sábado, 15 de mayo de 2021

“La bondad de los extraños”, 2020. Michael McCullough

     Sabemos que existen conductas humanas benévolas y sabemos que a lo largo del “avance” de la civilización se habría ido produciendo un cambio necesario de la moralidad consistente en el predominio gradual de las conductas altruistas y empáticas. Tales conductas, recordémoslo, entran en contradicción con nuestra naturaleza subjetiva: “nosotros” existimos como mera suma de “yoes”, cada uno de ellos encerrado en su propia, pequeña y valiosísima vida. ¿Por qué ayudar a los extraños cuando nuestro único interés habría de ser nosotros mismos? El psicólogo Michael MacCullough, partiendo de una larga trayectoria de estudios referidos a esta cuestión, trata de llegar a algunas conclusiones.

Entre los darwinianos modernos, las explicaciones para la generosidad hacia los extraños llegan en dos formas posibles (…) [En la] teoría de la “adaptación para los extraños”, ayudamos a los extraños en el mundo moderno porque la evolución nos diseñó específicamente para ello, por muy tortuoso que este proceso de diseño pueda haber sido (…) [O bien] la generosidad hacia los extraños es meramente un subproducto del instinto de cuidar de amigos y parientes (Capítulo 1)

  E incluso cabría preguntarse porqué nos interesaría desperdiciar nuestra atención, nuestra seguridad y nuestros recursos por amigos y parientes, ya que, al fin y al cabo, "ellos" tampoco son “nosotros”. Sin embargo, en este caso contamos con el hecho cierto de que todos los animales tienen un instinto de conservar la especie lo que equivale a propagar nuestros genes a través de nuestros parientes, lo que exige ayudar a su supervivencia y prosperidad. Pero eso, en todo caso, limita la conducta benevolente a un número limitado de individuos próximos.

La empatía es “localista, de mente estrecha e innumerada” –esto es, no se incrementa cuando el número de personas implicadas se incrementa (…) La gente tiende a evitar activamente experimentar empatía por los extraños (Capítulo 2)

  ¿Cómo puede entonces llegar a existir un instinto “general” de ayuda a nuestros semejantes? 

Trivers propuso que un gen para la generosidad podría implementar la siguiente estrategia: ayuda a tu vecino cuando sea barato hacerlo; pide ayuda a tu vecino cuando lo necesites; continúa proporcionando beneficios a los vecinos que devuelven los favores y reprime tus impulsos generosos hacia los vecinos que no lo hacen. (Capítulo 6)

    Esto tiene sentido, sobre todo porque ya Darwin señaló la posibilidad de la “selección de grupo”: un grupo de humanos que practicara la amabilidad podría ser más eficiente internamente y por tanto más eficiente también en su competencia por los recursos contra otro grupo donde los individuos fuesen más egoístas y conflictivos entre ellos. La adaptación moderna de esta idea del mismo Darwin se llama “selección multinivel”.

El egoísmo triunfa sobre el altruismo dentro de los grupos. Los grupos altruistas triunfan sobre los grupos egoístas. (Capítulo 5)

  Con todo, seguimos necesitando una “materia prima” para poner en marcha pautas de comportamiento social altruista y cooperativo –prosociales. Ser altruista dentro del grupo puede fortalecer el grupo, pero ¿de dónde sale ese altruismo que practica ese grupo en particular? Sin duda, las pautas altruistas pueden favorecerse por la tradición, por la cultura… pero sigue dependiendo de los instintos altruistas de cada individuo.

Nuestro interés intuitivo por el bienestar de los extraños –particularmente cuando se sopesa contra la fuerza de nuestro interés intuitivo en nuestro propio bienestar, así como en el bienestar de nuestros amigos y amados- es débil, reacio y bastante descuidado. La evidencia de que la evolución ha afinado nuestras mentes para la preocupación activa por el bienestar de los extraños es por ello escasa. (Capítulo 1)

   Débil, reacio y bastante descuidado. Pero es lo que tenemos y bien podría ser suficiente. Si de la evolución genética poco podemos esperar, la evolución cultural quizá pueda sacar partido de este débil instinto, lo cual dependería de una confluencia de circunstancias.

  Para empezar…

Las sociedades humanas se han hecho más sensibles hacia los problemas de los extraños cuando el coste de la ayuda disminuye (Capítulo 14)

   Las situaciones de precariedad no solo implican carencia de recursos materiales, sino que además suelen generar mucho estrés. Coloquialmente, consideramos que la precariedad genera “embrutecimiento”. Cuando tenemos poco o tememos vernos pronto de nuevo con poco o con nada no parece la mejor situación para ser generosos.

