miércoles, 25 de noviembre de 2020

“Más allá de la naturaleza humana”, 2012. Jesse Prinz

    Somos seres vivos, mamíferos superiores –Homo Sapiens- pero ¿en qué medida estamos determinados por nuestra naturaleza innata en lo que se refiere a nuestros propios actos sociales y aparentemente voluntarios? Los humanos somos individuos sociales fácilmente manipulables por el entorno cultural, por el estilo de vida particular del grupo dentro del cual nos construimos como seres sociales, algo muy diferente con respecto a los demás mamíferos. Tal vez los cambios culturales podrían llevarnos a estilos de vida mucho más deseables desde el punto de vista actual, pero tal vez nuestra naturaleza innata limite en mucho esa variabilidad cultural y no tengamos tantas opciones.

  El filósofo de la psicología Jesse Prinz es de lo que piensan que las influencias culturales son mucho más determinantes de lo que se piensa, en contra de la opinión de otros científicos sociales que señalan con fuerza a los impulsos innatos que serían propiamente humanos (por ejemplo, la lengua, la conducta sexual, la razón…).

Al ignorar la variación cultural, los investigadores acaban dándonos una imagen engañosa de la mente. Acabamos con la idea de que la psicología es profundamente inflexible. Esta visión infravalora en mucho el potencial humano (p. 2)

Muchos investigadores han exagerado la contribución biológica al comportamiento humano. Lo que se atribuye a la naturaleza humana con frecuencia es un resultado de la crianza  (p. 367)

La biología sí afecta al comportamiento, pero su contribución a la variación humana puede ser modesta en comparación con el impacto de nuestro entorno social (p. 51)

  Para empezar, cualquier mejora importante en la vida social pasa por una mejora en la moralidad, es decir, un aumento del interés y consideración de cada individuo por el bienestar ajeno… que es la base de la mejora del bienestar común. En esto (y en tantas otras cosas) el estilo de vida de unos ingenieros aeroespaciales europeos parece abismalmente distinto del de unos cazadores-recolectores del Amazonas.

Los seres humanos trascienden la naturaleza: somos productos de la cultura y la experiencia, no solo de la biología  (p. 365)

  Los cambios culturales tienen como base primera las relaciones de cooperación y confianza que permiten, entre otras cosas, el desarrollo tecnológico. Sin universidades, bancos, impuestos y gestión administrativa estatal no puede ponerse en marcha una sociedad tecnológica avanzada. Todo eso es posible gracias a la coordinación de millones de personas que actúan a lo largo de determinadas redes de confianza. Algo muy difícil de que suceda entre los cazadores-recolectores que viven en pequeños grupos de parientes y que no pueden confiar en individuos físicamente alejados  a los que no conocen en persona y de los que nada saben. 

  La base de todo es la evaluación preventiva de los actos ajenos. Reaccionamos emocionalmente ante estos actos previsibles a partir de unas expectativas interiorizadas. Esto es moralidad.

El juicio de que algo es moralmente bueno o malo consiste en una respuesta emocional  (p. 302)

  Y sobre las emociones, Prinz considera que se ha exagerado el carácter innato –y por tanto universal- de todas ellas, incluyendo las seis consideradas básicas: alegría, tristeza, ira, miedo, asco y sorpresa. Algunas podrían no existir en algunos pueblos, en contra de lo que otros estudiosos piensan.

[Unos nativos de Nueva Guinea] interpretaron [en una fotografía] una expresión facial de sorpresa como miedo y otra de tristeza como ira  (p. 259)

  Si ni siquiera podemos evaluar con seguridad las emociones ajenas, esto supondrá un obstáculo a la hora de interactuar con los extraños. La supuesta universalidad de las emociones humanas  -es decir, su carácter innato- siempre ha parecido una ayuda a la hora de establecer relaciones de cooperación y confianza a gran escala.

   Ahora bien, no todo está perdido: aunque quizá se haya exagerado esa descripción de emociones universales, sí es razonable considerar, al menos, una cierta base instintiva de las emociones.

El reconocimiento [de las expresiones faciales emocionales] es demasiado similar en diversas culturas como para asumir que nuestras emociones son invenciones culturales –hay claramente bloques de construcción biológicos universales- pero las diferencias en reconocimiento sugieren que estos bloques de construcción son remodelados por la cultura desde los inicios de la vida de una persona   (p. 262)

   Esto presenta ciertas posibilidades para bien: si las emociones son hasta cierto punto variables, un gran cambio cultural puede ponerlas donde queramos a fin de construir una red de cooperación de una gran estabilidad nunca hasta entonces conocida.  

