lunes, 25 de julio de 2022

“El secreto de nuestro éxito”, 2016. Joseph Henrich

  Joseph Henrich da otra vuelta de tuerca a sus estudios acerca de la naturaleza humana. Todo lo que se divulgue y amplíe sobre este tema siempre será de la mayor importancia: la psicología evolutiva implica una comprensión general de nuestros mecanismos de cambio, los cuales se aplican tanto al pasado como al futuro.

La clave para comprender nuestra condición única subyace en comprender el proceso, no en señalar los productos particulares de ese proceso, como el lenguaje, la cooperación o las herramientas  (Capítulo 17)

  El proceso es la evolución del comportamiento humano. Y la primera sorpresa, que supone la base del “secreto de nuestro éxito”, es que nuestro estado natural, nuestro equivalente al estilo de vida natural de los otros mamíferos superiores, implica la vida cultural. Es decir, a diferencia de todos los demás mamíferos, nosotros no podemos vivir solo de nuestros conocimientos instintivos: necesitamos ser enseñados, necesitamos vivir en un entorno cultural.

Nuestros intestinos son particularmente malos en desintoxicar las plantas venenosas pero la mayor parte de nosotros podemos distinguir las plantas venenosas de las que no lo son [por aprendizaje derivado culturalmente]. [También] dependemos de la comida cocinada, y sin embargo no sabemos de forma innata cómo hacer fuego o cocinar. (Capítulo 1)

   No existe ningún animal del mundo con esta limitación. Ni siquiera nuestros primos los chimpancés.

Mientras que [entre los cazadores-recolectores] los cazadores alcanzan el máximo de su fuerza y velocidad a los veinte años, el éxito individual como cazador no llega a su auge hasta los 40 años porque ello depende más del conocimiento de minuciosas habilidades que de los logros físicos. Por contraste, los chimpancés, que también son cazadores y recolectores, pueden conseguir suficientes calorías para sostenerse a sí mismos inmediatamente después de que acaben la infancia, a los 5 años (Capítulo 5)

  Así, pues, no es tanto nuestra inteligencia innata la que nos da la superioridad, sino nuestra capacidad para el aprendizaje y para vivir en sociedades complejas –inteligencia social- lo que nos permite adquirir los conocimientos para prosperar. Somos el animal cultural.

  Y no porque los otros animales no puedan tener cierta vida cultural –el canto de los pájaros, ciertos hábitos que toman algunos grupos de simios- sino porque solo nosotros dependemos por completo de ella.

Somos una especie cultural. Probablemente hace más de un millón de años, los miembros de nuestra línea evolutiva comenzaron a aprender unos de otros de tal forma que la cultura se hizo acumulativa (Capítulo 1)

  La inteligencia humana individual es notable, sin duda. El tamaño de nuestros cerebros es un factor importantísimo, pero tiene curiosas deficiencias que delatan cuál es su verdadero valor.

En muchos contextos, pero no en todos, los humanos cometemos errores lógicos sistémicos, vemos correlaciones ilusorias, atribuimos erróneamente fuerzas causales a procesos de azar y damos peso igual a muestras pequeñas y grandes. No solo los humanos fallamos en los criterios estándar, es que realmente no lo hacemos mucho mejor que otras especies –como pájaros, abejas y roedores-. A veces lo hacemos peor  (Capítulo 2)

   Por ejemplo:

La psicología muestra que la gente (bueno, al menos los occidentales educados) estamos sujetos a la falacia del jugador, en la cual percibimos rachas de suerte donde nada de eso existe (…) Esto es un problema para nosotros ya que las mejores estrategias en la vida a veces requieren del azar  (Capítulo 7)

  La tarea de Wason es el paradigma que demuestra esto. Los computadores actuales –con lo tontos que son- jamás se equivocan en tal tarea. Otro ejemplo más es el juego del ultimátum. El chimpancé nunca rechaza una oferta.

Los chimpancés (…) nunca dicen “no” en el juego del Ultimátum (Capítulo 11)

  Porque nuestra inteligencia es social, está determinada para el desenvolvimiento en relaciones sociales, y eso a veces la hace ilógica fuera del contexto social. 

La única habilidad cognitiva excepcional que poseen los niños pequeños en comparación con los dos otros grandes simios [chimpancés y orangutanes] tiene que ver con el aprendizaje social  (Capítulo 2)

Los humanos rápidamente desarrollan una fuerte tendencia a atender cuidadosamente y a aprender de otras personas con la ayuda de sus habilidades mentalizadoras y (…) [usan] marcadores tales como éxito y prestigio para averiguar de quién deben aprender (Capítulo 4) 

  Y puesto que nuestra gran fuerza se encuentra en nuestra habilidad para aprender y formar grandes contenidos sistémicos de enseñanza y aprendizaje –culturas- la evolución humana ha tendido precisamente a desarrollar nuestra capacidad para hacernos cada vez más proclives al aprendizaje cultural, hasta el punto de que nos hemos domesticado a nosotros mismos en ese sentido. 