  Sin embargo, la generosidad puede ser conveniente incluso en situaciones de precariedad. ¿La reciprocidad de la benevolencia no podría ser una especie de “seguro” también para nosotros mismos? Si nos ganamos una reputación de benevolentes (o, cuando menos, justos y agradecidos), tal vez otros consideren conveniente ayudarnos en un momento dado para que estemos más adelante en disposición de ayudarlos a ellos…

Amamos a los demás porque amamos nuestras reputaciones y amamos nuestras reputaciones porque motivan a los otros a amarnos (Capítulo 6)

  Así se van sumando elementos que pueden ser utilizados para construir una moralidad altruista mediante la elaboración cultural: incremento de la riqueza, creación de redes reputacionales con vistas a la reciprocidad, reelaboración cultural de los instintos de ayuda a los parientes y próximos… Todo esto, en principio, es válido incluso para el pobre Homo Sapiens en estado de naturaleza, el cazador-recolector, pero parece lógico que solo llega a tener efecto cuando aparece la civilización, las sociedades sedentarias productoras de excedentes alimentarios donde la superpoblación implica anonimato: no podemos hacer un seguimiento del comportamiento de cada habitante de una ciudad a fin de asignarle una reputación, y ello urge a que se elaboren sistemas morales socialmente asumidos y culturalmente transmitidos.

  Por otra parte, las sociedades civilizadas, a pesar de su mayor capacidad para producir bienes gracias a la cooperación de grandes grupos humanos, eran enormemente desiguales ya que los pocos poderosos tenían mucho y los muchos desposeídos tenían poco. Lentamente, las tensiones sociales que se derivaban de esta situación inevitable –el instinto egoísta de todo individuo y de todo grupo familiar en sociedad- dieron lugar a algunas soluciones innovadoras.

Ante tanta desigualdad y opresión [característica de las primeras civilizaciones], los reyes del mundo arcaico encontraron una nueva idea: al proteger a la gente más vulnerable de la sociedad, se les recompensaría con la lealtad de sus súbditos y con una fortalecida reputación de bondad y sabiduría (Capítulo 7)

  Aparece la sabiduría

Los reyes reformistas [de Mesopotamia] redujeron el número de años que uno podía ser esclavizado por deudas, redujeron las tasas de interés y modificaron los términos de pago de préstamos personales onerosos, y permitieron que la gente recomprase tierra y propiedad que habían vendido previamente a fin de pagar deudas o comprar comida. (Capítulo 7)

  El mundo podría haber sido un lugar bastante feliz desde el momento en que un solo campesino del Neolítico podía producir alimentos para cuatro o cinco personas –y almacenar excedentes para los malos tiempos-, y sin embargo, sabemos que, en lugar de eso, muchos campesinos pobres de las primeras civilizaciones vivían en una precariedad peor que la de los cazadores-recolectores: los humanos no estaban acostumbrados a vivir en grandes grupos de desconocidos después de haber sido diseñados genéticamente para vivir en grupos familiares poco mayores que los de los chimpancés. No fue fácil encontrar nuevas soluciones para nuevos problemas, como era el caso de las grandes civilizaciones.

  Fue poco a poco como el proceso de adaptación a la vida civilizada -¿proceso de civilización?, ¿evolución moral?- generó todo tipo de cambios culturales que fomentaban la benevolencia. Después del rey generoso, llegan los dioses que cuidan del bienestar común y fomentan el comportamiento moral. La Era Axial

Fue la abundancia material (medida, por ejemplo, por el número de calorías de promedio que cada adulto podía extraer del entorno tras un duro día de trabajo) y no el éxito político (medido por el tamaño del Estado) lo que diferenció mejor a las tres sociedades [India, China y Grecia] que se hicieron axiales [era Axial: religiones compasivas] de las cinco que no lo hicieron [Egipto, Mesopotamia, Mesoamérica, Andes y Anatolia]. Simplemente, las sociedades axiales eran más ricas (Capítulo 8)

   Los “axiales”, tanto si partieron realmente de una situación ventajosa o no, ampliaron su ventaja en las generaciones sucesivas. La práctica de la caridad se extendió y fortaleció la vida social. Vivir en civilización aseguraba cierta paz con respecto a la conflictiva vida nómada, y la “violencia estructural” que implicaba la desigualdad económica institucionalizada podía atenuarse porque también la asistencia a los desfavorecidos quedaba institucionalizada al más alto nivel: el de lo sagrado. 

