viernes, 25 de diciembre de 2020

“¿Inclinados al altruismo?”, 2001. Alexander J. Field

Este libro considera la posibilidad de que la selección natural –el motor fundamental de la dinámica evolutiva- ha operado tanto a nivel de grupo como a nivel de individuo. La selección de grupo sucede cuando la selección recompensa de forma diferente a miembros de un grupo como consecuencia de algún rasgo propio [que se da en algunos individuos de ese grupo], por ejemplo, cuando los grupos en el que se dan individuos con mayor inclinación por el comportamiento altruista crecen más rápidamente. (p. x)

El modelo económico estándar (…) asume que la gente siempre actuará motivada para avanzar en su interés material. Mi posicionamiento considera que esta hipótesis es refutable. (p. 67)

  El economista Alexander J. Field asegura partir de la experiencia estadística, la cual no confirmaría que el individuo obre siempre por su propio interés egoísta. En concreto, aparte de los condicionamientos culturales, contaríamos con una base instintiva para el altruismo (la benevolencia activa). Y no solo entre parientes.

En cada uno de estos ámbitos experimentales [juegos del prisionero, ultimátum, dictador etc] la investigación proporciona repetida confirmación en el laboratorio de lo que está intuitivamente claro para la mayor parte de los humanos. Nuestros procesos conductuales de decisión no pueden ser gobernados enteramente por los modelos estándar que presume el tipo de elección económico/racional de la teoría de juegos. Otras predisposiciones son operativas, incluyendo algunas que se refieren a la descripción de rasgos altruistas, y si bien algunos de estos son más probables que se ejerzan hacia parientes, su expresión no está restringida a ellos.  (p. 39)

Supongamos que aceptamos la afirmación de que hay rasgos comunes de las sociedades humanas que podemos llamar “cultura universal”. Este libro argumenta que estas particularidades en común no son explicadas como consecuencia inevitable de la interacción de agentes racionales egoístas, como el modelo económico canónico habría hecho. (…) El fundamento de la cultura universal, tanto como el fundamento de la gramática universal, lo encontramos en el cableado evolutivamente diseñado [en el cerebro humano]. En ambos casos la modularidad cognitiva es central para la comprensión del funcionamiento de estos legados y (…) la selección de grupo es un mecanismo necesario en este proceso de diseño.  (p. 331)

  El modelo económico canónico es el del “Homo economicus”: ése es el que se refleja en las teorías de juegos y en particular en el famoso “dilema del prisionero”: que todos traicionaremos la confianza puesta en nosotros cuando así nos convenga de acuerdo con nuestros intereses. Habría que ver si este comportamiento tan lógico es el propio del ser humano, porque nuestro origen se halla en la evolución que nos ha diseñado, y no tanto en lo que nuestra cultura actual juzga como “lógico” o no.

Una ventaja de movernos a un marco evolutivo es que podemos dispensarnos de la cuestión de si un comportamiento es o no racional. Todo lo que ahora importa es si favorece la predisposición genética  (p. 49)

  Y lo que vemos entonces es que…

La evidencia de los experimentos del dilema del prisionero, tanto con dos jugadores como cuando son muchos jugadores, [y] en el juego de bienes comunes, confirma una extendida tendencia humana para cooperar, incluso en ausencia de cualquier anticipación de repetición. Esto no quiere decir que la gente que elige actuar así sea indiferente a lo que haga la otra parte  (p. 37)

  El modelo altruista generalmente conocido es el de la “reciprocidad”: uno actúa de forma generosa para labrarse una reputación que conlleva la expectativa de ser tratado generosamente en reciprocidad a corto o medio plazo (algo así como proclamar: “ya veis que soy un tipo en el que vale la pena confiar”). Pero si eso fuera cierto, en un encuentro entre dos extraños, la actitud inicial sería por completo egoísta y solo con la reiteración de los encuentros se tomaría nota de la reputación ganada por cada uno con vista a encuentros posteriores -anticipación de repetición-. La evidencia es que no es así, que hay actitudes altruistas ya en el primer encuentro y sin expectativa de que volvamos a interactuar más adelante con los mismos agentes (el “dar una propina en un restaurante de una ciudad a la que sabemos que nunca vamos a volver”).

