martes, 5 de octubre de 2021

“Justicia”, 2009. Michael J. Sandel

   La idea de “Justicia” solemos comprenderla en el sentido de las relaciones sociales e incluso más propiamente de las relaciones sociales de tipo político –con el elemento de coerción públicamente legitimada por vía judicial-. 

  Pero en este libro del filósofo político Michael J. Sandel se ahonda precisamente en la cuestión de si la “Justicia” hemos de comprenderla mejor como el comportamiento virtuoso –benévolo, altruista, comprensivo- de un individuo para sus semejantes, la perfección ética –y no tanto el comportamiento cívico-. Y es entonces cuando la cosa se complica… como no podía ser menos, ya que estamos muy lejos de una sociedad perfecta y si bien la “justicia” siempre ha existido en la sociedad –siempre se ha practicado la coerción contra el individuo en nombre del bien común- rara vez la reflexión no ha llevado a denunciar los errores y abusos de las autoridades y de la misma comunidad social que las sostiene.

   El ejemplo más a mano, tanto hoy como en el pasado, tiene que ver con el objeto más cotidiano de la vida en común: los logros económicos y su distribución.

[Siempre se han considerado] tres formas de abordar la distribución de bienes: según el bienestar [común], según la libertad y según la virtud. Cada uno de estos ideales sugiere una forma diferente de concebir la justicia. (p. 13)

  De todas las escuelas “éticas”, la más atractiva siempre es el “utilitarismo” –o “consecuencialismo”-, la de “el mayor bien para el mayor número” o distribución de bienes “según el bienestar común”. Pero este tipo de solución presenta todo tipo de inconvenientes, aparte de la codicia de bienes que siempre daría lugar a disputas; el caso es que el bien común abarca todo tipo de ámbitos aparte del reparto de bienes económicos fungibles.

Supongamos que una gran mayoría desprecia a una pequeña religión y quiere que sea prohibida. ¿No es posible, probable incluso, que prohibir esa religión produzca la mayor felicidad para el mayor número de personas?  (p. 32)

  Tanto más que la prohibición de la herejía ayuda fuertemente a preservar la fe: convivir con infieles lleva a la duda y la duda corrompe la fe y arruina sus beneficios emocionales.

  Una alternativa a esta opresión es poner el bien de la libertad por encima de todos los demás. El bien común no tendría derecho a privar de libertad a nadie.

[Hay] tres maneras de enfocar la justicia. (…) La justicia consiste en maximizar la utilidad o el bienestar (la mayor felicidad para el mayor número). La (…) justicia consiste en respetar la libertad de elegir, se trate de lo que realmente se elige en un mercado libre (el punto de vista libertario) o de las elecciones hipotéticas que se harían en una situación de partida caracterizada por la igualdad (el punto de vista igualitario liberal). La (…) justicia supone cultivar la virtud y razonar acerca del bien común  (p. 165)

    Si estas son las opciones, de las tres posibilidades, la más coherente quizá sea la de “cultivar la virtud” porque el comportamiento virtuoso –en una cultura dada- es el que garantiza la armonía social. Otra cosa es que hallemos una definición universal de virtud. Esto se parecería un poco al criterio de la ética kantiana, que considera que la razón en libertad es la que nos señala criterios universales de justicia, es decir, de actuación humana madura guiada por la virtud.

Aristóteles enseña que la justicia consiste en dar a cada uno lo que se merece. Y para determinar quién merece qué, hemos de determinar qué virtudes son dignas de recibir honores y recompensas. Según Aristóteles, no podemos hacernos una idea de cómo es una constitución justa sin haber reflexionado antes sobre la manera más deseable de vivir. Para él, la ley no puede ser neutral en lo que se refiere a las características de una vida buena. Por el contrario, los filósofos políticos modernos —desde Immanuel Kant en el siglo XVIII a John Rawls en el XX— sostienen que los principios de la justicia que definen nuestros derechos no deberían fundamentarse en ninguna concepción particular de la virtud o de cuál es la forma de vivir más deseable. Muy al contrario, una sociedad justa respeta la libertad de cada uno de escoger su propia concepción de la vida buena. Podría, pues, decirse que las teorías antiguas de la justicia parten de la virtud, mientras que las modernas parten de la libertad. (p. 6)

