lunes, 24 de noviembre de 2014

"De animales a dioses”, 2013. Yuval Noah Harari

¿La historia tiene dirección? La respuesta es sí. (…) las culturas pequeñas y sencillas se conglutinan gradualmente en civilizaciones mayores y más complejas

  La complejidad de las civilizaciones supone un reto constante a la inteligencia social humana, y la dirección de la historia también va en el sentido de perfeccionar nuestra capacidad para la convivencia. Si a ello unimos el asombroso desarrollo de la tecnología en el momento presente si la comparamos con la tecnología de hace doscientos años (comienzo de la civilización industrial), se justifica el que se especule con el advenimiento de unos seres humanos futuros semejantes a “dioses”.

  El historiador Yuval Harari nos invita a reflexionar acerca de nuestras potencialidades al ofrecer una original visión del cambio humano desde el Paleolítico a las modernas democracias liberales.

Homo sapiens (…) está empezando a quebrar las leyes de la selección natural, sustituyéndolas con las leyes del diseño inteligente

La sustitución de la selección natural por el diseño inteligente podría ocurrir de tres maneras diferentes: mediante ingeniería biológica, mediante ingeniería de ciborgs o mediante la ingeniería de vida inorgánica

La revolución cognitiva que ha transformado a Homo sapiens de un simio insignificante en el amo del mundo no requirió ningún cambio apreciable en la fisiología (…) No implicó más que unos pocos y pequeños cambios en la estructura interna del cerebro. Quizá otro pequeño cambio sería suficiente para iniciar una segunda revolución cognitiva (…) No parece haber ninguna barrera técnica insuperable que nos impida producir superhumanos

  La tecnología futura es posible que nos pille desprevenidos, pero a lo mejor tenemos tiempo para mejorar culturalmente antes. Porque cuando ese cambio tecnológico llegue (superhumanos por selección genética, o por construcción de ciborgs, o por el descubrimiento de la inteligencia artificial superior) todo dependerá de cuál sea nuestra actitud para darle empleo.

La primera generación de estos dioses estaría modelada por las ideas culturales de los diseñadores humanos. ¿Serían creados a imagen del capitalismo, del islam o del feminismo? 

  Hoy por hoy, predomina una cierta cultura del individualismo liberal, que es la que ha dado lugar al capitalismo, el sistema económico que permitió, a su vez, los avances de la tecnología y su aprovechamiento social.

El liberalismo santifica los sentimientos subjetivos de los individuos. Considera que dichos sentimientos son la fuente suprema de la autoridad

  Aunque es la ideología que ha dado lugar a la ciencia y tecnología modernas, algunos aprecian ciertas contradicciones al respecto.

La estrategia del humanismo liberal ha sido (…) vivir según una verdad absoluta no científica (…) Se basa en una creencia dogmática en el valor y los derechos únicos de los seres humanos, una doctrina que tiene embarazosamente muy poco en común con el estudio científico de Homo Sapiens.

  ¿La “creencia dogmática en el valor y los derechos únicos de los seres humanos”  es  “una doctrina que tiene poco en común con el estudio científico de Homo Sapiens”?, ¿se equivoca en esto Yuval Harari? Lo dice en el sentido de que científicamente no es posible precisar el “valor” de los seres humanos en un sentido igualitario, ya que siempre se encuentran cualidades mensurables (nunca somos iguales si se nos compara), y lo dice también en el sentido de que, al fin y al cabo, no somos más que unos animales como los demás.

  Sin embargo, en la evolución encontramos evidencias que favorecen la teoría de que es lógicamente conveniente el creer en tales valores…

La evolución favoreció a los que eran capaces de crear lazos sociales fuertes.

    El hábil recorrido que hace el autor en su libro  a lo largo de la trayectoria histórica del ser humano nos muestra que éste ha sido capaz de controlar en gran medida los instintos del ser humano cazador-recolector originario que a nuestro entender son hoy ya antisociales: la agresividad, la superstición, la violencia intergrupal, el dominio del sexo masculino, el autoritarismo…  El compendio de creencias del “humanismo liberal” favorece como ninguna otra doctrina (hasta el momento) el control de tales instintos antisociales, y la ciencia nos demuestra que ése es el mejor camino para favorecer la cooperación. Por lo tanto, no parece un error el fomentar las iniciativas adecuadas para la cooperación y la eficiencia económica de nuestra especie. La cultura, que es el control del instinto, también forma parte de nuestra naturaleza, y así lo muestra la ciencia. Dar valor a todos los individuos por igual genera confianza y facilita la cooperación…. Además, ¿desde qué punto de vista no es compatible con el estudio científico dar valor a la subjetividad y a la igualdad? Todos los humanos somos iguales en tanto que todos somos portadores de ADN humano, y la subjetividad es la base de la capacidad cooperativa que define el comportamiento humano. La cultura de la subjetividad puede justificarse racionalmente.

