domingo, 25 de septiembre de 2022

“Nuestros orígenes”, 2017. Clark S. Larsen

   El profesor Clark Larsen ha escrito un libro deslumbrantemente didáctico -de hecho, se trata de un manual para estudiantes- dedicado a la “antropología física”.

La antropología física es el estudio de la evolución biológica humana y de la variación humana biocultural (p. 6)

El campo [de la antropología física] se refiere a amplias cuestiones, buscando comprender la evolución humana –qué fuimos en el pasado, qué somos hoy y a donde iremos en el futuro-.(…) Los antropólogos físicos buscan respuestas a las cuestiones sobre por qué somos lo que somos como organismos biológicos (p. 4)

    El libro abarca desde los mecanismos de cambio genético hasta los hallazgos más recientes sobre la forma de vida de nuestros antepasados Homo sapiens. 

  Los descubrimientos científicos dependen en buena parte de los hallazgos arqueológicos, que siguen sucediéndose y aportando valiosas novedades de año en año, incluyendo fascinantes averiguaciones sobre genética y todo tipo de estudios del entorno. Por ejemplo, ahora parece concluyente que, en contra de lo que se pensaba, nuestros antepasados pre-humanos no vivían en un entorno donde escaseaban los árboles.

Los primeros homininos vivieron en los bosques  (p. 20)

   En todo el largo relato nos encontramos con la constante del ser humano enfrentado al medio y con los tortuosos mecanismos evolutivos que acaban llevando a la aparición de un animal tan extraño como el ser humano moderno.

Los caninos afilados de nuestros antepasados desaparecieron porque ellos desarrollaron la habilidad de hacer y usar herramientas para procesar la comida (p. 11)

La creciente dependencia hominina de las herramientas afectó profundamente la biología humana. A medida que las herramientas comenzaron a cumplir las funciones de las mandíbulas al preparar comida y consumo –cortar, cocinar y procesar carne y otros alimentos- hubo un declive en la robusticidad de estas partes del cuerpo, las áreas anatómicas asociadas con la masticación  (p. 386)

La reducción en tamaño del rostro y las mandíbulas es una constante a lo largo de la evolución humana, [este proceso de reducción persiste] incluso durante el Holoceno y [en buena parte] por la adopción de una dieta a partir de plantas domesticadas  (p. 462)

 Así sucede que Homo sapiens es tan peculiar que unos hábitos culturalmente aprendidos, como hacer fuego para cocinar la comida, repercuten en nuestros rasgos biológicos, el genotipo. Es cierto que la alimentación del castor está condicionada por su habilidad para construir diques, pero los castores nacen sabiendo construirlos, mientras que Homo sapiens necesita que le enseñen a aprovechar el fuego y a cocinar con él para conseguir unos alimentos más digeribles –procesar la comida-. Y si nadie le enseña a cocinar, sus probabilidades de supervivencia son escasas si ha de alimentarse como lo hace el chimpancé.

  Con fascinante que esto sea, el caso es que, desde el punto de vista de la antropología física, el surgimiento de la agricultura y la civilización no resulta tan sorprendente o milagroso. Para empezar, aunque el género Homo tiene unos dos millones de años –el paso del australopiteco al Homo erectus- durante los cuales coexistió sin pena ni gloria con los otros mamíferos superiores, tarde o temprano la sofisticación cultural acabaría llevando a la aparición del Homo sapiens sapiens y éste, inevitablemente, habría de descubrir la agricultura, dominar todo el planeta y crear civilizaciones.

¿Quién sobrevive hasta la edad reproductiva? Aquellos que pueden competir por comida con éxito.  ¿Los hijos de quienes sobrevivirán? Los de los supervivientes que puedan alimentar a su descendencia. Aplicando las ideas demográficas de Malthus a los animales humanos y no humanos, Darwin concluyó que algunos miembros de la especie compiten con éxito por la comida porque tienen algún atributo o atributos especiales. ¡Que una característica individual pudiera facilitar la supervivencia [de toda una especie] fue una revelación!  (p. 33)

Dos factores probablemente trajeron (…) la revolución agrícola. Primero, el entorno cambió radicalmente, pasando de más frío, más seco y altamente variable en el final del Pleistoceno a más cálido, más húmedo y más estable durante el Holoceno (…) Este cambio abrupto del entorno trajo nuevas condiciones –ecología climática- seguido por la domesticación de plantas y animales. Segundo, casi en todas partes que se desarrolló la agricultura, la población humana se incrementó al mismo tiempo.  (p. 448)

  Tarde o temprano, el clima se iba a hacer más favorable, y al hacerse más favorable permitió el aumento de población… si bien la población humana ya se había incrementado antes de la mejora climática.

