viernes, 25 de noviembre de 2022

“La gran transformación”, 1944. Karl Polanyi

   Karl Polanyi fue otro de los pensadores de lengua alemana exiliados durante la segunda guerra mundial (como Horkheimer o Popper) que aprovechó esta coyuntura para reflexionar acerca de qué había ido mal en la civilización de su tiempo hasta el punto de llevarlos a tan desdichada situación. Dada la magnitud y trascendencia de la vida económica de la sociedad industrial de la época, no sorprende que encontrase la clave de todo ello en una perversión del sistema financiero.

Los orígenes del cataclismo, que conoció su cénit en la Segunda Guerra mundial, residen en el proyecto utópico del liberalismo económico consistente en crear un sistema de mercado autorregulador. Esta tesis permite, a mi juicio, delimitar y comprender ese sistema de poderes casi míticos que supone, ni más ni menos, el equilibrio entre las potencias, el patrón-oro y el Estado Liberal; en suma, esos pilares fundamentales de la civilización del siglo XIX, se erigían todos sobre el mismo basamento, adoptaban, en definitiva, la forma que les proporcionaba una única matriz común: el mercado autorregulador. Esta afirmación puede parecer excesiva e incluso chocante por su grosero materialismo.  (p. 65)

    El supuesto equilibrio natural –entre potencias políticas, mercados y divisas- se mantendría armoniosamente. Pero lo que sucedió en realidad fue una guerra espantosa que llevó la ruina a las naciones europeas. Así, parece más bien que la pauta económica y política de este periodo se veía condicionada por ciertas supersticiones imperantes en los altos círculos de poder

La creencia en el patrón-oro era el artículo de fe por antonomasia de la época.  (p. 58)

  Todavía hoy existen creyentes en el liberalismo económico, pero no cabe duda de que existieron muchos más en la época que señala Polanyi y que sus dañinas enseñanzas están conectadas con cuestiones civilizatorias más profundas y generales.

Una economía de mercado es un sistema económico regido, regulado y orientado únicamente por los mercados. La tarea de asegurar el orden en la producción y la distribución de bienes es confiada a ese mecanismo autorregulador. Lo que se espera es que los seres humanos se comporten de modo que pretendan ganar el máximo dinero posible: tal es el origen de una economía de este tipo. (p. 124)

La tesis defendida aquí es que la idea de un mercado que se regula a sí mismo era una idea puramente utópica  (p. 26)

  Parece que, en el fondo, el problema es moral.

El cambio institucional (…) se produjo de un modo brusco y repentino. Su fase crítica coincidió con la creación de un mercado de trabajo en Inglaterra, en el cual los trabajadores estaban condenados a morir de hambre si no eran capaces de conformarse a las reglas del trabajo asalariado. Desde el momento en que estas rigurosas medidas fueron adoptadas, el mecanismo del mercado autorregulador se puso en funcionamiento. Este mercado chocó tan violentamente con la sociedad que, casi de inmediato, y sin que se viesen precedidas por el menor cambio en la opinión pública, surgieron también poderosas reacciones de protección.  (p. 343)

  Se trata de la idea del “Homo economicus”: tal concepción parece que surgió del materialismo de finales de la Ilustración, con Malthus como precedente de Darwin más la influyente obra de economistas políticos como Smith y Ricardo. Antes de tan sombría etapa, imperaba, cuando menos en la protestante Gran Bretaña, un humanitarismo cristiano compasivo que a veces se denominaba el “derecho a vivir” y que implicaba que el Estado protegía a los más desfavorecidos con subsidios, de modo que el enriquecimiento de los propietarios gracias a la nueva tecnología –que muchas veces llevaba a reducir la necesidad de mano de obra- no empobreciera angustiosamente a los desfavorecidos.

El sistema salarial exigía imperativamente la abolición del «derecho a vivir» tal y como había sido proclamado en [la regulación del subsidio para pobres de 1795], pues en el nuevo régimen del hombre económico, nadie trabajaba por un salario si podía ganarse la vida sin hacer nada. (p. 137)

  En 1834 lo que se abolió concretamente fue el llamado "sistema de Speenhamland", que derivaba de disposiciones muy anteriores, de la época de la instauración del protestantismo en Gran Bretaña. La brutalidad del nuevo capitalismo exigiría que al ser humano –el asalariado- se le tratase como mercancía, con una desconsideración por el semejante no muy alejada de la de los esclavistas.

A medida que la producción industrial se hacía más compleja, eran más numerosos los elementos de la industria cuya previsión era necesario garantizar. De entre ellos, tres eran, por supuesto, de una importancia primordial: el trabajo, la tierra y el dinero (…)  Era preciso, pues, ordenarlo todo a fin de que pudiesen ser comprados en el mercado como cualquier otra mercancía. (…) Trabajo, tierra y dinero tenían que ser elementos puestos en venta. (…) El desarrollo del sistema de fábrica, que organizó como una parte del proceso de compra y venta al trabajo, la tierra y el dinero, se veía obligado, por consiguiente, a transformar estos bienes en mercancías con el fin de asegurar la producción. (p. 323)

El «derecho a vivir» fue abolido. La crueldad científica emanada de la ley de reformas [en Gran Bretaña], que tuvo lugar entre los años 1830 y 1840, chocó tan abiertamente con el sentimiento público y generó entre los hombres de la época protestas tan vehementes, que la posteridad se hizo una idea deformada de la situación. Es cierto que numerosos pobres, los más necesitados, quedaron abandonados a su propia suerte cuando fueron suprimidos los socorros a domicilio, y también es cierto que entre ellos los «pobres vergonzantes», demasiado orgullosos para entrar en los hospicios que se habían convertido en las residencias de la vergüenza, sufrieron las más amargas consecuencias. Muy posiblemente no se perpetró en la época moderna un acto tan implacable de reforma social.  (p. 143)