   Y en cuanto a la moralidad, que deriva de las emociones:

No hay regla moral específica que sea universal. Para cada sociedad que prohíbe un acto, hay otra que o lo tolera o lo alienta  (p. 314)

  Lo cual es discutido por algunos

  Con la gran variabilidad moral sucede inevitablemente lo mismo que con la gran variabilidad emocional: podríamos construir culturas muy pacíficas, cooperativas y afectivamente gratificantes… pero también podríamos tener que soportar la posibilidad de lo contrario.

  Prinz, sin embargo, no deja de reconocer en su libro que sí parecen darse en el Homo Sapiens algunas pautas de conducta prosocial que sí serían innatas y que son desconocidas para nuestros parientes biológicos más próximos que conocemos, los chimpancés. Aunque estos cuentan con ciertas conductas de ayuda mutua, otras se encuentran sorprendentemente ausentes.

Suponga que usted y su más antiguo amigo están en un bar y el camarero le dice “Hoy es el día de bebida gratis para los amigos. ¿Le gustaría una cerveza gratis para su amigo?” Si usted fuera un chimpancé se encogería de hombros con indiferencia. (p. 319)

  Esto es lo que se ha comprobado que sucede entre estos inteligentes animales sociales en diversos experimentos de conducta. Se trata, por lo visto, de una característica que, para nosotros, sería amoral e incluso antisocial. Nada parecido se ha observado en sociedad humana alguna. Por lo tanto, sí parece que hay ciertos límites a la variabilidad cultural en este sentido.

  Afirmaciones contra un determinado innatismo se hacen también en lo que se refiere al lenguaje. Jesse Prinz desdeña la famosa “gramática universal” de Chomsky. Serían ciertas aptitudes intelectuales las que permitirían construir las estructuras gramaticales, y no tanto que estas se encuentren predeterminadas en la mente humana.

[Se afirma que] hay una facultad innata para el lenguaje (…) [Pero] es muy posible que el lenguaje se adquiera usando mecanismos de aprendizaje estadísticos que no evolucionaron con el propósito de la comunicación (p. 168)

  Por el contrario, las teorías como las de Sapir- Whorf serían más correctas.

Cada lengua se construye sobre las creencias de un grupo cultural y sirve para transmitir esas creencias. Cuando aprendes una lengua estás aprendiendo una forma culturalmente específica de pensar. La lengua modela la forma en que pensamos  (p. 180)

  Esto, de nuevo, aparenta ser una dificultad para la mejora cultural, pues las culturas pueden quedar determinadas de forma irreparable por el lenguaje en un sentido antisocial. La “corrección” requeriría entonces cambios en el lenguaje previos al cambio cultural en otros ámbitos. Pero también permitiría, quizá, cambios más profundos: podríamos diseñar un lenguaje más prosocial, más propenso al desarrollo intelectual, más facilitador de las gratificaciones afectivas…

  Asímismo, se duda acerca de las diferencias psicológicas innatas entre hombres y mujeres.

Si hay diferencias biológicas entre hombres y mujeres, esas diferencias probablemente son magnificadas por la socialización  (p. 232)

   La evaluación contra el innatismo puede seguir en el resto de ámbitos del comportamiento humano…

     Por su parte, los que sí apoyan el innatismo de las conductas sociales humanas suelen hacer referencia a fenómenos como el que la América precolombina desarrollase muchas instituciones paralelas a las de Eurasia, sin tener conexión cultural alguna con sus civilizaciones. Pero esto no querría decir exactamente que estamos programados para poner en marcha las religiones, el nacionalismo, la escritura, el dinero o el cobro de impuestos.

El ejemplo de la religión ilustra cómo un universal humano puede emerger sin ser innato  (p. 320)

  Es cierto que no se conoce pueblo alguno de cazadores-recolectores –el supuesto “estado de naturaleza” del Homo Sapiens- que no crea en dioses, magos y espíritus… pero hoy contamos con ejemplos sobrados de sociedades donde no se da tan espectacular estructura cultural. ¿Consideraremos “innato” un rasgo de conducta que puede no darse bajo determinadas circunstancias en individuos mentalmente sanos y plenamente integrados en sociedad?

  Pensándolo bien, puede ser una buena noticia el que, en lugar de hallarnos determinados por los instintos, seamos más sensibles a los cambios culturales

Lo que hace nuestra especie tan interesante es que mostramos una sorprendente variación. Somos las únicas criaturas en el planeta que podemos alterar radicalmente nuestros programas biológicos  (p. 4)

Puede incluso ser posible que la cultura instile nuevas emociones que no habríamos sentido si no nos hubiéramos formado en un determinado tiempo y lugar. (p. 241)

  Jesse Prinz nos presenta de forma inteligente el debate "nature or nurture". Para quienes tienen esperanza en un mundo mejor, las posibilidades de mejora cultural ofrecen instrumentos abundantes para la prosocialidad –un mundo armonioso, altruista, cooperativo y económicamente avanzado-, pero habrá siempre una diferencia entre una visión y otra a la hora de alcanzar los fines que más se ambicionan.

