sábado, 15 de agosto de 2020

“Lo que nos debemos unos a otros”, 1998. T.M. Scanlon

   Un poco para entendernos, hay tres grandes escuelas de ética contemporáneas: consecuencialismo, deontología y ética de la virtud. No es tema intrascendente la búsqueda de principios para hallar criterios acerca del bien y del mal.

  El consecuencialismo significa que hay que hacer “el mayor bien para el mayor número” –sin duda es el mensaje más atractivo-. La deontología significa que hay que hacer el bien por el bien mismo, que nada hay más importante que hacer el bien, pues la naturaleza humana que vale la pena es la que se inclina por el bien. La ética de la virtud quiere decir que hacer el bien implica ser coherente con una naturaleza humana que garantice el bienestar social. Hay quien considera que se trata tan solo de distintos puntos de vista acerca de las mismas cuestiones.

  El filósofo TM Scanlon defiende el “contractualismo”, que presenta como una derivación del consecuencialismo: sí, hay que hacer el bien considerando las consecuencias derivadas de la acción, pero sin caer en el peligro del “utilitarismo”, ya que, a veces, el “mayor bien para el mayor número” podría implicar gravísimos abusos para “el menor número”, lo que desnaturalizaría el bien mismo.

El contractualismo (…) mantiene que un acto es incorrecto si se lleva a cabo bajo circunstancias que fuesen rechazables por cualquier conjunto de principios para la regulación general del comportamiento que nadie pueda rechazar razonablemente como base para un acuerdo general informado y libre.  (p. 153)

  “Lo que nos debemos unos a otros” es atenernos a la regulación general del comportamiento que "nadie pueda rechazar razonablemente“. Nos metemos entonces en un campo que se parece a la deontología: ¿qué es lo que nadie puede rechazar razonablemente? Aparentemente el principio de lo razonable debe ser universal, objetivo e inamovible (autónomo, no dependiente de nada fuera de su propia concepción).

El ideal contractualista de actuar de acuerdo con principios que otros (motivados de forma similar) podrían no rechazar de manera razonable quiere decir caracterizar la relación con otros por el  valor y atractivo que subyace a nuestras razones para hacer lo que requiere la moralidad. (…) Una persona moral se refrenará de mentir a otros, engañar, dañar o explotarlos porque esas cosas están mal. Pero para tal persona tales requerimientos no son solo imperativos formales; son aspectos de un valor positivo de una forma de vivir con los otros (p. 162)

  Pero esto puede interpretarse como que de lo que estamos hablando es de un ideal convencional de vida. Lo que da la pauta no es tanto un ideal surgido de la razón, sino de lo que la razón dicta en tanto que sea acorde con las costumbres convencionales, porque la forma de vivir con los otros puede entenderse como la convención social del momento.
 
Una acción sería incorrecta (…) [si fuese] una que no podría justificarse ante otros en base a argumentos que ellos pudieran aceptar (p. 4)

  Por ejemplo, si soy un padre severo y le doy una paliza a mi hijo, esto sería correcto si mis argumentos –"lo hice por su bien"- son aceptados por los otros. Entonces esto no es deontología, no es una ética “autónoma”… aunque no nos engañemos: Kant, el mayor deontólogo, justificaba la esclavitud, la desigualdad social y el abuso a las mujeres. Por otra parte, Aristóteles se considera el ideal de la “ética de la virtud”. Y había pocas atrocidades que no justificase de acuerdo con su moral aristocrática de hace dos mil quinientos años.

  Entonces ¿todas las escuelas éticas se equivocan?

Teoría “del deseo informado” (…) Desde este punto de vista, la cualidad de una vida para una persona está determinada por el grado hasta el cual se satisfacen sus deseos informados, donde los deseos informados son aquellos que están basados en una comprensión completa de la naturaleza de sus objetivos y no dependen de ningún error de razonamiento  (p. 114)

  La información no suele proceder de fuentes objetivas. La información se ve mediatizada por el contexto cultural. Lo que es bueno o malo nos lo dicta el entorno (por ejemplo, ¿cuál es la naturaleza humana del esclavo o de la mujer?). ¿Cuándo estamos realmente “informados”? Quizá Kant no estaba lo bastante informado, mucho menos Aristóteles. Todos los filósofos –hasta ahora- conciben los ideales sociales en base a la realidad que les rodea.

En muchos casos no tendría sentido que una persona adoptara un estilo de vida modelado por un cierto ideal a menos que hubiera cerca otros que compartieran este ideal y formaran una comunidad dentro de la cual pudiera ser practicada  (p. 347)

  Y luego

No hay duda, por ejemplo, de que el asesinato, la violación, la tortura y la esclavitud están mal. Ningún sistema de reglas podría ser aceptado por la gente como un estándar de conducta general si se permitieran tales prácticas.  (p. 357)

    Desde nuestro punto de vista actual, es posible. Pero Aristóteles y Kant aceptaban muchos de estos abusos. Y quizá las mujeres y los hombres del futuro se escandalizarán de que hoy, por ejemplo, hablemos tranquilamente de las ventajas del modelo de coche nuevo que queremos comprar mientras por la televisión vemos noticias de las personas que mueren de hambre y violencia en las naciones más desafortunadas.