El altruismo puede no ser necesario para sostener relaciones de reciprocidad. Pero el altruismo es necesario para que se originen (p. xi)

    Por otra parte, la reciprocidad y la costumbre de no aprovechar una ventaja sobre un extraño para beneficiarnos –actitud altruista pasiva, no activa- no suelen considerarse actos altruistas, pero tienen el mismo origen ya que se trata igualmente de privarse de algo que nos beneficia por el bien de otros.

Al considerar el reprimirse a golpear primero como un acto altruista, pronto se hace claro que, dentro de organizaciones sociales complejas, tal comportamiento no es necesariamente altruista en el sentido de que impone una desventaja de adaptación para el que actúa. (p. 118)

  El altruismo puede implicar ponerse en desventaja o renunciar a tomar una ventaja. Veremos también que altruismo es reprimir a los no altruistas. Todo va en el mismo sentido de favorecer la contribución individual al bien común dentro de una comunidad.

  Pero lo importante a considerar en esta visión de conjunto es que el comportamiento cívico de labrarse una reputación y ser tratado con reciprocidad nunca habría podido existir si no hubiera surgido previamente, en algún momento, una actitud propiamente altruista –altruismo activo-. Robert Trivers, en su teoría sobre el altruismo recíproco, especula que podemos lanzarnos al agua para rescatar a un extraño en apuros porque obrando así ganaremos reputación como individuo prosocial, lo que nos aportaría ventajas a nivel social (la gente confiaría en nosotros en tareas cooperativas de mutuo interés). Ahora bien, ¿cuándo comenzamos a darnos cuenta de que resulta rentable –por la reputación ganada- arriesgarse uno mismo por el bien de otros? Y, hasta entonces, ¿qué posibilidades había de que alguien actuase costosamente para beneficiar a un extraño?

¿Por qué tuvo lugar el primer rescate?  (p. 125)

  En el principio no podíamos considerar nuestro propio interés porque aún no habíamos constatado que éste acaba por beneficiarse –gracias a la reciprocidad- de nuestra actitud de ponernos en desventaja por el bien de otros…

Lo que inicia el altruismo, el interés puede ayudar a sostenerlo.  (p. 22)

  La explicación es que, para que el comportamiento humano haya evolucionado para adaptarse a la vida en grupos sociales más grandes, fue necesario que surgiesen determinadas actitudes que favorecían el bien ajeno a costa de cierto esfuerzo por parte de los individuos generosos. Quizá el origen de este altruismo fue la extensión del obrar por beneficio de nuestros parientes –la adaptación inclusiva- a quienes no eran parientes o que estaban en una “zona gris” entre la condición de “propios” y “extraños”. Quizá fue nuestra capacidad para la imaginación y el pensamiento abstracto la que llevó a asimilar la “adaptación inclusiva” de auxilio a los parientes con cierta propensión a la actitud de auxilio a los no parientes. Poco a poco, a medida que estos actos proporcionasen algunos beneficios al grupo como consecuencia de la reciprocidad, la actitud altruista se generalizaría y ganaría en complejidad.

  De esa forma, el comportamiento egoísta impulsivo –propio de la selección individual- sería menos adaptativo, y la selección por grupos habría llevado a la aparición de un “módulo de conducta altruista” hereditario (para parientes y no parientes) entre los rasgos innatos de conducta.

La selección de grupo permite deshacer la camisa de fuerza intelectual que de otra forma requiere el desechar la posibilidad de que las relaciones entre no parientes son impulsadas fundamentalmente por cualquier otra cosa que no sea la búsqueda eficiente del interés material propio (p. 296)

  En la selección individual, el individuo más egoísta sobrevive. En la selección por grupo, el grupo donde hay menos individuos egoístas sobrevive (porque la falta de egoísmo favorece la cooperación dentro del grupo y tal vez también la benevolencia recíproca de otros grupos). Por tanto, tiene sentido que, tras aumentar la interacción entre grupos, se seleccione a los individuos menos egoístas por el bien del grupo.  