    Los marxistas, por ejemplo, creían que la armonía social surgiría “por defecto” una vez fuesen erradicadas determinadas instituciones malignas como la propiedad privada, la religión o la sociedad de clases. El cambio social que promovían, enteramente político –la acción coercitiva organizada destruiría las instituciones antisociales-, era por tanto relativamente simple porque creían en el innatismo del “buen salvaje”.

    En cambio, Sigmund Freud, un pesimista, ya auguró el fracaso de tal utopía: las características innatas de la conducta humana son mucho más complejas y su conflictividad requiere un “ajuste cultural” futuro tal vez no imposible pero, en cualquier caso, de enorme dificultad. Un “ajuste” que, de producirse, probablemente no tomará forma de cambio político…

Lectura de “Beyond Human Nature” en W.W. Norton & Company, 2012; traducción de idea21

domingo, 15 de noviembre de 2020

“La evolución del progreso moral”, 2018. Buchanan y Powell

  Si partimos del principio de que el progreso del ser humano implica el progreso moral, urge averiguar  cómo se produce éste. Y si partimos del principio de que en los últimos dos o tres siglos ha tenido lugar un gran “progreso moral” tenemos ahí un objetivo próximo para llevar a cabo la averiguación. Cuanto más aprendamos de cómo se producen los avances, mejor podremos ayudar a continuarlos.

  Para los filósofos Allen Buchanan y Russell Powell, la era de la Ilustración ha supuesto hasta hoy la mejor época del progreso moral. Y la ideología de los Derechos Humanos supone el mayor logro de este progreso.

El moderno movimiento de los Derechos Humanos (…) es la expresión institucional más completa de la moralidad inclusivista hasta ahora  (p. 398)

  ¿Qué es la moralidad inclusivista

La inclusividad  (…) [son los] cambios que implica extender un básico estatus de igualdad o alguna clase de reconocimiento moral a las clases de individuos que previamente se habían visto excluidos de ellos (p. 15)

  Por ejemplo, incluir a los extraños además de a los parientes, a los extranjeros además de a los compatriotas, a las mujeres además de a los hombres… Tiene mucho que ver, por tanto, con la empatía y sus consecuencias altruistas. Y la inclusividad nunca fue fácil de lograr.

Cualquier esfuerzo para llevar a cabo ideales inclusivistas se enfrentará a una seria resistencia por parte de las tendencias exclusivistas que fueron seleccionadas en el remoto pasado humano  (…) El progreso moral inclusivista es un sólido candidato para un importante tipo de progreso moral –posiblemente el tipo más importante  (p. 142)

  En un principio, en las condiciones del “estado de naturaleza” de la Prehistoria, el individuo solo actuaba para favorecerse a sí mismo y a los parientes de la familia –extensa- a la que pertenecía. Era el “sálvese quien pueda”, el mayor “exclusivismo”.

Las condiciones de enfermedades infecciosas, inseguridad física, conflicto interétnico y bajos niveles de productividad dan lugar a respuestas de exclusivismo moral, lo cual a su vez retroalimenta la exacerbación y perpetuación de las condiciones que dan lugar a tendencias exclusivistas  (p. 210)

  De ahí, una de las primeras lecciones de este libro: el progreso moral requiere de ciertas condiciones económicas favorables. Esto puede formularse de una manera un tanto atroz pero muy clara: los ricos pueden permitirse el lujo de ser buenos; los pobres se embrutecen.

En favorables entornos (de gran prosperidad económica) en los cuales las duras condiciones del entorno humano originario hayan sido paliadas, las innovaciones culturales pueden crear oportunidades para que la gente ejerza la capacidad para la normatividad de fin abierto de forma que ayude a activar el potencial de plasticidad adaptativa que permite las respuestas morales inclusivistas  (p. 313)

   La “normatividad de fin abierto” implica que, si bien nuestra condición moral innata nos predispone a aceptar las reglas sociales -¿cómo podríamos vivir en sociedad, si no?- el objetivo de estas reglas es por completo dependiente de las costumbres, el orden social o la ideología en particular: matar al extranjero está bien; matar al enemigo está bien; matar al criminal está bien; matar solo está bien cuando se trata de castigar un crimen especialmente grave; no está bien matar bajo ninguna circunstancia. Al cabo de los tiempos, han tenido lugar grandes cambios en la normatividad moral para bien.

