domingo, 25 de noviembre de 2018

“Nacidos creyentes”, 2012. Justin Barrett

  El libro de Justin Barrett va en el mismo sentido que otros que también tratan la llamada “ciencia cognitiva de la religión”: esclarecer el origen psicobiológico de las creencias religiosas en los seres humanos. Puesto que los seres humanos “naceríamos creyentes” (es decir, propensos a creer en la existencia de dioses tanto como propensos a cualquiera de las otras actividades que se suelen considerar propiamente humanas –hacer música, hablar, organizarse políticamente, hacer distinciones morales…) lógicamente esta tendencia habría de manifestarse desde la más tierna infancia…

La ciencia cognitiva de la religión ha descubierto evidencias de que los niños tienen una afinidad natural para pensar y creer acerca de los dioses (…) Los niños desarrollan de forma natural mentes que los impulsan a abrazar la creencia en el dios o dioses de su cultura

Existe la evidencia de que los niños pueden hallar especialmente natural la idea de que hay un creador no humano del mundo natural que posee superpoderes, superconocimiento y superpercepción, y que es inmortal y moralmente bueno. 

    A primera vista, parece sorprendente, porque muchos creen que las ideas acerca de lo sobrenatural exigen una imaginación compleja, que se trata de suposiciones demasiado extravagantes –lo sobrenatural es antinatural- y que en modo alguno un niño podría crearlas por sí solo. Pero no es tan sorprendente si consideramos que, al fin y al cabo, creer en Dios es solo una superstición más entre muchas. Y ya no resulta tan chocante considerar que todos nacemos propensos a la superstición…

Dejados a sus propios mecanismos [innatos], [los niños] se harían probablemente religiosos en algún sentido pero probablemente en un sentido más como lo que llamaríamos superstición que en el de un sistema de creencias y comportamiento razonado y sofisticado.(…) Compare el pensamiento religioso con las preferencias por comida. Dejados a su propia cuenta, los niños se inclinarán por alimentos que los mantengan con vida, pero que podrían no ser la mejor comida para una vida saludable

    Alimentarse con dulces y grasas saladas, ciertamente, no parece lo más conveniente para la supervivencia de la especie (allí donde tales alimentos abundan… lo cual es todo lo opuesto a lo que sucedía en el Pleistoceno, que es cuando se originó la especie Homo Sapiens). Lo mismo se puede decir de expresiones religiosas como la brujería. La civilización corrige todo esto, pero la tendencia es innata. No existe pueblo “en estado de naturaleza” descubierto por etnógrafo alguno que no tenga religión. Todos creen en sus dioses, sus espíritus y tienen teorías acerca de la magia y el mundo de ultratumba. Igual que a todos les gustan las comidas azucaradas y grasas. Igual que todos experimentan tendencias a la violencia y al deseo sexual. Igual que todos tienen lenguaje.

Inglés, hindi, mandarín, español, Swahili, yakatec y los otros idiomas del mundo son derivaciones y elaboraciones del lenguaje natural [según la teoría de la gramática universal]. De forma similar, cristianismo, hinduismo, islam, jainismo, judaísmo, mormonismo, sikhismo y otras religiones tribales y mundiales son derivaciones y elaboraciones de la religión natural

  Pero eso es solo constatar un hecho. Vayamos a lo más interesante: ¿cómo se elabora psicológicamente esa tendencia a creer en las supersticiones en general y en los seres sobrenaturales en particular? Lo que más caracteriza este tipo de creencias es la presencia de agentes extraños que obran con una intención –conocida o desconocida- que puede afectarnos gravemente.

La tendencia a tratar variados objetos como si fueran agentes intencionales es tan común que con frecuencia ni siquiera la reconocemos como lo que es (…) Esta función cerebral es referida a veces como el “mecanismo altamente sensible de detección de agencia” (…) Si no podemos detectar una presa potencial, podríamos perdernos una comida muy necesaria. Si no podemos anticipar las acciones de un peligroso predador, podrían convertirnos en su comida. Así que es poco sorprendente que los bebés muestren signos de conocer la diferencia entre agentes y objetos inanimados y que muestren una gran sensibilidad a la posible presencia de agentes alrededor de ellos

La diferencia entre objetos inanimados y los seres llamados agentes es crítica para los niños, y el error en controlarla –tal como no conocer la diferencia entre una roca y un oso- puede ser un peligro para la vida. Como agentes incluimos a las personas y otros seres que comprendemos que no reaccionan meramente a su entorno sino que actúan en él intencionadamente.

  Es decir, tenemos tendencia a considerar, por defecto, que los objetos se mueven (actúan, en general) de forma intencional. Si la lluvia cae en el campo será con algún fin, si el león ataca al hombre (sobre todo cuando el león ya ha comido) sin duda es por una razón que ha de explicarse. Si no encontramos la explicación lógica, la inventaremos, pero no podemos quedarnos sin ella. Y eso es superstición.