El control cultural de los instintos heredados se ha ejercido ya desde el Neolítico.

Un gran número de extraños pueden cooperar con éxito si creen en mitos comunes. (…) Contar relatos efectivos no es fácil. ¿Cómo convence uno a millones de personas para que crean determinadas historias sobre dioses, o naciones, o compañías de responsabilidad limitada? Pero cuando esto tiene éxito, confiere un poder inmenso a los sapiens, porque permite a millones de extraños cooperar y trabajar hacia objetivos comunes.

  Yuval Harari engloba a las directrices culturales transmitidas por mecanismos míticos y religiosos bajo la denominación común de “órdenes imaginados. Pero mitos y religiones no son los únicos sistemas de este tipo.

Desde la revolución cognitiva los sapiens han vivido en una realidad dual. Por un lado, la realidad objetiva de los ríos, los árboles y los leones; por otro, la realidad imaginada de los dioses, las naciones y las corporaciones.

El orden imaginado no es un orden subjetivo que existe solo en mi imaginación; más bien, es un orden intersubjetivo que existe en la imaginación compartida de miles y millones de personas. 

En 1776 ac en Babilonia (…) se editó el Código de Hammurabi [según el cual] (…) los dioses (…) designaron a Hammurabi “para que la justicia prevaleciera en la tierra, para abolir a los inicuos y los malos, para impedir que los fuertes oprimieran a los débiles”. A continuación cita unas 300 sentencias, siguiendo la fórmula  “Si ocurre tal y cual cosa, ésta es la sentencia”

Los órdenes imaginados no son conspiraciones malvadas o espejismos inútiles. Más bien, son la única manera en que un gran número de humanos pueden cooperar de forma efectiva. 

Las creencias imaginadas nunca son estables. Cumplen una función, son útiles, pero se hallan sometidas a todo tipo de accidentes y cambios.

Los mitos y las ficciones acostumbraron a la gente, casi desde el momento del nacimiento, a pensar de determinada manera, a comportarse de acuerdo con determinados estándares, desear ciertas cosas y observar determinadas normas. Por lo tanto, crearon instintos artificiales que permitieron que millones de extraños cooperaran de manera efectiva. Esta red de instintos artificiales se llama “cultura”.

Toda cultura tiene sus creencias, normas y valores, pero estos se hallan en un flujo constante. La cultura puede transformarse en respuesta a cambios en su ambiente o mediante la interacción con culturas vecinas. Sin embargo, las culturas también experimentan transiciones debido a sus propias dinámicas internas (…) Todo orden, creado por el hombre está repleto de contradicciones internas. (…) Por ejemplo, en la Europa medieval la nobleza creía a la vez en el cristianismo y en la caballería.

   El objetivo habría de ser, por tanto, hallar una creencia imaginada lo suficientemente brillante y estable que garantice la sacralidad de la sensibilidad subjetiva. A partir de ese momento, la confianza absoluta ya no podrá romperse y estaremos preparados para ejecutar y desarrollar los avances tecnológicos que se nos aproximan. El humanismo liberal ha sido la creencia más eficiente hasta el momento. Sea o no suficiente para los tiempos que vienen, vale la pena conocer cómo llegó a existir.

  Ya hemos visto cómo Hammurabi fue uno de los pioneros de la idea de justicia estatal, un gran avance a la hora de generar confianza dentro de una comunidad y disminuir las disputas (porque la agresividad humana intragrupal e intergrupal son inherentes a nuestra naturaleza, por desgracia). Un poco después de su época, surge una nueva familia de “creencias imaginadas”: las concepciones universales del género humano.