Ejemplos notables de progreso moral no son difíciles de encontrar: considérese, por ejemplo, el cambio de un mundo en el cual la esclavitud era ubicua y aceptada como natural a uno en el cual está condenada universalmente y ya no existe en la mayoría de la humanidad, el creciente reconocimiento de los derechos de igualdad de la mujer en muchas sociedades, el creciente reconocimiento  en prácticas y creencias de que hay límites morales sobre cómo podemos tratar (al menos algunos) a los animales no humanos, la abolición de los castigos crueles en muchos países y de los castigos más crueles en todas partes, la noción de que la guerra debe ser moralmente justificada y el reconocimiento y (sin duda imperfecta) institucionalización de la idea de que el pueblo es soberano o al menos que el gobierno debería servir al pueblo más que al revés (p. 2)

   Todo esto se fue haciendo posible poco a poco. Pero ¿cuál es la mecánica del proceso?

Ofrecemos una teoría de las condiciones bajo las cuales (…) es probable que suceda el progreso moral, basada en un análisis de las condiciones bajo las cuales ya ha sucedido, a la luz de los mejores pensamientos evolutivos disponibles acerca de los orígenes de la moralidad humana  (p. 19)

   Ya hemos visto una condición: cierta prosperidad económica. No es casualidad que la Atenas de Sócrates y Platón fue una de las ciudades más ricas de su época. Tampoco que lo mismo puede decirse de Holanda e Inglaterra del siglo XVII en adelante.

Un entorno social en el que los mercados se desarrollan bajo condiciones de seguridad física recompensa a los individuos que desarrollan mejor control de los impulsos así como la capacidad de predecir las consecuencias futuras de sus acciones y represiones. (p. 315)

  La seguridad física permite la prosperidad. Y cuanta más prosperidad, más moralidad que da lugar a más armonía social, la cual a su vez facilita la seguridad física

  En esta línea, está claro que el rey favorecerá la paz social, pero quizá no tanto los señores feudales, pues para ellos las trifulcas locales pueden proporcionarles oportunidades para enriquecerse a expensas de otros. De modo que no todos se benefician por igual de la paz social a gran escala.

  Por otra parte, al rey no le basta con decretar: “¡hágase la paz!” como recurso para contar con un buen gobierno de sus estados. Bien le gustaría, pero el origen de la armonía social –el progreso moral- no está en las decisiones políticas, ni tampoco en el éxito económico. Éxito económico y político son, más bien, condicionantes para que la evolución moral se ponga en marcha y no sea obstaculizada. Reyes y mercaderes la favorecerán en la medida de lo posible. Esto no siempre estuvo tan claro como ahora pero, en cualquier caso, la idea de que al extranjero no hay que matarlo, sino acogerlo con hospitalidad y tal vez comerciar con él, tuvo que abrirse paso de alguna forma en la mente del hombre primitivo. Y eso no fue una decisión política.

La moralidad incluye recursos para afrontar ciertos problemas fundamentales de cualquier sociedad humana. Estamos de acuerdo con la afirmación de los teóricos evolutivos de que la moralidad es –aunque solo en parte- una “tecnología social” funcional para enfrentar ciertas exigencias que son ubicuas en la ecología humana (p. 387)

  Entonces, de lo que se trata es de que los factores políticos y económicos aprovecharon esta “tecnología social” disponible –nuevas ideas morales emocionalmente asumidas que constituyen el contenido del progreso moral- y la fomentaron y apoyaron… cuando las condiciones del entorno lo hicieron viable.

  ¿Qué formas toma esta “tecnología social”? Una de ellas, sin duda, es la ideología.

Creemos que las ideologías funcionan como mapas sociales evaluativos que orientan a los individuos en su mundo social  (p. 404)

  Las “ideologías” no siempre existieron en la forma actual. Los “mapas sociales evaluativos” solían en tiempos antiguos aparecer como mitos y, más adelante, como doctrinas religiosas. Sin duda la Ilustración fue un gran salto adelante en el progreso moral al proveernos de nuevos “mapas sociales evaluativos” con aspiraciones de racionalidad incluso científica, pero esto no surgió de forma espontánea ni, desde luego, por conveniencia política o económica. Uno de los ejemplos de progreso moral más utilizados en este libro es la abolición de la esclavitud a finales del siglo XVIII en Gran Bretaña.

No puede negarse que las organizaciones religiosas, especialmente los grupos protestantes inconformistas, jugaron un papel central en el movimiento [abolicionista británico]. Pero sería un error confundir este hecho con la afirmación más dudosa de que el cristianismo fue la principal fuerza impulsora del movimiento, si esto quiere decir que los cambios en creencias y compromisos religiosos fueron su causa primaria  (p. 323)

  Si no la “causa primaria”, la evolución del contenido moral de las doctrinas religiosas es un elemento a considerar. Los reyes no decretaban la virtud, pero protegían a los predicadores de ésta… que bien podían ser filósofos apaciguadores (como Séneca o Confucio) o bien podían ser profetas y propagandistas religiosos menos convencionales, como era el caso de las llamadas “religiones compasivas”, como el budismo o el cristianismo. 