  Ocurrió algo malo cuando apareció el gato negro, luego el gato negro trae mala suerte. Sin duda ocurrieron cosas malas cuando no estaba el gato negro, pero nada entonces nos llamó la atención, de modo que no fue la ocasión propicia para que la superstición fuese creada. La tendencia es que, una vez que hemos identificado –supersticiosamente- al gato negro como causa, ya sabemos que hay agentes maléficos en acción (el gato podría ser la encarnación del espíritu de un brujo). A veces será el gato, a veces será otro agente. Tal vez un adivino, un brujo, podrá ayudarnos a identificarlo. Si el adivino o el brujo es un esquizofrénico (está, aparentemente, en contacto con el mundo de los sueños, o de los dioses, o de los antepasados muertos…) más convincente será sin duda la explicación que nos dé. Y así…

   En términos generales y en las condiciones de la vida en “estado de naturaleza” (bandas de Homo Sapiens cazadores-recolectores), resulta provechosa la superstición.

Los adultos, incluso los científicamente instruidos, poseen un sesgo para favorecer explicaciones basadas en un propósito

   Eso explica la superstición en general: el ver que todo tiene una causa y una intención, que nada sucede por casualidad. Que los rayos los lanzan los dioses o los brujos, que la desgracia es algo fatal decidido por agentes sobrenaturales movidos por alguna motivación oculta (y que querríamos que alguien nos revelase…).  Una explicación que nos permite actuar para controlar la desgracia es mejor que ninguna, ya que no deseamos vivir sumergidos en la angustia y la impotencia.

   Barrett incluso considera que la idea de un “Dios” todopoderoso puede ser también innata.

Dada la forma en que las mentes se desarrollan de forma natural, esta búsqueda lleva a creencias en un mundo diseñado y con un propósito; en un diseñador inteligente tras el diseño, una asunción de que el diseñador intencional es superpoderoso, supersabio, superperceptor e inmortal. Este diseñador no necesita ser visible o tener cuerpo, como los humanos. Los niños fácilmente conectan a este diseñador con la bondad moral, como un promotor de la moralidad. Estas observaciones en parte dan razón de porqué creencias en dioses de este carácter general están extendidas a lo largo de todas las culturas históricamente

  (Con todo, sabemos que la idea de dioses inmortales no es universal. Para muchos pueblos primitivos, los dioses también mueren y a veces pueden ser engañados y vencidos por los brujos o los héroes. Tampoco parece tan claro que los dioses estén siempre interesados por la moralidad.)

  Y llegados aquí, son pertinentes dos observaciones: que el ateísmo es antinatural y que el descubrimiento del azar o casualidad fue todo un logro de la civilización…

Si antinatural quiere decir que no está bien sostenido por ordinarios sistemas cognitivos naturales desde el punto de vista de la maduración (…) sí, el ateísmo es antinatural (…) También lo es el ser un concertista de piano, un científico de élite o un teólogo contemporáneo

  Toda la civilización es antinatural… Tanto como la racionalidad es ilógica

“Ha sido casualidad” no es estrictamente una explicación pero equivale a decir que no hay nada que explicar. Identificar lo que sucede “solo por casualidad” es una parte importante de las ciencias. 

    De hecho, pese a sus grandes logros eruditos, el gran Aristóteles no llegó a descubrir la ciencia moderna (logro que se suele atribuir a personajes más próximos a nosotros en el tiempo, como Francis Bacon o Galileo). Sin embargo, estuvo muy cerca de descubrir el azar (que las cosas a veces suceden “porque sí”… de forma aleatoria) y su idea de Dios todopoderoso resultaba curiosamente indiferente al problema del mal: Dios es bueno, luego obra el bien; el mal, por tanto, no puede ser obra de Dios… Solo le faltó preguntarse entonces qué clase de Dios es éste que resulta impotente ante el mal en el mundo…

   Hoy por hoy, el ateísmo goza de muy buena salud y se extiende cada vez más. La gente más culta e instruida ya no necesita creer que el mundo ha de tener “sentido”, ni “propósito”. Más y más gente cree que existen el azar y la mala suerte, y que la fe en Dios es una superstición entre muchas. La religión se mantiene aún por la –poderosa- fuerza de la tradición… y por intereses espurios (como el caso del islamismo como impulso político nacionalista y de protesta social), pero los mismos ateos, los científicos sociales –casi todos ateos-, desde su fortaleza de honestidad lógico-racional tienen que reconocer que

El hallazgo general [de las investigaciones de ciencia social] es que los teístas comprometidos son psicológicamente más saludables y están mejor equipados para afrontar los problemas emocionales y de salud que los no creyentes

  Tanto como que las naciones más ateas son las más prósperas y menos violentas: lo uno no quita lo otro… lo que lleva a pensar que el estado más feliz sería el de ser una persona teísta viviendo en una sociedad mayoritariamente atea…

El pensamiento y devoción religiosos pueden llevar al dolor y sufrimiento en la muerte bajo condiciones peculiares y en gran parte predecibles. Normalmente, sin embargo, la religión es una parte fundamental y saludable de la existencia humana procedente de los sistemas cognitivos y que si se suprimiera suprimiría nuestra humanidad. El pensamiento y acción  religiosos son una expresión de la naturaleza humana normal tan integral como expresión que la cura de ella podría matar al paciente.

