sábado, 25 de junio de 2022

“El elefante en el cerebro”, 2018. Simler y Hanson

   El economista Robin Hanson y el ingeniero Kevin Simler parten en su libro del estudio de la motivación de nuestros actos. En este sentido, el comportamiento humano no sería en principio diferente del de otros animales superiores.

Es fácil señalar todas las formas en que somos diferentes de los otros animales: lengua, razonamiento, música, tecnología, religión. Y sin embargo, incluso en nuestra originalidad, los humanos hemos sido forjados por los mismos procesos responsables para el comportamiento de todos los animales: selección natural y sexual, el imperativo ineludible de sobrevivir y reproducirnos. (Capítulo 11)

  Ahora bien, se supone que lo “humano”, el componente básico del “humanismo”, tiene que ver con el obrar no solo por el interés propio, sino también por el interés mutuo –prosocialidad-: un difícil equilibrio que solo nuestra gran inteligencia haría posible. Las motivaciones más socialmente estimadas son el altruismo, la amabilidad, la bondad, la generosidad. Es lógico que lo sean, pues son la base del avance moral y por tanto del avance social.

  Lo que pasa es que no debemos de dejar de prestar atención a la parte “menos humanista” del comportamiento humano.

¿Que cuál es exactamente el “elefante en el cerebro”, esto sobre lo cual somos reacios a hablar y pensar? En una palabra, es el egoísmo (Introducción)

  Aunque el contenido cultural de nuestras civilizaciones proclama lo contrario, nuestras motivaciones reales pueden ser comprendidas fácilmente en el sentido del más generalizado egoísmo propio del comportamiento de un mamífero cualquiera.

¿Por qué rompiste con tu novia? Espero encontrar algo mejor. ¿Por qué quieres ser médico? Es un trabajo prestigioso y bien pagado. ¿Por qué dibujas historietas en el periódico del colegio? Quiero gustar a la gente. Hay verdad en todas estas respuestas pero sistemáticamente evitamos darlas, prefiriendo en lugar de eso acentuar nuestros motivos más elevados y puros (Capítulo 3)

  Pero ¿es verosímil que podamos engañar a la mayoría pretendiendo no ser groseros egoístas si el altruismo fuera inexistente en la realidad? Para que el engaño sea creíble, debería existir alguna constancia de un altruismo genuino…

Admitir la ubicuidad de motivos egoístas no es negar la existencia de motivos más elevados; ambos pueden coexistir dentro de la misma persona  (Capítulo 17)

  Eso tiene sentido. Por otra parte, las motivaciones egoístas, por ser egoístas, no siempre son antisociales…

Entra aquí la filosofía del egoísmo ilustrado: la noción de que podemos hacer bien para nosotros mismos también cuando hacemos el bien a los demás. (Capítulo 17)

   Si lo que buscamos es el desarrollo prosocial (obrar por el interés común) compatible con cierto “egoísmo” (búsqueda del propio interés), la ética de la virtud nos da la clave: hacemos el bien para participar en un estilo de vida basado en la benevolencia, algo que puede beneficiarnos en general, aunque en algunas ocasiones pueda resultarnos perjudicial.

Si definimos la virtud como algo que surge de causas no biológicas, fijamos un objetivo literalmente imposible de alcanzar. Si queremos mejorarnos a nosotros mismos, debemos considerar nuestra herencia biológica (Capítulo 17)

  La virtud es compatible con estándares de conducta egoístas en el sentido de que el interés propio nos lleva a compartir un comportamiento virtuoso: nos interesa ser virtuosos para integrarnos en una comunidad que tiene muy bien caracterizados sus modelos de virtud y dentro de la cual recibiremos recompensas de tipo afectivo y de asistencia emocional –es decir, no necesariamente de tipo material-.

   Virtud puede haber de muchas clases, según el marco cultural en el que vivamos, pero en la cultura más prosocial, la práctica de la virtud implicaría la actuación benevolente, altruista, amable y no competitiva. Conformarse a ese modelo de virtud nos reconfortaría (gratificaciones afectivas y de aceptación) y, por tanto, en ese sentido la conducta del individuo prosocial podría calificarse también de “egoísta”.

   Lo que el "elefante en el cerebro" nos revela es que nuestra vida social se basa en un encadenamiento de recompensas en un contexto social. 

