jueves, 25 de noviembre de 2021

“Emociones virtuosas”, 2018. Kristján Kristjánsson

  El diseño moral de Aristóteles no se limita a que nos enuncia el sentido del bien y del mal desde el punto de vista de un ciudadano ateniense de su época (que los atenienses del siglo IV antes de Cristo consideraban objetivamente mucho más estimable que el de un espartano o un persa) sino a una serie de invenciones cognitivas que aún hoy merecen nuestra atención. El filósofo Kristján Kristjánsson es un aristotélico por muy buenas razones.

El aristotelismo –cuando es debidamente puesto al día y reelaborado- contiene recursos inestimables que enriquecen la comprensión de nuestras vidas emocionales (p. 185)

    Para empezar, la ética aristotélica es la “ética de la virtud”, es decir, concibe el comportamiento moral como el atenerse a una serie de estereotipos de comportamiento racionalmente definibles y extrapolables. A diferencia del consecuencialismo –el mayor bien para el mayor número- o la deontología –alcanzar un ideal ético objetivo y universal-, la “ética de la virtud” pone el comportamiento humano en conexión con el entorno social. Un individuo obra moralmente cuando sus actos son consecuentes con el ideal moral de la sociedad donde se realiza como persona. Esto no es lo mismo que el relativismo moral –considerar, por ejemplo, la “moralidad” de una banda de criminales psicópatas- por el mero hecho de que no es concebible que una sociedad amoral sea viable: cada sociedad ha elaborado un ideal moral como resultado de un largo proceso de “prueba y error”; cada ideal moral es consecuencia de una evolución y es representativo de la constitución moral de todo ser humano, cualquiera que sean sus circunstancias.

  En la época contemporánea, Aristóteles es criticado porque su descripción de las virtudes morales no coincide en varios puntos importantes con la nuestra. Y es al precisar estas diferenciaciones cuando el asunto se hace de mayor interés.

El objeto de este libro es ofrecer un revisado análisis “aristotélico” y una justificación moral a un número de emociones que Aristóteles o bien no mencionó (tales como sobrecogimiento, sufrimiento y celos), que relegó, a lo más, al nivel de semi-virtudes (tales como la vergüenza), o bien hizo indicaciones contradictorias acerca de ellas (como en el caso de la gratitud) o que rechazó explícitamente  (como la piedad, comprendida como dolor por la merecida mala fortuna de otra persona). Argumentaré que hay buenas razones aristotélicas para comprender esas emociones o bien como virtudes o como que son indirectamente conducentes a la virtud (p. 1)

  Claro que hay buenas razones, pero nunca debemos de perder de vista que en muchos casos se trata de razones propias de la época de Aristóteles.

  Empecemos por el caso más notable de todos: Aristóteles alaba la compasión pero rechaza la piedad. La piedad sería un exceso del sentimiento compasivo y, como siempre, Aristóteles nos señala la conveniencia de hallar la virtud en el justo medio.

La emoción que Aristóteles caracterizaba como dolor por la mala fortuna merecida (en contradicción con la compasión por el dolor en el caso de la mala fortuna inmerecida) pero que dejó sin nombrar, es bastante próxima a lo que típicamente es llamado “piedad” [hoy] (…) Aristóteles caracterizaba la piedad como la forma excesiva de la emoción virtuosa de la compasión [en el justo medio]  (p. 70)

La compasión parece haber sido promovida desde ser una virtud basada en el mérito para Aristóteles a nada menos que una reina de las virtudes en la modernidad  (p. 79)

  La “virtud reina” derivada del cristianismo abarca también, ciertamente, la “piedad”. El “exceso” emocional compasivo es un rasgo de virtud para el cristianismo a sabiendas de la diferencia que existe entre la mala fortuna inmerecida (la desgracia de un marido cuya esposa es asesinada) y la mala fortuna merecida (el asesino de la esposa es condenado a muerte). La diferencia de juicio es de tipo psicológico: el cristianismo comprende mejor al ser humano como mecanismo subjetivo y emocional mientras que el aristotelismo está limitado por la pretensión de la responsabilidad cívica; por otra parte, el cristianismo considera al individuo moral como condicionado por las circunstancias –toda alma puede ser salvada- mientras que el aristotelismo describe moralmente al individuo de acuerdo con su supuesto libre albedrío para desafiar o no la legalidad –prevalece el escarmiento al culpable para beneficio de los buenos ciudadanos. 

  El que esté bien matar a los malvados se opone a que esté mal matar (incluso a los malvados). La aparentemente exagerada benevolencia de la ética cristiana tiene su origen psicológico en que no podemos hacer un mundo mejor si no educamos las emociones. El mundo aristotélico, donde matar al malvado (o al extranjero, si se trata de defender la ciudad) es loable y matar por motivos crueles o egoístas es deleznable, puede parecernos lógico aún hoy, pero muestra una limitación clara en las relaciones humanas. Para Aristóteles, la persona es solo un ciudadano que cumple o incumple sus deberes, no se concibe una plasticidad que le permita redimirse, convertirse o “crecer en espíritu”.

  El cristianismo plantea un modelo de perfección moral propio del “paraíso en la Tierra”, mientras que el modelo de perfección moral de Aristóteles se limita a la ciudad de Atenas. La “exageración” cristiana es un mecanismo de progreso moral mientras que el “justo medio” de Aristóteles es forzosamente conservador… y aún tiene que soportar el peso de sus propias contradicciones, contradicciones bien expresadas en los dilemas morales del teatro trágico que tanto interesaba a los mismos atenienses.