Podían imaginar por primera vez a todo el mundo y a toda la raza humana como una única unidad gobernada por un único conjunto de leyes. Todos eran “nosotros”, al menos en potencia. Ya no había “ellos”. El primer orden universal que apareció fue económico: el orden monetario. El segundo orden universal fue político: el orden imperial. El tercer orden universal fue religioso: el orden de las religiones universales, como el budismo, el cristianismo y el islamismo.(…) [Pudieron] prever la unidad potencial de la humanidad

El orden monetario ofrecía una posibilidad de enriquecimiento, de colmar las ambiciones personales, muy diferente al medio anterior de la guerra, mientras que los imperios supusieron una alternativa política mejorada con respecto a la tiranía local de un Hammurabi:

Los reyes de Asiria siempre eran reyes de Asiria. Incluso cuando afirmaban dominar todo el mundo, era evidente que lo hacían por la mayor gloria de Asiria, y no pedían disculpas por ello. Ciro, en cambio, no solo afirmaba reinar en todo el mundo, sino que lo hacía por el bien de todas las gentes.(…) La presunción de gobernar el mundo entero para beneficio de sus habitantes era sorprendente. La evolución ha convertido a Homo sapiens, como a otros animales sociales, en un ser xenófobo. Instintivamente, los sapiens dividen a la humanidad en dos partes: “nosotros” y “ellos”. (…) En contraste con esta exclusividad étnica, la ideología imperial, desde Ciro en adelante, ha tendido a ser inclusiva y global.

  Pero ni Ciro, ni César, ni Napoleón hubieran podido extender su dominio sobre una universalidad de pueblos si en estos pueblos no hubiera existido, previamente y en alguna medida, una creencia en la unidad esencial de la especie humana.

La religión ha sido la tercera gran unificadora de humanidad, junto con el dinero y los imperios (…) Las religiones afirman que nuestras leyes no son el resultado del capricho humano, sino que son ordenadas por una autoridad absoluta y suprema

La religión puede definirse como un sistema de normas y valores humanos que se basa en la creencia de un orden sobrehumano (…) Las religiones sostienen que existe un orden sobrehumano, que no es el producto de caprichos o convenios humanos.

Las religiones universales y misioneras solo empezaron a aparecer en el primer milenio aC. Su aparición fue una de las revoluciones más importantes de la historia, e hizo una contribución vital a la unificación de la humanidad.

  Yuval Harari es lo suficientemente abierto e imaginativo para denominar “religiones” a todas las ideologías universalistas que buscan mejorar el comportamiento humano mediante el adoctrinamiento ético. Denomina a algunos de estos sistemas como "“religiones de ley natural”".

El budismo es la más importante de las antiguas religiones de ley natural (…)La edad moderna ha asistido a la aparición de varias religiones de ley natural nuevas como el liberalismo, el comunismo, el capitalismo, el nacionalismo y el nazismo.  (…) Se refieren a sí mismas como ideologías. Pero esto es solo un ejercicio semántico. Si una religión es un sistema de normas y valores humanos que se fundamenta en la creencia en un orden sobrehumano, entonces el comunismo soviético no era menos religión que el islamismo.

  El humanismo liberal figura, pues, como una de estas ”religiones de ley natural”, y es una “religión de ley natural” que ha derivado de la religión cristiana y cuyo primer gran logro político fue la Revolución de los Estados Unidos, con su reconocimiento de los derechos humanos:

Los americanos obtuvieron la idea de igualdad del cristianismo, que dice que toda persona tiene un alma creada divinamente y que todas las almas son iguales ante Dios.

  El triunfo de Occidente en el mundo entero a partir del siglo XVI se debió a una expansión de la confianza entre los individuos que incrementó las posibilidades de cooperación mutua y en consecuencia  permitió también incrementar el poder económico y reunir los recursos suficientes para el imperialismo mundial efectivo. Solo entre cristianos evolucionados (mil quinientos años después de Cristo) pudo generarse esa confianza mutua socialmente eficiente. Se necesitaron mil años de ensayos sociales de “prueba y error” de diferentes fórmulas que transcurrieron desde la caída del Imperio Romano cristiano hasta la aparición de las grandes monarquías europeas de la época del Renacimiento y la reforma protestante. Ésa es también la gran época de los banqueros.

Lo que permite que los bancos (y la economía entera) sobrevivan y prosperen es nuestra confianza en el futuro

La conquista europea del mundo fue financiada de manera creciente mediante créditos en lugar de serlo mediante impuestos (…) Nadie quiere pagar impuestos, pero todo el mundo está contento a la hora de invertir

Un país carente de recursos naturales, pero que goza de paz, un sistema judicial justo y un gobierno libre es probable que reciba  una elevada calificación crediticia.