Admitimos que enseñar a los estudiantes sobre el elefante puede tener el efecto directo de inducir al egoísmo. Pero esto no será necesariamente el único efecto (…) Este libro no es una excusa para comportarse mal. Podemos reconocer nuestros motivos egoístas sin endorsarlos o glorificarlos, no necesitamos hacer virtud de nuestros vicios  (Capítulo 17)

  Ciertamente, ser egoísta en una cultura significativamente competitiva y agresiva como la nuestra no favorece mucho el progreso moral, pero sí ayudaría mucho al progreso moral hacernos conscientes del carácter profundo de nuestras motivaciones. El error –que la evolución moral/cultural de la sociedad trata de corregir generación tras generación- es ignorar las tendencias antisociales que se camuflan en el entorno. 

   No nos beneficia a largo plazo creer en el falso discurso de que, por ejemplo, estudiamos medicina “para ayudar a la gente” y “aliviar el sufrimiento de los demás” (y no porque es “un trabajo prestigioso y bien pagado”). Los mismos autores, científicos sociales, no dejan de reconocer que, en una sociedad competitiva, la búsqueda del prestigio está por encima del “amor a la sabiduría”.

Incluso si a veces ellos afirman otra cosa, los investigadores parecen abrumadoramente motivados por ganar prestigio académico  (Capítulo 9)

  Ahora bien: no deja de ser alentador el que una sociedad prestigie más a los sabios –prestigio académico- de lo que otras, en el pasado, prestigiaron a los guerreros o a los brujos. 

  Pensemos, por ejemplo, en la siguiente paradoja:

Hacer pagos automáticos a una sola agencia de caridad puede ser más eficiente al mejorar las vidas de los otros, pero la otra estrategia –dar más ampliamente, oportunistamente y en cantidades más pequeñas- es más eficiente en generar sentimientos cálidos. Cuando diversificamos nuestras donaciones, obtenemos más oportunidades para sentirnos bien (Capítulo 12)

  Una sociedad culturalmente mejor organizada informaría al ciudadano de cuál es el acto prosocial más eficiente. ¿No sería la satisfacción mejor si interiorizamos el valor de nuestros actos de forma racional? Recordemos que dar limosna en público a los indigentes callejeros ahora ya carece de prestigio. Quizá en el futuro dar caridad de forma no racional y poco eficiente acabe siendo igualmente reprobable (y, como consecuencia, tampoco aportará ”sentimientos cálidos“ ).

La empatía (…) centra nuestra atención en individuos por separado (…) Se dice que Bertrand Russell dijo que “la marca del hombre civilizado es la capacidad para leer una columna de números y llorar”, pero pocos de nosotros somos capaces de realmente sentir las estadísticas de esa forma  (Capítulo 12)

  Bertrand Russell tenía razón porque estaba señalando a un ideal en el que podemos racionalizar nuestras emociones –“inteligencia emocional”-, haciéndolas compatibles con los actos propios de una civilización avanzada. No es improbable que, bajo determinadas circunstancias, podamos llegar a llorar al leer una estadística igual que hoy podemos sentir compasión por los delincuentes embrutecidos por causa de sus desdichados orígenes sociales, algo que tampoco era posible en el pasado.

  Es un peligro el encubrir bajo un disfraz de virtud el comportamiento egoísta o antisocial, pero mucho más lo es ignorar los condicionamientos por los cuales la virtud genuina puede ser manipulada.

Robert Frank (…) [muestra cómo], en un estudio, los estudiantes informaban de una mayor voluntad de actuar de forma deshonesta tras tomar un curso de economía que enfatizaba el egoísmo como modelo de conducta humana (Capítulo 17)

  En el contexto de la competitividad de la economía capitalista, reconocer las motivaciones ocultas sí es posible que nos lleve al cinismo y casi a la psicopatía. Pero en un contexto más prosocial reconocer la falsedad de muchos planteamientos que se proclaman como no-egoístas puede llevarnos a evolucionar en el sentido de alcanzar estándares morales más genuinos. Los motivos ocultos coexisten con motivaciones más conscientes.

Los seres humanos somos una especie que no solo es capaz de actuar por motivos ocultos sino que estamos diseñados para obrar así. Nuestros cerebros están construidos para actuar en nuestro interés mientras al mismo tiempo se intenta no parecer egoísta ante las otras personas. Y a fin de despistar, nuestros cerebros con frecuencia mantienen nuestras mentes conscientes en la oscuridad. Mientras menos sabemos de nuestros propios feos motivos, más fácil es ocultarlos a los otros. El autoengaño es, por tanto, estratégico (Introducción)

  Superar el autoengaño solo puede librarnos del cinismo en la medida en que seamos capaces de crear un entorno que gratifique el comportamiento prosocial. No se puede caer en la falacia de considerar que el no-egoísta busca su propio perjuicio. Nada de eso: el comportamiento egoísta del no-egoísta consiste en recibir recompensas de tipo afectivo-social, un tipo de prestigio –ética de la virtud- que es intensamente reconfortante pero que no es costoso para los demás. Esto supondría un juego de suma positiva, sinérgico: la virtud prosocial es infinita en la medida en que no es competitiva (humildad) y no hay límite para nuestra bondad en la medida en que nadie compite por ser el más bondadoso… en la medida en que nadie recibe recompensas por ello más allá de la aceptación y la afección dentro de una comunidad de benevolencia.