  Justin Barrett no va más allá. Y, como suele suceder en este tipo de libros de la “ciencia cognitiva de la religión”, no se aborda el fenómeno de las “religiones políticas”, como el marxismo; fenómeno histórico que demuestra que muchos de los efectos psicosociales de la religión pueden alcanzarse sin necesidad de hacer uso de contenidos sobrenaturalistas (también el budismo puede ser –dependiendo de la tradición- una religión atea).

   Por una parte, resulta cierto que renunciar a los efectos beneficiosos de la religión supone una pérdida, pero no se ve la disyuntiva de tener que asumir esta pérdida para vivir en una sociedad más racional y humanamente avanzada como son las sociedades más ateas, las que están integradas por individuos más intelectualmente formados; de lo que se trataría más bien es de buscar estrategias para desarrollar fórmulas culturales que incorporasen lo mejor de los dos mundos: el humanismo avanzado propio del materialismo –que implica, entre otras cosas, el ateísmo- y los bienes psicológicos propios de las creencias religiosas -tales como una certidumbre moral, la pertenencia a una comunidad afectiva o una ideología con contenido emocional consensuada. Ése es un camino que hasta ahora ha sido muy pobremente explorado.

jueves, 15 de noviembre de 2018

“Sentido y sinsentido”, 2002. Laland y Brown.

  Kevin Laland y Gillian Brown han escrito un libro para contrastar las distintas teorías evolutivas concernientes al desarrollo humano. Se trata de un estudio dirigido sobre todo a los especialistas, de modo que para el lector lego puede resultar en ocasiones tedioso. ¿Qué nos importa la distinción exacta entre “sociobiología” y “psicología evolutiva”, por ejemplo? Pero mientras se hacen estas distinciones también se abordan cuestiones candentes acerca del desarrollo humano.

[Este libro] tiene la intención de proporcionar al lector un relato informado acerca de unas perspectivas evolutivas alternativas en la esperanza de que se sea más capaz de distinguir entre ellas y de aprender de ellas de una forma esclarecedora (…) En este libro describimos cinco visiones evolutivas que han sido usadas para investigar el comportamiento humano y caracterizamos sus metodologías y asunciones. Estas perspectivas son sociobiología, ecología de comportamiento humana, psicología evolutiva, memética y coevolución gen-cultura

Un matrimonio genuino de las ciencias biológicas y sociales solo emergerá cuando se mejore el porcentaje de sentido sobre el sinsentido

   Si se está hablando de “sinsentido” es porque siempre existe el riesgo de que las teorías evolutivas sobre la especie humana acaben por llevarnos a peligrosas convicciones. El peligro mayor siempre ha sido el “darwinismo social”.

Ilustraremos cómo los argumentos evolutivos han sido presentados como pretextos para justificar el movimiento eugenésico, el nazismo, el capitalismo descontrolado, la política inmigratoria racista y la esterilización forzada, tanto como para argumentar que algunas “razas” están más avanzadas que otras. La gran mayoría de estas aserciones empleaban crudas distorsiones de la teoría de Darwin, derivada más bien de la obra de otros intelectuales del siglo XIX como Jean Lamarck y Herbert Spencer 

   Sin embargo, la cuestión no se ha quedado en el siglo XIX. Cuando hacia 1970 Edward O Wilson presentó su libro “Sociobiología” obtuvo el indeseado resultado de sufrir fuertes ataques por sus supuestos intentos de resucitar el darwinismo social. Todavía se siguen produciendo incidentes con este tipo de libros, como sucedió, por ejemplo, con Una herencia incómoda de Nicholas Wade

  Más allá de todo eso…

Muchos biólogos evolutivos, antropólogos y psicólogos son optimistas en cuanto a que los principios evolutivos pueden ser aplicados al comportamiento humano y han ofrecido explicaciones evolutivas para un amplio panorama de características humanas, tales como el homicidio, la religión y las diferencias sexuales en el comportamiento. Otros son escépticos acerca de tales interpretaciones y subrayan los efectos del aprendizaje y la cultura

   Con independencia de qué método de investigación acabe predominando sobre los otros (un debate más bien limitado a lo académico), lo que vamos sabiendo no parece especialmente peligroso para la convivencia. Y así llegamos a lo que quizá sea lo más interesante de este libro, el esclarecernos algunos aspectos del comportamiento humano universal.