   En un momento dado, el azar de la “deriva genética” dio lugar a la aparición de individuos altruistas para con los extraños. Circunstancias del entorno hicieron que esta actitud generara beneficios, lo que permitió que el rasgo genético correspondiente se heredase, prosperase y se extendiese a nuevas generaciones. Generación a generación, la selección de grupo asentó la persistencia de ciertos rasgos altruistas.

   Además, aparte de menos egoísmo y más altruismo, otro elemento es importante para facilitar el éxito del grupo en competencia con otros grupos: la detección y contención de los comportamientos antisociales ajenos, en particular los de aquellos individuos que se benefician del bien común pero que no contribuyen a éste; es decir, la represión de los tramposos o antisociales.

A la hora de considerar el origen de la organización social compleja, una predisposición para practicar el altruismo a la primera, apoyada por unas propensidades de razonamiento especializadas en el ámbito de la interacción social, es tan importante como un módulo dedicado a la detección de los tramposos  (p. 300)

   A la acción represiva contra los antisociales, recordemos que se suma también a veces la inacción, el NO actuar en defensa de nuestros intereses egoístas - el reprimirse a golpear primero como un acto altruista-. 

La mayor parte de las discusiones sobre el altruismo humano se centran exclusivamente en la ayuda afirmativa, una práctica que ha oscurecido la importancia de la inhibición fuertemente arraigada a dar el primer golpe, altruista en un sentido evolutivo (p. 216)

  Un “módulo de comportamiento” –que en este caso incorporaría el altruismo, el no egoísmo y la represión del egoísmo ajeno- sería como una modalidad sofisticada de instinto. O una predisposición instintiva a asimilar una pauta de conducta. El ejemplo más evidente de que existen este tipo de “módulos” es el efecto Westermarck.

La aversión a mantener relaciones sexuales entre niños que se han criado juntos [recibe el nombre de efecto Westermarck]. Al programar estos módulos en el cerebro humano, la evolución nos ahorra la necesidad de tratar de aprender estas lecciones de nuevo cada generación  (p. 66)

  Con el “efecto Westermarck” se evitan los males de la endogamia. Aquel grupo donde surgiesen rasgos contrarios a los emparejamientos sexuales entre adultos que de niños se criaron juntos habría logrado una ventaja clara –evitación de la endogamia- sobre los grupos donde tal rasgo no se diese…  Una fórmula parecida se repetiría en el caso de la conducta altruista o prosocial.

Hemos nacido con un sistema de archivo preformateado para organizar la interacción social y con un conjunto de profundas reglas estructurales para gobernar la interacción social. Estas reglas impulsan elementos universales de la cultura humana. La aversión al incesto entre aquellos con quienes se ha sido criado entre la edad de dos y ocho años, y la propensión a castigar a los asesinos (con la única posible excepción del infanticidio) de miembros del propio grupo no representan triunfos de la evolución cultural sino más bien son universales humanos que tienen un importante componente biológico  (p. 242)

La vida en pequeños grupos sociales mutuamente dependientes y estables (…)  era un rasgo de la existencia en el Pleistoceno. Añadiría que probablemente lo era también de los antepasados hominoides y antropoides. Pero si los grupos de estos iniciadores se extendían más allá de la familia inmediata, debemos preguntarnos cómo la interacción continuada podía haber emergido sin el beneficio de la propensión a cooperar en interacciones en el primer encuentro con un comportamiento altruista con los no parientes que, por definición, habrían sido seleccionados contra la selección a nivel individual  (p. 124)

Si los grupos [de los hombres prehistóricos] eran lo suficientemente pequeños y aislados el altruismo podía evolucionar por casualidad, esto es, mediante el mecanismo de la deriva genética, hasta la fijación dentro de algunos grupos, y tales grupos podían entonces competir ventajosamente al persistir más tiempo y así colonizar nuevos territorios  (p. 95)

  Aunque la selección de grupo parece una realidad evidente que ya entrevió el mismo Darwin, todavía hoy es puesta en duda. 