Una vez las habilidades y prácticas [de los humanos] comenzaron a acumularse y mejorarse a lo largo de las generaciones, la selección natural hubo de favorecer a los individuos que eran mejores aprendiendo culturalmente, que podían mejor hacer uso del siempre creciente cuerpo de información adaptativa disponible. Los productos nuevos producidos a lo largo de esta evolución cultural, como cocinar, tallar herramientas, confeccionar ropa, desarrollar el lenguaje, elaborar lanzas y contenedores de agua se convirtieron en las fuentes de las principales presiones selectivas que genéticamente modelaron nuestras mentes y cuerpos. Esta interacción entre genes y cultura, o lo que llamaré “coevolución gen-cultura”, llevó a nuestra especie a un nuevo sendero evolutivo (Capítulo 1)

El argumento central de este libro es que relativamente pronto en la historia evolutiva de nuestra especie, quizá en torno al origen de nuestro género (Homo), hace unos dos millones de años, cruzamos un Rubicón evolutivo, en cuyo punto la evolución cultural se convirtió en el impulsor primario de la evolución. Esta interacción entre evolución cultural y genética dio lugar a un proceso que puede describirse como autocatalítico, lo que quiere decir que produjo el combustible que lo impulsó. Una vez la información cultural comenzó a acumularse y a producir adaptaciones culturales, la principal presión selectiva en los genes se aplicó a mejorar nuestras capacidades psicológicas para adquirir, almacenar, procesar y organizar el conjunto de habilidades que ampliaban las habilidades y prácticas que cada vez estaban más disponibles en las mentes de los demás en nuestro grupo. A medida que la evolución genética mejoraba nuestros cerebros y habilidades para aprender de los demás, la evolución cultural espontáneamente generaba más y mejores adaptaciones culturales.  (Capítulo 5)

  El resultado es un animal muy peculiar, con características bastante únicas incluso en lo fisiológico: tenemos una mano dominante con la que podemos lanzar objetos para apuntar, existe la menopausia en las hembras (¿qué otra especie requiere hembras incapaces de procrear?), no hay periodo de celo, contamos con escasos intestinos y muchas otras rarezas. 

El ahorro de energía a partir de la externalización de las funciones digestivas mediante la evolución cultural se convirtió en un componente dentro de un conjunto de ajustes que permitieron que nuestra especie construyese y agrandase nuestros cerebros (Capítulo 5)

  Con menos intestinos hay más energía disponible para agrandar el cerebro. Y con un buen cerebro puedes aprender a hacer fuego y a cocinar, con lo que no necesitas tantos intestinos…

  Tampoco necesitamos almacenar tanta agua en nuestro cuerpo para prevenir la sed como sucede con otros mamíferos.

Mientras que un burro puede beber 20 litros en 3 minutos, nuestro máximo son 2 litros en 10 minutos (…) La evolución cultural nos ha proporcionado recipientes de agua y habilidades para encontrar agua (Capítulo 5)

  Las consecuencias de la “externalización” de funciones corporales puede ir mucho más allá de cocinar para hacer más digerible la comida o construir recipientes para transportar agua o frutos; las armas también son externalización ¿para qué grandes colmillos si contamos con hachas mucho más contundentes?, ¿para qué fuertes brazos si tenemos lanzas y espadas? Y lo que queda por venir: ¿por qué conformarnos con la capacidad cognitiva natural de nuestros cerebros… si podemos fabricar una inteligencia artificial?

Números arábicos, letras romanas, el número cero, el calendario gregoriano, los mapas de proyección cilíndrica, términos de color básicos, relojes, fracciones y derecha frente a izquierda son solo unas pocas de las herramientas cognitivas que han modelado nuestra mente. Han evolucionado para encajar los condicionantes mentales impuestos por los genes que construyeron nuestros cerebros al dotar, ampliar y recombinar nuestras capacidades innatas para desarrollar habilidades nuevas e inesperadas (Capítulo 12)

 Las invenciones o herramientas cognitivas nos abren el camino. La “inteligencia artificial” es también una invención cognitiva, tanto como los relojes, el número cero o los nombres de los colores. Otras invenciones cognitivas han sido, por ejemplo, Dios, el concepto del inconsciente, las novelas o las hipotecas. Y las más importantes de todas, las de tipo moral: la libertad, la justicia, los derechos humanos…

  Y por cierto que el mundo cultural, si bien es fruto de una larga evolución, cuenta con una fragilidad aterradora que no se da en los instintos. El chimpancé nace dotado para ser capaz de desenvolverse económicamente por sí solo a los cinco años, pero los aborígenes tasmanos, tras diez mil años de aislamiento con respecto a otros pueblos, llegaron incluso a perder el bien cultural de hacer fuego…

Si una población de repente se reduce o queda socialmente desconectada, puede llegar a perder información culturalmente adaptativa lo que resulta en una pérdida de habilidades técnicas y la desaparición de tecnologías complejas  (Capítulo 12)

      Finalmente, de todas las habilidades para el aprendizaje, el mayor éxito han sido los procesos culturales de interiorización.