  Por ejemplo, gracias a la observación antropológica, sabemos que, entre los esquimales (un pueblo al que no podría convenirle menos el no ser práctico)…

El tamaño promedio del grupo [de esquimales] para cazar focas (…) era mayor que el óptimo, [lo que] sugería que era condicionado por otros factores tales como las interacciones sociales y la estrategia de otros 

   Lo que hace pensar que…

La mayor parte de los rasgos humanos de comportamiento se mantiene en las poblaciones como tradiciones culturales diferenciadas más que por ser condicionadas por el entorno natural

   Esto nos confirma algo que siempre hemos sospechado: las mismas culturas tradicionales (“ancestrales”) cometen errores al enfrentarse al medio y los pueden cometer durante siglos, pese a la larguísima experiencia, por muy sorprendente que pueda parecernos. El encaje de los grupos de Homo Sapiens en el entorno natural nunca ha sido perfecto por muchos cientos de generaciones que transcurran transmitiendo y modificando sus tradiciones.

  Y al igual que sucede con las costumbres, hay instintos que en su momento pudieron generar tradiciones convenientes o no pero que hoy permanecen entre nosotros pese a que los cambios culturales propios de la civilización los convierten más bien en un problema, incluso en una fuente de acciones antisociales.

Hay una fuerte evidencia de que la historia selectiva de nuestros antepasados era una que implicaba una moderada pero sostenida poliginia; de hecho, tal es la norma en muchas sociedades humanas hoy (…) Donde hay grandes recompensas en la competición entre machos para acceder a las hembras [-placer y descendencia-], toda la historia de los varones puede favorecer estrategias de alto riesgo (…) Los riesgos que toman los varones pueden reflejar una historia de selección que ha modelado sus mentes para la competición

    Tiene sentido que los victoriosos propaguen más su descendencia gracias a la recompensa de la poliginia y que la cultura moderna tenga que reprimir ese instinto heredado a lo largo de la evolución. Ahora bien, también resulta un tanto torpe que algunos quieran justificar el adulterio aduciendo que se ven arrastrados por el instinto porque es precisamente la capacidad para reprimir los instintos antisociales lo que más caracteriza la cultura civilizada.

   Estos instintos alcanzan también el ámbito de los impulsos violentos (agresión) e incluso las acciones violentas de unos grupos contra otros (guerra). Y a este respecto encontramos en este libro otra muy curiosa información: el que la UNESCO ha “certificado” que no existe una tendencia violenta o belicosa en los seres humanos… lo que probablemente es un error más grave que el que en las partidas de caza de focas de los esquimales vaya demasiada gente.

   Los conocimientos de la ciencia social, que no son políticamente correctos (somos violentos, machistas y los pueblos ancestrales se equivocan), han ido llegando a sus conclusiones, pese a sufrir una fuerte presión externa (de la opinión pública, de la cultura del momento), y han identificado los factores de cambio. No todas las conclusiones son desesperanzadoras. Pero son más racionales, tienen más sentido que sinsentido.

Si los psicólogos evolutivos están en lo cierto los seres humanos caminan con mentes de la edad de piedra en la cabeza, así que la forma en la que la gente piensa debería traicionar sus entornos ancestrales selectivos (…) Este entorno del pasado fue descrito como el entorno de adaptabilidad evolutiva (EEA) que generalmente se ha concebido como el del Pleistoceno, habitado por nuestros antepasados cazadores-recolectores.

   Sin embargo, hay que hacer una importante salvedad…

Experimentos de selección y observaciones de la selección natural en la naturaleza han llevado, a lo largo de los últimos (…) años, a la conclusión de que la evolución biológica puede ser extremadamente rápida, con cambios genéticos y fenotípicos significativos observados a veces en apenas unas pocas generaciones (…) Sería [por tanto] falso asumir que las civilizaciones modernas han sido construidas enteramente en capital acumulado durante el largo periodo del Pleistoceno

   Es la teoría de la coevolución gen-cultura, la favorita de los autores de este libro. Hoy se acepta que, dotados como estamos de una base genética determinada (el genotipo), sí es cierto que contamos también, hasta cierto punto, con un modelo de vida adaptado a la época en que se originó tal base genética… pero es más que probable que los cambios culturales en los últimos miles de años (vida sedentaria, agricultura, ciudades), al transformar nuestra forma de vida, han acabado por afectar también a nuestros genes en alguna medida. Es lo mismo que sucede con los animales domésticos, adaptados igualmente a las funciones que el entorno (el entorno humano) ha seleccionado para ellos. Por lo tanto, el proceso gen-cultura incorpora la concepción de a una relativa autodomesticación del ser humano. El efecto Baldwin es el ejemplo más evidente…

  Con todo, aunque se hayan dado estas contadas modificaciones genéticas a partir del cambio cultural, el mayor peso en nuestra forma de vida sigue siendo dado por nuestra naturaleza originaria de Homo Sapiens cazador-recolector… a la que se suman los cambios culturales que controlan nuestra conducta desde la infancia, condicionando nuestras costumbres y forma de ver el mundo.