  Tener en cuenta una predisposición innata al altruismo puede ser esperanzador también a otro nivel: debidamente manipulado por la cultura, este “módulo” puede permitir desarrollos de los comportamientos prosociales aún más amplios. Desconocemos los límites del altruismo y de la cooperación eficiente, pero sí sabemos que sus efectos siempre serán beneficiosos para el progreso humano en su conjunto.

Lectura de “Altruistically Inclined?” en The University of Michigan Press, 2001; traducción de idea21

martes, 15 de diciembre de 2020

“La idea de la justicia”, 2009. Amartya Sen

  El premio Nobel de Economía Amartya Sen analiza la idea de la justicia en el mundo de hoy. Perfectamente al tanto de las modernas teorías éticas y jurídicas, considera sin embargo que la realización de la justicia exige una aproximación práctica que puede poner en cuestión el idealismo trascendental.

En contraste con casi todas las modernas teorías de la justicia, que se concentran en la «sociedad justa», este libro es un intento de investigar comparaciones basadas en realizaciones que se orientan al avance o al retroceso de la justicia (Introducción)

  Una “sociedad justa” sería una formulación utópica no solo inasequible, sino también peligrosa. Lo “trascendental” no parece que lleve a la realización de la justicia.

[El] «institucionalismo trascendental” (…) concentra su atención en lo que identifica como justicia perfecta, más que en comparaciones relativas de la justicia y la injusticia (…) Al buscar la perfección, el institucionalismo trascendental se dedica de manera primaria a hacer justas las instituciones, por lo cual no se ocupa directamente de las sociedades reales. (Introducción)

La distancia entre los dos enfoques, el institucionalismo trascendental, por una parte, y la comparación basada en realizaciones, por la otra, resulta crucial. (Introducción)

Tenemos que buscar instituciones que promuevan la justicia, en lugar de tratar a las instituciones como manifestaciones directas de la justicia, lo cual reflejaría un cierto fundamentalismo institucional. (Capítulo 3)

Los debates sobre la justicia, si van a ocuparse de asuntos prácticos, no pueden ser sino sobre comparaciones. (Capítulo 18)

  Claro que en el esquema comparativo necesitaremos un criterio de comparación…

Fue el diagnóstico de la esclavitud como una injusticia intolerable lo que hizo de su abolición una prioridad arrolladora, y esto no exigía la búsqueda de un consenso sobre cómo debería ser una sociedad perfectamente justa. (Introducción)

  La concepción de “injusticia intolerable” solo puede darse a partir de una reacción emocional en un contexto cultural –histórico- dado.  Y el contexto apropiado para que una idea de la justicia llegue a realizarse es el de la democracia y el juicio equitativo.

La democracia (…) ha de verse, de modo más general, en función de la capacidad de enriquecer el encuentro razonado a través del mejoramiento de la disponibilidad de información y la viabilidad de discusiones interactivas. La democracia debe juzgarse no sólo por las instituciones formalmente existentes sino también por el punto hasta el cual pueden ser realmente escuchadas voces diferentes de sectores distintos del pueblo. (Prefacio)

El éxito de la democracia no consiste únicamente en disponer de la más perfecta estructura institucional imaginable. Depende ineludiblemente de nuestros patrones reales de conducta y del funcionamiento de las interacciones políticas y sociales (Capítulo 16)

No ha habido nunca una hambruna en una democracia funcional con elecciones periódicas, partidos de oposición, libertad de expresión y medios de comunicación relativamente libres (aun cuando el país sea muy pobre y se encuentre en una situación alimentaria muy adversa) (Capítulo 16)

La equidad es la base de la justicia (la noción de equidad se considera fundacional y aspira a ser en cierto modo «previa» al desarrollo de los principios de justicia.) (Capítulo 2)

¿Qué es (…) la equidad? Esta idea básica puede asumir diversas formas, pero uno de sus elementos centrales es la exigencia de evitar prejuicios en nuestras evaluaciones y tener en cuenta los intereses y las preocupaciones de los otros, y en particular la necesidad de evitar el influjo de nuestros intereses creados, o de nuestras prioridades, excentricidades y prevenciones. En general, puede verse como una exigencia de imparcialidad. (Capítulo 2)

  Pueden parecer conclusiones conservadoras, en tanto que la justicia no podría basarse en criterios universales –trascendentales- y que tenemos que conformarnos con comparaciones basadas en nuestras recientes tradiciones racionales y democráticas. El resultado es relativista, pero solo hasta cierto punto, porque sí que existen, cuando menos, estilos de pensamiento que pueden dirigirnos con cierta seguridad a un criterio mundial de justicia.

