domingo, 25 de diciembre de 2016

“La neurociencia de la moralidad”, 2007. Donald W. Pfaff

  Se hace imprescindible una aproximación desde el punto de vista de la neurología al comportamiento moral. La moral es el mecanismo psicológico por el cual los individuos asignan reputaciones a sus semejantes para determinar la confianza que cada uno de ellos merece (confianza equivale a que el otro individuo no despierta temor y puede por tanto ser asequible a relaciones de cooperación, pero los sentimientos de confianza también pueden llevar más allá, al amor o a la amistad). Esta asignación de reputaciones es la base de todo el comportamiento social distintivamente humano, el que hace posible la cooperación eficiente en la que el interés individual llega a subordinarse en mayor o menor grado al interés común. 

  Mientras mayor sea la reputación de merecedor de confianza que un individuo logre, más probable será que se le elija para tareas de cooperación. Solo a partir de ahí es posible poner en marcha todo el entramado social de planes a largo plazo que caracteriza a la sociedad humana (por ejemplo, el aprovechamiento y desarrollo de la tecnología). A diferencia de los otros animales sociales, los seres humanos toman en consideración los sucesos del pasado con vistas a sus expectativas de futuro. Y estos mecanismos de memoria, expectativa y juicio solo son posibles gracias a nuestros grandes cerebros (hay muy pocos animales que superen al ser humano en cuanto al tamaño del cerebro en proporción al de su cuerpo).
 
La neurociencia no es en absoluto una sustitución sino solo un nuevo socio para otros enfoques intelectuales de la disciplina de la ética 

  La ética (o moralidad) se define con mayor nitidez aún si distinguimos entre conductas prosociales y antisociales
 
“Prosocial” es una palabra que me gusta como opuesta a “antisocial”: ejemplos de comportamiento que tienden a promover la capacidad de los seres humanos para vivir y trabajar juntos

     Entre los muchos contenidos de este libro, las conclusiones que encontramos son que existen una “moral universal” innata, un conmutador neurológico de identificación con el extraño que da lugar al sentimiento de la empatía y un sentido de la equidad relacionado con el sentido del equilibrio (también existe otra teoría sobre el reconocimiento de “lo sagrado” relacionado con el sentido de la repugnancia a alimentos tóxicos), así como las teorías del “difuminado” y del bloqueo del miedo 
 
Tenemos una capacidad inherente para el juego limpio [o equidad]. Estamos cableados para la reciprocidad (…) A finales de los años 1950, el lingüista Chomsky revolucionó el mundo científico con su afirmación de que el cerebro humano está predispuesto a reconocer y generar los patrones complejos de sonido y significado que constituyen un lenguaje (…) De forma similar nuestros cerebros podrían estar predispuestos a observar los extensos y detallados códigos de conducta que conforman nuestro comportamiento ético

    La observación de cómo se relacionan las partes racionales (córtex prefrontal) y emocionales (amígdala) del cerebro también nos proporciona pistas acerca de cómo se producen fenómenos relacionados con la moralidad.

Una “llave de paso” ética podría residir, por ejemplo, en el córtex prefrontal o en la amígdala. Cuando el conmutador se cambia a una posición, apaga la distinción yo-otro y las imágenes de los dos individuos –digamos yo y el blanco de mi acción planeada- se funden. El resultado es comportamiento empático que obedece la Regla de Oro [“No hagas a los demás lo que no quisieras que te hicieran a ti”]. Cuando el conmutador cambia a la posición opuesta, las imágenes permanecen diferentes una de la otra y puedo dañar al objetivo de mi acción
 
    La “teoría del difuminado” parte del principio económico de que es más fácil borrar o desdibujar algo que existe que crear algo que no existe. De ese modo, parece que a veces se produce en el cerebro humano el “difuminado” (o atenuamiento) de la propia identidad en el desarrollo de un hecho social, y así participamos en los sucesos sin la distinción entre el interés propio y el ajeno.

La decisión ética depende del difuminado de la identidad entre yo mismo y el objetivo de mi acción planeada. Debido al difuminado, nos ponemos en el lugar de la otra persona. Si esta persona tuviera miedo, así igual lo sentiríamos nosotros
  
  Este mecanismo de difuminado o bloqueo interviene también ante las situaciones que generan temor (bloqueo del miedo).

El miedo primario que se ve disparado por el temor o estímulo del estrés, una respuesta que está bien comprendida a nivel molecular y celular, es compensado por un bloqueo automático de los recuerdos que inducen al miedo cuando la acción altruista es apropiada. El individuo se pierde a sí mismo. Se identifica con un individuo en necesidad, por ejemplo, o hacia el cual anteriormente él se ha visto estimulado hasta el nivel de la agresión violenta

  El miedo es un mecanismo básico de supervivencia que está siempre presente en la agresión: el miedo al desconocido o la amenaza de la rivalidad por el conflicto de intereses. Este recelo o estrés constante ante “el otro” supone un obstáculo permanente a cualquier acción altruista. Sin embargo, en otro sentido, a veces el miedo puede ser también estímulo directo a la prosocialidad (recordemos que los psicópatas, que carecen de empatía, también suelen carecer de miedo).

Una cantidad masiva de energía cerebral está asignada a determinar lo que supone para nosotros un riesgo o una situación peligrosa; así es razonable pensar que el cerebro (…) haría el mejor uso posible de esa energía aplicando muchos de sus más elaborados circuitos a más de una tarea. El miedo puede estimular el circuito de la Regla de Oro a ponerlo en acción, causando que la gente opte por elecciones éticas en una variedad de situaciones.

  Siendo estos los mecanismos neurológicos, sus procesos dan lugar a la utilización en el sistema nervioso de hormonas correspondientes que nos proporcionan las sensaciones fisiológicas relacionadas con la emoción, haciendo con ello posible el comportamiento prosocial. La ya famosa hormona oxitocina (relacionada con la maternidad y la lactancia, pero presente en ambos sexos) sería el mecanismo fisiológico básico del comportamiento altruista y ético.

La principal hormona de la sociabilidad –y un candidato primario para actuar químicamente en el “conmutador ético” del cerebro para el comportamiento amistoso – es la oxitocina  (...) La relación entre la oxitocina y la confianza se mantiene también en sentido contrario. Si percibimos comportamiento de confianza dirigido hacia nosotros, suben nuestros niveles de oxitocina  

  Estos mecanismos neurológicos y sus correspondientes derivaciones hormonales y sensoriales habrían formado la base de la evolución del Homo Sapiens como individuo especialmente adaptado para la moralidad y, por tanto, para la cooperación compleja. Observemos que, como sucede normalmente en el proceso evolutivo, los circuitos que se utilizan originariamente para un fin se adaptan, en pasos evolutivos siguientes, para cumplir un fin distinto.

El amor maternal (…) junto con el amor paternal ha proporcionado la base evolutiva para el vínculo social de todas clases y las variadas formas de comportamiento ético y de apoyo mutuo de la gente. 

El mecanismo de la Regla de Oro es bastante robusto y está sostenido por dos sistemas profundos, el sistema del miedo y el de los comportamientos amorosos

Muchos de los elaborados mecanismos hormonales, neurales y genéticos del cerebro que evolucionaron para facilitar la reproducción se han hecho subsecuentemente disponibles para sostener una variedad de comportamientos amistosos y sociales mucho más amplia, que no tiene nada que ver con el sexo o el cuidado parental


    Pero esto nos informa sobre todo acerca de los comportamientos éticos en el “estado de naturaleza” originario, es decir, la forma de vida primitiva de los seres humanos durante el muy prolongado periodo de la prehistoria, mientras que el comportamiento ético civilizado ha llegado a complicarse muchísimo más, sobre todo porque se desenvuelve en un ámbito poblado por miles y millones de individuos que interactúan entre sí, en contraste con los pequeños grupos de cazadores-recolectores del mundo primitivo.  

  Solo ha sido posible que se ponga en marcha la evolución civilizada del comportamiento ético aprovechándose cierta variabilidad del temperamento de los individuos que, sumada a la conjunción de circunstancias externas, ha dado lugar a tendencias de comportamiento ético de grupo diferenciadas culturalmente transmitidas (por ejemplo: “culturas del miedo”, “de la vergüenza”, “de la agresión”…). La comunidad, a través de sus mecanismos culturales, acaba dando preponderancia a unas tendencias temperamentales sobre otras, y muy complejamente se va produciendo la evolución moral –civilizatoria- de la sociedad, pero siempre a partir de esas tendencias marcadas de la naturaleza humana, la variabilidad temperamental de los individuos que comparten, por lo demás, las tendencias básicas que hacen posible la vida social. Muchas de esas tendencias básicas las compartimos también con otros animales.

Temperamento [equivale a] “diferencias individuales constitucionalmente basadas en reactividad –responsividad al cambio- y autorregulación en los ámbitos de afecto, actividad y atención”

  Ejemplos de variantes de temperamento (o "personalidad") en cada individuo descritas por los psicólogos sociales son la extroversión, la agresividad o el neuroticismo (percepción exagerada de la amenaza). Cada individuo tiene un poco de cada cosa y cada rasgo temperamental se ve afectado por el cambiante entorno de forma diferente…

Los equilibrios del temperamento entre fuerzas amistosas, armoniosas y prosociales en el cerebro, y aquellas que producen comportamiento antisocial, agresivo e incluso violento dependen de las influencias genéticas, las cuales a su vez están poderosamente moduladas por el entorno durante la primera infancia y la adolescencia
 

  Finalmente, Pfaff nos aporta alguna sugerencia de acción:

Lo que la neurociencia puede alcanzar en el futuro es la sugerencia de cómo alterar los mecanismos del cerebro de forma que podamos favorecer los comportamientos afiliativos. Contemplo un enfoque por etapas para la prevención de la violencia. Primero, debemos admitir la diferencia de género en las tendencias hacia la violencia. Son los hombres jóvenes, no las mujeres jóvenes y no una proporción igualitaria de hombres y mujeres, quienes cometen la mayor proporción de actos agresivos de criminalidad y terrorismo, como individuos o en masa. Segundo, después de que la sociedad ha hecho sus mejores intentos de reducir los efectos devastadores de la humillación de las extremas diferencias socioeconómicas entre familias, necesitamos identificar [a edad temprana] a aquellos individuos que están más en riesgo de cometer agresiones desaforadas. Este tipo de estimación estará basada en el comportamiento pasado del niño, su historia familiar y, quizá, su perfil genético

Debemos reducir los efectos de las hormonas sexuales masculinas en algunos individuos, porque las cascadas de señales que se disparan de la actividad genética relacionada con la testosterona están ciertamente asociadas con los picos de comportamiento violento durante la vida de algunos varones.

    El neurocientífico no se olvida, por tanto, de los condicionamientos sociales preexistentes  -“diferencias socioeconómicas entre familias”-  que abren la puerta a los comportamientos antisociales. No tiene valor el decir que hay individuos –héroes, realmente- que desarrollan sus vidas en una impecable trayectoria de prosocialidad a pesar de vivir en entornos de pobreza, marginación y violencia. Todas las personas ven sometidas sus peculiaridades temperamentales a las presiones concretas de su entorno social y responden a éste en consecuencia de forma más o menos previsible. Lo señalado sobre la masculinidad es una triste evidencia y podría añadirse a ello la incapacidad para el comportamiento ético de los psicópatas (en su inmensa mayoría varones, por supuesto). Ningún planteamiento sobre el control de la agresión debe hoy ignorar los factores hereditarios que determinan en buena parte nuestro temperamento –responsividad.