   ¿Y por qué es deseable el incremento de la población? Cuando menos, un grupo humano mayor –y sabemos que los Homo sapiens formaban bandas más numerosas que las de los Neandertal y que las de los Homo erectus- tiene más capacidad letal para apropiarse de los recursos naturales en disputa –los mejores territorios para la recolección, la caza y la pesca-.

   Además, la población Homo sapiens no solo tiende a hacerse más abundante por el bien común –el peligro de la superpoblación es inferior a lo que sería el peligro de ser desplazados por quienes les disputan los recursos- sino que también desarrolla la sofisticación de su compleja vida en común, se hace más longeva y alcanza una mayor calidad de vida.

El mayor número de nacimientos se lograba mediante un periodo de lactancia más reducido. La disponibilidad de granos cocinados como papillas dadas a los niños hacía posible destetarlos antes. Con un destete más temprano, el espacio entre nacimientos se reducía y las madres podían producir más descendencia. (p. 456)

Debido a que la gente mayor puede convertirse en reponedora de conocimiento acerca de la cultura y la sociedad, la longevidad puede tener una ventaja selectiva en los humanos y no en otros primates (p. 143)

  También la cooperación debe ser estimulada, lo que incluye cuidar los unos de los otros. Y esto, que parece tan obvio, no se encuentra muy a menudo en el comportamiento de los mamíferos. 

La evidencia de los primates protegiéndose unos a otros de los predadores es escasa  (p. 216)

  Y, en conjunto, está demostrado que cierta inteligencia abstracta tiene grandes aplicaciones a efectos prácticos. Así se observa incluso entre nuestros primos los grandes simios.

El conocimiento del paisaje del alimento y la planificación [de la recolección] dan a los chimpancés una ventaja competitiva para adquirir fruta, muy por delante de otros animales interesados en el mismo alimento. Estos hallazgos demuestran que los chimpancés aplican su inteligencia para adquirir comida en el entorno altamente competitivo  del bosque tropical (…). Además, hay una creciente evidencia que indica que la memoria de los lugares donde hay fruta se prolonga por un periodo de años. El éxito de adquirir comida no se limita al oído, visión u olfato. Más bien es un comportamiento que se ve favorecido por la memoria a largo plazo. (p. 217)

  Si el chimpancé cuenta con tales ventajas gracias a su inteligencia y memoria, obviamente, tanto más pudo y puede aprovecharle la inteligencia a los homininos.

  Un poco por todos los cambios evolutivos relacionados con tales habilidades, el éxito humano precedió a la aparición del sedentarismo y la agricultura. Si los Homo sapiens poblaron, por ejemplo, el continente americano –transitando por territorios difíciles, como el ártico- era porque la población ya estaba aumentando cuando todavía se dedicaban todos a la caza y recolección.

  Una población más abundante de Homo sapiens fue capaz de desplazar a todos los competidores, pero al hacerse demasiado numerosos ellos mismos pusieron en riesgo los recursos naturales de los que eran ahora los únicos dueños. 

  En conclusión, la competencia por los recursos se convirtió, en cierto modo, en el factor esencial del desarrollo humano. Primero, competencia entre los Homo sapiens y los demás seres vivos –incluyendo las variedades menos desarrolladas de homininos-, y, después, competencia de los grupos de humanos entre sí.

Una población creciente lleva a competir por los recursos. A medida que las ciudades comenzaron a competir por unos recursos cada vez más limitados (por ejemplo, tierra de cultivo), se desarrolló la guerra organizada. La violencia interpersonal tiene una larga historia en la evolución humana, yendo al menos hasta los Neandertales. Pero el nivel de violencia entre los homíninos antes del Holoceno no era nada en comparación con la guerra organizada de las primeras civilizaciones  (p. 456)

  Esta triste realidad no debe sorprendernos demasiado si consideramos la naturaleza humana en consonancia con nuestro pasado animal. Todos los grandes simios son territoriales y compiten por los recursos y por las hembras. En eso, no somos diferentes a otros mamíferos sociales como los ciervos y los lobos.