La elección de principios básicos de justicia es el primer acto en el despliegue de la justicia social (…) La primera etapa conduce a la siguiente, la etapa «constitucional», en la cual se seleccionan instituciones reales en consonancia con el principio escogido de justicia y con las condiciones de cada sociedad en particular (Capítulo 2)

Sería un error esperar que cada decisión problemática para la cual la idea de la justicia pueda ser relevante fuera efectivamente resuelta a través del escrutinio razonado. Y también sería un error asumir (…) que puesto que no todas las disputas pueden ser resueltas mediante escrutinio crítico, no tenemos fundamentos suficientemente seguros para emplear la idea de la justicia en aquellos casos en los cuales el escrutinio razonado produce un juicio concluyente. Avanzamos tanto como razonablemente podemos. (Capítulo 18)

  Justicia y equidad son consecuencia de un juicio humano a partir de reacciones emocionales de conducta.

Una lectura realista de las normas de conducta resulta importante para la elección de las instituciones y la búsqueda de la justicia. Exigir del comportamiento actual más de lo que cabría esperar no es una buena manera de promover la causa de la justicia. (Capítulo 3)

  ¿Y mejorar el comportamiento, no es posible? ¿Acaso las pautas de comportamiento humano no cambian con la cultura? ¿Y no es posible actuar en el sentido de los cambios culturales?

   Nos queda, cuando menos, la apelación al juicio desde diferentes perspectivas, no limitado a lo que sepamos hoy sobre el comportamiento de las personas de hoy. Un criterio objetivo también se puede interpretar como un fundamento trascendente.

La necesidad de invocar cómo parecerían las cosas a «cualquier otro espectador justo e imparcial» es un requerimiento que puede introducir juicios formulados por personas de otras sociedades cercanas o lejanas. (Capítulo 6)

¿Por qué no deberíamos consultar la sabiduría de un juez extranjero al menos con tanta naturalidad como leeríamos un artículo de revista jurídica de un profesor? La sabiduría general, incluida su conexión con el derecho, ciertamente constituye un problema público (Capítulo 18)

  El planteamiento conservador que rechaza criterios trascendentales se ve atemperado por una afirmación idealista acerca de los juicios equitativos. Si este principio se lleva hasta las últimas consecuencias (y el razonamiento y el juicio, por su misma naturaleza, siempre han de seguir hasta la resolución definitiva del problema planteado) es probable que descubramos principios trascendentales mejores que los falaces surgidos a partir de los prejuicios del pasado.

  Podemos tomar el caso de la desigualdad, que desde un punto de vista lógico es lo más opuesto a la equidad. Nada justifica la desigualdad si lo que nos preocupa es la exigencia de evitar prejuicios en nuestras evaluaciones y tener en cuenta los intereses y las preocupaciones de los otros, y en particular la necesidad de evitar el influjo de nuestros intereses creados  Y no es un detalle insignificante el hecho de que nuestra sociedad, hoy por hoy, requiere de tolerancia para la desigualdad. Ningún idealismo equitativo puede justificar la desigualdad.    

Una sociedad que puede ser vista como perfectamente justa no debería sufrir el impedimento de la desigualdad basada en incentivos, pero ésta es una razón más para no concentrarse tanto en la justicia trascendental al desarrollar una teoría de la justicia. (Capítulo 2)   

  Argumentar contra el idealismo por considerarlo la base del totalitarismo –véase en Popper- puede ser útil hoy, recurriendo a “comparaciones” desde la estabilidad democrática conquistada por la comunidad internacional de hoy, pero no sería sensato que frenase los necesarios avances futuros. El idealismo no tiene la culpa de sus abusos, y sin trascendencia no podemos darnos siquiera al pensamiento propiamente dicho.