  Claro que, por otra parte, tampoco deja de ser verdad que Atenas era una sociedad mejor que las de Esparta o Persia…

Si las emociones son cognitivas, responden a la razón. Si responden a la razón, son educables. Y si son educables, pueden también enseñarse (y no son solo accesibles a la autoeducación)  (p. 167)

  Pero en realidad, las emociones no son cognitivas en el sentido de que podamos racionalizarlas en base a criterios circunstanciales (políticos y económicos, por ejemplo). El caso es que Aristóteles –o cualquier discípulo suyo- no habría querido el oficio de verdugo por mucho que la razón le diga que se trata de la noble función de llevar a cabo la justicia con arrojo viril y, aunque histórica –y míticamente- los intereses de Grecia se vieron beneficiados por la victoria en Troya, los atenienses se conmovían por la suerte cruel de las mujeres troyanas de Eurípides

   La única forma de educar las emociones es mediante un reordenamiento profundo de las expectativas vitales en un marco subjetivo, no mediante la argumentación racional en un marco supuestamente objetivo. Por eso tan pocos delincuentes responden positivamente a la educación cívica que se les da en las prisiones… mientras que muchos de ellos se transforman psicológicamente –y también, por tanto, moralmente- cuando son embaucados por un charlatán religioso.

 El condicionamiento de las emociones morales se produce principalmente en el entorno social y familiar –la moral de Atenas, la moral de Esparta-, pero si queremos un cambio moral para mejor, esto solo podrá darse mediante procesos psicológicos mucho más complejos –por eso el progreso moral es tan difícil- de entre los cuales la moralidad religiosa –cristiana, por ejemplo- es una de las manifestaciones más evidentes a lo largo de la historia.

  Veamos, por ejemplo, el exceso de gratitud –“gratitud obsequiosa”-, según Aristóteles:   

La gratitud obsequiosa (…) señala satisfacción cuando no se ha dado un beneficio virtuoso o se señala excesivamente la satisfacción de forma desproporcionada con respecto al beneficio  (p. 67)

  Se trata de uno de los extremos de la verdadera gratitud. Demasiada poca gratitud es la ingratitud, claro está, pero una gratitud injustificada tampoco es virtud, según Aristóteles.

La gratitud como un rasgo puede formalmente ajustarse al tripartito de la arquitectura de Aristóteles deficiencia-medio-exceso y ser considerada una reacción justificada a un favor benevolente recibido de un benefactor, una validación proporcionada a la buena voluntad ajena. En el esquema de Aristóteles una virtud potencial debe mostrarse no solo para estar en el lado del bienestar (…) sino ser intrínsecamente valiosa como constituyente de la eudaimonía- la vida buena.  (p. 61)

  Y la “vida buena” para Aristóteles se encuentra siempre en el marco legal de la ciudad: castigo al deshonesto y premio al honesto, todo fiscalizado en base a los méritos. ¿Qué sentido tiene entonces gratificar sin motivo, perdonar al culpable o compadecer al que es justamente castigado?

  Y esto nos lleva a una curiosidad del ideal de virtud aristotélico: la megalopsychia

Cuando Aristóteles comienza a ilustrar la caracterización de la megalopsychia [grandeza de alma] en más detalle, en términos de cómo [el hombre virtuoso] típicamente piensa, decide, siente, actúa y se comporta en la vida diaria, incluso el aristotélico más devoto comienza a sentirse incómodo.(….) El megalopsychoi es el tipo de persona que hace el bien pero se avergüenza cuando lo recibe porque hacer el bien es propio de la persona superior y recibirlo de la inferior  (p. 61)

  Lo opuesto a la megalopsychia es la humildad.

El consenso concluyente es entender la humildad como la no sobreestimación de la autovaloración moral  (p. 154)

    Lo que la humildad implica sobre todo es una actitud de accesibilidad. La persona humilde es aquella que, al mostrarse como menos superior de lo que pudiera pensarse a primera vista, se nos hace más próximo y comprensible, con lo cual se gana nuestra confianza. ¡Pero en el mundo primitivo no es bueno que los extraños accedan a nosotros y se confíen demasiado! Y no es nada bueno que los demás nos ayuden… porque eso nos obliga para con ellos en adelante.

  Y a fin de cuentas, ¿qué diferencia había entre el comportamiento de un caballero ateniense de la época de Aristóteles y un caballero de la Edad Media europea? En apariencia, poca cosa: ambos buscan prestigio sirviendo a su comunidad (la polis, el reino, la nación…) y ambos se muestran arrogantes en público y practican todo tipo de violencias que ensalzan su masculinidad.

  La diferencia se encuentra en que el caballero ateniense es guerrero-filósofo y justifica su propio sentido moral sin duda alguna, y el caballero medieval sirve a su Dios –de elevadísimo ideal moral- y financia al Papa, a los sacerdotes y a los monasterios, de modo que él no puede ser su propia justificación moral: se halla en constante conflicto con el pecado y el ideal de santidad, tensión que supone el germen y la esperanza de un progreso moral universal que Aristóteles jamás atisbó.

La noción de Aristóteles de las virtudes de generosidad y moderación de carácter requieren su propio exceso intermitente para que continúe siendo sostenido  (p. 83)

  Esta necesidad del exceso es un ejemplo de las contradicciones de la virtud aristotélica. No es el “justo medio” racional lo que mantiene la virtud vigente, sino el exceso emocional de la actitud virtuosa.

Lectura de “Virtuous Emotions” en Oxford University Press 2018; traducción de idea21

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