin embargo, ciertas naciones posiblemente muy moralizadas –ejemplo conocido son las sociedades del norte de Europa, de tradición protestante- destacan por su bajo nivel de corrupción en la vida económica y financiera… ¿o es porque tienen leyes más sofisticadas, de mayor nivel técnico? Difícilmente puede predecir el que redacta leyes a partir de criterios morales si éstas acabarán siendo o no convenientes desde el punto de vista práctico.

   En cuanto al amor dentro de la familia como base del comportamiento armonioso, esto es puro nepotismo, lo que haría imposible el desarrollo de una civilización compleja formada por no parientes. Además, cada uno entiende las relaciones familiares según su propia sensibilidad.

La mente amoral e indiferente ve más claramente que la emocional y moralmente afligida. (p. 59)

   Ve sus propios intereses, lo cual proporciona gran claridad, nada hay más racional que el egoísmo… si despojamos al ser humano de los impulsos morales. El problema es que de esta visión lógica y clara del interés propio se originan todo tipo de conflictos sociales.

   Y finalmente…

Hay una historia de cambios de paradigma en ética. (…) El progreso no es un hecho objetivo. Es imposible no creer en la superioridad del propio paradigma ético [no podemos ser objetivos al juzgarlo] (…) Yo personalmente creo que [abolir la esclavitud] es mejor porque comparto el paradigma antiesclavitud. (p. 91)

Es mi opinión que las mujeres deberían tener derecho legal al aborto, pero esta opinión no se sigue de ningún principio ético. Soy demasiado indiferente moral para decir si las mujeres tienen el derecho moral para obrar así y si este derecho legal puede en consecuencia ser deducido de un principio ético. No tomaría parte en un debate sobre la justificación ética del aborto pero defendería este derecho legalmente (p. 126)

    Es decir, acepta las opiniones pero no participa en crearlas. Las leyes, ciertamente, se elaboran en base a sesgos y paradigmas, pero estos se originan en alguna parte. El aborto, el infanticidio, los malos tratos y abusos a niños no son actitudes prácticas. Civilizaciones que prohíban el aborto o aprueben el infanticidio pueden ser económicamente eficientes, ¿qué motiva los cambios sino la evolución moral de las culturas a lo largo de los periodos históricos?

Las antiguas sociedades (…) (la antigua China por ejemplo) confiaban principalmente en el castigo corporal, incluyendo golpes, mutilación, tortura y ejecuciones. Estoy del todo feliz viviendo en una sociedad donde nunca seré expuesto a tales modos de castigo. Pero dadas las contingencias sociales e históricas, encuentro difícil condenar esas civilizaciones como inherentemente o principalmente inmorales (p. 131)

   Lo mismo se podría decir de cualquier atrocidad. Lo mismo se podrá decir en el futuro de lo que tal vez juzgarán como atrocidades propias de la civilización del siglo XXI, por ejemplo, la desigualdad económica y la huida de millones de ciudadanos pobres hacia los países ricos soportando todo tipo de penalidades (entre ellas, el ser tratados como delincuentes simplemente por buscar una vida mejor).

   En realidad, no es tan difícil elaborar ideales morales de forma racional a partir de lo que sabemos de la naturaleza humana. Que Kant no acertara en el 100% no implica que no acertara quizá en un 90%, lo que supone una enorme mejora –progreso moral- con respecto al Antiguo Régimen. El progreso moral es una evolución y la racionalidad moral no se alcanza a la primera. Cada vez más poseemos criterios más certeros acerca de los ideales de prosocialidad, los que garantizan una convivencia armoniosa a la mayor escala posible.

   Por otra parte, la visión de la moralidad como mera condena –justicia retributiva- olvida que la moralidad es más bien una idealización del comportamiento –eudaimonía-  y que este comportamiento correcto, en el cristianismo y otras escuelas éticas avanzadas, incluye la humildad y el perdón, paliativos importantes del efecto condenatorio del juicio moral.