Los orígenes de quiénes somos hoy no están solo en los registros del pasado, sino que se encuentran encarnados en nuestras vidas (p. xxiii)

  Pero no tenemos que ver el futuro como condicionado directamente por nuestro pasado. El pasado, si se estudia con la atención requerida –y de ahí el gran valor de la antropología física-, nos demuestra la dimensión de los cambios que permiten la evolución biológica. El uso de las herramientas por los primeros Homo formó parte del conjunto de cambios que favorecía la competitividad de la especie por apropiarse de los recursos económicos y alteró la nutrición y el desarrollo de la inteligencia, pero sobre todo también actuó en el ámbito de la vida social –relaciones interpersonales, lenguaje, vida simbólica-.

  El principal problema humano hoy es el residuo que queda de las tendencias antisociales –agresión, violencia, guerra-. Hoy son antisociales porque dificultan el avance de la civilización –que requiere cooperación y armonía- pero en su origen eran tendencias valiosas porque se hacía necesario competir por los recursos naturales limitados.

  Hoy, en potencia y gracias a la tecnología, nuestros recursos naturales se han vuelto ilimitados… y nuestros propios conflictos antisociales se han convertido ya en el último obstáculo. 

Una población con una reducida calidad de vida puede aún tener una fertilidad mucho más alta (p. 475)

  Si el aumento de la población sirvió en un principio para desplazar a otros seres que competían contra nosotros por los recursos naturales limitados –lo que mejoraba la calidad de vida de los dominantes-, la pendiente resbaladiza de las guerras del neolítico –los primeros agricultores y ganaderos- llevaría a incrementos de población siempre rozando el límite de los recursos, por mucho que estos hubieran aumentado con respecto a los de la época de la caza y recolección: si se compite por los recursos escasos, se aumenta la población para contar con más fuerza a fin de extender el dominio, pero ese aumento de la población hace a su vez disminuir los recursos y ante la nueva escasez, otra vez se plantea tomar medidas para extender el dominio sobre más recursos en otra parte… La calidad de vida entonces ya no es una prioridad.

   Por lo tanto, para tener una vida humana mejor, lo prioritario es superar las tendencias antisociales que nos fuerzan a despilfarrar recursos en estériles disputas. Una humanidad plenamente cooperativa dispondrá de recursos naturales ilimitados y por ellos se alcanzarán recursos civilizatorios también ilimitados –tecnología-. Pensemos en las posibilidades de nuevas fuentes de energía y, sobre todo, en la inteligencia artificial que sería la prolongación lógica del uso de las herramientas por el género Homo: el hombre usó su inteligencia para incrementar el poder de sus extremidades y sentidos; el siguiente paso ha de ser usar la inteligencia para incrementar la misma inteligencia…

Lectura de “Our Origins” en W. W. Norton & Company 2017; traducción de idea21

jueves, 15 de septiembre de 2022

“Teoría de los sentimientos morales”, 1759. Adam Smith

  El filósofo escocés Adam Smith, famoso por su “descubrimiento” del capitalismo en “La riqueza de las naciones”, era, en principio, un filósofo moral bastante en la línea del también escocés David Hume

  Lo primero que señala la filosofía moral de Smith es que la virtud moral, aunque se divulga en cuidadosas exposiciones razonadas, no puede basarse en la mera razón, sino en la emoción.

La humanidad consiste meramente en el exquisito sentimiento hacia el prójimo, que el espectador abriga respecto del sentimiento de las personas principalmente afectadas, de tal modo que llora sus penas, resiente sus injurias y festeja sus éxitos. Los actos más humanos no exigen abnegación ni dominio sobre sí mismo, ni un gran esfuerzo del sentido de lo apropiado. Consisten simplemente en hacer lo que esa exquisita simpatía por sí sola nos incita a llevar a cabo. (Parte IV, Capítulo II)

  Dejarnos llevar por los sentimientos benévolos parece un magnífico punto de partida, pero el defensor del capitalismo –es decir, de la búsqueda del beneficio individual- sabe que los sentimientos benévolos no son los únicos activos en el ánimo del hombre común. Lo da por sentado cuando menciona

El actual estado depravado de la especie humana (Parte II, Sección I, Capítulo V)

  La consideración pecaminosa del ser humano es una constante no solo en el protestantismo escocés –calvinismo- sino en todo el mundo judeo-cristiano; pero, a pesar de esto, Adam Smith demuestra ser un gran optimista.

