martes, 15 de junio de 2021

“Los orígenes de la justicia”, 2010. Nicolas Baumard

   Queremos vivir en un mundo mejor, un mundo prosocial, sin agresión, con altruismo y con plena cooperación (lo que implica riqueza). Entendemos que esto supone vivir en un mundo justo. Pero, en realidad, la justicia, la moralidad y la prosocialidad –el mundo mejor- son cosas diferentes. Esto y muchas cosas más nos explica el psicólogo cognitivo Nicolas Baumard.

Es posible juzgar una situación inmoral sin considerarla injusta (p.75)

   Por ejemplo, en el caso del capitalismo: la explotación de los obreros es inmoral, pero resulta justa en tanto que la experiencia indica que es, hoy por hoy, la mejor forma de incrementar la riqueza para todos.

El objetivo del sentido moral es equilibrar los intereses individuales  (p. 112)

  Sin embargo, estos intereses también podrían ser de tipo egoísta y competitivo, no coincidentes con un ideal de prosocialidad, es decir, de una sociedad regida por principios de altruismo, benevolencia y afección.

En contra de las predicciones de la teoría altruista, ni el comportamiento ni los juicios morales apuntan al bien del grupo. El altruismo y la moralidad son dos fenómenos diferentes (p. 161)

  Si la moralidad consiste en equilibrar los intereses individuales uno puede considerar que estos intereses se ven beneficiados por el bien de todo el grupo y, por tanto, que la moralidad tendría que ser altruista, pero en realidad esto no funciona así: los intereses se basan muchas veces en prejuicios y son competitivos por naturaleza; una moralidad del todo altruista no es fácilmente comprendida y el que pueda llegar a serlo dependerá de cómo evolucionen las concepciones culturales. El castigo al adulterio o la tolerancia a la desigualdad económica, por ejemplo, se rigen por criterios morales cambiantes que pueden ser más o menos altruistas.

   La moralidad basada en la justicia funciona como un instinto de equidad y reciprocidad, y no puede entrar en consideraciones sociales complejas y a largo plazo de acuerdo con principios altruistas. Lo esencial de la moralidad es la exigencia del respeto a los intereses ajenos a partir de cómo sean concebidos tales intereses en un momento dado.

Los humanos están equipados con una disposición psicológica específicamente dedicada a la moralidad, que es autónoma, de ámbito específico, universal e innata (p. 4)

  Y a la hora de considerar la cuestión de la justicia, la moralidad es solo uno de los aspectos distinguibles que influyen en ella.

Al menos tres disposiciones pueden estar activas [con respecto a la justicia]: el sentido moral, ya que los intereses de otros están en juego; nuestra preocupación por la opinión de otros [reputación], dada la presencia de observadores; y finalmente nuestros intereses materiales, dadas las recompensas (…)  implicadas. Nuestra tendencia a ser más justos cuando somos observados puede deberse no a nuestro sentido moral, sino a nuestro sentido del honor.  (p. 48)

  Moralidad, reputación, interés. Partiendo de estas realidades, la justicia hemos de verla como un hecho social que se rige por los condicionantes del entorno.

Por ejemplo, [podemos vernos] tentados a violar las reglas de un examen para ayudar a nuestros hijos. Aquí la afección nos empuja, pero el sentido moral nos empuja a su vez contra este impulso a cometer una injusticia  (p. 22)

  Sin embargo, el derecho a la herencia sí permite que los hijos se vean beneficiados de forma arbitraria con respecto a otras personas necesitadas. Esto es moral y a la vez justo porque así lo determina el entorno social –la cultura-.

   Lo justo tiene un sentido práctico: lo justo se ejecuta mediante las leyes y los administradores de justicia reconocidos; en cambio lo moral se asienta sobre las costumbres de mayor excelencia que no siempre son legalmente reconocidas. En teoría, lo justo siempre habría de ser moral. En la práctica –como en el caso de la desigualdad económica- esto no es así.

Los efectos de encuadre pueden ayudarnos a comprender la lógica mutualista de los deberes hacia los demás (…) La gente piensa que tenemos el deber de ayudar a un herido en la cuneta de la autopista, pero no el deber de enviar dinero para salvar a miles de personas que mueren de hambre  (p. 82)

  Este “encuadre” (consideración psicológica del convencionalismo social) nos hace también evidente la eventual imperfección moral de la justicia. Pero es que tampoco la moralidad es inamovible. Si bien necesitamos hallar criterios de justicia más acordes con la moralidad, también nos conviene hacer evolucionar la moralidad más allá de los niveles convencionales. Por eso, toda idea de justicia y moralidad debe ser dinámica y adscribirse a un criterio de evolución y mejora dirigidas.