Un cristiano podría argumentar que las partes en conflicto deberían ser instigadas a amarse los unos a los otros, pero los resultados empíricos de tal visión no son muy alentadores. (p. 62)

   ¿Los resultados de la evolución moral a partir de las innovaciones éticas del cristianismo no son alentadores? La civilización heredera del cristianismo –propiamente del cristianismo reformado- ha demostrado hasta el momento ser la menos letal y más compasiva (los castigos penales menos duros se dan precisamente en las sociedades donde menos delitos se cometen, y no al revés). Resulta difícil negar que una sociedad cuyo ideario moral gira en torno al paradigma de los derechos humanos no es el resultado de una evolución moral en la que el cristianismo –y sus precedentes paganos, como el estoicismo y el budismo- tuvieron una importancia capital y cuyo futuro aún no podemos prever.

  Sin embargo, el cuestionamiento de Moeller y quienes participan en sus creencias no supone una mera extravagancia, sino que contiene valiosos elementos de crítica sensata a una concepción peligrosa de la moralidad. Se trata, al fin y al cabo, de una reflexión que se origina en cierta escuela de pensamiento actual, inspirada, entre otras cosas, por la filosofía china, confuciana y taoísta.

Los juicios morales tienen como objetivo toda la persona, incluyendo su cuerpo –y así, toda su persona, incluyendo su cuerpo, puede ser objeto de sanciones. (…) Si, sin embargo, un sistema ignora los aspectos de la existencia individual (el cuerpo de una persona, por ejemplo) que son irrelevantes para la función del sistema, entonces es más probable que desarrollen su propio sistema de sanciones funcionales, menos personal, menos moral y menos corporal  (p. 133)

Desde una perspectiva funcional un mal estudiante es simplemente un mal estudiante. Desde una perspectiva moral, un mal estudiante es una mala persona que tiene vicios (quizá, holgazanería, obstinación y una naturaleza indisciplinada) (p. 133)

    Sin embargo, esto es así precisamente porque la moralidad se centra en la personalidad individual interpretada como un modelo de convivencia (se crean “reputaciones” en base al carácter y los actos que derivan de él, lo que asigna indicadores de confianza dentro de la comunidad). La moralidad de hoy, al considerar “persona” al individuo en su totalidad (como si fuese el “protagonista” de una historia) interpreta sus acciones antisociales como parte de un conjunto de interactuaciones psicológicas. El lado negativo de esto, es cierto, es la condena moral integral, que abarca la constitución psicológica del individuo, lo que puede comprenderse como un rechazo integral. Pero la evolución moral también ha abierto camino a concepciones como el perdón y la rehabilitación personal –la “salvación del alma”-, mucho más prometedoras –aunque difíciles- que el mero “funcionalismo” del Código de Tráfico.

La moralidad es una forma de descomplejización comunicativa. Simplifica las cosas. Por ejemplo, simplifica la guerra guiando nuestras armas, estableciendo una clara distinción entre a quienes podemos matar y a quienes no. Simplifica la vida al hacernos creer que hicimos lo que hicimos porque era lo moralmente correcto. Pero la realidad es más compleja que eso. (p. 185)

   Simplifica en el sentido de que permite la acción inmediata sobre la condición psicológica de los individuos que interactúan. Esta simplificación es del tipo de cualquier abstracción o simbolismo. Es lo que permite ser propiamente humanos. La moralización asigna “carácter” –reputación- al individuo, para condenarlo o para aprobarlo, pero, en todo caso, permite la aparición de concepciones culturales, de modelos de convivencia (los “derechos humanos” son también una “simplificación” “descomplejizadora”).

  Llegar a esta valiosa simplificación ha requerido de una larga evolución. Diseñar un modelo humano de convivencia, un ideal de virtud, de sabiduría y de afección mutuas implica mucho más que la condena simplista de los antisociales, pero es correcto poner énfasis en el riesgo que esto supone. Las guerras de religión (o las “guerras revolucionarias” del marxismo), ciertamente, fueron terribles, pero no más letales que las guerras de caudillos a lo Gengis Khan y, al fin y al cabo, las guerras ideológicas eran un subproducto de la evolución moral. Reconocer el grave problema que esto supone nunca está de más, pero también es una grave exageración negar la evidencia de la evolución moral.

Lectura de “The Moral Fool” en Columbia University Press, 2009; traducción de idea21