El sentimiento del amor es en sí agradable a la persona que lo experimenta. Alivia y sosiega el pecho, bien parece que favorece los movimientos vitales y estimula la saludable condición de la constitución humana (Parte I, Sección II, Capítulo IV)

  Por lo tanto, la búsqueda de la moralidad e incluso del altruismo, en tanto que tienen como origen y fin la benevolencia mutua, satisfaría el interés humano natural. Podemos ser todo lo egoístas que queramos… siempre y cuando también busquemos atesorar la dicha que es propia del sentimiento del amor.

Por más egoísta que quiera suponerse al hombre, evidentemente hay algunos elementos en su naturaleza que lo hacen interesarse en la suerte de los otros de tal modo, que la felicidad de éstos le es necesaria, aunque de ello nada obtenga, a no ser el placer de presenciarla. (Parte I, Sección I, Capítulo I)

  Se sobreentiende, por tanto, que debemos estimular estas inclinaciones benévolas y reprimir las contrarias.

Sentir mucho por los otros y poco por sí mismo, restringir los impulsos egoístas y dejarse dominar por los afectos benevolentes, constituye la perfección de la humana naturaleza (Parte I, Sección I, Capítulo V)

  Y sin embargo, Smith también considera algunas reacciones emocionales que, sin llegar a formar parte de la perversión intrínseca del hombre, no son especialmente amables

Nos produce mal humor ver en otro demasiada felicidad o, como decimos, demasiada exaltación a causa de cualquier insignificante acontecimiento venturoso (Parte I, Sección I, Capítulo II)

  De todo ello resulta que Adam Smith ve la vida social humana como muy restringida a unas reglas de comportamiento que deben permitirnos sortear nuestra naturaleza conflictiva a fin de poder disfrutar de las emociones propias de la perfección de la humana naturaleza. Ahora bien, no parece que el mero estímulo de la benevolencia mediante ejemplos amables y afectuosidad gratificante sea el método elegido. Más bien parece recurrir a los convencionalismos sociales: la práctica de la virtud dependerá sobre todo de hasta qué punto podamos sentirnos coartados por el entorno social que hace burla de los débiles de ánimo y alaba a los fuertes.

El placer que hemos de disfrutar de aquí a diez años nos interesa tan poco en comparación con el que podamos saborear hoy, la pasión que el primero despierta es, naturalmente, tan débil en comparación con la violenta emoción que el segundo tiende a provocar, que jamás el uno podría compensar el otro, a no ser por el sustento de ese sentido de propiedad, de esa conciencia de merecer la estimación y aprobación de todo el mundo al conducirnos de un modo, y a no ser porque nos convertimos, al conducirnos del otro, en objetos propios de su desprecio y escarnio. (Parte IV, Capítulo II)

  De forma que las personas capaces de autorregularse emocionalmente de forma acorde con la proporcionalidad esperada se convierten en nuestros modelos éticos, y es de suponer que persistirán en su actitud a fin de beneficiarse de la estima general de quienes las rodean –estatus-.

La manera como se forman las reglas generales éticas es descubriendo que en una gran variedad de casos un modo de conducta constantemente nos agrada de cierta manera, y que, de otro modo, con igual constancia, nos resulta desagradable. Empero, la razón no puede hacer que un objeto resulte por sí mismo agradable o desagradable (Parte IV, Capítulo II)

  El que se rechace la regulación ética mediante la razón implica que lo primordial es regular las emociones, no en base a una supuesta lógica, sino en base a la convención. (Olvida el hecho de que, si bien la razón no puede hacer que un objeto resulte por sí mismo agradable o desagradable, la razón si puede llevarnos a comprometernos en un proceso de cambio psicológico cuyo resultado bien puede ser que sí implique un cambio de sensibilidades; Adam Smith debía conocer esto debido a la pluralidad de confesiones religiosas que se daban en el Reino Unido y a los efectos notables de sus correspondientes procesos de conversión; mediante un proceso de adoctrinamiento -y de costumbres e integración en un nuevo entorno humano- una persona puede regular sus emociones en contra de lo convencional -ejemplos de la época de Adam Smith podían ser el integrarse, por decisión razonada, en los cuáqueros o en los metodistas-).