  El autor entonces considera los tipos de concepción de moralidad. 

Una teoría mutualista predice una moralidad contractualista, una teoría altruista predice una moralidad utilitaria y una teoría de continuidad [basada en la evolución] predice una moralidad de la virtud (p. 7)

  El autor favorece la teoría mutualista que daría origen a una moralidad contractualista. 

La moralidad contractualista contrasta marcadamente con la moralidad utilitaria: la primera apunta al respeto por el interés de otros, la segunda a la maximización del bien colectivo (…) Desde un punto de vista mutualista [contractualista] tengo que devolver el dinero prestado porque de lo contrario no respeto tus intereses en la misma medida en que tú respetas los míos. Desde un punto de vista utilitario tengo que devolverte el dinero porque de lo contrario en el futuro puedes desconfiar y no prestar dinero a nadie más, lo que sería dañino para todo la sociedad  (p. 137)

  Por supuesto, los problemas de las teorías aparecen cuando trasladamos la conducta social humana al campo de las motivaciones. Para el utilitarista –que busca “el mayor bien para el mayor número”- obramos en base a la “simpatía” –o “empatía”. La motivación es nuestro deseo de favorecer al semejante –de ahí su origen en una “teoría altruista”- y por ello se seleccionan los comportamientos sociales que maximizan el bien colectivo.

   ¿Y cuál sería la motivación del “contractualista” (teoría mutualista)?

La lógica de la teoría mutualista se basa en el respeto mutuo y en las concesiones relativas igualitarias (…) El mero hecho de que alguien está sufriendo no nos impone un deber de acabar con su sufrimiento, pero sí el hecho de que el coste de ayudarlos sea mucho más bajo que el beneficio resultante. (p. 180)

    Es decir, la motivación sería no tanto el interés egoísta –éste nunca puede ser base de moralidad alguna- sino que hemos interiorizado principios de justicia, de reciprocidad y correspondencia en lugar de una “simpatía altruista”. Tiene sentido si pensamos en el comportamiento primitivo de las culturas más simples e incluso en ciertos comportamientos de los simios: yo te doy si tú me das. Se trataría de un automatismo que parece bastante propio de nuestra herencia genética más básica.

  A primera vista este tipo de comportamiento moral parece restrictivo. Incluso poco moral, porque si la moralidad implica la consideración de los intereses del semejante, está claro que tendría que ver más con el altruismo (simpatía) que con la mera correspondencia recíproca (justicia). 

  Podríamos pensar que la justicia implica una concepción limitada de la moralidad, pero no es esa la concepción del autor, que considera que la moralidad solo tiene sentido en función de la justicia. La simpatía –empatía que motiva a la acción asistencial- no sería moralidad.

La simpatía y el sentido moral funcionan de forma diferente. El sentido moral se activa por el daño que hace a los otros injustamente. La simpatía, por otra parte, se activa por el sufrimiento de otros en sí mismo, sin consideración a su causa (p. 23)

    Entonces, tendríamos el altruismo, como motor del comportamiento de asistencia benevolente –consecuencia de una agudización de la simpatía-; la justicia, como criterio para el bien común dentro de un marco públicamente reconocido; y la moralidad, como base instintiva –subjetiva, no pública- de comportamientos en atención de los intereses individuales, también dependiente del marco cultural.

Kropotkin señaló que la moralidad padece de estar conceptualizada en términos altruistas (se refería tanto al cristianismo como al marxismo). Señalaba que esta concepción de la moralidad es desalentadora. Al exigir constantemente acciones gratuitas, impulsando a olvidarse de uno mismo y urgiendo a la gente a poner el grupo por delante de los individuos que lo componen, las teorías altruistas socaban los fundamentos de la moralidad  (p. 224)

    Esta concepción individualista de la moralidad corresponde a la idea de justicia como reciprocidad e intercambio. No es la única concepción, aunque sea la favorita del autor. Se trata, en suma, de una moralidad que excluye el ideal de altruismo y prosocialidad.