Adquirimos reglas sociales observando y aprendiendo de otros, y las interiorizamos –al menos hasta cierto grado- como metas en sí mismas. (Capítulo 9)

  Lo importante de la interiorización es que tiene una capacidad para modificar el comportamiento humano equivalente a la del instinto. Así, por ejemplo, las culturas pueden emular las relaciones de parentesco biológico, y eso equivale a que las dependencias afectivas entre parientes pueden darse también entre personas no relacionadas genéticamente (por ejemplo, mediante la “adopción”). 

Las relaciones rituales culturalmente construidas son [a veces] mucho más importantes que las relaciones genéticamente próximas (Capítulo 9)

Dos tercios [de promedio entre las bandas de cazadores-recolectores] son cónyuges y afines [parientes políticos]. Esto es, las normas de matrimonio crean más de la mitad de los vínculos en las relaciones adultas dentro de una banda (…) La evolución de los parientes políticos [no consanguíneos] puede ser uno de los rasgos clave que hace especiales a los humanos (Capítulo 9)

  La capacidad para “interiorizar” comportamientos culturalmente aprendidos llega incluso hasta las reglas contra el incesto. Si bien parece cierto que el “efecto Westermarck” –la repugnancia a las relaciones sexuales con individuos del sexo opuesto con quienes hemos compartido la infancia- es instintivo, no es así con las relaciones “incestuosas” creadas culturalmente. El levirato de los judíos –casarse con la viuda de tu hermano- resulta que es tabú en muchas culturas y genera una repugnancia equivalente a la del efecto Westermarck instintivo. Lo mismo puede darse por las relaciones entre primos –matrilineales o patrilineales- según culturas particulares.

   Hay muchos más ejemplos de interiorización que dan lugar a reacciones emocionales de repugnancia o devoción con respecto a relaciones sociales. En sociedades represivas, la homosexualidad genera auténtica repugnancia (mientras que en otras la pederastia está muy tolerada). Y qué decir de las relaciones sexuales interraciales en las sociedades racistas. Y esto no solo abarca las relaciones sexuales ¿la repugnancia al contacto físico con los intocables de la india?, ¿los baños segregados en el antiguo sudeste de Estados Unidos?

  La idea misma de sacrilegio viene condicionada por la evolución moral. Las burlas a los homosexuales o la misoginia se consideran hoy ofensivas. Tanto como las burlas al profeta Mahoma -sacrilegio- en los países islámicos…

  La interiorización, por supuesto, no se manifiesta solo en reacciones de rechazo, también da lugar a inclinaciones positivas: una imagen sagrada despierta emociones devotas –y a veces morales- en una cultura religiosa determinada, pero también en un contexto cultural de modernidad contemporánea despierta admiración un elegante desnudo femenino que en un contexto de represión sexual provocaría rechazo. 

Cuando aprendemos normas, al menos parcialmente las interiorizamos como metas en sí mismas  (Capítulo 11)

Cuando la gente coopera, da a caridad, o castiga a los violadores de normas en formas localmente prescritas, los circuitos de recompensa en sus cerebros se encienden. Algunos de estos son los mismos circuitos que se encienden cuando la gente es recompensada con dinero o comida  (Capítulo 11)

  Sin duda el racismo “interiorizado” supone una nefasta realidad, pero los valores morales positivos también pueden interiorizarse, incluidos los más prosociales, y eso supone una gran esperanza para la evolución cultural –evolución moral-. Las “obras de Misericordia” o los “Derechos Humanos” son ejemplos de ello. En moralidad, lo "interiorizado" equivale a lo "sagrado", en tanto que da lugar a reacciones emocionales de adhesión o rechazo radicales y vehementes... equivalentes a las reacciones instintivas de alerta.

  En conjunto, en el ser humano, nada es natural. Todo es artificial. Todo es cultural. Y siempre lo ha sido… de manera natural.

Mi visión contrasta con la de algunos autores evolutivos prominentes que han sugerido que mientras que la socialización y cooperación que observamos en el mundo moderno se debe a las instituciones modernas, el comportamiento social en las sociedades a pequeña escala refleja directamente nuestra psicología social genéticamente evolucionada. Esto implicaría que los patrones de interacción social entre estas poblaciones deberían ser explicables sin referencia a normas, prácticas o creencias culturalmente transmitidas (Capítulo 9)

  Las supuestas culturas ancestrales, en realidad, también cambian constantemente –si bien no guardan apenas memoria de los cambios pasados- porque así lo hacen sus normas y creencias culturalmente transmitidas. La peculiaridad de la civilización –que no se da entre las bandas de cazadores-recolectores- es que hemos mantenido una continuidad acumulativa de los cambios, y eso implica, por cierto, otra invención cognitiva: el progreso.

Lectura de “The Secret of Our Success” en Princeton University Press 2016; traducción de idea21

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