Las sentencias morales generalmente admitidas se forman, como toda máxima general, por la experiencia y la inducción. (Parte VII, Sección III Capítulo II)

Nuestros primeros juicios morales se refieren a la índole y conducta de los otros, y con gran desenvoltura observamos la manera cómo la una y la otra nos afectan. Pero pronto aprendemos que las demás gentes se toman iguales libertades respecto de nosotros. Ansiamos saber hasta qué punto merecemos su censura o bien su aplauso, y si ante ellas necesariamente aparecemos tan agradables o desagradables como ellas ante nosotros. (Parte III, Capítulo I)

Cuando nos abstenemos de gozar un placer presente, a fin de asegurar un mayor placer por venir, cuando nos comportamos como si el objeto remoto nos interesase tanto como el que de un modo inmediato apremia los sentidos, [entonces] como nuestros afectos corresponden exactamente a los suyos, [alguien que nos observa] no puede menos que aprobar nuestro comportamiento, y como sabe por experiencia que muy pocos son capaces de ese dominio de sí mismo, mira nuestra conducta con no poca extrañeza y admiración. De ahí surge esa alta estimación con que los hombres consideran naturalmente la firme perseverancia en el ejercicio de la frugalidad, industria y consagración, aunque no vaya dirigido a otro fin que la adquisición de fortuna. La denodada firmeza de la persona que así se conduce y que, para obtener una grande, aunque remota ventaja, no solamente renuncia a todo placer presente, sino soporta los mayores trabajos tanto mentales como corporales, necesariamente impone nuestra aprobación. (Parte IV, Capítulo II)

  Tratándose de Adam Smith, uno siente curiosidad por comprender cómo pudo este hombre, partidario de los sentimientos benévolos, concluir con tal ligereza que la codicia propia del emprendedor capitalista había de llevar a la armonía en lugar de a un conflicto permanente que luego la sociedad se ve forzada a intentar atenuar. Si nuestra guía es el beneficio privado –que poco tiene que ver con la simpatía o la benevolencia- en modo alguno nos vamos a ver impulsados a participar en la armonía social, sino más bien lo contrario: recurrir a la coacción, al engaño, a la violencia es la forma más rápida de obtener un beneficio (y a la vez satisface nuestras más bajas pasiones, siempre al acecho), mientras que la eficiencia del trabajo honrado nos expone al agotamiento y a la ruina que sufrió el santo Job. 

   En consecuencia, lo que aparentemente sucede es que Adam Smith se basó en una visión social en la cual la autorregulación de las emociones –y no tanto la codicia- se convertía en el objetivo buscado, la fuente de la satisfacción. Esta satisfacción no podía proceder más que del estatus, es decir, de la aprobación general por nuestras buenas cualidades morales. De ahí que se señale la importancia de la simpatía emocional. El deseo de obtener beneficio personal, por otra parte, es algo que se da por sentado entre quienes trabajan; como se dice: “a nadie le amarga un dulce”.

  Un determinado estilo de vida honorable –una ética de la virtud, por tanto- suponía la fuente de satisfacción general en tanto que nos proporciona el incentivo de la estimación pública que no ha de entrar en contradicción con los sentimientos benevolentes (ni con la obtención de beneficios privados). Solo dentro de ese estilo de vida puritano, elegantemente austero, amablemente social, tiene sentido aunar beneficio personal y estimación pública. Este estilo ético –ethos- sería, entonces, la auténtica “mano invisible”.

  Lectura de “Teoría de los sentimientos morales” en Fondo de Cultura Económica -edición electrónica- 2010; traducción de Edmundo O’Gorman

lunes, 5 de septiembre de 2022

“La guerra antes de la civilización”, 1996. Lawrence H. Keeley

   El arqueólogo Lawrence Keeley considera que las evidencias arqueológicas (restos de los hombres prehistóricos) y antropológicas (etnografía de los últimos cazadores-recolectores) son contundentes: Homo sapiens es, por naturaleza, agresivo, violento y guerrero. Y esto supuestamente se opone a ciertas concepciones benévolas (rousseaunianas) que debían de ser tendencias generalizadas en la época en que escribió su libro.