    Lo que la ciencia nos dice sobre el comportamiento ético es prometedor en lo que concierne a alcanzar nuevos límites en la prosocialidad. Para la ciencia, no sería imposible incluso alcanzar un auténtico “Paraíso en la tierra”. El considerar, por ejemplo, que podemos localizar por anticipado la propensión de los individuos a la antisocialidad o a la prosocialidad nos permitiría actuar con prontitud, tanto para prevenir y contrarrestrar muy pronto las tendencias antisociales, como para aprovechar las tendencias prosociales y potenciarlas a nivel de toda la comunidad planetaria (esta última posibilidad, por supuesto, no la menciona Pfaff en su libro).

   Hoy asignamos el estatus social en base al éxito económico y a ciertos rasgos convencionales de notoriedad en los individuos, y proporcionamos a modo de estímulo para alcanzar la prosocialidad recompensas materiales que carecen de valor ético -disfrutar de estas recompensas no promueve la prosocialidad, incluso puede ponerla en peligro-, cuando sería más sensato asignar recompensas de valor ético –por ejemplo, compensaciones emocionales de tipo afectivo, que no cuestan dinero y pueden reproducirse casi infinitamente- a los individuos más prosociales, por el mero hecho de ser y comportarse como prosociales (y suelen ser precisamente los individuos de tendencias prosociales los que más aprecian las recompensas afectivas), fomentándose así una especie de “cultura de la santidad” que influyese en el conjunto de la sociedad. De esa forma, la detección de rasgos de prosocialidad conllevaría su automático estímulo a través de ese tipo de recompensas de bajo coste económico. Sería una fórmula diferente a la actual de mera represión de la antisocialidad y de estímulo del comportamiento mediante recompensas que son, a lo más, éticamente neutras y económicamente costosas. 

  Hoy no se recompensa la bondad, sino el civismo, porque se ignora la existencia de propensiones innatas a la prosocialidad que, de ser estimuladas, podrían impulsar cambios culturales paradigmáticos. Los modelos éticos de nuestra cultura siguen señalando, por ejemplo, a cualidades “masculinas” como la bravura, la impulsividad y el individualismo. Tales modelos crean sus propios conflictos y se ven alentados por el materialismo de las recompensas (¿quién puede convencer a un joven que vive en un gueto de que hace mal en su búsqueda -delictiva- de poder y riquezas?).

  La cultura ética actual no promociona los bienes afectivos, simplemente los tolera en el ámbito privado o familiar. Por eso, en la Antigüedad, las religiones prosociales –compasivas- crearon sub-culturas organizadas de la santidad –monasticismo- para promover pautas de comportamiento prosocial. Por desgracia, tales tendencias culturales siempre estuvieron ancladas en la tradición, nunca fueron racionalizadas. No se dio en ellas el cambio que nos ha permitido, en el ámbito científico, pasar de la alquimia a la química, o de la astrología a la astronomía… Esta circunstancia hace pensar en que una tendencia cultural -informada por la ciencia- en el sentido del estímulo de los temperamentos más afines a la prosocialidad habría de ser no convencional, y que por tanto tendría dificultad en ser comprendida, enfrentándose a graves resistencias. Claro está que estos cambios conflictivos han sido históricamente inevitables en el pasado, por lo que no debe sorprendernos que vuelvan a darse en el futuro.               

jueves, 15 de diciembre de 2016

“La guerra en la civilización humana”, 2006. Azar Gat

Éste es un libro ambicioso. Tiene por fin hallar las respuestas a las preguntas más fundamentales relacionadas con el fenómeno de la guerra. ¿Por qué la gente se implica en la mortal y destructiva actividad del combate? ¿Está arraigada tal actividad en la naturaleza humana o es una invención cultural tardía? (…)  Con la guerra estando conectada a todo lo demás y todo lo demás estando conectado a la guerra, explicar la guerra y seguir su desarrollo en relación con el desarrollo humano en general casi equivale a una teoría y una historia de todo.

  Y “todo”, en el caso del ser humano, parece llevarnos a la consideración básica de que los seres humanos contamos con una extraordinaria inteligencia y capacidad cooperativa que nos permite desarrollar la tecnología para beneficio mutuo hasta extremos hoy incalculables… pero que estas capacidades se ven obstaculizadas por nuestros propios instintos antisociales. Básicamente, porque somos agresivos e irracionalmente egoístas los unos contra los otros. La constante agresión, sobre todo, nos hace desconfiar y arruina las posibilidades más ambiciosas de la cooperación inteligente para el beneficio común.

  ¿Por qué esto es así? Según Azar Gat, no es tan raro: somos animales, y todos los animales se comportan de esa forma (pero no todos los animales cuentan con nuestra capacidad para la tecnología…).

La competición por los recursos y la reproducción es la causa raíz del conflicto y la lucha entre los humanos, como en todas las otras especies animales (…) La rivalidad por el rango y la dominación es un medio indirecto dentro de la competición por los recursos y la reproducción

  Así que todo aclarado. Hace cincuenta mil años, los Homo Sapiens eran una especie de mamíferos entre otras muchas. Cazadores y gregarios, como los lobos, vivían en pequeños grupos (bandas u “hordas”). Los individuos competían dentro de los grupos, y cada grupo competía con todos los demás grupos.

Puede ser difícil comprender cómo de precaria era la subsistencia de la gente en las sociedades premodernas (y aún lo es). El espectro del hambre siempre se cernía sobre sus cabezas. Afectaba tanto la mortalidad como la reproducción (lo último, por el apetito sexual humano), ello constantemente reducía su número, actuando en combinación con la enfermedad. Así, la lucha por los recursos era con frecuencia efectiva en proporción a los costos

  Esto es muy cierto. Pero conviene hacer la salvedad de que antes de la agricultura y del resto de avances económico-tecnológicos, los seres humanos ya hubieran podido evitar la guerra y el hambre si hubiesen aprendido a controlar la natalidad y a preservar algunos recursos para las situaciones de emergencia. Recordemos las capacidades psicológicas únicas del ser humano con respecto a todos los demás animales: nuestra capacidad para considerar el tiempo, el pasado y el futuro (podemos hacer planes, tener en cuenta experiencias), así como nuestra capacidad para interactuar socialmente mediante el lenguaje hablado y gestual, lo que incluye la capacidad para la simbología y la abstracción (crear conceptos que engloben ideas y procesos complejos, y modificar éstos por aportaciones ajenas).

   Por ejemplo, para el control de población, aparte del recurso al infanticidio –que todos los pueblos primitivos utilizan- podían haberse acostumbrado a realizar eventualmente prácticas sexuales satisfactorias no reproductivas, y para evitar el hambre, podían haberse abstenido de pescar en las costas y los ríos para disponer así de una reserva de alimentos cuando una sequía o cualquier otra catástrofe les privara de la caza y recolección habituales. Pero iniciativas de este tipo hubieran exigido una creatividad intelectual en tales pueblos primitivos que en modo alguno llegó a darse. Todo ello resultaba entonces tan imposible como que no desarrollasen supersticiones acerca de fantasmas y brujería.

  En suma, los problemas humanos no han sido, en ningún momento, una mera escasez de tecnología para evitar la escasez de recursos materiales de subsistencia: siempre se ha tratado de una escasez de estrategias cognitivas, siendo el desarrollo de la tecnología una más de estas estrategias, y no la fundamental. Todos los animales luchan debido a la escasez de recursos en la naturaleza, pero solo los seres humanos luchan por la escasez de recursos culturales dentro de su peculiar estilo de vida, es decir, la escasez de estrategias de utilidad social culturalmente transmitidas. Estrategias que también incluyen conceptos de moralidad (criterios acerca del comportamiento ajeno con respecto al interés público) como la solidaridad, la equidad, la caridad, la libertad, la compasión, la dignidad o la propiedad común de los medios de producción. Aunque rasgos del comportamiento relacionados con tales conceptos de moralidad pueden hallarse en todos los individuos de todas las sociedades primitivas, su elaboración abstracta, su internalización como símbolo capaz de arraigarse emocionalmente en el individuo, son tan infrecuentes en tales sociedades como las herramientas de hierro o la práctica de la ganadería. Y es que también son, en cierto modo, tecnología: tecnología de la mente.

  Ahora, examinemos la lucha dentro del grupo en la sociedad primitiva, la sociedad del “hombre en estado de naturaleza”:

El término “sociedad igualitaria”, aplicado comúnmente en antropología a la mayor parte de los cazadores-recolectores y muchas sociedades horticultoras es relativo. (…) Incluso cuando la propiedad es mínima, el estatus y el prestigio importan mucho –por ejemplo, en oportunidades para el matrimonio. El estatus y el prestigio varía entre individuos y son celosamente buscados y defendidos

  En este entorno humano, que nos recuerda un poco al de las bandas de delincuentes actuales…

las disputas se extendían entre los cazadores-recolectores como entre el resto de la humanidad, resultando en una tasa muy alta de homicidios entre la mayor parte de los pueblos cazadores-recolectores, mucho más alta que en cualquier sociedad industrial moderna. 

  En cuanto a la coexistencia entre grupos, los hombres primitivos no eran hombres libres que erraban gozosamente por los inmensos espacios de un planeta poco habitado. En realidad, vivían al límite de los recursos de sus territorios de caza y recolección. Y casi siempre tenían vecinos hostiles.

Estos territorios estaban sancionados por el tótem y el mito, y se contemplaba su violación como un grave crimen.

  Otro motivo de las disputas era la escasez de mujeres… Pero si las mujeres escaseaban era porque, en un estado de guerra constante, se solía recurrir al infanticidio de las niñas para disponer de más recursos para la crianza de futuros guerreros. ¿Y cómo se obtenían mujeres para esos guerreros, si escaseaban entre su propio pueblo? Pues mediante la guerra o la amenaza de la guerra… O bien se robaban mujeres o, simplemente, se cultivaba el prestigio guerrero como forma de intimidación para obtener intercambios de mujeres ventajosos.  El cultivo de costumbres de venganza era una buena forma de ganarse el respeto (el temor) de los vecinos.

La mayor parte de las luchas tenían lugar para vengar la muerte de parientes, y el resto eran consecuencia del robo de mujeres, acusaciones de muertes por brujería y actos de sacrilegio

   En resumen…

Si bien las cifras exactas nunca podrán ser conocidas, (…)  el porcentaje de tasa de mortalidad violenta humana en el estado de naturaleza puede haber sido del orden del 15 % (25% para los varones)

  (Hay que señalar que un estudio reciente, que ha merecido crédito por parte de algunas publicaciones, da un porcentaje mucho más bajo, el 3%. De confirmarse este último dato, nos daría una visión del “hombre en estado de naturaleza” bastante diferente. Del 3 al 15 % hay una distancia muy grande)

  Ahora bien, si ésta es la situación del “hombre en estado de naturaleza”, eso no quiere decir que en las muy diferentes condiciones de la civilización hubiera de mantenerse el estado de guerra permanente.