La cultura es considerada como un conjunto coherente de representaciones mentales, una colección de ideas, creencias y valores que son transmitidos entre los individuos y que se adquieren mediante el aprendizaje social

   Y aquí entran los llamados “memes”, la expresión que se utiliza para referirse a las unidades de cambio cultural que se transmiten de unas personas a otras (ideas, invenciones, tecnología, formas de hablar, costumbres, símbolos…).

Un aspecto siniestro del punto de vista del meme es que los seres humanos parecen haber sido despojados de su habilidad para elegir sus propias creencias, valores y formas de vida. Aparentemente, nefastos virus mentales están controlando nuestras vidas

   Por ejemplo, la idea de que unos extraños (maestros…) instruyan a los hijos de una familia quizá apareció en Mesopotamia hace cinco mil años. Sería un meme que se ha ido transmitiendo y evolucionando a medida que incluía nuevas innovaciones. Aparentemente, formaría parte del progreso social. Pero pongamos también por caso la comida basura. De alguna forma, han aparecido esos hábitos perjudiciales para nuestra salud. La evolución parece haberlos seleccionado, pero ¿es para nuestro bien, para el bien de la especie?

No esperamos que el virus de la gripe opere a nuestro favor, así que ¿por qué deberíamos esperar que un “virus mental” opere a nuestro favor?

   De este modo queda una polémica –entre otras muchas- para el debate entre los científicos sociales (¿existe un progreso cultural unidireccional?, ¿los cambios culturales suponen un mero azar?). Pero saber, al menos, que nuestro comportamiento viene condicionado por una serie de factores que nos preceden (el entorno, las tradiciones heredadas, los cambios conscientes que hagamos nosotros a nuestra herencia cultural…) nos capacita para afrontar racionalmente nuestro presente y futuro. Podemos hacer elecciones coherentes acerca de qué y cómo queremos cambiar. También queda claro que no hay una forma de vida natural en el ser humano. Ni tan siquiera la de los cazadores-recolectores originarios, pues al haber sido en buena parte autodomesticados ya tampoco tenemos la misma base genética que nuestros antepasados más remotos.

   Los autores de ciencias sociales (antropólogos, psicólogos, sociólogos…) en su mayoría proceden de un entorno cultural (altamente civilizado) que promueve un determinado modelo de convivencia. Parece unánime la disconformidad con el previo “estado de naturaleza” del que procedemos, y parece más o menos mayoritario que se promueva el avance tecnológico, el control de la agresión y entidades políticas más democráticamente participativas. Lo importante es que cualquier individuo que opine sobre tales cuestiones esté debidamente informado acerca de las investigaciones que coordinadamente se están realizando acerca de la naturaleza humana y sus posibilidades sociales de futuro.

lunes, 5 de noviembre de 2018

“Bondad en un mundo cruel”, 2004. Nigel Barber

La bondad existe, pero lucha por mantenerse a flote en un océano de crueldad que es la condición por defecto de los organismos que compiten por la existencia en este planeta

  Entendemos como “bondad” la benevolencia hacia el otro, el desear y actuar por el bienestar ajeno incluso a costa de ciertos sacrificios para uno mismo. Lo hacen los animales, algunos más que otros, en especial los que están más al final de la cadena evolutiva (mamíferos).

   Según nos cuenta el biopsicólogo Nigel Barber en su libro, a lo que nos referimos como altruismo es sobre todo a la intencionalidad coherente del que actúa por el bien ajeno sin ninguna expectativa de recompensa material. Puesto que la bondad es tan productiva en la vida social, vale la pena profundizar en este fenómeno y averiguar todo lo posible sobre cómo se genera, se contrarresta o se expande. Para empezar, hemos de justificar su existencia, porque a primera vista no tiene mucho sentido cuando el objetivo biológico de todo individuo dentro de un ecosistema es la supervivencia propia por encima de cualquier otra cosa.

El egoísmo es de esperar [en el reino animal] porque los individuos egoístas competirían generalmente con más éxito por los recursos y dejarían más descendencia

   El “dejar más descendencia” impone una condición crítica: la selección natural apunta más a la supervivencia de la especie que a la del individuo. Eso quiere decir que, como mínimo, una vez el individuo ha logrado propagar su estirpe genética en la descendencia, la selección natural ya no necesita mucho de él. De ahí que no sean raros, en muchas especies animales, y no solo en el Homo sapiens, los casos de altruismo entre parientes, incluso a costa de la propia supervivencia. En los mamíferos y en los pájaros, la madre cuida de las crías y, a veces, también el padre coopera en esta asistencia que no recibe contraprestación alguna, que es instintiva. De forma muy excepcional, en los humanos también se da la asistencia a los no parientes, si bien, en origen, esta asistencia tenía lugar dentro de grupos pequeños en los que los no parientes venían a ser individuos asimilados a un grupo de tipo "familia extensa".