  Es muy aceptable que la justicia efectiva opere tan como razonablemente podemos siguiendo criterios equitativos en un proceso de continua comparación entre situaciones más o menos evolucionadas, pero el ideal de justicia debe conservarse. Cuando menos, como referente crítico y motor de cambios culturales.   

Lectura de “La idea de la justicia” en Santillana Ediciones Generales, S.L., 2012; traducción de Hernando Valencia Villa

sábado, 5 de diciembre de 2020

“El efecto de la langosta”, 2014. Haugen y Boutros

Hemos dado en llamar a la pestilencia única de la violencia y el impacto punitivo que tiene sobre los esfuerzos de acabar con la pobreza el "efecto langosta" (Introducción)

  El jurista Gary Haugen y el antiguo fiscal federal de los Estados Unidos Victor Boutros, activistas de la organización no gubernamental "International Justice Mission" hacen la comparación con la plaga de la langosta de forma muy justificada. Sabida es la tragedia que históricamente ha representado esta plaga de insectos que en muy poco tiempo puede arruinar el trabajo paciente de los campesinos. Da igual lo duro que trabajes porque si la plaga llega se lo llevará todo.

Si no abordamos de forma decisiva la plaga de la violencia cotidiana que engulle a todos los pobres del mundo en desarrollo, los pobres no serán capaces de prosperar y alcanzar sus sueños (Capítulo 3)

  La violencia cotidiana a la que se refieren los autores es la que rodea la vida de los más humildes en las sociedades que no garantizan una justicia imparcial y efectiva. Puede tratarse de la violencia de los delincuentes “comunes” (organizados o no), o la violencia de los poderosos o incluso la violencia de las fuerzas policiales corruptas.

Cuando pensamos en la pobreza global pensamos en hambre, enfermedad, desamparo, analfabetismo, agua no potable y falta de educación, pero muy pocos de nosotros pensamos en la vulnerabilidad crónica de los pobres a la violencia –la epidemia masiva de violencia sexual, trabajo forzado, detención ilegal, robo de tierras, asalto, abuso policial y opresión que yace oculta por debajo de las deprivaciones más visibles de la pobreza. (Introducción)

La pobreza endémica es una vulnerabilidad a la violencia (Introducción)

  A lo largo del libro se relatan ejemplos espantosos de asesinatos, esclavitud, abuso sexual y robo de tierras en pleno siglo XXI, siempre en naciones “en desarrollo” de Asia, América y África. La ONG IJM ha respaldado y asesorado a los agentes de justicia independientes que luchan contra los abusos así como utilizado los medios de comunicación y a los gestores políticos locales para denunciarlos. No solo es fácilmente comprensible el daño hecho, sino que además la denuncia tiene el efecto de despertar una fuerte indignación.

Informes recientes de la ONU sobre los barrios de chabolas sugieren que (…) las cuestiones de violencia y seguridad pueden ser consideradas por la gente pobre como considerablemente más importantes que las de ingresos y vivienda (Capítulo 1)

  Algunas de las denuncias tienen un claro carácter de “lucha de clases”, al referirse a cómo los poderosos mantienen intencionadamente un sistema de justicia débil para garantizar la impunidad de sus abusos.

La gente rica y poderosa en las comunidades pobres del mundo en desarrollo usa agresivamente un sistema de justicia penal disfuncional y corrupto para proteger su violento abuso de los pobres (Capítulo 1)

  Tales abusos “de clase”, sin embargo, es probable que sean los primeros en repararse, al menos en los estados democráticos, ya que pueden utilizarse como dinamizadores de la acción política (es decir, interesan y benefician a una determinada clase política que busca el respaldo de los más humildes). Más difíciles de erradicar parecen ser los que se originan por la mera degradación social que es consecuencia de la pobreza generalizada.