La caridad era [en la Antigüedad] (…) un acto sacramental. Esto es, un acto que establecía un punto de contacto entre el creyente y Dios. Pensar en la pobreza como un problema social que podría ser resuelto no era algo imaginable en la mente del hombre premoderno (Capítulo 8)

  La pobreza no podía resolverse, de la misma forma que la guerra no podía resolverse, ni podían desaparecer las diferencias nacionales y de clase, ni los hombres y mujeres podían ser considerados iguales. Pero, al menos, existía la creencia en dioses –reyes celestiales- que cuidaban benévolamente de los más precarios por medio de los hombres piadosos –de buena reputación- que seguían sus dictados. Y las civilizaciones se hicieron aún más productivas.

  El autor llega así a la época del Humanismo –siglo XVI, aproximadamente- que es cuando encuentra un gran cambio en la actitud civilizada respecto a la pobreza.  

Según un nuevo punto de vista, la pobreza no había de verse como un hecho universal de la vida (como lo veían nuestros antepasados del Neolítico), o una triste inevitabilidad para las viudas y huérfanos (como lo veían los fatalistas de la Edad de Bronce), o una oportunidad para que los ricos escaparan de una terrible vida de ultratumba (como lo veían los cristianos de la Europa Medieval), o como una condición primariamente espiritual (como lo veían curas y monjes). En lugar de eso, había de ser vista como una enfermedad social que dañaba no solo a los pobres, sino también al Estado secular y a sus ciudadanos. (Capítulo 9)

  En suma: ahora la pobreza podía resolverse y, prácticamente, se juzga este cambio de actitud como el que ha llegado hasta hoy (la naturaleza humana tal como es hoy está dotada para resolver la pobreza simplemente con voluntad de actuar). Planteado tal cambio en el siglo XVI –se señala la obra de Luis Vives como un hito de los más relevantes- llegaría a su culminación con el laicismo del siglo XVIII y las doctrinas de cambio social –democracia, socialismo- que aparecerían después.

Siguiendo al gran incendio de Londres que en 1666 destruyó la mayor parte de la ciudad de Londres, predicadores de toda clase exhortaron a los londinenses a arrepentirse por las iniquidades que habían provocado que Dios incendiara la ciudad. Después [del terremoto] de Lisboa [en 1755], sin embargo, la gente comenzó a ver cada vez más los desastres naturales como el resultado de una larga cadena de interacción entre materia y energía –esto es, sucesos puramente físicos que no estaban interesados en la moralidad humana y que eran indiferentes al bienestar humano (Capítulo 11)

  El autor señala otro hito a partir del terremoto de Lisboa en tanto que no solo no dio lugar a especulaciones metafísicas de índole fatalista -¿por qué quiso Dios tal cosa?-, sino que además también puso en marcha una campaña internacional de ayuda a las víctimas en cierto modo semejante a las de la época contemporánea.

Los argumentos de Rousseau para evitar la desigualdad, los esfuerzos de Smith para humanizar a los pobres y la afirmación de Kant de que todos poseen un valor igual e infinito fueron fácilmente modelados dentro de un cuidado andamiaje intelectual. A partir de este andamiaje, los teóricos políticos comenzaron a hacer afirmaciones incluso más audaces sobre los Derechos de los ciudadanos y los Deberes redistributivos del Estado. En su libro “Derechos del Hombre” de 1792, Thomas Paine propuso que los Estados estaban obligados a proporcionar a cada ciudadano una pensión de vejez tras una vida de trabajo, no como algo a partir del favor y la gracia, sino del Derecho (Capítulo 10)

Aparecieron sociedades internacionales para promover la reforma de las prisiones, la erradicación de la viruela, el bienestar de los obreros, la paz mundial, la abolición de la guerra y la prevención de naufragios, junto con otras promoviendo la abstinencia y el sufragio femenino (Capítulo 11)

  Hoy en día destaca el interés en identificar, usando el método científico, las acciones que más efectivas sean para paliar el sufrimiento ajeno.

Igual que los reformadores de la primera Ilustración de la pobreza, los humanitarios [posteriores] también aprendieron a usar datos estadísticos y análisis empíricos para identificar problemas y evaluar la efectividad de las soluciones (Capítulo 11)

   Michael McCullough le da el nombre de “Era del Impacto” a la época en la que vivimos:  se trata de potenciar tanto los efectos empáticos de la precariedad en la opinión pública –uso de publicidad- como de obtener los mejores resultados de la acción benéfica. 

