domingo, 5 de febrero de 2023

“Principia Ethica”, 1903. G. E. Moore

   George Edward Moore es hoy considerado un filósofo moralista clásico y, como todos los clásicos, se halla en buena parte circunscrito a su época. En su caso, la época de la Inglaterra victoriana. Como todos los moralistas clásicos, creyó ver graves errores en los moralistas que lo precedieron y en buena parte de sus contemporáneos, y de sus errores obtendría, él sí, una visión universal, profunda y útil de la moralidad.

He tratado de descubrir cuáles son los principios fundamentales del razonamiento ético.  (p. Ix)

  Moore descubre dos graves errores en los moralistas. Por una parte, la falacia naturalista y, relacionada con ella, el utilitarismo de Bentham y Mill, una tendencia típica de la moralidad victoriana.

Argüir que una cosa es buena porque es ‘natural’ o mala porque es ‘innatural’, en los sentidos comunes del término, es falaz ciertamente. (p. 43)

Una de las máximas éticas más famosas es la que recomienda llevar una ‘vida de acuerdo con la naturaleza’. Tal fue el principio de la ética estoica (p. 39)

Si realmente estamos dando a entender que ‘sólo el placer es bueno como fin’, entonces, debemos estar de acuerdo con Bentham en que, “siendo igual la cantidad de placer, un juego infantil será tan bueno como la poesía”. (p. 73)

  Por otra parte, el idealista Kant también se equivoca gravemente

La concepción kantiana de que la virtud nos hace merecedores de felicidad está en flagrante contradicción con la concepción (…) que implican sus tesis (p. 165)

  Y lo juzga así porque Kant muestra a la virtud como instrumental con respecto a la felicidad (felicidad que, en última instancia, nos entrega la vida eterna sobrenatural como recompensa por cumplir la costosa virtud).

Aquellos que sostienen la concepción de que lo único bueno ha de encontrarse en la virtud, sostienen de modo casi invariable otras concepciones que contradicen la anterior, debido principalmente a la falla en analizar el significado de los conceptos éticos. El ejemplo más notorio de esta inconsistencia se encuentra en la concepción cristiana común de que la virtud, aunque sea lo único bueno, puede, sin embargo, ser recompensada con algo distinto de la virtud. El cielo es considerado usualmente como la recompensa de la virtud, y, sin embargo, se considera también usualmente que, a fin de que constituya tal recompensa, debe contener algún elemento, llamado felicidad, que no es ciertamente idéntico por completo al mero ejercicio de esas virtudes que recompensa.  (p. 165)

  Todavía más chocante es el credo musulmán, según el cual el llevar una vida de castidad se recompensa con la lujuria en el más allá. 

    Si el fin de la virtud es el obtener cosas diferentes de la virtud, en tal caso la práctica de la virtud no sería el mayor bien. El mayor bien sería aquello que la virtud nos ayuda a alcanzar. Se trata de una confusión entre medios y fines.

  Aparentemente, la solución la encontraríamos en que tanto la virtud del que busca el mayor bien como la meta a alcanzar por medio de la práctica de la misma virtud habrían de compartir la misma naturaleza: es decir, el bien. De esa forma, tanto el medio como el fin se armonizarían.

  Así, Moore es más kantiano que Kant, más idealista. Más en la línea de los estoicos, que nunca consideraron la felicidad ultraterrena como recompensa por la virtud. Se hace el bien por el bien mismo. La virtud sería su propia recompensa. ¿Es esto posible?

  Lo que es “bueno en sí” debe definirse en base a la naturaleza humana, pero no en base a lo que es o nos parece ser ésta hoy (falacia naturalista), sino en base a lo que debe ser (el ideal civilizado). El ideal moral es hacer lo bueno. ¿Y qué es lo bueno? ¿Y es “lo bueno”-sea lo que sea- incompatible o indiferente a la felicidad?

Las cosas más valiosas que conocemos o podemos imaginar son, con mucho, ciertos estados de conciencia que pueden, grosso modo, describirse como los placeres del trato humano y el goce de los objetos bellos.  (p. 178)

   Esto es un acierto que nos aproxima a una verdad universal. En tanto que “lo bueno” equivale a cierto tipo de “placeres”  -hay, por supuesto, otros placeres- parecería que medios y fin sí coinciden. Obrar la virtud sería entonces agradable –para las personas “buenas”- y no requeriría de recompensas posteriores.

El principal objeto de la ética, en cuanto ciencia sistemática, es ofrecer razones correctas para opinar que esto o aquello es bueno (p. 5)

  El amor a la bondad humana equivalente a la belleza ha de llevar a consecuencias en nuestra conducta, ya que la ética trata de mejorar nuestra vida en sociedad. Buscar el bien supondría el fin último de nuestro obrar, pero, mientras tanto, la vida cotidiana se refiere a todo tipo de cuestiones prácticas a corto plazo y, a primera vista, el mayor bien aparece solo como un lejano referente. Si buscar el bien último no nos ayuda a vivir mejor en sociedad, la ética sería inviable (por ejemplo, el caso de las sectas perfeccionistas que exigían la castidad universal, lo que hacía imposible tener descendencia).

