jueves, 25 de febrero de 2021

“La creencia en un mundo justo”, 1980. Melvin J. Lerner

  Para el ciudadano común bien informado, la psicología supone, por encima de todo, hacernos conscientes del importante papel que juegan en nuestras vidas los impulsos inconscientes. Queremos hacer bien las cosas, pero nos damos cuenta de que a veces nos traicionamos a nosotros mismos.

  En ciertos momentos, al enfrentarnos a circunstancias indeseables somos inconscientemente débiles y no queremos reconocer la realidad de los hechos. La ciencia social de la psicología nos proporciona conceptos esclarecedores al respecto, como la “reducción de la disonancia cognitiva”. La “creencia en un mundo justo” elaborada por el psicólogo social Melvin J. Lerner es algo bastante parecida pero con ciertas peculiaridades muy significativas.

La “creencia en un mundo justo” se refiere a aquellas asunciones más o menos articuladas que subyacen a la forma en que la gente se orienta con respecto a su entorno. Estas asunciones tienen un componente funcional que está vinculado a la imagen de un mundo manejable y predecible [y] son centrales a la capacidad para comprometerse en una actividad a largo plazo dirigida a una meta. A fin de planear, poner en marcha y obtener cosas que uno quiere y evitar las que nos atemorizan o duelen, la gente debe asumir que hay procedimientos manejables que son efectivos en producir los estados buscados.  (pag. 9)

    Una triste consecuencia de este fenómeno psicológico es cuando somos testigos de que una persona inocente es víctima de una brutalidad inexplicada. No es agradable darse cuenta de que dentro de nuestra sociedad, de nuestro entorno, se dan situaciones injustas. Una solución para superar esta circunstancia es, sencillamente, negar que se dé tal injusticia y en lugar de eso culpabilizar a la víctima de su propia desgracia.

[Algunas personas, por ejemplo] tienen fuertes reacciones emocionales cuando son confrontadas con otra persona que es una víctima. Si bien esta reacción puede variar mucho en términos de contenido experiencial, es típicamente una mezcla de dolor empático, preocupación, piedad y quizá a veces revulsión, miedo, pánico. En una sencilla escala hedonista, la reacción va desde un leve malestar a un dolor angustioso y como resultado se ven impelidos a eliminar el sufrimiento –el nuestro, si no el de la víctima. Una forma de hacer esto es alterar nuestra visión del suceso  (p. 6)

  Conocido es -entre otros muchos- el caso del terrorismo en el País Vasco, cuando el grupo armado local –los “nuestros”, por tanto- daba muerte a un vecino al que hasta entonces nadie consideraba un objetivo político. “Algo habrá hecho” era la reacción típica de quienes creían vivir en un “mundo justo”.

Un mundo justo es uno en el cual la gente recibe lo que merece (p. 11)

  Esta espantosa realidad parece demostrada en diversos experimentos de psicología social que autores como Lerner han llevado a cabo.

[En un experimento de conducta] cuando los observadores tenían la oportunidad, elegían rescatar y compensar a la víctima [de un maltrato del que eran testigos]. Y cuando tenían éxito, veían a la víctima como más bien neutral, a una luz objetiva. [En cambio,] cuando los observadores eran incapaces de intervenir a favor de la víctima, mostraban signos de reevaluar su valor personal. Mientras más injusto parecía su destino en términos de duración del sufrimiento o los motivos que la hacían más vulnerable al sufrimiento ([como un]“Mártir”), mayor era la tendencia a encontrar atributos negativos en su personalidad para denigrarla  (p. 48)

Tenemos una evidencia sólida de que aproximadamente los dos tercios de los observadores [en un experimento] en la situación [dada] distorsionaron su imagen de una víctima a fin de mantenerse en la creencia de que no se estaba cometiendo una injusticia   (p. 157) 

La víctima era evaluada más negativamente en la medida en que se aumentaba su inmerecido sufrimiento  (p. 50)

  Los experimentos, un poco por el estilo de los de Stanley Milgram, podían consistir en hacer a alguien observar el trato abusivo que recibe una persona inocente -una simulación, por supuesto- y luego evaluar la reacción del observador. Ahí llegan las sorpresas.

  Naturalmente, esta siniestra tendencia a culpabilizar a las víctimas puede ser contrarrestada por un entorno social más sano. En eso consiste la aportación más valiosa de la psicología social: en alertarnos de nuestras propias tendencias antisociales inconscientes.

Aparentemente, aquellos en la clase media alta es más probable que vean a los desposeídos económicos y sociales de nuestra sociedad como víctimas  (p. 169)

  Es decir: los ricos son más compasivos con los pobres que los mismos pobres. Así es la psicología.

Vivir en un entorno caótico o quedar impotente con respecto a nuestro destino produce un deterioro de la integridad física y emocional (p. 9)

  Puede sorprender que sean precisamente los desposeídos los menos solidarios, pero confirma la observación histórica de que solo la acumulación de riqueza ha permitido desarrollar no solo las artes, las ciencias y la tecnología sino también el juicio moral. Por fortuna, hoy vivimos en un mundo ideológicamente humanista que intenta poner al alcance de todos la sofisticación intelectual que tradicionalmente ha caracterizado solo a algunas élites dentro de las clases altas. Porque de lo que se trata, por encima de todo, es de una cierta inoperancia para aceptar la realidad, que es diversa, caótica y que exige ver las relaciones humanas desde todo tipo de perspectivas cambiantes.