La Era del Impacto es una respuesta a toda forma de sufrimiento. En un mundo que implica intercambios y recursos limitados (…) ¿cómo deberías elegir donde dejar huella? La Era del Impacto te anima a responder centrándose por igual en dos conjuntos de cuestiones. El primero nos refiere a los altruistas que están comprometidos con la Ciencia  y la Investigación, con los datos y hechos; creen que si quieres ayudar a la gente –a tantos como sea posible- los hechos son lo primero; no puedes ayudar a la gente necesitada si no sabes cuáles son las necesidades reales (…) En toda época en la historia de la generosidad humana, las cuestiones sobre el Impacto han sido lo último en la mente de la gente, pero [en el presente] el deseo de alcanzar el conocimiento de los hechos es una obsesión. En el segundo [conjunto de cuestiones], los altruistas de la Era del Impacto se ven obsesionados [también] con las consecuencias; para ellos, la efectividad en aliviar el sufrimiento es el único criterio que deberíamos imaginar sobre qué causa merece nuestro apoyo (Capítulo 13)

  Después de este viaje a lo largo de la historia centrado en la actitud individual y social ante la precariedad de los semejantes, la conclusión final no puede ser más consecuente con el ideal de la eficiencia: el autor considera que la mejor forma de combatir la pobreza es expandiendo el modelo económico mercantil y de consumo.

Hacer desaparecer las barreras artificiales al comercio e invertir en infraestructuras de transporte crearía trillones de dólares en riqueza, la mitad de los cuales irían a los países más pobres. [Las instituciones internacionales] identificaron la liberalización del comercio como el medio aislado más efectivo con relación al costo para reducir la pobreza global (Capítulo 14)

  La conclusión puede no parecer demasiado concluyente, sobre todo después de haber descrito las etapas de evolución moral que serían el andamiaje intelectual de los cambios sociales recientes. Uno podría pensar que tal evolución habría de continuar incluso tras la denominada “Era del Impacto” y dar lugar a soluciones menos ambiguas (¿la codicia capitalista es el mejor camino hacia la caridad?). Los cambios morales parecen tener que ver con la psicología moral del individuo, la implicación subjetiva con los demás -¿empatía?, ¿altruismo?-. Tiene sentido, desde luego, que esta implicación subjetiva señale a la eficiencia de la ayuda, pero ¿y si hubiera cambios subjetivos que llevaran incluso a una eficiencia mayor que la de la economía capitalista?

  Si en el principio la desigualdad se veía como fatalidad, y más adelante el esfuerzo –o el mero deseo- en paliar la desigualdad inevitable se vio como virtud religiosa –Era Axial- y finalmente el humanismo pretendió erradicar la desigualdad, ¿por qué no quedaría por dar un paso más? ¿Por qué no, por ejemplo, considerar el origen psicológico de la desigualdad en lugar de centrar nuestra acción en el entorno material? Mejoremos al individuo y la mejora material se dará por añadidura. No se trataría tanto de ganar virtud ante los dioses, sino de ganar eficiencia prosocial.

  De todas las opciones posibles, la que toma el autor –fomentar el comercio mundial- es la menos arriesgada (otras opciones son, por ejemplo, el cambio político, la educación y el avance tecnológico). Se parte del hecho de que existe una cierta relación entre el aumento de la riqueza y la disminución de la precariedad en todos los niveles sociales, pero el que aún hoy –pese a la enorme productividad de la tecnología- persista la desigualdad –y que ésta incluso aumente- nos hace sospechar que tal vez el incremento de la riqueza no sea hoy el factor esencial, sino que más bien se dan cambios éticos como consecuencia de los cuales se producen simultáneamente tanto un aumento de la riqueza como un aumento de la prosocialidad (altruismo). El éxito de las naciones de cristianismo reformado (norte de Europa, Estados Unidos) tuvo lugar a partir de sistemas económicos más bien pobres. 

  Para Benjamin Franklin, que vivió la expansión económica de las colonias norteamericanas del siglo XVIII, estaba claro que el puritanismo autorreflexivo basado en la ética cristiana fue lo que dio lugar a unas relaciones de mutua confianza que supusieron la base humana del éxito en los negocios, las finanzas y la industria. Las personas bondadosas asisten a los pobres de buen grado… y son a la vez los socios más fiables para cualquier otro tipo de empresa honrada.

Lectura de “The Kindness of Strangers” en Hachette Book Group, Inc.; traducción de idea21    

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