  Al éxito financiero se sumó otra consecuencia indirecta del cristianismo: la adaptación tecnológica del pensamiento científico de la Antigüedad griega. Lo que para los griegos suponía un divertimento intelectual para la élite, pasa a aplicarse a la mejora económica. Los científicos e ingenieros desplazan a los artesanos.

La ciencia moderna se basa en (…) dar por sentado que no lo sabemos todo (…) Ningún concepto, idea  o teoría son sagrados ni se hallan libres de ser puestos en entredicho.

La ciencia moderna pretende obtener nuevos conocimientos. Esto lo hace reuniendo observaciones y después empleando herramientas matemáticas.

La ciencia moderna no se contenta con crear teorías. Usa dichas teorías con el fin de adquirir nuevos poderes, y en particular para desarrollar nuevas tecnologías.

  Aunque hoy podamos pensar que el cristianismo era intolerante y oscurantista, eso no fue exactamente así: los teólogos cristianos y las autoridades que los amparaban perseguían a paganos y herejes pero al mismo tiempo favorecían el estudio y la erudición para afirmar la fe. ¿Por qué lo hacían? Los chamanes, sacerdotes y sabios de las antiguas religiones no necesitaban de ello en absoluto: ellos disponían de la sabiduría revelada, ¿qué objeto podía tener entonces el estudio?

Los sabios del pasado, poseían la sabiduría que lo abarca todo.

  Los cristianos, sin embargo, habían asumido la universalidad del alma humana y el intelecto que implica: reconocían la duda y la búsqueda independiente de la virtud y la verdad. Tenían, pues, que convencer, y aunque pretendían estar seguros de la verdad de su doctrina, no podían evitar argumentarla.

  Al favorecer el estudio para promover la fe, las mismas autoridades cristianas estaban abriendo el paso a futuras herejías… El humanismo liberal ha sido la herejía cristiana que ha acabado desarbolando la misma creencia originaria en lo sobrenatural.

A partir del siglo XVIII, religiones e ideologías como el liberalismo, el socialismo y el feminismo perdieron todo interés por la vida después de la muerte.

  Los avances acontecidos en los últimos decenios de continua expansión de la ideología liberal (que abarca el sistema económico capitalista de mercado) han llevado a grandes logros sociales en buena parte directamente relacionados con los logros tecnológicos: inmenso aumento de la población mundial gracias a una no menos inmensa producción de alimentos baratos, espectaculares mejoras sanitarias, medios de transporte y acceso casi universal a la educación y a la formación técnica. Pero nada de eso habría sido posible sin los cambios culturales previos.

Por sí mismos, los mercados no ofrecen ninguna protección contra el fraude, el robo y la violencia. Es tarea de los sistemas políticos asegurar la confianza.

La principal promesa de los gobernantes premodernos era salvaguardar el orden tradicional o incluso retornar a alguna edad dorada perdida. En los dos últimos siglos, la moneda corriente de la política es que promete destruir el viejo mundo y construir en su lugar uno mejor.

La reducción de la violencia se debe en gran parte al auge del Estado. En toda la historia, la mayor parte de la violencia era resultado  de luchas locales entre familias y comunidades. (Incluso en la actualidad, el crimen local es mucho más mortífero que las guerras internacionales)

La nuestra es la primera época en la historia en la que el mundo está dominado por una élite amante de la paz

  Quizá Harari se equivoca en esto último: al fin y al cabo, el Imperio Romano (el mismo que acabaría haciéndose cristiano) ya idealizó la paz: la “Pax Romana”, y también el Imperio chino mantuvo ese ideal.

   Finalmente, Yuval Harari incluye en su libro diversas preocupaciones acerca de la civilización globalizada actual, entre las que destacan la destrucción del medio ambiente y el maltrato a los animales. Sin embargo, estos males no tienen otro origen que los residuos de irracionalidad que persisten en el mundo “humanista liberal”. Serían fácilmente resueltos por el gran poder económico y tecnológico que hoy poseemos. También poseemos ya medios de sobra para acabar con la pobreza y precariedad que subsisten, y con las últimas guerras y violencias.