La agresión no se acumula en el cuerpo por un mecanismo de bucle hormonal, con un nivel de incremento que exige desahogo. (…) La gente puede vivir en paz durante todas sus vidas, sin sufrir por ello de un estrés particular. Por lo que sabemos, sociedades enteras pueden vivir en paz durante generaciones (…) La agresión es un medio, una táctica –y solo una entre muchas- para el logro de los fines biológicos primarios

La actividad de lucha es estimulada por emociones individuales y comunitarias, goce en el ejercicio competitivo de las facultades espirituales y físicas, e incluso crueldad, sed de sangre y éxtasis de matar. Estos son todos mecanismos dispuestos para alimentar y sostener la agresión

  Esto último parece bastante malo, pero…

¿Es la agresión violenta y mortal, innata en la naturaleza humana?, ¿está “en nuestros genes”?, y si es así, ¿en qué forma? La respuesta es que sí está, pero solo como una habilidad, predisposición, propensión potencial (…) El comportamiento agresivo, si bien innato como potencial, se desarrolla por aprendizaje social

  Esto, en cambio, son buenas noticias.

   Tras el “hombre en estado de naturaleza” apareció, pues, el hombre civilizado (primeras civilizaciones en el Neolítico:  sedentarismo, tecnología avanzada, agricultura, especialización laboral, comercio y ciudades). Todavía se debate si las civilizaciones surgieron para satisfacer un deseo específico del ser humano (¿se produjo una mutación genética que hizo generar nuevos deseos?), como consecuencia de la superpoblación (porque apareció una tecnología que incrementó la efectividad de la caza y recolección… aunque ¿de dónde surgió la capacidad cognitiva para ello?) o por otras causas. Entre las causas posibles, podría encontrarse también el lograr una disminución de la violencia, entre grupos y dentro de los grupos.

Cuando las necesidades humanas más apremiantes, los niveles básicos de lo que un autor ha llamado la “pirámide de necesidades”, son alcanzadas en un nivel confortablemente suficiente –incluso más o menos garantizado- el impulso de usar la agresión para satisfacerlas se debilita considerablemente. Los estudios indican que la gente [en situación de menos precariedad] se hace más contraria a correr riesgos

  Por lo tanto, podemos esperar que algún día la paz impere en el mundo, tanto a nivel de individuos como de violencia entre grupos, e incluso podríamos contar con un futuro en el que no haya divisiones de seres humanos entre grupos. De momento, el opresivo Estado, que tanto disgusta a algunos utópicos que promueven una armonía social pacífica, ha resultado ser artífice de una mejora en la conflictividad entre grupos.

Las guerras entre estados han sido menos letales que las luchas preestatales

  Y además, un dato importante: la necesidad de agrupar a la población –cada vez más numerosa- dentro de los nacientes grupos por motivos defensivos –pequeñas ciudades y su entorno agrícola- conllevó transformaciones culturales importantísimas.

Las ciudades-estado fueron el producto de la guerra. De hecho, donde los motivos defensivos no existían, como en el unificado y seguro reino de Egipto, los campesinos continuaron viviendo en el campo y alrededor de poblaciones con mercado sin muros, mientras las grandes ciudades eran pocas y funcionaban como centros metropolitanos administrativos y comerciales

  Es decir, que la vida en las ciudades fue impulsada por la guerra… aunque desde un punto defensivo. Y la vida en las ciudades conllevó avances sociales de todo tipo por el mero hecho de que implicaba agrupar a muchos individuos, de tal forma que se exigía para su convivencia una innovadora organización religiosa, económica y política. Se podría decir, incluso que la paz sería un "subproducto" de la guerra: si quieres ganar la guerra a tus vecinos, tu país ha de ser el más fuerte, y para ser el más fuerte conviene que impere la paz entre los tuyos.

    La tendencia más esperanzadora para alcanzar una sociedad en estado de paz permanente es la expansión del humanitarismo, concepciones de psicología de grupo (costumbres, símbolos, doctrinas, ideologías) que se han transmitido culturalmente, en constante evolución, siempre en el sentido de transmitir el sentimiento de tratar con mayor benevolencia al semejante, expandiendo de esa forma un entorno de mayor confianza mutua.

  Aunque el humanitarismo se ha ido desarrollando paso a paso, a lo largo de todo el proceso civilizatorio (siglos y siglos, sobre todo a partir de la llamada “era axial”), Azar Gat nos señala uno de los más notorios ejemplos de esta tendencia en tiempos relativamente recientes.

Si uno debe señalar un umbral específico para el cambio de las actitudes británicas [con respecto a la guerra imperialista], el punto más simbólico que puede ser elegido sería el establecimiento del Partido Liberal en 1859 (…) [Este cambio determinó] la actitud británica hacia la rebelión de los búlgaros, apoyados por Rusia, contra sus amos otomanos (1875-88). A lo largo del siglo XIX la política británica había sido apoyar a los otomanos ante cualquier avance ruso hacia el Mediterráneo (…) [pero] los asesinatos en masa, la tortura, y “el peor de todos los males de la Guerra, las agresiones a las mujeres”- denunciados por los reportajes periodísticos y por la agitación misionera de Gladstone [líder liberal], ataron las manos del gobierno británico. El imperio otomano fue derrotado por Rusia y hubo de renunciar a la provincia rebelde (…) En la época media y final del periodo victoriano británico fueron los derechos humanos los que se hicieron inseparables del debate público. 

  Esta tendencia liberal británica contraria a los propios intereses del Imperio británico es extraordinariamente valiosa desde el punto de vista del proceso civilizatorio. Otros hechos que Azar Gat no menciona en su libro parecen confirmar que el cambio en el sentido del "humanitarismo liberal" se produjo, en efecto, hacia mediados del siglo XIX.  El Imperio británico se enfrentó a Turquía cuando la rebelión búlgara a causa de su brutalidad, pero durante la guerra de Crimea aún apoyaron a Turquía contra Rusia, y las infames guerras del opio, aunque encontraron resistencia en el parlamento británico, todavía pudieron hacerse. No fue viable, en cambio, la victoria de la Confederación esclavista del Sur en la guerra civil norteamericana, a pesar de que hubiera sido muy conveniente para los intereses económicos británicos. La Confederación esclavista pudo haber logrado sus objetivos políticos mediante la guerra si hubiese recibido apoyo económico de los británicos.

  Más adelante en el tiempo, numerosos movimientos de liberación de los pueblos lograron salirse con la suya al igual que los rebeldes búlgaros del siglo XIX. Los estados descolonizados presumen de haberlo logrado gracias a la valentía y sacrificio de sus pueblos, cuyas virtudes guerreras serían ancestrales, pero

la imagen de casi invencibilidad de los movimientos de insurgencia que estos han adquirido contrasta con su escasa eficiencia militar. Rara vez eran capaces de derrotar a los ejércitos regulares solo por la fuerza.

  Roma no hubiera tenido problemas para aplastar al Vietcong de la misma forma que hizo con Cartago de haber contado con el armamento y el poder industrial de los Estados Unidos en el siglo XX.  Y lo mismo puede decirse de las llamadas conquistas de la clase obrera (y de las mujeres) que en realidad han sido concesiones de la clase superior porque ¿hizo alguna concesión Roma a Espartaco?

  Si reflexionamos sobre esto, podremos comprender el error de la lucha de clases que hoy da la impresión de que ha hecho perder cien años al proceso civilizatorio. Muchos autores han buscado explicaciones ingeniosas para justificar que las mejoras sociales son consecuencia de la lucha de clases y no tanto de concesiones humanitarias por parte de las clases altas. Marx, por ejemplo, podía contarnos que la burguesía se apoyó en el proletariado para derrocar a la aristocracia, pero eso no explica por qué la aristocracia permitió que la burguesía tomase cada vez más poder: la aristocracia romana no tuvo problemas con la guerra de clases porque nunca consintió que surgiera algo como la burguesía (plebeyos enriquecidos). A lo más, podían incorporar a un plebeyo a la aristocracia como favor especial.

   Tampoco Marx podía explicar por qué a él mismo, que además de burgués era judío, se le permitió salir del gueto. ¿Con ello el Estado recaudaba más impuestos? ¿Cómo averiguar que iba a ser así antes de tomar primero la medida de dar libertad a los judíos? ¿Y por qué no iba a haber métodos mejores -o que se creyera que eran mejores- de conseguir ingresos para el Estado o para la clase más alta? Hitler estuvo a punto de conseguir un Imperio económicamente riquísimo basado en la mera fuerza militar con la conquista de Rusia. Si fracasó no fue porque eligiera una estrategia inadecuada, sino porque tuvo mala suerte en los hechos de armas. Pero otra cosa muy distinta hubiera sido que su pretensión de retornar al Neolítico pudiese consolidarse culturalmente. El totalitarismo marxista no lo consiguió pese a su victoria militar en la Segunda Guerra Mundial, y pese a que la teoría económico-política del marxismo tenía más consistencia que los disparates raciales de los nazis.

    Y finalmente, en los conflictos sociales del primer capitalismo, y si los legionarios romanos pudieron derrotar, con sus armas de hierro, a los esclavos de Espartaco ¿no hubiera sido mucho más fácil para los policías británicos (e incluso para los policías y soldados del Zar de Rusia) el aplastar a los huelguistas usando fusiles y ametralladoras?

  Las causas de los cambios históricos son mucho más complejas que el mecanicismo económico que describía Marx: implican transformaciones ideológicas que se transmiten culturalmente mediante la psicología de masas. Pero el error del marxismo, al rechazar las explicaciones psicológicas del cambio social, no ha sido superado realmente. Recordemos que el marxismo cayó por el fracaso político de la Unión Soviética y no porque su ideario anticapitalista de “el fin justifica los medios” haya sido rechazado por los movimientos políticos de izquierda. Mientras el bloque soviético fue una potencia intimidante, no le faltaron admiradores. Todavía hoy se cree en la explicación “materialista” de los cambios sociales, ignorando la explicación psicológica (proceso civilizatorio).

   La idea básica de la lucha de clases es el mismo error básico de quienes ponen sus esperanzas de mejora social en el cambio político. No son las fórmulas coercitivas fruto de la lucha política ni los sistemas económicos los que crean mejores condiciones de paz, igualdad y cooperación, sino que el cambio social se origina a lo largo de un proceso evolutivo de cambio cultural, de invención y elaboración de nuevas concepciones de pautas de las relaciones humanas que son esencialmente morales y que como tales son emocionalmente interiorizadas por todos y cada uno.

lunes, 5 de diciembre de 2016

“Fuerza de voluntad”, 2011. Baumeister y Tierney

  El divulgador científico John Tierney y el muy afamado psicólogo social Roy Baumeister escribieron este libro un poco para reivindicar la que, según ellos, es hoy considerada por muchos una cualidad humana “anticuada”, que es la “fuerza de voluntad” (“Willpower”, es el título original del libro), en el sentido de “autocontrol”.

La noción Victoriana de “fuerza de voluntad” (…) algunos psicólogos y filósofos del siglo veinte llegaron a dudar de que siquiera haya existido alguna vez.

  Sin embargo, hemos vuelto a esta concepción a partir del estudio del autocontrol de los impulsos, porque la capacidad para el autocontrol resulta ser más o menos lo mismo que la “fuerza de voluntad”

Cuando los psicólogos aislan las cualidades personales que predicen “resultados positivos” en la vida, hallan consistentemente dos rasgos: inteligencia y autocontrol. De momento, los investigadores no han averiguado cómo incrementar la inteligencia de forma permanente. Pero han descubierto, o al menos redescubierto, cómo mejorar el autocontrol (…) Pensamos que la investigación en el poder de la voluntad y el autocontrol es la mejor esperanza de la psicología para contribuir al bienestar humano

    La idea no va en el sentido clásico, "voluntarista", del término “fuerza de voluntad”, según el cual todo depende de una capacidad meritoria del individuo que, haciendo uso de su virtud, de su libre albedrío, puede redirigir el comportamiento erróneo.