En varios grados, la mayor parte de nosotros tiene tendencias altruistas en un sentido puro que nada tiene que ver con favorecer a la propia familia (…) Nuestro altruismo más generalizado es el resultado de la evolución en grupos pequeños compuestos de parientes y no parientes que prosperan dependiendo de su habilidad de llevarse bien juntos

   El reconocimiento del parentesco dentro de grupos pequeños de humanos permitía la confianza y favorecía por tanto el altruismo y la expectativa de reciprocidad, tanto con parientes como con “asimilados” dentro del pequeño grupo. ¿Qué sucede cuando los grupos humanos se hacen mucho más grandes, donde no solo tenemos "no parientes", sino también conciudadanos anónimos? Aquí es donde la cosa se complica, porque ni la adaptación inclusiva (favorecer a los parientes que no son nuestros descendientes) ni la reciprocidad indirecta (obrar generosamente para labrarse una reputación que nos facilite ser correspondidos en un futuro próximo) son útiles más allá de grupos pequeños. Pensemos, por ejemplo, en el acto de ser generoso dando una buena propina en un restaurante al que sabemos que nunca vamos a regresar.

  La solución al dilema es obvia: el altruismo ha de interiorizarse como una especie de instinto. A aquellos que fueron generosos les fue bien cuando vivían en pequeñas sociedades tradicionales, luego ese instinto se ha transmitido por herencia a lo largo de cientos de generaciones… hasta llegar a nosotros, que vivimos en ciudades enormes donde todos somos anónimos. Algunos estudiosos hablan de esta consecuencia derivada de la adaptación inclusiva y reciprocidad indirecta originarias como de un “gran error” (beneficias a quienes consideras intuitivamente que son tus parientes, aunque en realidad no lo son; beneficias a otros para que más adelante te correspondan, aunque en la mayoría de los casos no tendrán siquiera la oportunidad de hacerlo).

   Este “gran error” parece haber sido la fortuna de la civilización: el altruismo actúa como un instinto y podemos utilizar este instinto para desarrollar formas cada vez más complejas de cooperación. Podemos incluso estimularlo mediante estrategias psicológicas culturalmente transmitidas.

  Una estrategia que ha sido mayoritariamente utilizada a lo largo de la civilización es el desarrollo de la “indignación moral”

La indignación moral puede verse como la garantía detrás del compartir la comida y otros intercambios sociales

    Esta estrategia se apoya pues, en la existencia de cierto tipo de “instintos morales” (y la indignación moral es solo un ejemplo): si vemos un comportamiento antisocial –contrario a la cooperación: egoísta, engañoso, agresivo…- reaccionamos para reprimirlo. Podemos no ser bondadosos, pero sí justicieros o vengativos, y eso coacciona a los demás a comportarse más prosocialmente (otro "instinto moral", del tipo "control inhibitorio", es el de sentir vergüenza por una acción antisocial que hayamos cometido: el temor a la vergüenza nos reprime en muchos casos).

  Hay otra estrategia -diferenciada de los instintos morales- que es más simple aún… y que en la sociedad actual parece la favorita: promover el avance económico que permite la tecnología.

No hay como la escasez para matar el altruismo y promover la competición.

  No hay duda de que las sociedades más pobres son menos dadas a la prosocialidad… lo que supone una especie de círculo vicioso: las sociedades pobres se empobrecen a sí mismas generando actitudes de competición y rapacidad mutua. Solo muy lentamente se ha creado riqueza (sobre todo gracias a la tecnología) y las sociedades se han podido permitir ser más amables. Claro está que la riqueza es también en su mayor parte fruto de la cooperación, y puesto que todos hemos surgido de la pobreza… alguien, en alguna parte, en alguna ocasión, ha tenido que salir del círculo vicioso: alguien ha tenido que confiar primero en los demás, facilitando que otros confíen en él. Aquí han actuado los instintos altruistas de la sociedad prehistórica y los azares del desarrollo civilizatorio, pero, en cualquier caso, una vez alejada la escasez, las prácticas altruistas se hacen gradualmente más fáciles.

    Y tenemos otra opción: la educación y el desarrollo de la inteligencia como forma de preparar a los individuos para que busquen fórmulas cooperativas. El egoísmo es la estrategia más simple mientras que la cooperación exige mayores complejidades. Entre otras cosas, el altruismo y la cooperación exigen pensar a largo plazo. También “ponerse en el lugar del otro” exige un esfuerzo intelectual. Cualquier instrucción que desarrolle la capacidad intelectiva reforzará las posibilidades de desarrollar la cooperación gracias a la confianza que genera el comportamiento altruista.

El altruismo humano se desarrolla claramente en sincronía con la inteligencia

  Tenemos, entonces, por lo menos, tres factores que promueven la prosocialidad: la coerción que surge del instinto justiciero (o vengativo), la riqueza que genera la tecnología y la educación. De los tres se han obtenido buenos resultados

    Ahora bien, el mero altruismo, el comportamiento benévolo surgido de forma espontánea, no bajo coerción y no a partir del cálculo de los posibles beneficios futuros, siempre será más efectivo que cualquiera de los tres factores mencionados porque generará confianza de forma continua y porque posibilitará constantemente la cooperación. La coerción favorece indirectamente el altruismo porque los altruistas tienen menos que temer; la riqueza ayuda al altruismo porque evita dilemas angustiosos que pueden llevar a acciones y actitudes egoístas; la educación permite que los individuos sean más conscientes de la conveniencia del altruismo… pero ninguna de estas estrategias impulsa la capacidad individual para generar comportamiento altruista.