   Pero estas cuestiones, así como el problema de asumir los avances en las novísimas tecnologías que nos esperan, son cuestiones culturales, y es por ello probable que necesitemos también de una nueva “creencia imaginada” para el futuro. Y tendrá que ser una bien buena, a la altura de las invenciones que los laboriosos científicos nos están preparando. Reflexionar acerca de cómo fueron los cambios pasados nos puede ayudar a afrontar estos cambios futuros.

lunes, 17 de noviembre de 2014

“Nuestra especie”, 1989. Marvin Harris

  He aquí por qué a mucha gente le gusta la antropología:

¿Sienten la misma curiosidad que yo por saber qué aspectos de la condición humana están inscritos en nuestros genes y cuáles forman parte de nuestra herencia cultural, en qué medida son inevitables los celos, la guerra, la pobreza y el sexismo, y qué esperanzas de sobrevivir tiene nuestra especie?

   Para averiguar cuál es la condición humana innata, tendríamos que conocer cuáles eran los instintos del hombre primitivo en “estado de naturaleza”.  Se  intenta reconstruir la naturaleza del “hombre primitivo” recurriendo a estudiar a los últimos pueblos cazadores-recolectores que han sobrevivido, así como los restos fósiles de la prehistoria, la psicología infantil, el comportamiento de los grandes simios con los que estamos emparentados e incluso los patrones psicológicos del comportamiento del hombre moderno. Las conclusiones varían.

  En términos generales, Marvin Harris considera  que el comportamiento humano primitivo a lo largo de los cientos de miles de años durante los cuales se fue constituyendo nuestro código genético se veía siempre condicionado por la necesidad de abastecerse de alimento. Es decir, que la vida no resultaba fácil, de modo que lo prioritario era asegurar la supervivencia diaria. No es una respuesta tan obvia como parece, porque algunos estudiosos han discutido que el hombre primitivo viviese en un mundo de escasez.

Después del 12.000 a.C., la combinación de cambios medioambientales y el exceso de caza provocaron la extinción de numerosas especies de caza mayor y redujeron el atractivo de los medios de subsistencia tradicionales. (…) Comenzaron hace más de trece milenios a explotar las variedades silvestres de trigo y cebada que allí crecían. A medida que aumentaba su dependencia de estas plantas, se vieron obligados a disminuir su nomadismo porque todas las semillas maduraban a un tiempo y había que almacenarlas para el resto del año. 

  El paso del nomadismo al sedentarismo es una de las cuestiones fundamentales que aborda la antropología. Hay una diferencia enorme entre una y otra forma de vida, y más allá de los escasos cinco o diez mil años de vida agrícola, el pasado de la existencia humana como cazador-recolector se prolonga hasta centenares de miles de años atrás en el pasado, de modo que sí podemos saber que el hombre originario era un cazador-recolector nómada y no un agricultor sedentario. Lo que no sabemos es cómo condicionaba esto su vida en común. Y no todos los estudiosos están de acuerdo acerca de por qué se llevó a cabo el cambio. Acabamos de leer una teoría, pero no es la única. Veamos las consecuencias sociales del cambio de nomadismo a sedentarismo según esta teoría que acabamos de leer.

Entre las bandas y pequeñas aldeas cazadoras y recolectoras de la prehistoria probablemente existía alguna forma de comunismo. Quizá ello no excluía del todo la existencia de propiedad privada. Las gentes de las sociedades sencillas del nivel de las bandas y aldeas poseen efectos personales tales como armas, ropa, vasijas, adornos y herramientas. [Pero]¿qué interés podría tener nadie en apropiarse de objetos de este tipo?

  Marvin Harris considera que en el nomadismo del cazador-recolector no se daban las condiciones económicas para la división social (ricos y pobres) que hoy conocemos y que los jefes o “grandes hombres” eran solo unos carismáticos distribuidores de alimentos que obraban, más que por codicia y deseo de supremacía efectiva, con el objeto de obtener prestigio.