Los pobres están familiarizados con las bandas criminales violentas en sus barrios y tienen que soportar sus asaltos, intimidación, robos y extorsiones. Y para mucha gente pobre en el mundo en desarrollo, la policía es solamente otra banda armada y predadora (Capítulo 2)

El mundo en desarrollo está lleno de sistemas de acción social –sistemas de alimentación, de salud, de educación, de higiene pública, de aguas…- pero es justo decir que el sistema más fundamental y más defectuoso es el sistema de justicia pública. Es el más fundamental porque proporciona la plataforma de estabilidad y seguridad del cual dependen todos los otros sistemas. (Capítulo 5)

   Incluso en aspectos poco conocidos del desarrollo educativo…

Una de las principales razones por las que las chicas no van a la escuela en el mundo en desarrollo es por la violencia sexual (Capítulo 1)

     ¿Y cómo consienten esta situación los dirigentes de los países en desarrollo? Pues porque, en buena parte, ellos no se ven afectados como sí sucede con la mayoría menos afortunada.

Las élites (…) son capaces de adquirir la seguridad de sus personas y propiedad mediante sistemas privados de protección (Capítulo 8)

  La solución es, en apariencia sencilla: potenciar la acción de la justicia pública para garantizar la seguridad de todos. Jueces y policías tienen la capacidad de garantizar la represión de la criminalidad, igual que sanitarios e ingenieros pueden garantizar el agua potable.

No solo funciona el poder disuasorio del sistema de justicia penal en reducir la violencia, es que funciona más que cualquier otra cosa (Capítulo 4)

   Pero…

Es cierto que también es un poder peligroso (Capítulo 4)

   Hay un motivo por el cual los proyectos de mejora del “aparato legal represivo” reciben poca atención:

Un sistema de justicia criminal que es reforzado, bien entrenado, bien equipado y hecho eficiente puede usarse para reprimir a la gente humilde con violencia tanto como para protegerlos de la violencia (…) [Por ello] las principales agencias de ayuda extranjeras prefirieron evitar estos dilemas simplemente prohibiendo la inversión en mejorar el sector de la justicia criminal en el mundo en desarrollo  (Capítulo 9)

Es difícil de imaginar las agencias de ayuda prohibiendo inversiones en sistemas de alimentación, educación, salud o agua en el mundo en desarrollo, pero esto es precisamente lo que sucede con los sistemas de justicia criminal en los países pobres (Capítulo 9)

   ¿Y no habrá también un componente de esnobismo en esta negligencia? Pagar a la policía no vende bien a nivel de imagen. Y sin embargo, son los policías los que más capacidad tienen para proteger a los desfavorecidos de la inseguridad que les cierra el camino al progreso.

[Importantes organismos internacionales] han vertido miles de millones de dólares en programas que apoyan el imperio de la ley. Sin embargo, casi todos estos recursos han sido derivados a un puñado de países cuyos vacíos de seguridad pos-conflicto se han convertido en una preocupación estratégica para los países donantes (Capítulo 9)

  Es decir, solo se financia a la policía cuando se trata de cosas como la lucha antiterrorista o el narcotráfico. En realidad, las “pequeñeces” de garantizar una mínima seguridad jurídica a los humildes no interesan a las ONG, pese al señalamiento al respecto de las organizaciones internacionales

Ciertamente ha habido una creciente apreciación entre las ONG por el problema de la violencia delictiva contra los pobres (especialmente contra mujeres y niños), [pero] sus actuales actividades programáticas enfocan el problema de la violencia generalmente sobre lo que a veces se llaman las causas subyacentes a la violencia –como la pobreza desesperada, la falta de educación, de conciencia de los derechos, actitudes culturales, desamparo político, desigualdad de género etc (Capítulo 9)

  La única solución es agitar a la opinión pública y forzar a los políticos a actuar de forma efectiva. En el libro se dan ejemplos al respecto de casos coronados con aparente éxito.