  Pero la libertad para Kant no es una arbitrariedad: la libertad lleva a la razón y la razón libre es la que define la virtud. Una magna pretensión… y sin embargo, Kant, que presumía de una ética “autónoma” –no condicionada por los prejuicios del entorno y solo basada en la razón madura-, justificaba la esclavitud, la guerra, el sometimiento de las mujeres y la desigualdad social…

Una de las grandes cuestiones de la filosofía política: una sociedad justa, ¿ha de perseguir el fomento de la virtud de sus ciudadanos? ¿O no debería más bien la ley ser neutral entre concepciones contrapuestas de la virtud, de modo que los ciudadanos tengan la libertad de escoger por sí mismos la mejor manera de vivir (…)?  (p. 6)

  Si la justicia ha de ser “autónoma”, eso implica que solo debe haber un modelo de virtud, más allá de los caprichos arbitrarios de la libertad. Si una persona en libertad, no condicionada por el entorno -¿es eso posible?-, alcanza racionalmente una concepción universal de la virtud, lo lógico es que descubra la misma virtud que los demás individuos en las mismas condiciones de libertad, pues la naturaleza humana es la misma para todos.

  Sandel nos enfrenta a las consecuencias prácticas de los distintos puntos de vista: los dilemas éticos.

El principio que Rawls llama «de la diferencia»: solo se permitirán las desigualdades sociales y económicas que reporten algún beneficio a quienes estén en la sociedad en posición más desfavorable.(…) De lo que se trata es de si la riqueza de [Bill] Gates nació como parte de un sistema que, tomado en su conjunto, funciona en beneficio de los menos pudientes. (p. 96)

Permitir diferencias salariales por mor de los incentivos no es lo mismo que decir que quienes han logrado el éxito tienen el privilegio moral de poder reclamar los frutos de su trabajo. (p. 100)

[La meritocracia] obstaculiza la solidaridad social; cuanto más consideremos que el éxito es obra nuestra, menos responsables nos sentiremos por aquellos que se queden atrás. (p. 113)

Una sociedad donde se explota al prójimo para conseguir una ganancia económica en tiempos de crisis no es una buena sociedad. La codicia excesiva es, pues, un vicio que una buena sociedad debe desalentar, si puede. Las leyes contra los precios abusivos no pueden abolir la codicia, pero sí pueden, al menos, restringir sus expresiones más desaprensivas y demostrar que la sociedad la desaprueba.(p. 5)

   La desigualdad económica no parece justa, pero puesto que los sistemas políticos radicalmente igualitarios han demostrado meridianamente su fracaso –marxismo- la posición ética ha de ser la de permitir cierta desigualdad… por el bienestar de todos. Lo importante es que se reprueba la codicia y desaparecen tanto el criterio egoísta y antisocial del derecho a la propiedad como el reconocimiento del mérito a costa del bienestar ajeno.

  Por otra parte, si el marxismo fracasó, también es cierto que “un poco de socialismo” (economía social de mercado) ha dado algún resultado y ¿quién nos dice que no pueda surgir en el futuro una fórmula social mejor que la actual, capaz de reparar los males de la desigualdad económica?

  Sandel nos trae a colación unos datos de interés acerca de la desigualdad:

Los directores generales de las principales empresas estadounidenses ganan, en promedio, 13,3 millones de dólares al año (según los datos de 2004-2006), mientras que en Europa ganan 6, 6 millones y en Japón 1,5  (p. 12)

  ¿Son los empresarios estadounidense más eficientes y productivos para beneficio “del mayor número” que los japoneses? No indican eso los datos económicos. Entonces ¿qué justifica que ganen diez veces más? Es como preguntarse si el que Texas aplique la pena de muerte a los delincuentes violentos les asegura mayor seguridad en las calles que las muy benévolas leyes penales de Noruega y Suecia.