Lo que diferencia las proposiciones científicas de las meras modas intelectuales es su capacidad pare resistir la prueba contra la evidencia crítica. El concepto del pasado en paz es erróneo no porque esté sesgado sino porque es incompatible con las más relevantes evidencias etnográficas y arqueológicas (p. 170)

  Aunque el hecho es que todavía se discuten tales evidencias. 

Varios de los raros enterramientos de los primeros humanos modernos en Europa central y occidental, de hace 34000 a 24000 años, muestran evidencia de muerte violenta (p. 37)

   De lo que no cabe duda es de que el rousseaunianismo tiene un fuerte contenido político: no puede existir socialismo si no creemos que Homo sapiens, liberado de la perversa cultura de la desigualdad económica –capitalismo-, tenderá de forma natural a la vida armoniosa de acuerdo con su naturaleza; solo si creemos en tal benignidad instintiva tendría sentido que ideologías políticas de la lucha de clases vayan a llevarnos al paraíso en la tierra, ya que, inevitablemente, la lucha de clases exitosa suele implicar el exterminio –sea en la guillotina o en el gulag- de clases sociales enteras… más los disidentes.   

   Freud ya sospechó que la eliminación de la propiedad privada y la desigualdad económica en general no haría más que derivar la agresividad humana hacia otros campos. La trágica historia de los estados socialistas parece haberle dado la razón. Así que parece que ganan los hobbesianos: los que creen que la maligna tendencia humana hacia la agresión exige una autoridad central que reprima los casos más graves.

Los neohobbesianos ven la guerra como una condición social permanente (p. 16)

  Y, en realidad, esta debería ser la posición por defecto. Porque si somos animales, mamíferos superiores, está claro que todos los mamíferos superiores son agresivos: constantemente disputan con sus semejantes por los recursos económicos y –sobre todo los machos- por conseguir las mejores parejas sexuales. Desde luego, los primates y los grandes simios son así (aunque ya se haya popularizado que los chimpancés bonobos son mucho menos agresivos que los chimpancés comunes).

  Partiendo de este posicionamiento que se deduce de las mencionadas evidencias, Keeley aprovecha para desmentir algunas consideraciones generalizadas sobre la violencia de grupo en las sociedades de cazadores-recolectores.

  Por ejemplo, la idea de que la guerra primitiva es meramente ritual, un poco por el estilo de los enfrentamientos deportivos entre equipos.

Se elaboró la teoría de que existía un tipo especial de guerra primitiva muy diferente de la guerra real o civilizada (p. 9)

  Pero esto no habría sido así más que en raras ocasiones. En tales guerras rituales se producen pocas bajas, pero se darían solo cuando se trata de luchas entre sociedades emparentadas.

En varios ejemplos etnográficos, las batallas formales con control de bajas se restringían a luchar dentro de un grupo tribal o lingüístico. Cuando el adversario era “verdaderamente” extranjero la guerra era más implacable e incontrolada. (p. 65)

    También es un error considerar que las luchas entre sociedades sin estado producen menos víctimas. Se trata del típico error estadístico: como la población es escasa, lógicamente, las víctimas no son muchas, pero proporcionalmente sí que lo son.

La evidencia disponible muestra que las sociedades pacíficas han sido muy raras, que la guerra era muy frecuente en las sociedades sin estado y que las sociedades tribales con frecuencia movilizaban para el combate altos porcentajes de su población (p. 26)

Los kung-san del desierto del Kalahari son vistos como una sociedad muy pacífica. (…) Sin embargo, su promedio de homicidios de 1920 a 1955 era cuatro veces mayor que el de los Estados Unidos (p. 29)

   Los rousseaunianos parten del principio de que la guerra primitiva no tendría sentido debido a que sería contraria a la conservación de la especie desperdiciar hombres hábiles en reyertas. Pero el mismo planteamiento se puede aplicar más aún a la persistencia de las guerras hoy: gracias a la moderna tecnología, la cooperación en la actualidad puede ser más fructífera que nunca de modo que mucho más absurdo es que persistan los hechos antisociales. Esa situación no se daba en el mundo primitivo, descendiente directo del mundo de los animales sociales (donde hay siempre agresión, intragrupal e intergrupal), que siempre estaba amenazado por la escasez de recursos (sistema de “suma cero”) y en el cual los beneficios de la cooperación eran mucho más limitados.