   Quizá la concepción más acertada sería la que el autor desecha, la de la ética de la virtud.

[Según la visión moral de las virtudes] la moralidad consiste en un conjunto de virtudes específico para cada cultura, pero que se desarrolla sobre la base de disposiciones universales. (…) Desde este punto de vista, las virtudes son disposiciones socialmente legítimas (…) [Esto] parece una teoría culturalista (…) [Pero] no da cuenta de la diferencia entre acciones que se imponen socialmente y aquellas que se requieren moralmente (p. 189)

  Pero las acciones morales son requeridas en el contexto de una evolución social y cultural. Por eso las exigencias morales siempre dejan un margen que la idea de justicia no alcanza: la desigualdad económica es inmoral, pero hoy por hoy es justa; las penurias que padecen los inmigrantes ilegales que solo aspiran a salir de la precariedad son inmorales, pero hoy por hoy no niegan la justicia social dentro de un orden de cosas que considera imposible el “papeles para todos”. 

  La persona virtuosa sigue la evolución moral en la medida de sus posibilidades. Un hombre virtuoso en tiempos de Aristóteles trata bien a sus esclavos (igual que hoy tratamos bien a nuestras obedientes mascotas); un hombre virtuoso en tiempos de Cristóbal Colón fuerza a los paganos a convertirse al cristianismo por el bien de sus almas; un hombre virtuoso hoy vota a partidos políticos progresistas y defiende públicamente los derechos humanos.

  ¿Existe una moralidad o una justicia objetivas? Más bien parece que ambas están determinadas por la cultura. Sin embargo, hay criterios de actitud personal -disposición personal- con respecto a los semejantes que sí pueden darnos una guía moral menos dependiente de las circunstancias y que equivaldría a un ideal moral, modelo de la virtud. Pero tal visión ideal solo puede surgir de la capacidad individual para percibir, libre de prejuicios, la armonía de intereses entre individuos.

[La] teoría de la virtud (…) ante todo no es una teoría de los juicios morales (lo que hemos de hacer), sino de las disposiciones psicológicas requeridas (las cualidades que necesitamos cultivar a fin de hacerlo). Según la teoría de la virtud, ser una persona moral es un asunto no tanto de conocer los principios morales correctos como de tener las disposiciones correctas: por ejemplo, la capacidad para simpatizar con las necesidades de otra gente y responder a ésta imaginativamente. (p. 216)

[Según la] “moralidad de la virtud” (…) ser moral es tener virtudes: esto es, hacer uso de la disposición correcta en el momento adecuado, mostrar compasión cuando otros están afligidos, ser valiente en momentos de peligro, etc (…) Poseer una virtud es tener disciplinadas nuestras facultades para responder correctamente y completamente al entorno social (según Aristóteles). En otras palabras, según esta visión la moralidad es una forma de excelencia individual (p. 6)

  La “teoría de la virtud” no es entonces neutral, porque sus contenidos derivan de una particular adaptación a las relaciones humanas. Y el ser humano virtuoso es, por tanto, aquel que desarrolla la empatía y el altruismo. Lo hará en la medida en que se lo permitan las condiciones culturales de su tiempo. El hombre virtuoso de Aristóteles no es que fuese más cruel que el hombre virtuoso moderno, a la vista de cómo trataba a esclavos y extranjeros; es que el hombre virtuoso de Aristóteles no podía considerar a esclavos y extranjeros como personas con las que empatizar a la vista de las consideraciones culturales de su tiempo.

Cualquiera que individualiza a otras personas contribuye a reforzar nuestros deberes hacia ellas (p. 82)

    El comportamiento moral es el que determina la cultura y da lugar a nuestra idea de la virtud, de lo injusto o adecuado. Sin negar que exista un instinto de justicia distributiva (reciprocidad, represalias, reputaciones) la máxima prosocialidad solo puede llegar a realizarse a partir de una situación cultural que permita la interiorización de las pautas de conducta altruista por parte de las personas virtuosas. Y esto solo sucederá cuando la moralidad (y la correspondiente virtud) evolucionen lo suficiente y generen un modelo cultural acorde.

Lectura de “The Origins of Fairness” en Oxford University Press 2016 (traducción de "Comment nous sommes devenus moraux", en francés, 2010); traducción de idea21

No hay comentarios:

Publicar un comentario