La regulación de las emociones no descansa en el “poder de la voluntad” (…) El control emocional típicamente depende de varios trucos sutiles, como cambiar cómo uno piensa acerca del problema que se trata, o distraerse [de otros problemas para concentrarse en el más importante]. 

  El ejemplo clásico de esto es el “test de la golosina”, descubierto por el psicólogo Walter Mischel hace ya unas cuantas décadas. En este famoso experimento, se decía a unos niños que podían comerse una golosina al momento o bien esperar quince minutos para comer dos. Parece una simple tontería, sobre todo tratándose de unos niños y una golosina, pero…

Los niños que habían logrado controlar [el impulso] durante los quince minutos [en el experimento de autocontrol] consiguieron [años más tarde] 210 puntos más de promedio en el examen de ingreso universitario que los que habían cedido tras el primer medio minuto. Los niños con poder de voluntad se habían hecho más populares con sus pares y sus maestros. Ganaron salarios más altos. Tuvieron un índice de masa corporal más bajo (…) Fue menos probable que tuviesen problemas con drogas.

  Resulta que tan sencillo test de autocontrol ha acabado siendo un marcador de los más significativos en cuanto a calcular las expectativas de éxito social.  En Nueva Zelanda se llegaría a hacer el seguimiento de hasta mil individuos que pasaron el test siendo niños, a lo largo de 32 años. Y resultó el indicador más certero de entre muchos otros, entre los que se incluía el entorno social o el cociente de inteligencia

Los niños con alto autocontrol se convirtieron en adultos que tenían mejor salud física, incluida menor obesidad, menos enfermedades sexualmente transmitidas e incluso dientes más sanos

  Pero recordemos: no se trata de nada que tenga que ver con los eslóganes “voluntaristas” por el estilo de “just say no”. Se trata de aprender técnicas y estrategias a la hora de afrontar problemas a medio y largo plazo. El niño que se queda mirando la golosina e intenta reprimir sus impulsos suele fracasar. El que lo consigue es porque mira hacia otra parte o utiliza algún recurso de su imaginación para distraerse…

Los pasos básicos del autocontrol: ponerse metas claras y alcanzables, proporcionar compensaciones instantáneas y ofrecer bastante aliento para la gente que se mantenga practicando y mejorando

     Para Roy Baumeister, en el autocontrol está el secreto del éxito de la vida social en todos los sentidos. Incluso en la prosocialidad

La generosidad y la caridad han sido vinculadas con el autocontrol, en parte porque el autocontrol se necesita para superar nuestro egoísmo animal natural y en parte porque pensar en los otros puede incrementar nuestra propia autodisciplina

  Tiene sentido que sea así porque la característica fundamental de los Homo sapiens es que somos homínidos con grandes cerebros que nos permiten hacer planes a largo plazo, prever el futuro y acceder a la memoria del pasado. Por lo tanto, debemos desconfiar de las reacciones reflejas e inmediatas.

Ser capaz de resistir las tentaciones a corto plazo, a favor de las compensaciones a largo plazo, es el secreto no solo de la riqueza sino de la misma civilización

El inconsciente exige a la mente consciente que haga un plan. La mente inconsciente aparentemente no puede hacerlo por su propia cuenta, así que importuna a la mente consciente para que haga un plan con especificaciones como tiempo, lugar y oportunidad. Una vez el plan está formado, el inconsciente puede dejar de importunar a la mente consciente con los llamados de atención 

  Lo que este libro ofrece sobre todo es una serie de recetas razonables para facilitar la toma de decisiones. Entre las recomendaciones tenemos las de organizar planes de autocontrol, situando metas viables y con verificaciones constantes (la aparente obsesión que esto implica no sería tan peligrosa como se cree), que no nos falte glucosa en el organismo (porque el uso de la voluntad consume mucha energía), tomar rutinas que nos habitúen al autocontrol (como hacer tareas domésticas y cuidar nuestro aspecto) y desdeñar la demasiado difundida recomendación de promover la “auto-estima”, porque parece que esto supone más un estorbo que una ayuda.

  Pero en el libro aparecen también aportaciones que podrían ser de una relevancia superior a la de mejorar el autocontrol en nuestra vida cotidiana. A los autores no se les escapa la importancia de la religión en la conducta social: se trata de un hecho que ahora está científicamente demostrado.

Una persona religiosamente activa es un 25% más probable que siga con vida que una persona no religiosa (…) La gente religiosa es menos probable que desarrolle hábitos insanos, como emborracharse, darse a prácticas sexuales arriesgadas, tomar drogas ilícitas o fumar. Es más probable que se ponga el cinturón de seguridad, visite el dentista y tome vitaminas. Tiene mejor soporte social y su fe le ayuda a sobrellevar psicológicamente las desgracias. Y tiene mejor autocontrol (…) La religión reduce los conflictos internos de la gente [a la hora de elegir] entre diferentes metas y valores. (…) Las metas en conflicto impiden la autorregulación, de modo que parece que la religión reduce tales problemas al proporcionar a los creyentes unas prioridades más claras

Incluso cuando los científicos sociales no pueden aceptar las creencias sobrenaturales, reconocen que la religión es un fenómeno profundamente influyente que ha estado haciendo evolucionar de forma efectiva los mecanismos de autocontrol durante miles de años. 

  Confirmado el fenómeno (para fastidio de algunos ateos poco perspicaces), toca sacar conclusiones. Por supuesto, las creencias en seres sobrenaturales están en directa contradicción con una sociedad ilustrada, pero…

¿Realmente un poder más alto nos da más control sobre nosotros mismos? ¿O se trata de otra cosa -algo en lo que incluso los no creyentes podrían creer?

El autocontrol de los creyentes no viene meramente del temor a la ira de Dios, sino del sistema de valores que han absorbido, que da un aura de sacralidad a sus metas personales.

  Los científicos sociales realizan observaciones sobre este fenómeno al estudiar el desarrollo de las culturas y las civilizaciones. Quizá aún no se estudia el fenómeno religioso en la conducta con la suficiente seriedad (parece ser que nadie ha investigado todavía, por ejemplo, el fenómeno asombroso de las conversiones religiosas de los delincuentes en prisión, que “renacen” en muy poco tiempo como ciudadanos prosociales), pero se comienza a atar cabos…

Con la excepción de la religión organizada, Alcohólicos Anónimos es probable que represente el mayor programa jamás organizado para mejorar el autocontrol (…) Muchos terapeutas profesionales envían rutinariamente a sus clientes a las reuniones de AA. Sin embargo, los científicos sociales todavía no están exactamente seguros de lo que consigue esta organización (…) [En cualquier caso,] AA parece cuando menos tan efectiva como los tratamientos profesionales para el alcoholismo
 
   Alcohólicos Anónimos no es el único ejemplo de asociacionismo secular capaz de obtener resultados de cambio de comportamiento parecidos a los de las religiones tradicionales (muchas organizaciones políticas también obtienen resultados), pero se trata de una organización filantrópica centrada en un solo cambio de comportamiento en particular, sin implicaciones políticas o sobrenaturales, lo que le da una especial significación. Una “religión pura” sería concebible que funcionase en base a la misma estructura de AA: una asociación de individuos para alcanzar un cambio de conducta deliberadamente buscado, solo que en el caso de una “religión pura” (sin elementos políticos, ni irracionalidades, ni sujeción a tradiciones), el objetivo no sería solo dejar de beber alcohol, sino alcanzar un modelo determinado de perfecto comportamiento prosocial (algo así como una “santidad” racional).

    Diseccionar psicológicamente una religión tradicional a fin de ver “cómo funciona” puede servirnos para averiguar si podríamos adaptar muchas de sus estrategias dentro de un enfoque racional de los problemas humanos. Pensemos que ya se han adaptado otras creaciones culturales que provienen de la religión: la autoridad civil en sustitución de la autoridad religiosa, las proclamaciones solemnes de mandatos éticos seculares en lugar de mandamientos de la divinidad, grandes edificios públicos y ya no catedrales, personajes históricos de gran estatura moral en lugar de santos y dioses…

  Comencemos por la observación de que el entorno social creado en las asociaciones voluntarias cuyas finalidades implican un cambio de comportamiento cuenta muchísimo a la hora de lograr que el individuo se vea afectado. Todos los creyentes religiosos se vinculan unos a otros a través de sus iglesias, y mientras más se extiende el ámbito de las actividades de los creyentes mayores efectos se logran (cuando se va más allá, por ejemplo, de compartir el culto y las ceremonias: también “vida religiosa” en el trabajo y la vida familiar). El principio de emulación e influencia social es simple y directo, y lo vivimos cada día.

Los fumadores que viven sobre todo entre no fumadores tienden a obtener tasas más altas de éxito en dejar el tabaco (…). Estudios sobre la obesidad han detectado patrones similares de influencia social

     Pero entrar en un entorno social con hábitos particulares es solo parte del “efecto religioso” sobre el comportamiento (y particularmente en lo que se refiere a desarrollar el autocontrol)

Las oraciones regulares u otras prácticas religiosas (…) presumiblemente construyen la fuerza de voluntad de la misma manera que otros ejercicios que han sido estudiados [en este libro], como forzarte a ti mismo a sentarte derecho o a hablar con más precisión (…) La religión también mejora la monitorización del comportamiento, otro de los pasos centrales del autocontrol. Las personas religiosas tienden a sentir que alguien importante está vigilándolas.(…) Sin considerar si la gente religiosa cree en una deidad omnisciente, ellos son generalmente bastante conscientes de que están siendo monitorizados por ojos humanos: los de los otros miembros de su comunidad religiosa

  Se nos da una pista de por qué el compromiso religioso tiene efectos en el comportamiento moral muy superiores a los del mero compromiso cívico en lo referente a la predisposición psicológica al autocontrol…

¿Cómo puede la gente seguir siendo moral sin las restricciones tradicionales de la religión? (…) [Existe en este sentido] un principio adecuado de autocontrol:  centrarse en pensamientos elevados. Los efectos de esta estrategia han sido recientemente probados [en experimentos psicológicos] (…) Usaron una serie de métodos para mover los procesos mentales de la gente a niveles o bien altos o bien bajos. Altos niveles eran definidos por el nivel de abstracción y las metas a largo plazo. Los bajos niveles eran los opuestos. Por ejemplo: a la gente se le pedía que reflexionara acerca de por qué hacían algo o cómo hacían algo. Las preguntas de “por qué” llevaban la mente a niveles más altos de pensamiento y la centraban en el futuro. Las preguntas de “cómo” bajaban la mente a niveles bajos, centrándola en el presente. Otro procedimiento que producía resultados similares era mover a la gente arriba y abajo acerca de un concepto dado, como la palabra “cantante”. Para inducir a un marco de alto nivel, se le pregunta a la gente, “¿de qué es ejemplo un cantante?”. Por el contrario, para inducir a la mente a un bajo nivel, se les preguntaba, “¿puedes dar el nombre de un cantante?”  Así la respuesta les llevaba a pensar o bien más globalmente o más específicamente. Estas manipulaciones de los estados mentales no tienen relación inherente con el autocontrol. Sin embargo, el autocontrol mejoraba entre las personas que eran empujadas a pensar en términos de alto nivel, e iba peor en aquellos que pensaban en términos de bajo nivel. Se usaban diferentes medidas en experimentos variados, pero los resultados eran consistentes. (…) Los resultados mostraban que centrarse de una forma estrecha, concreta, en el aquí y ahora trabaja en contra del autocontrol, mientras que centrarse en términos amplios, a largo plazo, abstractos, lo sostiene. Ésa es una razón por la cual la gente religiosa puntúa relativamente alto en las medidas de autocontrol y por qué la gente no religiosa (…) puede beneficiarse de otra clase de pensamientos trascendentales e ideales consistentes.