  Es un error considerar que el progreso moral ha tenido como fin el incremento de la riqueza para reyes y príncipes; pero sí es cierto que estos aprovecharon para su beneficio un movimiento de progreso moral preexistente.

  Otro elemento notable es la difusión de determinadas prácticas culturales. Por ejemplo, el gusto por leer novelas y otras narraciones acerca de las vivencias humanas ajenas.

Ha sido con frecuencia señalado que el periodo durante el cual se originó y floreció el movimiento abolicionista británico testimonió también el nacimiento y la difusión de la novela –una de las grandes tecnologías capaz de comprometer  la imaginación humana y las emociones morales de forma que nos permita trascender los confines estrechos de la nacionalidad, clase, raza y género, mediante la identificación con caracteres ficticios de entornos diversos  (p. 322)

  “Caracteres ficticios” eran también los personajes míticos, pero la proximidad de los personajes ficticios al “hombre común” que se da en la novela supone un importante marcador de “inclusivismo”. Este fenómeno de identificación con las emociones ajenas se conoce en general como empatía.

La empatía se ha demostrado que lleva al altruismo  (p. 362)

  Sería muy difícil demostrar cuál es el factor predominante del progreso moral. Identificarlo sería muy valioso, pues es ahí donde habría de incidirse hoy.

Si ha habido progreso moral y si puede ser alcanzado hoy o en el futuro se trata seguramente de una de las cuestiones más importantes que un ser humano puede plantearse (p. vii)

  El progreso moral es algo más que los cambios legales. Es, sobre todo, el fenómeno cultural de “interiorizar” determinados valores -o patrones de conducta- relativos a las relaciones humanas. Un valor moral está “interiorizado” cuando el individuo dentro de una cultura determinada reacciona emocionalmente y de forma automática a una situación o dilema de tipo social en el ámbito interpersonal. El ejemplo más relevante es el del reconocimiento de lo sagrado. Si una blasfemia produce una reacción automática de ofensa, también sucede algo parecido cuando se da una manifestación flagrante de racismo o machismo en la sociedad progresista moderna. Si lográsemos que unos determinados criterios morales de la máxima prosocialidad fueran interiorizados como “sagrados” habríamos quizá resuelto el problema.

Innovaciones culturales en la forma de nuevas normas morales, razonamiento moral más sofisticado y nuevas técnicas de toma de perspectiva pueden remodelar las respuestas morales  (p. 212)

  Consideremos un ideal moral aún no alcanzado: una concepción “inclusivista” que nos haga rechazar toda violencia, toda conducta dañina para otros, toda indiferencia ante el sufrimiento ajeno así como que promueva una actitud constante de benevolencia universal. Éste sería, bastante objetivamente, el ideal máximo de prosocialidad, que a su vez generaría unas relaciones humanas de extrema confianza mutua a nivel universal con grandiosas posibilidades económicas.

Podemos identificar con seguridad varios tipos de progreso moral que ya han sucedido y sacar conclusiones sobre la necesidad de más progreso con respecto a esos tipos, mientras reconocemos que nuevos tipos que no podemos ahora siquiera imaginar pueden aparecer en el futuro (p. 382)

  Supongamos que queremos promover nuevos tipos [de progreso moral] que no podemos ahora siquiera imaginar  -¡tratemos de imaginarlos!- , que ya no nos conformamos con el ideal de los Derechos Humanos actual –un ideal de tipo “negativo”: no harás daño a los demás… pero tampoco estás obligado a hacerles bien. ¿Qué sabemos acerca de la evolución del progreso moral que nos pueda ser útil a la hora de promover el progreso moral máximo?

  Sabemos, por supuesto, que la prosperidad económica siempre ayuda. Sabemos también que la racionalidad ayuda también. Sabemos que determinados condicionantes culturales –aparte de la riqueza económica y la racionalidad- son también de gran ayuda, como es el caso de la ilustración, la ciencia y la narrativa psicológica en la literatura.

El razonamiento moral consistente es con frecuencia facilitado por técnicas de cambio de perspectiva disponibles solo para los alfabetizados (p. 318)

Hay un numero de irreductiblemente diferentes –y conceptualmente bastante diferentes- tipos de progreso moral, desde las mejoras en razonamiento moral y en comprensión de posiciones y estatus morales hasta mejores conceptos de las virtudes y de la responsabilidad moral hasta cambios decisivos en la definición de la misma moralidad. (p. 382)

  Con todo, tales condiciones siguen sin determinar el contenido de la acción moral. Éste parece hallarse en la concepción de la virtud, que tiene que ver con las ideologías conectadas con las emociones (y, a este respecto, hay quienes definen la religión como “educación de las emociones”). 