  La agitación por parte de “agentes externos” parece algo necesario hoy en día. Lo fue en otro tiempo

[Un] ciclo de escándalo, exposición y llamadas a la reforma por parte de líderes religiosos y gente de negocios de clase media y alta llegaron a repetirse en las ciudades de Estados Unidos a medida que la reforma de la policía se desarrolló enmarcada en un movimiento de reforma más amplio de la era progresista (Capítulo 10)

  Una importante apreciación de los autores es que no basta con denunciar la corrupción: es preciso promover también ideales de justicia incluso si estos no están aún arraigados en la opinión mayoritaria. Aquí se está reconociendo –con una franqueza parecida al reconocimiento de la necesidad de la represión- que el avance moral requiere el liderazgo de ciertas minorías…

Uno no ha de esperar a que cambien completamente las normas culturales en la comunidad antes de hacer cumplir las aspiraciones culturales expresadas en la ley. En los Estados Unidos, los ciudadanos no esperaron a que cambiaran las actitudes culturales hacia la segregación en el Sur (la norma cultural racista que prevalecía) en el sentido de una ilustración gradual antes de que las autoridades federales comenzasen a hacer cumplir las aspiraciones expresadas por el derecho constitucional de protección igualitaria (Capítulo 4)

  Esto se puede aplicar a cuestiones como los abusos a niños y mujeres que en muchas culturas contemporáneas todavía no son condenados con la misma firmeza que en las culturas de los países más desarrollados.

  Prensa, políticos, incluso personajes populares pueden ayudar a difundir nuevos ideales humanitarios y exhortar a la mejora de la actuación de los agentes del orden público. La defensa de la represión para ayudar a los humildes podrá resultar chocante dado el carácter actual del enfoque “humanitario” de la lucha contra la pobreza. Sin embargo, es perfectamente coherente si consideramos que la violencia y la agresión es de siempre el principal obstáculo al desarrollo humano.

Pobres son aquellos que nunca pueden permitirse tener mala suerte (Capítulo 3)

  La prosperidad es un sistema de garantías. Vivir bajo la constante amenaza de la desgracia lleva a la desesperanza y al embrutecimiento, es el epítome de la precariedad. Nos gustaría una sociedad plenamente pacífica y el idealismo humanitario ensalza las acciones compasivas, pero ¿es ello coherente con la realidad de la violencia cotidiana que en las sociedades desarrolladas solo pudo hacerse desaparecer con la acción efectiva de unos poderes represivos legalmente encauzados?

  Este libro señala con acierto un grave problema social, pero también nos da una oportunidad para el pensamiento crítico. No es la represión el ideal humanista acorde con el mensaje actual “buenista” que nutre a las organizaciones no gubernamentales de ayuda. Y sin embargo, la represión de la criminalidad debería ser una prioridad absoluta porque abordar las causas subyacentes a la violencia implica largos y azarosos procesos de cambio social que hasta el momento han dado poco fruto.

   La repugnancia a aplicar la fuerza contra los elementos antisociales que arruinan los esfuerzos de los menos afortunados debería llevar a una reflexión más profunda: las tales “causas subyacentes” no son de naturaleza económica, política o tecnológica, sino de tipo cultural, y la intervención “no violenta” no puede quedarse en gestos inconexos o en acciones contradictorias. Tales intervenciones son ineficientes y entonces nos quedamos ante la cruda realidad de que necesitamos la represión.

   Sí podrían existir opciones de transformación social que impliquen cambios culturales previos y que lleven a una sociedad pacífica y próspera. La historia nos demuestra que son viables incluso en las sociedades en desarrollo, pero estas opciones no son fáciles y, desde luego, tampoco son convencionales pues no se trataría de cambios de tipo político.

   Si se opta por el cambio político habrá que –entre otras cosas- agarrar el palo para reprimir los casos de antisocialidad –inevitables y abundantes cuando se vive en condiciones precarias-; si se rechaza el recurso a la represión, no hacer nada condenará a todos a la espera –cómoda para los privilegiados- de que algún día culminen los cambios políticos, económicos y tecnológicos que desmonten las “causas subyacentes”. La alternativa es buscar opciones imaginativas en el sentido de la reforma cultural profunda, que afecte de forma palpable a las mentes, por el estilo de los antiguos movimientos religiosos. O eso, o la represión; el “buenismo” resulta lento e ineficaz. 

   Lectura de “The Locust Effect” en Oxford University Press, 2014; traducción de idea21