  El “pensamiento de alto nivel” puede hacerse efectivo no solo si pensamos en un Dios sobrenatural, sino también si pensamos, por ejemplo, en el ideal trascendente del Marxismo-Leninismo para traer la salvación de la Humanidad. En cambio, planteamientos cívicos del tipo de “si no pago los impuestos, no habrá recursos para el gasto social” son de un nivel muy diferente (¿bajo nivel del proceso mental?), y ello podría explicar por qué no tienen el mismo efecto en la conducta. También abre la posibilidad de que psicológicamente se construya, de alguna forma, “pensamiento de alto nivel” con fines humanistas pero sin los inconvenientes de irracionalidad y/o violencia de las religiones teístas o las doctrinas políticas.

  No se trata solo de que la estadística demuestre que las personas religiosas lo hacen mejor en sus relaciones sociales que los no religiosos, también hay que añadir que muchas personas -¿determinados temperamentos en especial?- encuentran placer en articular sus comportamientos en torno a tales “pensamientos trascendentales e ideales consistentes” cuyo simbolismo cuenta con un atractivo muy parecido al de la contemplación estética. No solo tenemos, a este respecto, el ejemplo del asociacionismo voluntario de “Alcohólicos Anónimos”, sino también contamos con los efectos de las ideologías políticas que, como el comunismo, han sido capaces de crear comunidades asociativas de individuos alrededor de determinados pensamientos elevados. Lo erróneo de los pensamientos o creencias políticas marxistas como fórmulas de mejora social no afecta al hecho de que, estructuralmente, funcionaron como religiones, despertaron -al menos durante algún tiempo, y a algunas personas- fe, devoción, compromiso y las correspondientes acciones prosociales por parte de los creyentes. Esas estructuras están disponibles también para formulaciones mejores.  ¿Podría surgir, pues, alguna vez la "religión pura" (o “religión del comportamiento”), cuya ideología se limitase a la mejora del comportamiento en un sentido altruista y prosocial?

  Estas posibilidades, respaldadas por la ciencia social, merecen explorarse, porque si bien es cierto que el mundo secular hoy ha alcanzado altas cotas de éxito social, no hay que olvidar que esto se ha logrado partiendo de sociedades que histórica y culturalmente han sido marcadas por determinada cultura religiosa (el cristianismo reformado, propiamente). Quizá una adaptación secular de las estrategias religiosas podría permitirnos ir más allá en la mejora de la prosocialidad. Llevar la prosocialidad “hasta sus últimas consecuencias” tal vez pudiese funcionar si lo formulamos como un “pensamiento” lo suficientemente “elevado”…

viernes, 25 de noviembre de 2016

“Homo Deus”, 2016. Yuval Noah Harari

  El historiador Yuval Noah Harari se enfrenta al desafío de especular acerca del porvenir que nos aguarda en las próximas generaciones, es decir, a hacer futurismo. Su contribución es de agradecer porque nos ayuda a prepararnos para lo inesperado. Otros autores lo intentaron en otras ocasiones, equivocándose casi en todo. Nada sorprendente. Tales errores son muy necesarios y por pequeño que sea el porcentaje de acierto, éste resulta siempre de un valor extraordinario.

  El enfoque de Harari es el de la tecnología: los avances científicos que nos esperan cambiarán nuestro mismo concepto de humanidad.

El tecnohumanismo (…) [implica que] debemos utilizar la tecnología para crear Homo Deus, un modelo humano muy superior

El ascenso de humanos a dioses puede seguir cualquiera de estos tres caminos: ingeniería biológica, ingeniería cíborg e ingeniería  de seres no orgánicos. 

  Esta transformación futura podría suponer la desaparición (supuestamente, para mejor) de la misma concepción humanista de la cultura universal que predomina hoy. Tengamos en cuenta que lo que caracteriza al “humanismo” es que se trata de lo que viene después de la “muerte de Dios”. La desaparición –al menos, entre las élites intelectualmente más cultivadas- de la idea de los seres sobrenaturales significó también la desaparición de un determinado sentido de la existencia.

Es imposible mantener el orden sin sentido (…) [Pero] contra toda expectativa, la muerte de Dios no ha conducido al colapso social (…) El antídoto contra una existencia sin sentido y sin ley lo proporcionó el humanismo, un credo nuevo y revolucionario que conquistó el mundo durante los últimos siglos. La religión humanista venera a la humanidad.  (…) Según el humanismo, los humanos deben extraer de sus experiencias internas no solo el sentido de su propia vida, sino también el sentido del universo entero. (…) Pensadores (…) políticos (…) y artistas (…) todos juntos convencieron a la humanidad de que el humanismo podía imbuir de sentido el universo

  Así que primero se vivió en el mundo de la sobrenaturalidad –sin dioses ni metafísica: solo mitos- propio de los cazadores-recolectores, se pasaría después al mundo teológico de la Antigüedad –con dioses que gradualmente difunden la justicia y la virtud-, y de ahí, en la modernidad, al humanismo

El valor supremo de la cultura contemporánea: el mérito de la vida humana. Se nos recuerda constantemente que la vida humana es lo más sagrado del universo. 

Todas las sectas humanistas creen que la experiencia humana es el origen supremo de la autoridad y del sentido, pero interpretan la experiencia humana de maneras distintas. 

El humanismo se escindió en tres ramas principales [liberalismo, socialismo, evolucionismo]

  El “liberalismo” sería la opción humanista propia de nuestra cultura globalizada de primeros del siglo XXI

[El] Liberalismo [implica que] (…) cuanto mayor sea la libertad de que disfrutan los individuos, más hermoso, rico y significativo es el mundo (…) Los liberales creen que la experiencia humana es un fenómeno individual.

La Declaración Universal de los Derechos humanos adoptada por las naciones unidas después de la segunda guerra mundial (…) [es] quizá lo más cercano que tenemos a una constitución global

  Partiendo de esta situación actual, la advertencia de este libro consiste en que

los nuevos proyectos del siglo XXI (alcanzar la inmortalidad, la felicidad y la divinidad) (…) podrían derivarse en la creación de una nueva casta superhumana que abandone sus raíces liberales y trate a los humanos normales no mejor que los europeos del siglo XIX trataron a los africanos (…) El liberalismo se hundirá

     Refiriéndose a un futuro “poshumanista” y “posliberal”, Harari nos aporta dos invenciones: “tecnohumanismo” y “dataísmo”, que serían pautas culturales propias de la época por venir de las nuevas tecnologías, y que sustituirían nuestra actual ideología –que a veces Harari llama “religión”- humanista liberal. Precisemos, ante todo, que el “tecnohumanismo”,  ya mencionado, habría derivado del “humanismo evolutivo” o “evolucionismo”.

Mientras que Hitler y sus acólitos planeaban crear superhumanos mediante la cría selectiva y la limpieza étnica, el tecnohumanismo del siglo XXI espera alcanzar el objetivo de manera mucho más pacífica, con ayuda de la ingeniería genética, de la nanotecnología y de interfaces cerebro-ordenador

El tecnohumanismo espera que nuestros deseos elijan qué capacidades mentales desarrollar y, por lo tanto, que determinen la forma de las mentes futuras. (…) No es fácil determinar nuestra auténtica voluntad

¿Qué le ocurrirá a la sociedad,  a la política y a la vida cotidiana cuando algoritmos no conscientes pero muy inteligentes nos conozcan mejor que nosotros mismos?

En el siglo XXI el tercer gran proyecto de la humanidad será adquirir poderes divinos de creación y destrucción, y promover Homo Sapiens a Homo Deus

  Vaya por delante que, en teoría, la ciencia racial de los nazis –la eugenesia- podía haber sido pacífica (incentivar la reproducción de los más aptos y desalentar la de los menos aptos puede conseguirse con propaganda y con gratificaciones económicas), y que el tecnohumanismo igualmente podría ser violento. Por otra parte, los nazis no eran filántropos, y el odio racial y el deseo de utilizar la demagogia racial en función del tribalismo o sesgo intergrupal –un impulso ancestral- eran motivaciones muy importantes para ellos. En realidad, para los nazis no se trataba de mejorar la raza, sino de afirmar el valor de la raza de su tribu –o nación- y manifestar el desprecio por todas los demás. Igualmente, alcanzar el “Homo Deus” podría ser también una forma de reafirmar la desigualdad de la élite dirigente con respecto a las masas, con el pretexto de que no iban a ser ellos, sino “algoritmos no conscientes” los que determinaran el curso de la civilización a seguir.

  En cualquier caso, el ofrecimiento de maravillas por este “tecnohumanismo” resulta muy atractivo. Otra cosa es el “dataísmo”, en un principio fácil de comprender.

La economía global se ha transformado de una economía basada en lo material a una economía basada en el conocimiento

¿Qué puede sustituir los deseos y las experiencias como origen de todo sentido y autoridad? (…) La información. La religión emergente más interesante es el dataísmo, que no venera ni a dioses ni al hombre: adora los datos

El dataísmo sostiene que el universo consiste en flujos de datos, y que el valor de cualquier fenómeno o entidad está determinado por su contribución al procesamiento de datos.

  Supuestamente iríamos así a disponer de las condiciones culturales para poder disfrutar de la felicidad, la eternidad y el conocimiento que nos ofrece la ciencia (ordenación de datos). Así que no habría nada “malo” –antisocial- en abandonar el liberalismo y el humanismo. Pero muchos no quedarán convencidos con este planteamiento.

  Para empezar, no queda nada claro cuál es la motivación para tomar el camino “tecnohumanista”. Puesto que se nos presenta la posibilidad de que tenga lugar la creación de una nueva casta superhumana que abandone sus raíces liberales y trate a los humanos normales no mejor que los europeos del siglo XIX trataron a los africanos lo lógico es esperar que este curso de la historia hallará una fuerte resistencia por parte de los “humanos normales”. Actualmente, aparte del peligrosísimo régimen político chino (dictadura tecnocrática), las sociedades más políticamente poderosas son liberal-democráticas. Salvo que se produzca un escenario conspiratorio-distópico por el estilo de a los que estamos acostumbrados en las novelas de ciencia-ficción, no se tolerará que se constituya la nueva casta superhumana. Y por una buena razón, ¿a quién iba a favorecer este avance tecnológico, aparte de a los afortunados integrantes de la “nueva casta”?, ¿a la tecnología misma? Pero la tecnología carece de voluntad, de motivación. ¿Determinismo tecnológico? Eso es muy dudoso. En el imperio romano ya se conocía la máquina de vapor y los principios esenciales de la mecánica que hubieran permitido la aparición de la revolución industrial. Pero faltó el elemento cultural que lo impulsara.