¿Qué impulsaba a la gente a no escatimar esfuerzos con tal de poder vanagloriarse de lo mucho que regalaban? (…)La sociedad no les paga con alimentos, sexo o un mayor número de comodidades físicas sino con aprobación, admiración y respeto; en suma, con prestigio. Las diferencias de personalidad hacen que en algunos seres humanos la ansiedad de afecto sea mayor que en otros (una verdad de Perogrullo que se aplica a todas nuestras necesidades e impulsos). Parece verosímil, pues, que los cabecillas sean individuos con una necesidad de aprobación especialmente fuerte (probablemente como resultado de la conjunción de experiencias infantiles y factores hereditarios). (…) En un principio la redistribución servía estrictamente para consolidar la igualdad política asociada al intercambio recíproco. La compensación de los redistribuidores residía meramente en la admiración de sus congéneres

 Con esta explicación se descarta que en la forma de vida originaria se tolerase la superioridad de unos sobre otros habitual en las primeras civilizaciones agrícolas y se pone como ejemplo este testimonio del pueblo kung (“bosquimanos”), cazadores-recolectores que viven en las condiciones extremas del desierto del Kalahari

Cuando un hombre joven sacrifica mucha carne llega a creerse un gran jefe o gran hombre, y se imagina al resto de nosotros como servidores o inferiores suyos. No podemos aceptar ésto, rechazamos al que alardea, pues algún día su orgullo le llevará a matar a alguien. Por esto siempre decimos que su carne no vale nada. De esta manera atemperamos su corazón y hacemos de él un hombre pacífico.

  Para Harris está claro: fue una catástrofe ecológica la que forzó a los seres humanos contra su voluntad a abandonar la forma de vida tradicional, a volverse sedentarios y a alimentarse de cereales que, almacenados tras la cosecha, permitían sobrevivir todo el año. Surgiría entonces la acumulación de riqueza, los excedentes y la propiedad privada, y entonces, los jefes, que hasta aquel momento se conformaban con el prestigio, se dedicarían a acumular riquezas mediante estrategias abusivas.

  Cabe preguntarse (entre otras cosas) por qué los nómadas que antes ni siquiera toleraban la actitud de superioridad del mejor cazador, ahora toleraban vivir esclavizados y subalimentados.

Las excavaciones arqueológicas realizadas en enterramientos antiguos muestran casi siempre que las personas enterradas con los ajuares más ricos en joyas, vasijas, armas y otros símbolos de rango eran más altas que las personas enterradas en tumbas sin adornos.(…) Posiblemente porque la dieta del pueblo era diferente en calorías y proteínas (…)La situación en la actualidad es, en parte al menos, la contraria. Los pobres siguen siendo más bajos que los ricos, pero ahora son también más gordos. 

  Admitir la desigualdad inherente al mismo hecho de la civilización supone admitir un orden injusto que solo podía asegurarse mediante la violencia. Que esto surgiera por causa del sedentarismo y no estuviese basado en ninguna predisposición innata del comportamiento humano resulta sorprendente.

  El intercambio, la exhibición y la destrucción conspicuas de objetos de valor son estrategias de base cultural para alcanzar y proteger el poder y la riqueza. Surgieron porque aportaban la prueba simbólica de que los jefes supremos y los reyes eran en efecto superiores y, en consecuencia, más ricos y poderosos por derecho propio que el común de los mortales.(...) Al asignar participaciones diferentes a los hombres más cooperativos, leales y eficaces en el campo de batalla, los jefes podían empezar a construir el núcleo de una clase noble, respaldados por una fuerza de policía y un ejército permanente. Los hombres del común que se zafaban de su obligación de hacer donaciones a sus jefes, que no alcanzaban las cuotas de producción o se negaban a prestar su trabajo personal para la construcción de monumentos y otras obras públicas eran amenazados con daños físicos.

  Nada de esto se explica suficientemente. Sabemos que algunos pueblos cazadores-recolectores hacían enterramientos especiales con abalorios lujosos que solo podían suponer un privilegio  para algunos (se trataba de abalorios que para su elaboración requerían la inversión de muchas horas de trabajo). También sabemos que entre los cazadores-recolectores hay disputas por los territorios de caza y que muchos pueblos roban mujeres a sus vecinos y constituyen harenes para sus jefes. No resulta convincente que Harris se limite a presentar, para apoyar su teoría de unos orígenes pacíficos, a algunos ejemplos de pueblos primitivos muy igualitarios. Sobre todo si esos pueblos, como los kung o los esquimales, viven en entornos extremos, como son los desiertos. La etnografía ha mostrado una gran diversidad de comportamientos sociales entre los pueblos cazadores-recolectores, algunos más pacíficos que otros, otros más igualitarios que otros.