  Más datos empíricos nos enfrentan a otros problemas

Respetar los derechos individuales con la finalidad de fomentar el progreso social deja a los derechos sujetos a la contingencia. Supongamos que encontramos una sociedad que logra una especie de felicidad a largo plazo por medios despóticos  (p. 33)

   Tenemos esa sociedad: la dictadura tecnocrática china está proporcionando, en el comienzo del siglo XXI, el mayor progreso social de su historia… y la población china más informada tiene presente el caos resultante de la explosión de los derechos individuales en Rusia tras la caída de la dictadura soviética. ¿La democracia caótica de Rusia les aportó más felicidad a los rusos, de la que les proporciona la dictadura actual a los chinos? ¿Más democracia nos aporta más felicidad?

  Además: desde el punto de vista de los derechos individuales, parece injusto que los ciudadanos del Tercer Mundo sean perseguidos como delincuentes si intentan circular más allá de sus fronteras sin los documentos requeridos; parece injusto que no se permita a los habitantes de un territorio elegir libremente la organización política que les apetezca (el secesionismo catalán); parece injusto que no podamos consumir opiáceos cuando así lo queramos (se nos permite consumir nicotina y bebidas alcohólicas a placer). ¿Nos restringimos, entonces, nuestros derechos individuales para escapar de la amenaza a la felicidad que nuestra propia libertad supone? ¿O tenemos criterios de racionalidad que lo justifiquen?

  Más dilemas éticos: en muchas universidades del mundo se favorece la integración de las minorías desfavorecidas –raciales, pero no únicamente- por encima de los criterios de excelencia académica.

Algunos dicen que las universidades existen para fomentar la excelencia académica, así que el único criterio de admisión deberían ser las perspectivas académicas. Otros dicen que las universidades también existen para servir ciertos propósitos cívicos y que la capacidad de llegar a ser un líder en una sociedad donde impera la diversidad, por ejemplo, debería contar entre los criterios de admisión (p. 120)

  Estos dilemas éticos acaban sintetizados en complicadas argumentaciones jurídicas en las mesas de los jueces de los tribunales supremos. 

   Otro más:

A mediados de los años ochenta, una familia blanca tenía que esperar de tres a cuatro meses para un piso, mientras que una familia negra esperaba hasta dos años. Ahí, pues, había un sistema de cuotas que favorecía a los solicitantes blancos, y no por un prejuicio racial, sino con el fin de que subsistiese una comunidad integrada (…)La manera de asignar los pisos (…) que tenía en cuenta la raza, ¿era injusta? No, si se acepta que la acción afirmativa se justifica por la diversidad  (p. 120)

  Obsérvese aquí: para favorecer a las minorías desfavorecidas, se las fuerza a convivir con la mayoría no desfavorecida –los blancos- por su propio bien. ¿No se está con ello reconociendo el carácter “peligroso” de la propia minoría, al considerar indeseable que componga, por ejemplo, el noventa por ciento de los integrantes de su propia comunidad de vecinos?

  Recordemos cómo Suecia favorece la natalidad de las familias suecas a pesar de que nunca hay escasez de mano de obra inmigrante. ¿No supone eso un señalamiento de los inmigrantes como indeseables o del pueblo autóctono como preferente sobre los de origen extranjero?

  Estas contradicciones son las que llevan a muchos a fomentar la libertad por encima de los aparentes beneficios públicos o el fomento de la virtud más excelente. Es de suponer que, de una forma u otra, a la larga las elecciones libres –autónomas o heterónomas…- acabarán encontrando algo así como “el justo medio”.

Una constitución que intente cultivar el carácter bueno o que haga suya una concepción particular de qué cuenta como un bien corre el riesgo de imponer a algunos los valores de otros. No respeta a la persona en cuanto ser que en sí mismo es libre e independiente, capaz de escoger sus fines. (p. 154)

  Enfrentarnos a los dilemas morales siempre es la mejor opción. Parece difícil que alguna vez la mayoría de las personas se vean capacitadas –siquiera interesadas- en emitir juicios libres y racionales –autónomos, como diría Kant- que acaben siendo aceptados de modo que “el mayor bien para el mayor número” coincida con el juicio de la libre razón. Pero la insatisfacción crítica es el único camino que tenemos para resolver algún día tales problemas.

Lectura de “Justicia” en Random House Mondadori, S. A. 2011, Conversión a formato digital: Newcomlab, S.L.; traducción de Juan Pedro Campos Gómez

No hay comentarios:

Publicar un comentario