Una mejor comprensión de las virtudes, como cuando la comprensión del honor, que antes se limitaba a la castidad y sumisión en el caso de las mujeres y la disposición para responder con violencia a los insultos en el caso de los hombres, da paso a una noción más compleja que enfatiza la autonomía, integridad y dignidad, donde la dignidad se comprende como que incluye un rechazo a recurrir a la violencia  (p. 55)

  El auténtico progreso moral parece relacionado entonces con una virtud que promueve las relaciones pacíficas. ¿Es tal vez la paz y la armonía afectiva algo deseado por todos los seres humanos y que se da por defecto cuando las condiciones lo permiten?, ¿o, más bien, el progreso moral exige cambios en nuestro estilo de vida que siempre resultarán difícilmente concebibles en la época previa al cambio?

Considérese, por ejemplo, una supuesta sociedad ideal en la cual la gente es del todo imparcial en sus apegos y compromisos, donde el altruismo e incluso el amor son literalmente universales y en el cual la economía es de alguna forma impulsada no por el interés propio sino por un deseo de contribuir al bien común. Tal ideal puede parecer moralmente deseable, pero es tan diferente de nuestro mundo que hay poca razón para creer que sea posible o, si se obtuviese, que fuera óptimamente apreciado  (p. 104)

El estado ideal será óptimo para aquellos que lo habiten porque ellos estarán moldeados por él de tal forma que eso les asegurará una buena adaptación; ellos serán bastante diferentes a nosotros. La dificultad está en que, tal como somos ahora, tenemos pocas razones para creer que esta predicción de buena adaptación sea válida, primariamente porque no sabemos lo bastante sobre cómo serían tales seres “mejorados”  (p. 104)

   Ciertamente, aspiramos a un orden moral que presagia un estilo de vida no convencional futuro. Pero quizá los intelectuales ilustrados del siglo XVIII ya presentían algo parecido. 

El hecho de que actualmente no somos motivacionalmente capaces de actuar según las normas morales consideradas que hemos llegado a endorsar no es una razón para recortar esas normas; es una razón para ampliar nuestra capacidad motivacional (…) de modo que alcance a las exigencias de la moralidad considerada  (p. 185)

  Una sugerencia: aprovechemos nuestra actual educación psicológica para elaborar –siguiendo un poco la tradición de las experiencias monásticas y puritanas- modelos minoritarios explícitos de conducta prosocial que tengan en cuenta todos los elementos emotivos e intelectuales propios de un ideal humanista más ambicioso, ése que hoy por hoy es tan diferente de nuestro mundo que hay poca razón para creer que sea posible o, si se obtuviese, que fuera óptimamente apreciado

   El mundo de mañana nunca es fácil de comprender desde el hoy o el ayer. Pero la experiencia nos dice que vale la pena arriesgarse a cambiar  y que el cambio no puede producirse al mismo tiempo en todas partes: muy al contrario, en un principio son minorías las que poco a poco se expanden, pero con antelación han debido de surgir en alguna parte y de algún modo. Solo a partir de ese momento pueden comenzar a afectar gradualmente a todo el mundo convencional.  

Lectura de “The Evolution of Moral Progress” en Oxford University Press 2018; traducción de idea21

jueves, 5 de noviembre de 2020

“El Derecho del hombre primitivo”, 1954. E. Adamson Hoebel

  La idea de justicia, de Derecho, no es tan fácil que surja en la mente humana. Todos queremos proteger nuestros intereses y, en alguna medida, los de nuestros próximos, pero ¿cómo comportarnos ante la evidencia de que los extraños sienten parecidos impulsos (y que reaccionarán en consecuencia)? ¿Y cómo actuamos ante la evidencia de que, nosotros solos, somos materialmente incapaces de imponer nuestra conveniencia en el trato con los extraños? Si no podemos imponernos, y no queremos que se nos impongan, a alguien hemos de recurrir para que nos ayude.

El fundamento real sine que non de la ley en cualquier sociedad –primitiva o civilizada- es el uso legítimo de la coerción física por un agente socialmente autorizado  (p. 26)

   Para averiguar la esencia, origen y desarrollo primario del Derecho, el antropólogo E. Adamson Hoebel (un antiguo alumno de Franz Boas) examina el desarrollo de esta idea básica- el uso legítimo de la coerción física por un agente socialmente autorizado- en diversas sociedades primitivas y nos expone las soluciones que encuentran y la aceptación que reciben tales soluciones.