   También despierta alguna desconfianza la opinión de Harris acerca de las religiones:

Me gustaría poder decir que la aparición de las grandes religiones del mundo obedeció a la tendencia innata en nuestra especie de adoptar principios, creencias y prácticas espirituales y éticas cada vez más elevados y más humanos. Por el contrario, lo realizado en el transcurso de la historia por las grandes religiones de amor y misericordia constituye una refutación categórica de tal idea. Ninguna de las religiones incruentas ha tenido una influencia detectable en la incidencia o ferocidad de la guerra, y cada una de ellas está implicada en desoladoras inversiones del principio de respeto a la vida. En efecto, de no ser por su capacidad para auspiciar y alentar militarismos y mecanismos de duro control estatal, no habría hoy en el mundo ninguna religión de difusión universal.

   Resulta extraño que se discuta que las religiones incruentas hayan influido en una disminución de la ferocidad de las guerras. Las primeras civilizaciones tenían religiones cruentas en el sentido de que era habitual el recurso a los sacrificios, muchas veces de seres humanos, para aplacar a los dioses, y también solía practicarse el exterminio total del enemigo, como en los casos de Troya y Cartago. Todas estas civilizaciones eran guerreras. Las civilizaciones de religiones incruentas que vinieron después también han sido guerreras, pero no parece cierto que lo hayan sido en la misma medida (por ejemplo, solo los nazis, neopaganos, volvieron a la práctica del exterminio), ni mucho menos es cierto que se hayan expandido gracias a “auspiciar y alentar militarismos y mecanismos de duro control estatal”. El Imperio Romano logró imponer un notable periodo de paz durante más de tres siglos a extensos territorios, y esta paz (la Pax Romana) formaba parte de un ideal social y político. Fue probablemente por ello que el Imperio Romano acabó adoptando el cristianismo como religión oficial porque esta creencia obedecía a la necesidad cultural de una sociedad que aspiraba a la paz, de modo que el cristianismo no debió su mayor éxito al militarismo.

   Las guerras del mundo cristiano en la Europa que vino después pudieron ser muy espectaculares, tanto como los sobresaltos que periódicamente se daban dentro del Imperio chino inspirado por Confucio, pero suponían algo muy diferente a las guerras continuas de las sociedades neolíticas, quizá menos formidables porque implicaban estados más débiles, pero que no se detenían nunca, pues la guerra se encontraba culturalmente legitimada (como demuestra la existencia de dioses de la guerra, por ejemplo), a diferencia de las culturas de religiones incruentas, en las cuales la guerra no está legitimada y existe el ideal de la paz.

   Veamos ahora, también dentro de la visión de Marvin Harris acerca de “nuestra especie”, el caso de la diferencia entre el hombre y la mujer en lo que se refiere al comportamiento violento

Soy igualmente escéptico por lo que respecta a la teoría que postula una base-hogar primigenia atendida por hembras hogareñas cuyos compañeros de sexo masculino vagaban de aquí para allá en busca de carne. Considero mucho más probable que los machos, hembras y crías afarensis y hábilis recorrieran juntos el territorio formando una tropa y que las hembras no lactantes intervinieran activamente en las tareas de ahuyentar a los carroñeros, combatir a los depredadores y perseguir a las presas.

  Tal vez eso pueda ser cierto en lo que se refiere al ser humano originario (los primeros del género “Homo”), pero, cuando menos, al cabo de los miles de años transcurridos desde la aparición de las sociedades agrícolas y patriarcales es lógico pensar que se ha seleccionado sistemáticamente a las esposas más dóciles al igual que se ha hecho con los animales domésticos, de modo que es posible que el carácter de las mujeres en las sociedades agrícolas haya acabado siendo diferente al que era en las sociedades cazadoras-recolectoras originarias.

  Si es que tiene realmente base el supuesto de que se daba una igualdad sexual originaria entre los cazadores-recolectores…

Los hombres, no las mujeres, recibían entrenamiento para ser guerreros y, por lo tanto, para mostrar mayor arrojo y agresividad, y ser más capaces de dar caza y muerte, sin piedad ni remordimiento, a otros seres humanos. Los varones fueron seleccionados para el papel de guerreros porque las diferencias anatómicas y fisiológicas vinculadas al sexo, que favorecieron su selección como cazadores de animales, también favorecieron su selección como cazadores de hombres. 

    Esto viene a decir que las mujeres no eran (ni son ahora tampoco, supuestamente) menos agresivas: solo que, por su diferencia física (menor fuerza muscular), no se les daba la oportunidad de demostrar su agresividad en la guerra.