  En general, la visión contractualista tiene ciertas reminiscencias de la filosofía antigua y coincide con todos los maestros de la ética en un principio básico: el filósofo ha de esforzarse en adaptar a criterios “objetivos” las pautas éticas previamente aceptadas en la cultura en la que la ha tocado vivir. Es un poco como lo que sucedía en la astronomía cuando se pensaba que el Sol giraba en torno a la Tierra: había que adaptar los datos geométricos de las observaciones en la naturaleza a la teoría previamente aceptada, lo que dio lugar a complejísimas concepciones astrofísicas que hoy consideramos absurdas.

  Si alguna novedad se encuentra en los criterios éticos modernos quizá se trate del abandono de los principios religiosos –irracionales, tradicionales- que antes dictaban los criterios. Ahora, como pasa en el contractualismo, se trata de articular racionalmente criterios éticos (aunque en la realidad se obedece a las convenciones sociales…). Para que el racionalismo resulte creíble se ha erigido la figura del “contrato social” entre individuos libres (libres de la opresión de otros hombres... aunque no “libres” en el sentido de “autónomos” o “informados”; ¿quién puede decir que está libre de prejuicio?)

La idea de una voluntad compartida para modificar nuestras exigencias privadas a fin de encontrar una base de justificación que los otros también acepten en un elemento central de la tradición del contrato social que llega hasta Rousseau. Una de las principales razones para llamar a mi visión “contractualismo” es enfatizar su conexión con esta tradición (p. 5)

  Lo más importante es que supone un avance sobre el peligroso “utilitarismo” del “mayor bien para el mayor número”.

[Según el utilitarismo] imponer altos costes a unos pocos podría siempre ser justificado por el hecho de que esto llevará beneficio a otros, no importa cómo de pequeños estos beneficios resulten en tanto que los receptores sean numerosos. Una teoría contractualista, en la cual todas las objeciones a un principio deben ser presentadas por los individuos, bloquea tales justificaciones en una forma interesantemente intuitiva. Permite que quejas intuitivamente vigorosas de aquellos que son perjudicados sean oídas, mientras que, por otra parte, la suma de los pequeños beneficios no tiene peso justificativo ya que no hay ningún individuo que disfrute de estos beneficios y al mismo tiempo no renuncie a ellos si esta acción fuese rechazada (p. 230)

  Esta teoría contractualista presenta un marco no muy ajustado al mundo real porque hay muchas formas de manipular a los objetores y muchas motivaciones complejas a la hora de calificar a los “beneficios” como “pequeños” o “grandes”. En realidad, la idea del “contrato” presupone, por una parte, la evaluación objetiva y la libertad racional del individuo, pero, por otra parte, deja en blanco la formación de las motivaciones… Si acaso, da por sentado el enfrentamiento entre egoístas que tienen que negociar el propio interés. Lo que los predispone a la rapacidad, el engaño e incluso a la agresión.

   ¿Qué motiva a la gente a actuar ante los dilemas éticos?

Supóngase que nos enteramos de que el presente estado mental de alguien, sus intenciones y acciones, son producidos en él hace unos pocos minutos por fuerzas externas, tal como una estimulación externa en su sistema nervioso. No creerías apropiado culpar a esta persona de lo que haga bajo tales condiciones. Pero si la tesis causal es cierta, entonces todas nuestras acciones son de este tipo. La única diferencia está en las formas de intervención externa y el transcurso de tiempo en el que suceden, y seguramente esto no es esencial para la libertad del agente en el sentido relevante de la responsabilidad moral  (p. 250)

  Una estimulación externa en el sistema nervioso es un “experimento mental”, pero el “lavado de cerebro” y el “condicionamiento cultural” son realidades actuales. Nos vemos motivados para actuar en base a las convenciones sociales de la cultura en la que nos encontramos insertos. Buscamos, por ejemplo, el estatus social, la integración en el grupo, la adquisición de bienes y prestaciones que nos proporcionan prestigio.

  Y, por supuesto, fijar la responsabilidad moral en el libre albedrío es un error: no es lo mismo criarse en un entorno delincuencial que en una familia de apacibles eruditos.

  Quizá la ética debería basarse en alentar entornos de motivación. Las sociedades más prósperas hoy promueven la educación, el civismo y la autorresponsabilidad informada de los individuos. Pero educación e información no se basan en criterios humanistas objetivos, sino en las convenciones culturales del momento, tanto las explícitas –lo que los niños aprenden en las aulas del colegio- como las implícitas –lo que los niños aprenden en el patio del colegio-.

   Podría avanzarse más en este sentido, el de la información objetiva que nos permita un comportamiento moral más avanzado -¿no es evidente la evolución moral en el pasado que lleva al progreso social de hoy, también económico?-, si aceptamos que lo moralmente “autónomo” forzosamente ha de ser hoy algo no convencional. Recordemos que nuestro orden social actual hubiera sido considerado muy anticonvencional en tiempos de Aristóteles y Kant (más para Aristóteles que para Kant, pues la progresión suele darse linealmente a lo largo del tiempo).

  Podríamos, por ejemplo, promover hoy comportamientos morales ejemplares no convencionales en entornos seleccionados con vistas a alentar el progreso moral futuro. Sería, por cierto, una estructura que intuitivamente ya se ha utilizado en otros períodos históricos: se trata del monasticismo, que podría hoy actualizarse según criterios racionales… y necesariamente mejor “informados” que nuestro estilo de vida convencional.

  Lectura de “What We Owe to Each Other” en Harvard University Press, 2000; traducción de idea21

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