Cuando alguien da sangre o se comporta cortésmente con los extraños en la carretera, está expresando una actitud de ayuda que habría beneficiado a individuos conocidos cuando se expresaba en el pasado evolutivo. [Pero] el altruismo dirigido a extraños es un enigma específicamente humano para el cual no hay auténticos paralelos animales.

   Si existe el altruismo como instinto, entonces debería ser una opción de desarrollo conductual en un sentido parecido a como se busca desarrollar la inteligencia en los estudiantes o la agresividad en los militares. Tanto más hoy, que sabemos que los cambios políticos (es decir, la promoción de la prosocialidad bajo la coerción de las leyes del Estado: indignación moral organizada) tienen límites evidentes, como hemos visto en el fracaso del marxismo; también podemos comprobar que los avances de la tecnología apenas guardan proporción con los avances del altruismo (hay muchísima más riqueza que hace un siglo… y siguen viviéndose absurdas situaciones de precariedad en todas partes);  tampoco los enormes avances educativos (pensemos, sobre todo, en las naciones del Tercer Mundo durante los últimos cincuenta años) han aportado las soluciones definitivas que cabía esperar.

    Nigel Barber en su libro observa numerosas pautas de comportamiento que parecen relacionadas con la generación de comportamiento altruista genuino. El hecho de que hoy podamos sentir afecto y benevolencia por personas casi por completo desconocidas no es una anécdota. Supongamos que podemos desarrollar la maleabilidad de este instinto, surgido en el pasado evolutivo como ayuda entre parientes, no solo para que actúe con algunos extraños –algo que parece ya probado- sino, potencialmente, con todo el género humano (tal como promueven las “religiones compasivas”). ¿Qué pistas tenemos para lograr este desarrollo de una forma sistemática y eficiente?

  Nigel Barber parte de las estrategias de “generación de actitud prosocial” más conocidas, que son las que se utilizan con los niños en el entorno muy preciso del hogar familiar.

Muchos padres alientan a los niños a llevar a cabo actos específicos de consideración por los demás (…) Tales hábitos de comportamiento ejercen una influencia de larga duración en las acciones de las personas. Los padres también apoyan el desarrollo de la empatía al dirigir la atención de sus hijos a lo que es probable que esté sintiendo otra persona

  Esto es, en cierto modo, educación. Educación para el altruismo que también puede darse en los centros de enseñanza. Y aunque parezca poco efectiva, se ha demostrado que produce resultados. De hecho, es lo que más resultados produce.

Los padres que evitan la hostilidad y confían mucho en las explicaciones cuidadosas son más efectivos al promover el comportamiento altruista (...) En contraste con lo que sucede con las recompensas materiales, la alabanza, una recompensa social, es mucho más efectiva en promover acciones amables y reflexivas en los niños (…) La alabanza no socava el sentido de autonomía del niño. El niño no siente que está siendo controlado por la aprobación social de la misma forma que siente que el dinero lo controla. (…) Si las acciones altruistas del niño no son controladas por recompensas materiales, el niño es probable que las vea como motivadas internamente 

Los hijos de padres profesionales reciben treinta y dos [indicaciones] positivas y cinco negativas por hora comparado con las cinco positivas y once negativas de los niños en hogares asistidos por la beneficencia (…) El tono emocional en los hogares pobres era doce veces más negativo que en los hogares ricos

Los hogares pobres se caracterizan (…) por un tono más abrasivo en las relaciones personales tal como se observa en las conversaciones dirigidas por los padres a los niños (…) Tales diferencias en el tono emocional de los hogares como una función de estatus social son consistentes con una teoría evolutiva de la civilización. Según esta teoría, los niños educados en un entorno difícil, altamente competitivo en el cual es un desafío adquirir comida y otros bienes básicos, desarrollan una orientación más egoísta hacia los demás. Es más probable que se cuiden solo de sí mismos. Son menos altruistas en su visión y comportamiento. Son más suspicaces sobre la motivación de los otros. En el lenguaje del dilema del prisionero, es más probable que deserten. En términos concretos, es más probable que lleven a cabo acciones criminales como un medio de conseguir sus necesidades egoístas a expensas de una comunidad más amplia


   Sin embargo, las buenas indicaciones recibidas durante la infancia por los padres no son el único elemento a considerar, ya que entran en juego otras influencias. Para empezar, la misma voluntad de los padres en educar a sus hijos en la empatía y el altruismo tuvo que tener su origen en algo que sucediera a estos cuando eran adultos. De ahí que se ha de considerar también la influencia de los “pares”, aquellos que se hallan en el mismo estatus social que uno mismo: compañeros de escuela o de trabajo….