La existencia de los monkalun [mediadores] representa un primer paso en el desarrollo de instituciones jurídicas [entre los agricultores primitivos Ifugao de Filipinas]. Expresa explícitamente los intereses generales de la sociedad en clarificar las tensiones, el castigo de los errores y el restablecimiento del equilibrio social cuando éste ha sido perturbado por un alegado acto ilegítimo.  [El monkalun] es reconocido como un agente casi público: el tercer partido neutral que representa el interés público en que se haga justicia. No es del todo un agente oficial porque su oficio no es explícito; es monkalun solo cuando actúa como monkalun, y no lo elige el público para ejercer como tal. No es un juez porque no hace juicios. No es un árbitro porque no emite decretos. Es un mediador forzoso y amonestador de autoridad limitada pero que normalmente cuenta con una efectividad como persuasor. El monkalun es siempre un miembro de la clase alta y un hombre con reputación como cazador de cabezas. Esto quiere decir que goza de prestigio; pero, más que eso, está en posición de lograr un apoyo efectivo de sus parientes. (p. 114)

Los Ifugao son unos tipos peligrosos, cortadores de cabezas a la vez que pobres granjeros de subsistencia que viven en las montañas de Filipinas. Pero pese a su tendencia a entablar reyertas, también requieren de algún tipo de institución legal que evite que se desintegren como sociedad.

Dentro de las tribus vagamente organizadas entre las cuales el grupo legal es autónomo, los problemas que implican a miembros de diferentes grupos locales con frecuencia mezclan violencia física que lleva a prolongadas reyertas; la venganza marca la ausencia del Derecho porque matar no es mutuamente reconocido como un derecho; sin embargo parece que toda sociedad tiene algunos procedimientos para evitar las venganzas o detenerlas; entre las tribus más organizadas en los niveles más altos del crecimiento económico y cultural la venganza es con frecuencia prohibida por la acción de una autoridad central que representa el interés social total; esto nunca sucede en los niveles más bajos de la cultura  (p. 330)

  Hay quien piensa que en tiempos muy remotos los pequeños grupos humanos de cazadores-recolectores ni tenían motivo para entablar reyertas con sus vecinos –porque estos eran escasos y vivían lejos unos de otros- ni admitían la agresión dentro del propio grupo pues su precariedad económica les hacía desaconsejable el desperdicio de energía y vidas. Pero en este libro no aparece testimonio alguno de un mundo pacífico primitivo. Siempre hay causas –que no razones- para el conflicto.

La tendencia a las reyertas es la pesadilla de las sociedades primitivas que confían en el Derecho privado para controlar a sus integrantes.  (p. 159)

  Las principales motivaciones no tendrían tanto que ver con el atesoramiento de bienes –propiedad privada- sino con las cuestiones sexuales. Eso tiene lógica: es ley genética que cada estirpe sobrevive a lo largo de los tiempos porque logra una mayor descendencia, lo que requiere cultivar el impulso sexual.

  Ni siquiera los simpáticos esquimales –inuit- escapan de las luchas por el predominio sexual.

Los esquimales no se hacen la guerra y practican el intercambio de esposas, pero estos hechos no prueban que carezcan de agresividad o emociones del tipo de celos sexuales. (…) Los esquimales entran en continua competición y con frecuencia en conflicto violento por la posesión de mujeres en una lucha que toma la forma de adulterio flagrante y apropiación voluntaria de las esposas de otros hombres. Si un marido le presta su esposa a un amigo, eso es otra cosa, y no es adulterio (p. 83)   

  Tanto peor para quienes creen que no hay motivo para la violencia allí donde no se haya inventado aún la propiedad privada de los medios de producción…  Y contener los excesos no es fácil al faltar el criterio objetivo acerca de lo justo e injusto: cada uno defiende a los suyos.

La debilidad fatal de la ley comanche y, de hecho, de mucho del Derecho primitivo (…) [es que] la primacía del grupo de parentesco se antepone cuando un demandante ha llevado la negociación hasta el máximo y recurre entonces a las armas. Los parientes del que ha sido muerto no aceptan el homicidio, si bien la opinión pública puede sostener que la víctima lo merecía  (p. 139)

  Para los primitivos, la justicia no es ciega. Priman los intereses del parentesco. La familia por encima del interés común. La idea de justicia, por tanto, implica superar el favoritismo entre parientes, y eso no es tan fácil. Incluso en los países desarrollados de hoy se considera atenuante de un delito el haber obrado –injustamente- en ayuda de un familiar.

Es en los tiempos del Neolítico, no en las épocas más primitivas, cuando el individuo comienza a desvincularse de su grupo de parentesco. Porque la urbanización disuelve la fuerza del parentesco. Eleva la necesidad de un control legal centralizado al arrojar a vivir juntas a multitudes de personas cuyos orígenes locales o tribales son diferentes y cuyas costumbres y postulados subyacentes están con frecuencia en conflicto en muchos puntos  (p. 329)

  Y, aparte del parentesco, hay por supuesto situaciones de ventaja abusiva a las que casi nadie favorecido por ellas quiere renunciar.