  Es todo lo opuesto al materialismo de una sociedad competitiva: el juego de suma cero.

Estamos encerrados en un juego de señalamiento competitivo. No importa cómo de rápido crezca la economía, siempre queda un suministro limitado de sexo y estatus social. (Capítulo 10)

  El principal vehículo para el desarrollo de la virtud –evolución moral- han sido, hasta ahora, las religiones, pero estas han estado funcionando, en buena parte, en base a principios psicológicos imperfectos, en nada conscientes del dichoso elefante.

La particular peculiaridad de las creencias mormonas, por ejemplo, testimonia la excepcional fuerza de la comunidad moral mormona. Mantener tales creencias estigmatizadoras en la era moderna, frente a la ciencia, los medios de comunicaciones e Internet, es una gran hazaña de solidaridad  (Capítulo 15)

  Considérese el desperdicio del esfuerzo colectivo que esta congregación –y tantas otras- dedica al mantenimiento de creencias estigmatizadoras –las revelaciones del ángel Moroni…-, simplemente para afianzar la solidaridad de grupo –y con ello evitar que los miembros de la congregación puedan fugarse al mundo exterior que los estigmatiza- en lugar de profundizar en la práctica de la virtud prosocial que siempre se proclama que es el contenido más valioso de las creencias religiosas modernas.

  En realidad, las congregaciones religiosas han funcionado en la práctica como suma de individuos gregarios donde lo que más se valora es la lealtad a la comunidad, y no tanto la práctica de la virtud. De ahí que mandatos éticos tan prosociales como los que aparecen en el Evangelio o en el Corán se muestren –en el contexto de las congregaciones religiosas- como compatibles con acciones nefandas (guerra santa, persecución de herejes…).

Cuando la gente hace un sacrificio a su dios, están mostrando implícitamente lealtad a los otros –y a cualquiera que adore en el mismo altar  (Capítulo 15)

  La ética más evolucionada, al contrario, trata de eludir el sectarismo, haciendo la meta virtuosa más universal.

La gente que dona raramente elige quedar anónima (Capítulo 12)

  Y sin embargo, el Evangelio alude explícitamente a que el que obra la verdadera caridad sí debería obrar anónimamente: la incongruencia de la ostentación de la virtud ya fue señalada, pues, hace dos mil años. 

  Ahora bien, para ello se recurrió a la invención de un Dios que nos recompensaría en la ultratumba. Este recurso, naturalmente, bien puede verse como contraproducente –egoísmo de quienes esperan una eternidad sobrenatural de placeres- pero es subsanable en el futuro mediante la comprensión psicológica de nuestra propia naturaleza y la interiorización eficaz de la conducta virtuosa plenamente prosocial.

No tenemos un acceso especialmente privilegiado a la información y toma de decisiones que funciona dentro de nuestras mentes. Creemos que somos bastante buenos en introspección, pero eso es en gran parte una ilusión. En cierto modo somos casi extraños dentro de nuestras propias mentes  (Capítulo 6)

  ¿No es acaso hoy algo asumido que obramos “para sentirnos mejor”?  ¿No acudimos a la psicoterapia para cambiarnos a nosotros mismos y buscar nuevos tipos de recompensa? Los que acuden a Alcohólicos Anónimos saben que la gratificación que obtienen de sus adicciones puede ser sustituida por otras gratificaciones. Esto es psicología, aprender a dejar de ser extraños dentro de nuestras propias mentes porque podemos aprender más sobre nosotros mismos y obtener recompensas y gratificaciones –felicidad- mediante mecanismos diversos, no necesariamente las de un mundo convencional basado en la competitividad y la búsqueda de placeres groseros.

Lectura de “The Elephant in the Brain” en Oxford University Press 2018; traducción de idea21

2 comentarios:

  1. está el libro traducido al castellano?

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    1. No que yo sepa; eso se puede ver bien en Google. De todos modos, muchos de los libros que yo reseño aquí después acaban por traducirlos.

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