  Sin duda hay una relación entre el materialismo ilustrado y este sorprendente cambio moral

Bentham cree que la pobreza forma parte de la abundancia. «En el más elevado estado de prosperidad social, escribe, la gran masa de los ciudadanos poseerá probablemente escasos recursos al margen del trabajo cotidiano y, por consiguiente, estará siempre próxima a la indigencia...». (p. 198)

No queremos afirmar que la maquinaria fuese la causa de lo que después aconteció, pero sí insistir en el hecho de que, desde que se instalaron máquinas y complejos industriales destinados a producir en una sociedad comercial, la idea de un mercado autorregulador estaba destinada a nacer. (p. 80)

Como las máquinas complejas son caras, solamente resultan rentables si producen grandes cantidades de mercancías (…) Para el comerciante, esto significa que todos los factores implicados en la producción tienen que estar en venta, es decir, disponibles en cantidades suficientes para quien esté dispuesto a pagarlos  (p. 81)

[El ]trabajo, [la] tierra y [el] dinero(…) [no] han sido producidos para la venta, por lo que es totalmente ficticio describirlos como mercancías. Esta ficción, sin embargo, permite organizar en la realidad los mercados de trabajo, de tierra y de capital  (p. 130)

   Quedando todavía como un misterio –probablemente el misterio psicológico de un prejuicio fuertemente arraigado- el por qué se tardó tanto en lanzar la “sociedad de consumo” (cuya aparición se atribuye a la iniciativa de Ford en 1914)

Los economistas clásicos (…) ¿por qué estimaban que únicamente el aguijón del hambre era capaz de crear un mercado de trabajo que funcionase y no el deseo de amasar ganancias elevadas?  (p. 268)

  El paulatino ascenso de las “clases medias” ya negaba que el interés por atesorar bienes más allá de la mera supervivencia se limitase solo a las clases poseedoras tradicionales.

  En ese mundo donde se pretende condenar a la mayoría a la extrema pobreza pese a los avances tecnológicos que, obviamente, pueden con facilidad aliviarla, se cimenta una fantasía: “la mano invisible” que nunca existió. Las creencias en el mercado autorregulador en realidad venían siendo sostenidas por el poder político y no por fenómeno alguno propio de una naturaleza humana en libertad.

Del mismo modo que las manufacturas de algodón -principal industria del librecambio- fueron creadas con la ayuda de tarifas proteccionistas, primas a la exportación y ayudas indirectas a los salarios, el propio laissez-faire fue impuesto por el Estado. Entre 1830 y 1850 se produjo [en Gran Bretaña] no sólo una gran eclosión de leyes que abolieron reglamentos restrictivos, sino también un enorme crecimiento de funciones administrativas del Estado, dotado ahora de una burocracia central capaz de desarrollar las tareas fijadas por los portavoces del liberalismo. (p. 231)

En 1933 [durante la Gran Depresión], adoptando un gesto instintivo de liberalización, Norteamérica abandonó el oro y desapareció el último vestigio de la economía mundial tradicional. (p. 62)

  La solución, una vez más, es de tipo moral. Una sociedad más moral es la que puede crear controles a la codicia individualista… y la que puede deshacer modernos mitos como el del mercado a modo de fenómeno natural, espontáneo, derivado de la condición humana ancestral (los filósofos de la economía liberal identificaban el mercado con el trueque de los primitivos, lo cual supone una gran exageración).

   En todos los ámbitos, el gran peligro de la economía social siempre ha sido el monopolio, que puede encubrirse de muchas formas. Todo el que busca el beneficio busca el monopolio (y no el mercado autorregulador de la mano invisible a la que guían, supuestamente, las leyes de la naturaleza). 

   El monopolio –la mafia- es la mayor, más rápida y más segura fuente de ingresos a alcanzar con el mínimo esfuerzo imaginable.

La posibilidad de que la concurrencia derivase en monopolio era un hecho del que se era bien consciente en la época; al mismo tiempo, el monopolio era entonces más temido que lo fue posteriormente, pues afectaba con frecuencia a las necesidades de la vida y se transformaba por tanto fácilmente en un peligro para la comunidad. El remedio administrado fue la reglamentación total de la vida económica  (p. 119)

  La falacia de que los intereses naturales humanos –la codicia- habían de equilibrarse de acuerdo con el conocimiento que tenemos de la ciencia natural era típicamente “ilustrada”. Si podía existir “el buen salvaje” –o si, tras Darwin, debíamos asumir con optimismo la lucha de los fuertes contra los débiles- también podía existir una salida natural a la codicia humana.

  Nada más equivocado. La codicia humana sí que es tan humana como la agresión es humana, pero mucho más humanos –en tanto que peculiares del Homo sapiens- son los elevados controles civilizatorios de nuestras tendencias más egoístas y por tanto antisociales –que pueden encontrarse también en muchos otros mamíferos superiores-. La codicia humana puede llevarnos a implantar un monopolio –una mafia- o puede llevarnos a promover un artificioso “mercado autorregulador” con la ayuda del poder político, pero ambas elaboraciones no por derivar de instintos naturales son armoniosas. 

  Por el contrario, el control civilizado de los instintos antisociales mediante mecanismos culturales –fiscalidad, control gubernamental, sindicatos, por ejemplo- no es menos natural que eso pero es mucho más propio de las capacidades del Homo sapiens y no tanto de otros animales sociales que carecen de nuestras capacidades intelectuales y emocionales.

Lectura de “La gran transformación” en Ediciones Endymion 1989 (edición digital Ediciones Quipu 2007); traducción de Julia Várela y Fernando Álvarez-Uría   

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