  Naturalmente, queda la opción –que Harari ve poco probable- de que el conjunto de toda la humanidad se beneficie de tales maravillas futuras, pero ¿tendrá esta humanidad futura los mismos deseos, aspiraciones y gustos que la actual? Es decir, ¿empleará esas posibilidades de la tecnología en un sentido acorde con nuestros deseos de ahora (tal como parece presuponer Harari)? Lo probable es que el inicio de estos cambios tecnológicos (y cambios sociales de todo tipo) impulsen cambios culturales profundos, que afectarán naturalmente a los deseos y motivaciones.  Quedarían abiertas muchas más opciones, y estas no vendrían dadas por el efecto de la tecnología en sí sino, siguiendo el curso conocido hasta ahora del proceso civilizatorio, por el efecto de la creación de nuevas fórmulas sociales a las que históricamente han solido subordinarse los avances tecnológicos. ¿Para qué la humanidad? Si ya no tenemos Dios, y pronto podrían desaparecer nuestras tradiciones humanistas actuales, habría que inventar algo nuevo que diese ese “sentido de la existencia” ya mencionado.

  El punto de partida de Harari es el de que el avance tecnológico implica beneficios proporcionales para los individuos. Esto no ha sido nunca así: el incremento de la productividad del trabajo humano gracias a la tecnología no se ha correspondido en absoluto al incremento de la felicidad y en poco al aumento de la longevidad y a la disminución de la violencia antisocial –el auténtico problema humano que Hariri no aborda-. Tampoco es cierto que el “humanismo liberal” implique meramente la asignación de bienes a un individuo en constante competencia con sus semejantes. Antes bien, ha sido la expansión cultural de la consideración a la individualidad mutua –empatía y simpatía- lo que ha permitido que se extienda gradualmente una red social de confianza que es la que, a su vez, ha permitido –al fomentar la cooperación eficiente- el progreso económico.

Desde una perspectiva liberal, es perfectamente correcto que una persona sea multimillonaria y viva en un lujoso castillo mientras que otra sea campesina, pobre y viva en una choza de paja. Porque, según el liberalismo, las experiencias únicas del campesino siguen siendo tan valiosas como las del multimillonario.

  Cabe preguntarse qué idea de “humanidad” y de “liberalismo” es ésta, en la cual el sufrimiento de la persona resulta indiferente a los demás y solo importa la “experiencia” (no parece que en ese sentido fuese el cambio de las costumbres que llevó al liberalismo). Lógicamente, Harari tampoco acierta mucho a la hora de definir el “socialismo” en otros pasajes del libro. El socialismo es, precisamente, la concepción humanista en la cual el deseo de igualdad económica –derivado de la empatía- impulsa cambios políticos en ese sentido. En cualquier caso, si el liberalismo implicase desigualdad e indiferencia por el sufrimiento ajeno, este liberalismo no sería aquel al que se refiere la ya mencionada Declaración Universal de los Derechos Humanos.

  Y hay más problemas con el enfoque del libro, y de notable envergadura:

El capitalismo procesa datos mediante la conexión directa de todos los productores y consumidores entre sí (…) La Bolsa de Valores es el sistema más rápido y más eficaz que la humanidad ha creado hasta ahora

  Sin duda es el más eficaz hasta hoy a nivel económico, pero no estaría de más señalar lo absurdo de las crisis cíclicas del capitalismo y lo insuficiente de la distribución de la riqueza. Antes de pensar en una tecnología tan futurista (con ciborgs e inteligencia artificial), habría que prestar atención a este problema, que es cultural, y no tecnológico. Si se reconoce que

es peligroso confiar nuestro futuro a las fuerzas del mercado, porque estas fuerzas hacen lo que es bueno para el mercado y no lo que es bueno para la humanidad o para el mundo

  convendría entonces ver qué solución a esto proporcionan las nuevas tecnologías. Más bien parece que ninguna, y lo mismo se puede aplicar al avance económico en general: si el mercado no garantiza un uso racionalmente beneficioso del incremento de la riqueza, tampoco la tecnología lo hace por sí sola. A lo más, el incremento del conocimiento suele relacionarse de forma indirecta con la prosocialidad (menos agresión, más cooperación), probablemente porque entre la información acumulada y procesada se incluye también información detallada sobre las relaciones humanas, lo cual estimula la empatía.

  Por otra parte, los avances tecnológicos no van tan deprisa como algunos presumen: ni siquiera hemos descubierto cómo acumular toda la energía eléctrica a la que tenemos acceso, ni obtener agua potable del mar de manera rentable. Y la idea de que los cambios tecnológicos de la electrónica y la informática transformarán la cultura mundial tampoco es nueva.

  Si el objetivo de la humanidad es producir “el mayor bien para el mayor número”, hace siglos que la tecnología ya habría sido suficiente para acabar con la pobreza. Tiene razón Harari en que alcanzar la inmortalidad o fusionarnos con la inteligencia artificial superior (convertirnos en dioses, ciertamente) podría lograrse gracias a tecnologías futuras (¿y por qué no prometer también la resurrección de los muertos?), pero ya hoy es materialmente posible que nadie sufra precariedad ni violencia (¡y hace cien años también lo era!), y el que no se haya conseguido no es por causa de la cortedad del desarrollo tecnológico.

  El insuficiente logro en este aspecto debería mover a buscar fórmulas culturales nuevas y no a fiar todo de la tecnología, que ya ha hecho mucho más por nosotros de lo que nosotros llevamos hecho por nuestros semejantes. Si tenemos en cuenta la aparente dirección del proceso civilizatorio –expandir relaciones sociales de confianza, fomentar la racionalidad y controlar la agresividad- lo lógico es esperar alternativas sociales en las que la cooperación deje de implicar los actuales efectos secundarios de conflictividad, competitividad y materialismo. Hasta ahora, el progreso social ha ido en ese sentido: culturas que cada vez han dado más relevancia al altruismo y la mutua introspección de la privacidad individual en un entorno de seguridad benevolente.

  Y este tipo de ideas no ayudan:

La democracia ha salido vencedora porque en las condiciones únicas de finales del siglo XX el procesamiento distribuido funcionaba mejor. En otras condiciones (las predominantes en el antiguo Imperio romano, por ejemplo), el procesamiento centralizado tenía ventaja, razón por la que la República romana cayó y el poder pasó del Senado y las asambleas populares a las manos de un único emperador autócrata. Esto implica que a medida que las condiciones de procesamiento de datos vuelvan a cambiar en el siglo XXI, la democracia podría decaer e incluso desaparecer

A menudo imaginamos que la democracia y el mercado libre ganaron porque eran “buenos”. En realidad, ganaron porque mejoraron el sistema global de procesamiento de datos.

  Naciones como China, Corea del Sur y Chile alcanzaron un mayor crecimiento económico en tiempos recientes gracias a formas políticas autoritarias (¿procesamiento centralizado?). Otra cosa es que tales fórmulas puedan mantenerse a largo plazo, porque parece que existe un paralelismo en el desarrollo ético y el desarrollo económico (cuando la vida se hace menos embrutecedora, se aprecia más el bien común). Y este fenómeno de fomento de la empatía gracias a un gradual desarrollo económico sí equivale a que la democracia gana por ser “buena”.

  Al ignorar la dimensión ética del desarrollo civilizatorio, Harari actúa como un pequeño Marx. También Marx ponía todo el énfasis en el desarrollo de las estructuras de producción económica que llevaría al progreso social. Harari lo hace con la tecnología. Marx se equivocó, y el pequeño Marx probablemente también se equivoca. Es el progreso ético, instrumentalizado en concepciones novedosas de las relaciones humanas culturalmente transmitidas, el que permite el auge gradual de la cooperación eficiente que a su vez lleva al desarrollo económico y tecnológico. Los reyes no toleraron la riqueza de las ciudades libres porque quisieran hacerse ricos cobrándoles impuestos, y los nobles feudales no renunciaron a su poder porque el rey fuese capaz de forzarlos a permitir la libertad de las ciudades: los reyes ya eran ricos y los nobles feudales nunca carecieron de poder, solo cambiaron de estilo de vida a partir de un cambio cultural que estaba teniendo lugar y del cual ellos no eran del todo conscientes.

martes, 15 de noviembre de 2016

“El hombre y lo sagrado”, 1939. Roger Caillois

  Hace más de cien años, notables pioneros de la ciencia social, como James Frazier, Herbert Spencer o Emile Durkheim, comenzaron una indagación seria, profunda y apasionante acerca de la condición humana, acerca de unos cimientos psicológicos universales de la Humanidad que son difíciles de percibir por debajo del barniz de la “cultura civilizada”. Se buscaba confirmar la sospecha de que existe una naturaleza “salvaje” dentro de todo hombre de nuestro tiempo.

  Hacia la década de 1930 ya se habían alcanzado algunas conclusiones, de las cuales este libro de Roger Caillois (con constantes referencias a autores precedentes como Levy-Bruhl o Marcel Mauss) es una buena muestra.

  De todos los elementos decisivos de la vida humana en sociedad, el que más destaca, porque es el que más importancia tiene a la vez para el grupo y el individuo, es la religión.

La religión es la administración de lo sagrado. 

  No puede haber definición más orientadora, si bien, naturalmente, exige ser complementada, y aquí hay que seguir paso a paso:

Lo sagrado pertenece como una propiedad estable o efímera a ciertas cosas (los instrumentos del culto), a ciertos seres (el rey, el sacerdote), a ciertos lugares (el templo, la iglesia, el sagrario), a determinados tiempos (el domingo, el día de pascua, el de navidad, etc.). No existe nada que no pueda convertirse en sede de lo sagrado

  ¿Y qué implica que algo, cualquier cosa, reciba la estimación de poseer la propiedad de “sagrado”?

Se emplea con razón la palabra «sagrado» fuera del terreno propiamente religioso para designar aquello a lo que cada uno consagra lo mejor de su ser, lo que cada uno considera como valor supremo, lo que venera y a lo que sacrificaría incluso su existencia.

  ¿”Lo sagrado” como “valor supremo”?, ¿el valor inequívoco, lo que da razón de ser a cada cosa? No exactamente. O, al menos, originalmente no fue así. Los científicos sociales han encontrado en el origen del concepto de “lo sagrado” no solo lo benévolo, admirable y supremamente estimable.

Lo sagrado suscita en el fiel exactamente los mismos sentimientos que el fuego en el niño: el mismo temor de quemarse, el mismo afán de encenderlo; idéntica emoción ante lo prohibido (...) Toda fuerza, en estado latente, provoca a la vez el deseo y el temor, y suscita en el fiel el miedo de que venga a derrotarlo y la esperanza de que acuda en su socorro. Pero siempre que se manifiesta lo hace en un solo sentido, como manantial de bendiciones o como foco de maldición. 

  Es decir, “lo sagrado” es, en su origen, algo así como “la fuerza sobrehumana”. Se diría que el individuo, llegado al mundo desde la protección materna, se encuentra con un entorno peligroso de poderes extraños que son tan incontrolables como fascinantes. Éste puede ser el punto de partida de la distinción de “lo sagrado” opuesto a “lo profano”.

Cualquier definición que de la religión se proponga, es sorprendente advertir que envuelve esta oposición entre lo sagrado y lo profano, cuando no coincide pura y simplemente con ella

Toda concepción religiosa del mundo implica la distinción entre lo sagrado y lo profano, y opone al mundo donde el fiel se consagra libremente a sus ocupaciones, ejerciendo una actividad sin consecuencia para su salvación, un dominio donde el terror y la esperanza le paralizan alternativamente y donde, como al borde de un abismo, el menor extravío en el menor gesto puede perderle de manera irremediable.

El mundo de lo sagrado, entre otras características, se opone al mundo de lo profano como un mundo de energías a un mundo de sustancias. De un lado, fuerzas; del otro, cosas.