   Así pues, tiene sentido que existiese guerra por escasez de recursos (miseria prehistórica).

Se está haciendo cada vez más cierto que muchos casos de guerra intensiva prehistórica en varias regiones correspondieron a tiempos difíciles creados por cambios de clima y ecológicos (p. 140)

La guerra tribal contra otras sociedades preestatales parece haber sido tan efectiva como la guerra civilizada en mover fronteras y recompensar a los victoriosos con territorios vitales apropiados a los vencidos (p. 111)

  Recordemos que la “guerra por territorios” es muy anterior a la agricultura: los nómadas se disputan los buenos territorios de caza, pesca y recolección. El hecho de que muy pronto los Homo sapiens corrieran graves riesgos poblando territorios gélidos –procediendo de África- o se atrevieran a surcar mares en busca de nuevas tierras demuestra que siempre hubo escasez de territorio. El que algunas sociedades primitivas vivan en zonas de abundancia quizá es también prueba de que, en su momento, ejercieron la violencia para apropiarse de ellas.

   Keeley señala otro factor más que lleva a la guerra: sociedades especialmente inclinadas a la violencia. Parece tratarse también de una evidencia etnográfica.

Las sociedades agresivas [situadas] en el centro de zonas en conflicto son las manzanas podridas que echan a perder el barril regional (p. 128)

Por qué algunas sociedades están más inclinadas que otras a la agresión es un auténtico enigma histórico y antropológico (p. 129)

  Quizá resolver el enigma tenga algo que ver con estudiar por qué a veces se produce el “embrutecimiento” moral de los individuos bajo circunstancias extremas. Las sociedades en su conjunto también pueden embrutecerse bajo circunstancias extremas (por ejemplo, las sociedades delincuenciales, el hampa). Después, el embrutecimiento puede pasar a los valores culturales (pensemos en los sacrificios humanos aztecas y en las luchas de gladiadores  en Roma) y dar lugar a sociedades un tanto malignas.

Un importante shock para la interpretación materialista de la guerra fue administrado por Napoleon Chagnon y su influyente trabajo sobre los Yanonamo (…) Si bien los pueblos yanomamo estaban rodeados por abundante tierra sin ocupar, la lucha entre ellos era motivada aparentemente por deseos de obtener venganza y por obtener mujeres (p. 16)

  Hay que señalar que Chagnon fue fuertemente criticado e incluso acusado de manipular él mismo a los nativos con los que convivió para impulsarlos a la violencia; sin embargo, muchos otros testimonios creíbles coinciden con el suyo. Particularmente notable es el de la señora Helena Valero

   También hay quienes opinan que los yanonamo son un caso excepcional (¿“manzana podrida”?), pero, en cualquier caso y por lo que se sabe, no existen “hombres primitivos” pacíficos. Los pocos que se han señalado, resultan estar relacionados con una categoría singular de condicionamiento social.

Cuatro de los grupos  [primitivos estudiados que nunca han estado en guerra] han sido expulsados mediante la violencia para convertirse en refugiados en parajes aislados, y es el aislamiento los ha protegido de más conflictos. Tales grupos podrían ser clasificados como refugiados derrotados más que como pacifistas (p. 28)

La aplastante mayoría de las sociedades conocidas han hecho la guerra. En consecuencia, si bien no es inevitable, la guerra es universalmente común y acostumbrada (p. 32)

 Ante este panorama, nos conviene a todos que, para eludir el comportamiento agresivo entre grupos –como mínimo-, aprendamos a conocer cuál es la mecánica de la violencia y la guerra en “estado de naturaleza”.

El motivo predominante para la guerra en las sociedades preestatales es la venganza por homicidio y varias cuestiones económicas (p. 115)

  El tema de la venganza incluye un aspecto digno de ser señalado.