La justicia puede ser ciega y cada hombre igual ante la ley, pero en toda sociedad –primitiva o civilizada- la personalidad y el estatus social colorean e influencian toda situación legal  (p. 44)

  Nunca podrá haber una justicia perfecta. Pero la justicia, la coerción violenta contra el infractor que perjudica el bien común, es una consecuencia necesaria del reconocimiento del interés de los otros.

Los cheyennes (…) ponían un inmediato control al impulso de un contra-asesinato [represalia]. La venganza no puede descansar en las manos de los parientes de la víctima fallecida. Eso convertiría el pecado en otro pecado. El juicio queda en manos de la tribu, en las personas del concejo tribal (p. 158)  

  Bien por los cheyennes. Pero estos cambios no pueden desvincularse de cambios culturales profundos. No es simplemente que se tenga una idea mejor para salvaguardar el interés común. Es que se tienen ideas diferentes acerca de cómo debe ser la vida en común.

En marcado contraste con los comanches y los esquimales, los cheyennes entienden la lucha por el prestigio entre los hombres fuera de la cuestión sexual (…) Con sus jefaturas institucionalizadas en el concejo y en las fraternidades de guerreros, la situación del estatus de los hombres de éxito queda asegurada y bien definida. Hay poca necesidad de probar la valía robándole la esposa a otro.  (p. 160)

  Las costumbres cambian. Y hemos de esperar que para mejor. Por ejemplo, los esquimales que viven más próximos a los prósperos pueblos pescadores de la costa noroeste americana se diferencian de los que viven más alejados de otros pueblos.

Es el entregar comida y bienes, no la posesión de ellos, lo que gana honor y liderazgo entre los sencillos esquimales. En Alaska occidental, en las aguas del estrecho de Bering, donde los esquimales han sido influenciados por las nociones de propiedad intensamente desarrolladas de los indios de la costa noroeste, un hombre puede temporalmente acumular cantidades de comida y capital no productivo  (p. 80)

    Si esto implica que ya no disputarán tanto por las mujeres y más por las propiedades, ¿supone una mejora?

  Por otra parte, las ideas de lo que es justo o no en las sociedades primitivas no siempre son diferentes a las nuestras. Pueden no basarse tanto en los hechos y preocuparles más la intención. Y en eso demuestran agudeza.

Un hombre que mata a varias personas en una ocasión puede incrementar, no dañar, su prestigio en la comunidad. Pero no un homicida reincidente. Se convierte en una amenaza que puede en cualquier momento matar a otra víctima.  (p. 88)

   Igualmente va desarrollándose poco a poco la separación del “Derecho privado” y la del “Derecho público”.

En el Derecho primitivo la tendencia es adjudicar autoridad a la parte que se ve directamente perjudicada (p. 276)

En un número limitado de situaciones la autoridad se ejerce directamente por la comunidad [primitiva] por su propia cuenta  (p. 277)

   Y surgen paliativos a las represalias violentas.

[Con las sociedades agrarias más pobladas] es notable una tendencia hacia las compensaciones económicas [en el Derecho] (…) La compensación como una forma regular de sanción se da en un 12% entre los recolectores y pequeños cazadores, en un 33% entre los grandes cazadores y se convierte en un 45% entre los agricultores. En casi todas las situaciones, sin embargo, la acción por daños es solo un primer paso. La negativa a pagar lleva al ataque u homicidio. Entonces las venganzas son la desgraciada consecuencia  (p. 318)

   Finalmente, una aguda observación que es también un mensaje de peso acerca de cómo puede realizarse la justicia en un mundo global. Los abusos de los poderosos tal vez garantizan cierto orden, pero la voluntad de un orden mejor lleva al rechazo de los intentos de justificar la injusticia. Y solo puede imponerse el criterio de justicia allí donde existe una autoridad imparcial.

El Derecho internacional no es sino Derecho primitivo a nivel mundial. Lo que ha pasado por Derecho internacional consiste en nada más que reglas normativas para la conducción de asuntos entre naciones y sus ciudadanos tal como son anunciados y convenidos de vez en cuando por medio de tratados, pactos y acuerdos (…) Por mucho que lo desee el idealista, la fuerza y la amenaza de la fuerza son el poder último en la determinación de la conducta internacional, igual que sucede con el Derecho dentro de la nación o tribu. Pero hasta que la fuerza y la amenaza de la fuerza en las relaciones internacionales sean puestos bajo un control social por la comunidad mundial, por y para la sociedad mundial, quedan como instrumentos de anarquía social y no como las sanciones del Derecho mundial (p. 331)

Lectura de “The Law of Primitive Man” en Harvard University Press 1967; traducción de idea21