  Ésta no es la concepción cristiana de “lo sagrado”, en la cual un Dios tan misterioso como benevolente nos incita a desarrollar las mejores cualidades para alcanzar una convivencia armoniosa y próspera, ni tampoco es la concepción psicológica actual, en la que “lo sagrado” es aquello que ha sido interiorizado psicológicamente por el individuo en forma de símbolo, que posee un valor social y moral, y que se toma como referente que ha de ser considerado y respetado a partir de nuestra propia reacción emocional al invocarse (por ejemplo: el Holocausto judío se ha convertido en un símbolo sagrado en Occidente... pero no en el mundo árabe). La que Caillois nos muestra en su libro, en cambio, es la concepción originaria de “lo sagrado” en el hombre primitivo -el “hombre en estado de naturaleza”-, y en esta concepción dioses, demonios y otras entidades y símbolos sobrenaturales, con sus correspondientes mitologías y en el conjunto de sus manifestaciones, comparten más o menos la misma dimensión de lo misterioso, terrible o prohibido. Y aunque el ser humano de entonces ya conoce la moralidad (la capacidad para discernir los comportamientos que, o bien impulsan, o bien obstaculizan el bien común) el mundo de “lo sagrado” ni la conoce ni le importa conocerla, porque “lo sagrado” se encuentra en las fuerzas del entorno natural separado del hombre, cuyo hábitat, a su vez, constituye el mundo de “lo profano”. Ambos ámbitos han de entrecruzarse de forma inevitable, pero en esencia son mundos ajenos e incluso antagónicos.

La contagiosidad de lo sagrado lo impulsa a derramarse instantáneamente sobre lo profano, corriendo así el riesgo de destruirlo y de perderse sin provecho. (…) Lo profano necesita siempre de lo sagrado y se ve empujado a apoderarse de ello con avidez a trueque de degradarlo y de aniquilarse a sí mismo. Por eso deben reglamentarse severamente sus mutuas relaciones. Ésa es, justamente, la función de los ritos. Unos, de carácter positivo, sirven para trasmutar la naturaleza de lo profano o de lo sagrado según las necesidades de la sociedad; otros, de carácter negativo, tienen por objeto mantener al uno y al otro dentro de su ser respectivo, por miedo de que provoquen recíprocamente su ruina entrando en contacto en sazón inoportuna.

  Mediante la vida religiosa, el ser humano primitivo se desenvuelve frente a la esfera de la sobrenaturalidad que representa la naturaleza incontrolable… todo lo incontrolable que nos rodea. Indefenso ante una naturaleza hostil, el cerebro humano reacciona "antropomorfizando" lo natural incontrolable en lo sobrenatural accesible a través del mundo simbólico; aprende a respetar las prohibiciones, los límites de su capacidad, y aprende a obtener ventajas de su conocimiento de este mundo extraño y potencialmente terrible. El resultado de estas relaciones con “lo sagrado” parece revertir, a fin de cuentas, en beneficios para la vida en común, cuando menos porque da cohesión –por necesidad- a la comunidad afectada.

  En generaciones posteriores, en sociedades más avanzadas, el buen conocedor de la religión puede encontrar en el mundo de lo sagrado los más altos bienes. Pero este conocimiento es difícil de conseguir y se transmite culturalmente de generación a generación en un sentido que parece ciertamente progresivo. Al cabo, el hombre religioso moderno solo toma de la antigua forma de lo sagrado la estructura psicológica de interiorización de reacciones de extrema atención ante lo trascendente.

Si quisiéramos expresar en fórmulas abstractas el concepto del mundo que parece sugerir la polaridad de lo sagrado, su papel alternativamente inhibitorio y estimulante, tendríamos que describir el universo (y todo, dentro del universo), como una composición de resistencia y de esfuerzos. Por una parte, las prohibiciones protegen el orden del mundo, contienen el exceso, aconsejan una actitud de humildad, un saludable sentimiento de dependencia. Por otra, el reconocimiento del obstáculo crea la energía capaz de derribarlo

  Con el tiempo, el ser humano descubrirá que el camino del esfuerzo por descubrir los secretos de lo sagrado nos da la misma respuesta: hemos de aplicar nuestra imaginación, afinar nuestro juicio, almacenar y sopesar la experiencia, y es ese mismo proceso el que nos hará libres. La reacción interiorizada –automática como un instinto- del hombre primitivo ante lo sagrado lo precipita a tomar actitudes supersticiosas –ritos, ceremonias, exorcismos-, mientras que en la religiosidad moderna, el hombre civilizado reacciona cada vez más haciendo uso de su racionalidad (la Doctrina y la Teología son ejemplos claros de esto). Y gracias a la acumulación de la sabiduría milenaria, el individuo contemporáneo, ya imbuido de criterio científico, tratará de diseñar criterios de lo sagrado que se asignen a los conceptos, simbólicamente expresados, más adecuados al bien común.

   Lo que encuentran los científicos sociales, los antropólogos, los psicólogos, los historiadores y arqueólogos cuando indagan en el mundo religioso primitivo son ritos sociales cohesivos que permiten afrontar la presencia de lo sagrado pero en los que aún no está presente la sabiduría. Estos ritos sociales marcan también la diferencia entre la magia y la religión, pues la magia, si bien igualmente trata del individuo enfrentado a las fuerzas misteriosas de la naturaleza –básicamente hostiles, pero que pueden ser reconducidas mediante arcanas técnicas- carece de componente de cohesión social: el mago, el brujo, entra en el mundo de lo sobrenatural para su beneficio propio, y es esto lo que lo hace tan peligroso… tan antisocial.

[La] vida religiosa (…) se presenta como la suma de las relaciones del hombre con lo sagrado. Las creencias las exponen y las garantizan. Los ritos son los medios que las aseguran prácticamente.

  ¿Cómo se elaboran los ritos? En su origen remoto parecen balbuceos, manotazos, convulsiones durante una pesadilla… prácticas supersticiosas. Solo muy lentamente mostrarán coherencia.

Lo sagrado (…) emana del mundo oscuro del sexo y de la muerte, pero es el principio esencial de la vida y la fuente de toda eficacia, fuerza pronta a descargarse y difícil de aislar, siempre igual a sí misma, a la vez peligrosa e indispensable. Los ritos sirven para captarla, domesticarla, encauzarla por vías benéficas, para neutralizar, en fin, su poder corrosivo.

  Cuando las fuerzas de la naturaleza de las que emana lo sagrado se concretan en dioses, se da un paso adelante en la comprensión del entorno.

Frente a la uniformidad del ordenamiento universal, los dioses aparecen como principios de individualización. Tienen una personalidad. (…) El orden del mundo supone la barrera de las inhibiciones; el ejemplo de los dioses y de los héroes estimula a franquearlas. 

  Junto a los dioses, dentro de los mitos (que es el equivalente a la doctrina del hombre primitivo, el embrión de la futura sabiduría), aparecen ya los héroes, que son hombres privilegiados en sus relaciones con las deidades (Jesucristo, por tanto, es un héroe).

  Surgirán concepciones psicológicas de tipo moral a partir de la vida religiosa, y lo harán a partir de una distinción esencial que tiene que ver con cómo influye en la vida cotidiana la dualidad sagrado/profano:

La pureza es (…) a la vez la salud, el vigor, el valor, la suerte, la longevidad, la destreza, la riqueza, la dicha y la santidad; la impureza reúne en sí la enfermedad, la debilidad, la cobardía, la torpeza, los achaques, la mala suerte, la miseria, el infortunio, la condenación. No es posible percibir aún una aspiración moral. Una tara física, un fracaso, son censurados como si procedieran de una voluntad perversa y se consideran como su consecuencia o su signo. Recíprocamente, la destreza o el éxito manifiestan el favor de los dioses y parecen una garantía de virtud.

  Con el seguimiento correcto de las reglas de lo sagrado para determinar el bien común, aparecerá en la Antigüedad la idea de “pureza”, en el sentido de “virtud”, asociada a la acción benevolente y cooperativa; pero no existe ésta todavía en ese mundo de lo primitivo, de lo salvaje, que nos asusta y que hoy, al menos, nos parece tranquilizadoramente lejano en el tiempo. Ciertamente, hoy ya no tememos que un brujo utilice sus poderes para lanzarnos una maldición, ni que los sacerdotes exijan terribles sacrificios para satisfacer a los dioses. Para salir de este primitivismo tuvimos que crear nuevas religiones, nuevas concepciones de lo sagrado. Y ello conllevó importantes descubrimientos.

La iglesia ya no coincide con la ciudad, las fronteras religiosas con las fronteras nacionales. Pronto la religión se adhiere al hombre y no a la colectividad: es universalista, pero también, de modo correlativo, personalista. Tiende a aislar al individuo para situarlo solo frente a un dios al que conoce menos por sus ritos que mediante una efusión íntima de criatura a creador. Lo sagrado se hace íntimo y sólo interesa al alma. Se ve aumentar la importancia de la mística y disminuir la del culto. 

  Ahora ya vivimos –parece- en el mundo confortador de “lo profano”, donde nos parece posible que todo llegue algún día a ser comprendido; y cuando hablamos de “lo sagrado” nos fijamos en lo benigno, en los ideales más altos, convenciones sociales que nos dirigen a un mundo mejor.

  Pero no nos equivoquemos: la comprensión total no es asequible, las incertidumbres y misterios permanecen… así como la fascinación por las prohibiciones y los peligros. El hombre primitivo sigue dentro de nosotros.

sábado, 5 de noviembre de 2016

“Desarrollo moral en un mundo global”, 2015. Lene A. Jensen (Editora)

Este libro presenta la teoría del desarrollo cultural de la psicología moral (…) La tesis central [de esta teoría] es que los humanos nacemos con una herencia moral compartida y que, a medida que nos desarrollamos desde la infancia, tomamos diversas direcciones [en el comportamiento moral] modeladas por la cultura (…) El enfoque del desarrollo cultural de la moralidad sugiere que el proceso de desarrollo moral no puede ser exactamente comprendido sin examinar tanto el periodo de desarrollo en la vida del individuo como el contexto cultural en el cual se socializa la moralidad

  La profesora Lene Jensen y su equipo de colaboradores intentan averiguar más sobre la psicología de la moralidad al centrarse en la cuestión de las influencias culturales y la predisposición a ser sensible a ellas. En esta investigación utilizan un concepto valioso, propuesto por Richard Shweder (autor del prólogo del libro), que es el de las tres éticas de la moralidad.

La visión de desarrollo cultural (…) aborda la intersección de cultura y desarrollo proporcionando un modelo de desarrollo de las tres éticas propuestas por Shweder [Autonomía, Comunidad, Divinidad] para estudiar el desarrollo de la moralidad en diferentes culturas

  Veamos las “tres éticas”:

La ética de Autonomía define el “yo” como un ser autónomo con derechos, necesidades y la libertad de tomar elecciones y proteger intereses individuales. Esta ética incluye virtudes tales como auto-expresión, auto-estima e independencia. La ética de Comunidad contempla el “yo” como miembro de un grupo social, con deberes y obligaciones con respecto al bienestar del grupo. Así, auto-moderación, respeto y lealtad al grupo son importantes virtudes dentro de esta ética. Por último, la ética de la Divinidad se centra en el “yo” como un ser espiritual e implica razonamientos que pertenecen a la ley divina (…). Abarca virtudes como fidelidad, humildad y devoción

El enfoque de desarrollo cultural describe el desarrollo moral en términos de consistencias y cambios en el grado de uso de las tres éticas [Autonomía, Comunidad, Divinidad] a lo largo del curso de la vida. Por ejemplo, ¿el uso de la ética de Comunidad permanece estable, aumenta o fluctúa con la edad? También habla de los tipos específicos de razones morales usados dentro de una ética. ¿Los niños usan diferentes razones éticas de Comunidad cuando se los compara con los adolescentes y adultos?