El ejemplo que proporcionan los pares puede ser más importante que cualquier esfuerzo de instrucción moral

  Y, nuevamente, tendremos entonces la cuestión de que esos “pares” deben haber evolucionado su cambio de comportamiento de alguna parte, en algún momento… Lo mismo puede decirse del “entorno social” en general:

La perspectiva de alterar el comportamiento criminal gracias a alterar el entorno social puede parecer irremediablemente ingenua. (…) [En cualquier caso,] el cambio del entorno debe ser lo suficientemente potente para rehacer al criminal, y con ello revertir los efectos de los entornos previos, particularmente el de la infancia

  Sorprendentemente, Barber no menciona los éxitos espectaculares de las conversiones religiosas, muy visibles en los casos de delincuentes endurecidos que han sido adoctrinados en las cárceles. En realidad, poquísimos estudiosos han examinado este fenómeno, ¿quizá porque los estudiosos no quieren reconocer el fracaso comparativo que tienen que asumir los “educadores” y psicólogos con formación académica asignados a la misma misión? También “Alcohólicos Anónimos” alcanzó éxitos inéditos en la mejora del comportamiento social y surgió fuera del ámbito de la psicología académica.

   Considerar estas cuestiones nos muestra que más que la educación académica o incluso más que las indicaciones psicológicas recibidas en el entorno familiar durante la infancia, el cambio de comportamiento hacia la prosocialidad depende, en general, de mecanismos psicológicos sutiles, más propios de las relaciones afectivas que en su mayoría conocemos instintivamente por la vida familiar, pero cuyos modelos y estructuras pueden pasar a otros ámbitos, como las congregaciones religiosas (que Barber no menciona) y cuyo origen es complejo y azaroso... como suelen ser siempre los factores evolutivos.

    Las notables diferencias de actitud que se dan en variados entornos permiten además hacer otra importante revelación. Podemos ver parte de ella, por ejemplo, en las sociedades tradicionales.

[En el pueblo Hadza, al participar en el juego del ultimatum] hacían ofertas bajas y muchas de las ofertas mezquinas eran rechazadas, indicando un alto nivel de castigo a los egoístas. Nótese que este patrón es exactamente el opuesto de lo que se predeciría por una interpretación de selección de grupo, donde grupos de altruistas se esperaría que afrontaran los costes del castigo porque favorecería el interés del grupo. En lugar de eso, se encuentran altos niveles de castigo en las sociedades que son bajas en altruismo, exactamente cómo predeciría la interpretación del interés individual, pero contrario al escenario del castigo altruista

En contra a las predicciones de la selección de grupo, el castigo declina en las situaciones altamente altruistas


  Esto último es importante porque supone que los instintos vengativos no llevan necesariamente a la prosocialidad. No generan siempre la actitud de benevolencia adecuada aunque repriman a los antisociales y beneficien indirectamente a los prosociales. Pueden tener efecto a cierto nivel –que coincide con la visión del cambio social político- mediante la coacción y la intimidación, pero no van a la fuente de la conducta prosocial. No generan bondad.

Los investigadores descubrieron que los ejecutivos que engañan en los impuestos de la compañía también es más probable que engañen en sus propios impuestos. Un estudio incluso descubrió que los ejecutivos deshonestos es más probable que engañen en el golf

  El mandato de prosocialidad, por tanto, no se impone por ley, sino que se interioriza por medios psicológicos que proceden del entorno y que desarrollan una predisposición innata. Y eso explica porqué el principio de “el fin justifica los medios” del marxismo fracasó. Un verdugo marxista podía creer teóricamente que eliminando a los enemigos de clase abría paso a una época de justicia y paz social, pero la realidad es que en el curso del proceso de destrucción el idealista se deshumanizaba a sí mismo con consecuencias aún más terribles en su entorno. El resultado no podía ser el paraíso de la prosocialidad buscado. Igualmente, un especulador financiero puede intentar creer que su “ingeniería financiera” –asociada a dramáticas crisis cíclicas del mercado- es el mejor sistema económico posible y que garantiza la prosperidad general a largo plazo, lo que evitará los comportamientos antisociales propios de la precariedad, pero lo que sucede realmente es que su actitud emocional de egoísmo y falta de escrúpulos envenena ese mismo sistema del que forma parte.

    Aún no se ha aceptado que el auténtico cambio social en el sentido de mayor confianza y mayor cooperación habrá de venir por extender procesos que generen una actitud altruista, y no tanto por desarrollar leyes coactivas contra los no altruistas o por crear riqueza o por expandir las instituciones académicas de enseñanza. Por otra parte, los procesos generadores de actitud altruista pueden ser de muchos tipos y pueden desarrollarse en formas muy variadas… ninguna de las cuales está siendo tenida en cuenta, limitándose todo, de momento, a poco más que a la labor educativa de los profesionales de la enseñanza.