Un hombre puede comenzar una pelea, y no importa cuánto lo desprecies, uno tiene que ir a ayudarle porque es tu pariente y uno lo compadece” [según el testimonio de un cazador-recolector]. En las sociedades a pequeña escala es normalmente más un asunto de “por mis parientes, con razón o sin ella” que “por mi país”. (p. 145)

  Esto supone una notable “estructura de conflicto” porque los primitivos tienen al igual que nosotros un sentido de lo justo y de lo injusto: si un pariente tuyo comete una injusticia contra un extranjero tú puedes razonar esto perfectamente… pero ¿no te debes primero a la lealtad entre parientes, esencial para la supervivencia de una banda primitiva?

  No es casualidad que este tipo de estructura de conflicto se dé también en las bandas de delincuentes actuales. Keeley detecta otros comportamientos “primitivos” equiparables a los del “crimen organizado” tan bien conocidos por los espectáculos de ficción…

En tiempos precolombinos, algunas bandas nómadas (…) acosaron a otras tribus del Gran Chaco de tal forma que los otros compraron la paz al ofrecer un tipo de tributo anual. Cada año en la época de la cosecha una banda pasaría unos pocos días en un pueblo [de la tribu acosada], festejando y recibiendo su tributo anual. (…) La banda protegería a sus “súbditos” de ataques de otras bandas seminómadas. (…) Esto supone más que un leve parecido a los esquemas de protección y extorsión por parte de los gangsters urbanos, los bandidos rurales y los piratas de la sociedad civilizada. (p. 116)

  La violencia está en todas partes. En contra de los optimistas del “doux commerce”, las relaciones de intercambio entre grupos, en principio siempre pacíficas, no suponen necesariamente estructruras pacíficas a largo plazo. 

En ausencia del arbitrio o adjudicación por una tercera parte neutral las disputas implicadas por el intercambio pueden y con frecuencia llegan a escalar hasta la guerra (p. 123)

  Recordemos que, según el estructuralista Levy-Strauss, una estructura de intercambio puede llevar tanto a la cooperación como a la guerra: Existe una vinculación, una continuidad, entre las relaciones hostiles y el abastecimiento de prestaciones recíprocas: los intercambios son guerras resueltas en forma pacífica; las guerras son el resultado de transacciones desafortunadas.

Si el comercio con frecuencia lleva a la guerra (…) el matrimonio puede jugar un papel similar (p. 125)

   Obviamente: es mucho más probable ser asesinado por alguien a quien conocemos íntimamente.

    Y sin embargo, la paz supone una aspiración universal. Muestra de ello es que los primitivos no sienten gran veneración por los grandes guerreros.

Ha sido común en todo el mundo que el guerrero que acaba de matar un enemigo sea considerado por su propio pueblo como contaminado espiritualmente. En consecuencia ha de soportar una limpieza mágica para librarse de esa contaminación (…) Esto enfatiza hasta qué punto el homicidio era considerado anormal incluso cuando se cometía contra enemigos (p. 144)

  E incluso

Una evidencia adicional de la universal preferencia por la paz es la facilidad e incluso la gratitud con la cual algunos de los pueblos tribales más guerreros han aceptado la pacificación colonial o, en las nuevas condiciones forjadas por el contacto con el poder colonial, se han pacificado a sí mismos. (p. 145)

   Finalmente, Lawrence Keeley demuestra ser lúcido al contemplar las posibilidades de la paz:

Si los humanos pueden ocasionalmente construir enormes sociedades que integran a millones de individuos dentro de las cuales el homicidio está casi eliminado, no hay razón biológica por la cual las unidades sociales no puedan incluir a toda la humanidad. Considerando las capacidades humanas innatas, es mucho más fácil explicar la paz que la guerra (p. 158)

  Tan solo que no debemos caer en el error de que el que los procesos de cambio hacia la prosocialidad se produzcan gradual y evolutivamente quiere decir también que se dan de forma espontánea, sin intervención consciente. Las sociedades mejores que tenemos –y que aun así son muy mejorables- lo son porque en el pasado hicieron esfuerzos en la mejora social. Que en el futuro aparezcan sociedades por completo pacíficas (y que es de suponer que también serán muy eficientemente cooperativas) requiere que hoy hagamos planteamientos serios acerca del cambio social futuro, a sabiendas de que, con muchas probabilidades, habrán de llevar a la ruptura con lo convencional.

Lectura de “War Before Civilization” en Oxford University Press 1996; traducción de idea21