  Esta distinción entre las tres éticas es un poco el leitmotiv del libro

Los capítulos de este volumen sustancian la presencia y diferenciación de las éticas de Autonomía, Comunidad y Divinidad en muestras altamente diversas. Con respecto a edad, las muestras van de los 6 a los 85 años. Asimismo, a lo largo de los capítulos, las muestras se toman de un total de nueve países y cuatro continentes, éstas también varían mucho en religión, estatus socioeconómico y residencia rural frente a la urbana

   El estudio del desarrollo y evolución de las tres éticas, enfrentadas o en confluencia, nos conecta con una cuestión de inmediata relevancia: la identificación por algunos psicólogos sociales de la ética de Autonomía como la más desarrollada en términos generales. La “mejor”.

Las más importantes teorías de desarrollo moral, desde Piaget a Kohlberg y Turiel, han posicionado el razonamiento de Autonomía como el punto culminante del desarrollo moral

La ética de Autonomía define el ”yo” como un individuo autónomo que es libre de hacer elecciones, [pero] viéndose restringido primariamente por cuestiones acerca de hacer daño a otros individuos e invadir sus derechos. El razonamiento moral dentro de esta ética se centra en los derechos, intereses y bienestar de un individuo y en la igualdad entre individuos

  Uno de los estudios incluye un dilema ético que se presenta a un anciano de una sociedad agrícola asiática poco desarrollada. El dilema tiene que ver con un médico al que se solicita que atienda a un hombre cuya vida está en riesgo pero que no puede pagarle. ¿Debe trabajar gratis el médico por el bien de un necesitado? Por supuesto que sí.

El énfasis que la persona ponía en el lugar en la sociedad de los médicos y su papel y responsabilidad para curar a los enfermos estaba codificado como [ética de] Comunidad. (…) Sin embargo, este sujeto continuaba proporcionando una justificación siguiente que invoca “la ley del cielo” y el principio cármico del justo mérito 

  El problema de esta actitud que no invoca la ética de la Autonomía se encuentra en que, al fin y al cabo, si la Comunidad o la Divinidad exigieran dañar a un ser humano y no salvarlo (y todos conocemos casos semejantes), en teoría toda atrocidad queda permitida. Sin embargo, semejante cosa no iba a ser posible desde el punto de vista de la ética de la Autonomía (cuestiones de conciencia).

  De modo que parece que el no vernos insertos en una cultura que potencia la ética de la Autonomía sería un hándicap y una limitación para el desarrollo de una sociedad más benévola y por tanto más cooperativa y eficiente. El condicionamiento cultural puede realmente suponer una limitación, en contra del posicionamiento “políticamente correcto” de igualdad en la diversidad de todas las culturas. No olvidemos que

Cultura es un grupo de individuos que son miembros de una comunidad que comparten un conjunto de creencias y comportamientos nucleares

    Y todo individuo se haya condicionado por esos entornos que determinan creencias y comportamientos nucleares, los cuales operan de forma equivalente o parecida a las ideologías. Pero, aparte de la dificultad de mejorar las ideologías y la resistencia habitual a abandonar las viejas tradiciones, nos queda que la mera enseñanza moral no es la que tiene el mayor efecto, sino que el papel más relevante lo tiene la interactuación social.

La moralidad es en parte un proceso en el cual mantenemos diálogos internos con algunos razonamientos privados específicos para sopesar nuestros comportamientos (…) [Pero] la moralidad es también un proceso social en el cual dialogamos, debatimos y argumentamos con otros. Hacemos esto persona a persona

Los individuos que predominantemente usan la ética de Autonomía hacen una distinción entre vinculación universal y cuestiones morales inalterables, por una parte, y cuestiones sociales convencionales y dependientes del contexto por otra. En otras palabras, estos individuos juzgan las cuestiones de acuerdo con la teoría del ámbito [de aplicación de determinados principios morales en uno u otro aspecto de nuestra vida cotidiana]. Sin embargo, los individuos que usan la ética de la Comunidad o la Divinidad no hacen tal distinción. 

    Esta característica de diversidad de ámbitos hace muy compleja la ética de Autonomía porque la enfrenta constantemente al mundo convencional (pensemos en los conocidos “problemas de conciencia”). Aunque la “cultura” –la ideología- nos informa de las creencias relativas a la moralidad, éstas no arraigan en nosotros como tales ideologías, sino como prácticas de nuestra vida interpersonal. Por ejemplo: llevamos a nuestro hijo a ver una película en la que un hombre justo y valeroso se enfrenta a individuos inmorales y violentos. Ideológica, social y convencionalmente, hemos contribuido a la formación moral del niño, pero lo que el niño ha visto es a John Wayne dar muerte brutalmente a docenas de individuos –todos malvados, sin duda- de manera que lo que en realidad ha arraigado un poquito más en su sensible cerebro es el gusto por la disputa violenta en la que el vencedor siempre es justificado… En el ámbito de la legalidad, el comportamiento de John Wayne es perfectamente correcto, pero en el ámbito de la interactuación privada lo que destaca es la ley del más fuerte…

  Ésta es una de las fragilidades de la ética de la Autonomía, que depende en exceso del mundo secreto de las vivencias personales a la hora de asimilar creencias morales que, a diferencia de las de la Comunidad y Divinidad, no nos vienen delimitadas por una fuente externa. Es mucho más cómodo seguir los mandatos de los demás o de un Dios que lo tiene todo muy claro, así que quizá convendría incorporar algunas ventajas de las concepciones éticas más antiguas a la demasiado inexperta ética de la Autonomía.

   De la ética de la Comunidad pocas ventajas podemos extraer: se trata, básicamente, de los convencionalismos del sentido común. Eso nunca va a ser mejor que una ideología ecuánime y racional que apele a la rectitud de la conciencia. Pero existe otra concepción de la ética de Divinidad que va más allá del contenido relacionado con las viejas tradiciones de los seres sobrenaturales. Por encima de todo, la Divinidad, a diferencia de la Comunidad (hay infinitas concepciones sociales), nos ofrece la ventaja de lo inequívoco.

La ética de la Divinidad puede aparecer en términos menos tendenciosos. Las verdades matemáticas y lógicas, por ejemplo, tienen discutiblemente un estatus sobrenatural en el sentido de que son ni materiales ni mentales, y sin embargo son reales

Las personas son capaces de sentir una conexión directa con algún ámbito elevado o dignificante de verdad y valor (un ámbito sagrado, en el sentido de que es incuestionablemente bueno) que es inherentemente una fuente potencial de integridad humana

Uno puede incluso ser un ateo y todavía experimentar el ámbito moral guiado por bienes autorreguladores como limpieza, pureza, contaminación, pecado, salvación y santidad

  Quizá entonces lo que habríamos de buscar es un respaldo “divino” a la ética de la Autonomía

¿Hasta qué punto las definiciones de moralidad y el razonamiento moral dependen de la visión del mundo cultural y religiosa? La psicología del desarrollo cultural se ha centrado en descubrir un ámbito moral universal y razones morales compartidas por todos los seres humanos.

  La cuestión es que todavía las personas que tienen convicciones de tipo religioso –en el sentido habitual de “creencia en una verdad moral suprema de origen sobrenatural”- son preferidas para muchas actividades prosociales y siguen ofreciéndonos mayores garantías de moralidad, como son los casos de los misioneros en las regiones de economía precaria, servicios asistenciales en general e incluso mediaciones políticas por la paz. Parece evidente que la ética de la Autonomía requiere incorporar algunas características propias de la ética de la Divinidad para alcanzar sus límites.  Un indicio de que esto ha de ser así lo encontramos en que el desarrollo histórico de la ética de la Autonomía tiene como origen una evolución religiosa previa.

Si bien tanto los participantes [en un estudio] judíos y protestantes valoraban como cuestiones morales cosas como deshonrar a los padres, tener una aventura sexual y hacer daño a un animal, estos grupos diferían en la importancia moral atribuida a pensar sobre cometer tales comportamientos. Los participantes protestantes valoraban más negativamente a una persona que tuviera tales pensamientos que un participante judío. Estas diferencias procedían en parte de las creencias de los protestantes de que los pensamientos de los individuos es probable que te lleven a la acción

Desde la perspectiva de la moralidad, los valores de autodisciplina y autocontrol son contemplados como virtudes morales en las culturas protestantes, pero no en las católicas [según Paul Rozin]

      ¿Puede en conjunto sostenerse por sí sola la ética de la Autonomía, a pesar de su origen religioso (protestantismo)? La estadística demuestra que las sociedades basadas en doctrinas humanistas y seculares han alcanzado la mayor prosocialidad (menos crímenes, más justicia social, más benevolencia, mayor riqueza económica y desarrollo tecnológico) y, si bien nada hace pensar que la desaparición de la anterior fuente inequívoca del humanismo cristiano –las tradiciones de la Divinidad… propiamente del concepto protestante de Divinidad- hará retroceder los avances éticos ya alcanzados, ¿podrán seguir dándose progresos futuros hacia la prosocialidad sin una transformación ética más allá de la ética de la Autonomía tal como la conocemos hoy?

  Otro posible problema de la ética de la Autonomía "tal como la conocemos hoy" es que se basa en diferenciar entre individuos a los que se asignan derechos y a los que se les proporcionan bienes cuantificables de forma igualitaria. La ética de la Autonomía es muy individualista y por ello tiene dificultad en incorporar mandatos por el estilo de “amaos los unos a los otros”, algo que sí era posible en la ética de la Divinidad cristiana. A nivel de prosocialidad, esto supone una desventaja.

   Y recordemos finalmente que la prosocialidad no es otra cosa que el fomento de las condiciones que hacen posible la máxima cooperación entre los individuos, y que un conjunto de individuos que practiquen la ética de la Autonomía "tal como la conocemos hoy" son prosociales porque, al respetar los derechos de los individuos y buscar la igualdad, es poco probable que nos engañen, de modo que merecen la confianza imprescindible para emprender cualquier tarea cooperativa… pero un conjunto de individuos que practicasen una ética de la Autonomía “mejorada”, más allá de la asignación de derechos y deberes, y con rasgos de conducta que demuestren una benevolencia general basada en la empatía y en un ideal de mutua afección, merecerían una confianza superior, pues no solo es aún menos probable que nos engañen, sino que además podemos contar con su predisposición psicológica a ayudarnos de forma altruista y a compartir con nosotros sus puntos de vista subjetivos y sus motivaciones privadas en toda oportunidad.

   Todos conocemos la diferencia que existe entre la confianza dentro de una comunidad cívica (un centro de trabajo, un municipio) y la confianza dentro de una unidad familiar, y la mayor prosocialidad se da en el segundo caso, donde se espera algo más que el reconocimiento de los derechos individuales y una distribución igualitaria de recursos. Si hay “amor” contamos con las garantías más productivas a nivel de cooperación efectiva que si hay solo un reparto igualitario de bienes y derechos. Estos comportamientos más prosociales pueden ser promovidos desde la perspectiva inequívoca de una fuente de criterio moral exterior a nosotros y mediante mecanismos emocionales de interiorización simbólica de valores, como sucede en el caso de la ética de Divinidad.