En tanto que la ética se permita dar listas de virtudes o nombrar constitutivos de lo ideal, es indistinguible de la casuística. (…)La casuística es la meta de la investigación ética  (p. 4)

Afirmar que una cierta línea de conducta es, en un tiempo dado, absolutamente correcta u obligatoria, es afirmar obviamente que habrá más bien o menos mal en el mundo si se la adopta en lugar de otra. (p. 23)

Todas las leyes morales son meramente proposiciones acerca de que ciertas clases de acciones tendrán buenos efectos. (p. 139)

  Para que una ética sea viable, ha de tener tanto efectos prácticos para la mejora de vida en sociedad, como significado trascendente –ideal- que dé coherencia al conjunto de nuestro obrar a partir de los más íntimos impulsos.

Las emociones cuya contemplación es esencial para los más grandes valores y que son también excitadas apropiadamente por tal contemplación, parecen ser aquellas que más se ensalzan por lo común bajo el nombre de afectos. (p. 193)

   ¿Podríamos entonces considerar que lo más propiamente ideal de la naturaleza humana es “de tipo afectivo”? Eso concordaría con los hallazgos de muchos psicólogos evolutivos que encuentran en los afectos maternales la esencia del comportamiento social humano: sería la base del amor incondicional materno la que sostendría el sentido de la vida. La evolución cultural no sería otra cosa que un deseo de retornar a ese ideal afectivo que nos sugieren la naturaleza y el instinto.

  Vemos un poco en esta línea el que Moore no descuide el impacto que los hallazgos de Darwin supusieron para el pensamiento de su época.

Puede sostenerse que lo ‘más evolucionado’ es, de hecho, también lo mejor. En tal concepción no se encierra falacia alguna. Pero, si nos ofreciera alguna dirección acerca de cómo debemos actuar en el futuro, implicaría una larga y penosa investigación de los puntos exactos en que consiste la superioridad de lo más evolucionado. (p. 51)

   Habría, pues, una evolución ética (cultural) acorde con la evolución biológica. Siendo de naturaleza afectiva-en tanto que mamíferos o incluso “supermamíferos”, según señala algún psicólogo evolutivo-, la evolución nos marca el ideal instintivo de la bondad del amor incondicional –en su origen, materno- que en la vida social adulta conforma la base de toda belleza.

Las cualidades mentales admirables consisten en gran medida, si nuestras conclusiones previas son correctas, en una contemplación emocional de objetos bellos, y, por ende, su apreciación consistirá esencialmente en la contemplación de tal contemplación. (…) Para poner un ejemplo [de contemplación de tales objetos bellos], el del amor al amor, que es el más valioso bien que conocemos y más valioso todavía que el mero amor a la belleza,  (…) Sólo podemos admitir esto, si se entiende que lo primero incluye lo último de modo directo, en distintos grados. (pp. 191-192)

  Para un hombre de principios del siglo XX no es fácil establecer un ideal meramente afectivo y de tan amorosa benevolencia como base de una sociedad que, de hecho, requería de una competencia general en otros campos, todos ellos propios de un mundo capitalista, de lucha por el estatus y el éxito individual, todavía bastante agresivo y, en esencia, materialista.

La utilidad general de una acción depende muy comúnmente del hecho de que es generalmente practicada (p. 155)

   ¿Cómo puede ser coherente una visión del mundo en que la bondad absoluta de la maternidad se convierta en generadora de conductas que combatan el mal? Más bien parece que el mal solo puede combatirse punitivamente cultivando cualidades cívicas (severidad incluida) propias de la práctica de las autoridades. 

   Ahora bien, si partimos de una visión lógica del ideal moral…

Lo que es una virtud o un deber en un estado de sociedad puede no serlo en otro.  (p. 163)

   Quizá entonces no sería tan mala idea fijar un ideal inalcanzable, aunque de él no se pueda encontrar aplicación práctica en el estilo de vida del momento. Éste es un paso que Moore no se atrevió a dar… Aunque tampoco se cerró a ello, a la vista de su aguda crítica a utilitaristas, hedonistas o imperfectos idealistas (Kant).

Es claro que el principio metafísico de la ética, que reza ‘esta realidad eterna es el bien supremo’, sólo puede significar ‘algo como esta realidad eterna sería el bien supremo’.(…) La construcción metafísica de la realidad sería, por ende, muy útil para los propósitos de la ética, así fuera la mera construcción de una utopía imaginaria. Con tal que el género de cosas sugerido sea el mismo, la ficción es tan útil como la verdad, gracias a que nos ofrece una materia sobre la cual ejercer el juicio de valor. (p. 115)

  Merece la pena además el señalar que Moore no solo tenía dificultad en determinar los ideales absolutos, aunque fuese a nivel de ficción, sino también en identificar el mal o la fealdad, lo cual es una buena muestra de sus dificultades para afirmar un ideal de bondad universal acorde con las posibilidades de la naturaleza humana.

Por lo que toca a los placeres de la lujuria, la naturaleza del conocimiento, mediante cuya presencia han de definirse, es difícil de analizar en cierta medida. Pero, parece incluir, a la vez, conocimientos de sensaciones orgánicas y percepciones de estados corporales cuyo goce es ciertamente malo en sí. En la medida que se trata de ellos, la lascivia incluirá, pues, en su esencia, una contemplación admirativa de lo que es feo. (p. 197)

   Los placeres de la lujuria hoy se ven de forma diferente a como sucedía en la época de Moore, pero sí es valioso el señalamiento a sensaciones orgánicas y percepciones de estados corporales cuyo goce es ciertamente malo en sí porque de tal tipo de observaciones –y “sensaciones”- depende el juicio social y trascendental al respecto. 

Lectura de “Principia Ethica” en “Universidad Nacional Autónoma de México. Dirección  general de publicaciones” 1959; edición de Huberto Batis 

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