Nuestras mentes intentan reunir todos los sucesos, rasgos y atributos positivos en el mismo objeto o unidad y, de forma similar, intentan reunir todas las cogniciones negativas. Como resultado, estamos inclinados a creer que la bondad, felicidad, belleza, virtud y éxito están conectados en una forma causal tanto como lo están la miseria, fealdad, pecado, inferioridad y sufrimiento. Hacemos esto no necesariamente porque ello encaje en nuestras experiencias o moralidad, sino porque nuestros cerebros intentan mantener una armonía unificadora entre elementos cognitivos. De esta forma creamos un mundo para nosotros mismos relativamente estable, compuesto de objetos univalentes  (p. 14)

   Cuesta cierto esfuerzo darse cuenta de que el mundo real es mucho más diverso de lo que aparece en nuestro inconsciente estereotipo. De hecho, la aceptación del azar, de la buena o mala suerte, ha representado todo un logro para la civilización. En los pueblos primitivos –cuyo código genético llevamos todos, pues la civilización es un estado reciente de la humanidad- nada se produce por azar. Sean los dioses, los espíritus o la malevolencia de los brujos, siempre se encuentran causantes de los fenómenos que nos rodean. Si alguien padece un mal, es porque alguien ha querido que lo padezca y, en un “mundo justo”, el causante puede ser la voluntad de Dios o, más modernamente, los mismos defectos del que se ha buscado su propio destino.

Esta visión de la realidad es una reflexión directa sobre la forma en que tanto la mente humana como el entorno están construidos. Las constancias, los patrones que realmente existen en el entorno –ahí fuera- son percibidos y representados simbólicamente, quedando retenidos en la mente (p. vii)

  Esto no es muy diferente, desde luego, del fenómeno de la reducción de la disonancia cognitiva en general, pero hay un importante matiz a valorar.

Según la teoría [“del mundo justo”] incluso si los observadores intentasen ayudar a la víctima, ellos la denigrarían hasta que tuvieran evidencia de que la víctima ha sido de hecho rescatada (…) El suceso importante en determinar la evaluación de la víctima por el observador, según la “teoría del mundo justo”, es la cognición del destino de la víctima  (p. 48)

  En la teoría de la reducción de la disonancia cognitiva tratamos de adaptarnos a una situación incongruente incluso negando la evidencia (ilusoriamente convertimos en congruente lo incongruente), pero no valoramos a los individuos que se hayan en esa situación.  Por ejemplo, si yo vivo en el Viejo Sur de “Lo que el viento se llevó” puedo experimentar “disonancia cognitiva” si veo que un hombre negro esclavo, que es una persona como yo (dotada de alma merecedora de salvación, según el cristianismo), es maltratado solo por el color de su piel; puedo reducir la disonancia si considero que, al fin y al cabo, el que sea esclavo no es tan malo y le proporciona ciertas ventajas, como seguridad y un lugar en la sociedad; esto es la típica “reducción de la disonancia cognitiva”. Pero según la “teoría del mundo justo”, además de eso, yo puedo también reducir la disonancia si denigro al esclavo, considerando que su naturaleza es indigna y despreciable, y por tanto merecedora de su condición. Hay un elemento “social” e interpersonal en esta tendencia a reducir el malestar del observador que se enfrenta a situaciones dolorosas y difícilmente comprensibles (“disonantes”).

Lo que está en juego para el individuo (…) no es solo el impulso negativo generado por la disonancia cognitiva, sino la misma integridad de su concepción de él mismo y de la naturaleza de su mundo. (p. 37)

  La existencia de tales impulsos quizá haya ayudado a permitir la desigualdad social y muchas otras catástrofes cotidianas de la vida civilizada. Males necesarios, tal vez, sin los cuales hubiera sido imposible organizar grandes cuerpos sociales (reinos, imperios) partiendo de una grave precariedad inicial, tanto en lo económico como en lo que a creencias se refiere. La acumulación de riqueza y la seguridad que otorgara a algunos individuos el pertenecer a una clase privilegiada pudieron abrir las puertas a nuevas realidades cognitivas que a su vez llevase a innovaciones morales. Sin la “colaboración psicológica” de los oprimidos (que se sometían no solo por la violencia física sino también psicológicamente) no habríamos tenido después legisladores creativos ni reyes-filósofos que al reparar gradualmente las injusticias dieron lugar a nuevas fórmulas sociales. 

  Ahora tenemos la posibilidad de enfrentarnos a estos fenómenos. Primero, comprendiéndolos, y en segundo lugar sacando consecuencias de ello acerca de nuestra propia naturaleza como seres sociales. El mundo no está bien hecho, pero igual que sabemos esto, también sabemos que se ha logrado cambiarlo para mejor a lo largo de los tiempos. Y que por tanto puede seguir mejorando. Una herramienta para continuar mejorando es el conocimiento práctico alcanzado por la ciencia social e interiorizado en nuestra experiencia cotidiana, el equivalente a lo que los antiguos llamaban “sabiduría”.

Lectura de “The Belief in a Just World” en Springer Science+Business Media New York 1980 ; traducción de idea21

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