Una respuesta que no puedo aceptar es que la naturaleza femenina impide a las mujeres hacer a los hombres lo que éstos les han hecho a ellas. Esta idea (que, dicho sea de paso, sirve de inspiración común a sociobiólogos y feministas radicales) la desmiente el comportamiento de las mujeres respecto de los enemigos cautivos en sociedades matrilocales. Por ejemplo, los tupinambás del Brasil torturaban, desmembraban y devoraban a sus prisioneros de guerra. (…) Las mujeres participaban con entusiasmo en estas muertes por tormento: insultaban a los prisioneros atados, acercaban tizones a sus genitales y reclamaban a gritos trozos de carne cuando finalmente expiraban y eran cortados para ser devorados.(…) Mientras los hombres monopolizaron las armas y las artes de la guerra, las mujeres carecieron de los medios para mandar, degradar y explotar a los varones, en una imagen simétrica del patriarcado. Fue una falta de poder, no de rasgos masculinos, lo que impidió que las mujeres volvieran las tornas.

   Pero si esto fuera realmente cierto tendríamos datos, en las sociedades actuales, más libres, de que las mujeres ahora sí que pueden actuar agresivamente tanto como los hombres. Por ejemplo, en la delincuencia, en la reclusión carcelaria, en las disputas domésticas o alistándose en el ejército. Y no hay ningún dato que confirme esto, más bien lo contrario. Incluso los psicólogos infantiles comprueban que las niñas pequeñas, a medida que crecen y se feminizan por efecto del metabolismo de la pubertad, van desarrollando un comportamiento menos agresivo que el de los niños varones. Harris no considera ninguno de estos factores, quedándose en una anécdota aislada acerca de las siniestras costumbres de algunos pueblos guerreros.

 De forma parecida, Harris aborda la necesidad social del control del apetito sexual. Las mujeres tenderían a la promiscuidad sexual tanto como los varones.

Estimo que si dispusieran realmente de libertad para elegir, las mujeres decidirían mantener tantas relaciones como deciden mantener los hombres cuando tienen esa libertad. Por naturaleza, las mujeres poseen una capacidad para disfrutar del sexo con una variedad de hombres, como mínimo, idéntica al interés de éstos por tener experiencias sexuales con una variedad de mujeres.

  Los dictámenes de la psicología experimental actual tampoco van en ese sentido. Parece que, estadísticamente, las mujeres son menos excitables sexualmente y que, además, lo son de una forma más “plástica” que los varones, es decir, que sus tendencias sexuales dependen más del condicionamiento cultural que en el caso del varón. El varón “siempre piensa en lo mismo”, mientras que la mujer piensa menos en ello y lo ve de una forma más variada y flexible, más influenciable por las costumbres.

  Harris, por su parte, da una explicación económica moderna acerca del origen de las tendencias de control del comportamiento sexual

Como reacción a la perspectiva de una frustración generalizada de la reproducción, resultante de la transición de las economías agrarias a las economías industriales, los estratos sociales empleadores de mano de obra presionaron para que se promulgaran leyes que condenasen y castigasen severamente todas las formas de relación sexual no reproductora. El objetivo de este movimiento era convertir el sexo en un privilegio que la sociedad concediera exclusivamente a quienes fueran a utilizarlo para fabricar criaturas. La homosexualidad, ejemplo flagrante de sexo no reproductor, se convirtió, junto a la masturbación, las relaciones premaritales, las prácticas anticonceptivas y el aborto, en blanco principal de las fuerzas pronatalistas.

   Es una opinión que también despierta dudas. En las sociedades primitivas supuestamente libres, más tolerantes con la promiscuidad o la homosexualidad, se daban igualmente demasiados nacimientos no deseados (el sistema de control de natalidad habitual solía ser entonces el infanticidio). Además, la represión sexual ya comenzó con las sociedades agrarias, como la de los antiguos israelitas. Parece más probable que, según algunos psicólogos experimentales han comprobado, la represión de la vida sexual favorece una menor conflictividad dentro del grupo y ahorra tiempo para el trabajo. No es cierto que las necesidades sexuales sean estables: una cultura tolerante puede exacerbarlas.
 
  Como conclusión de "Nuestra especie" tenemos que el ser humano no estaría “programado” para el progreso humanista. Esto vendría a decir que si las condiciones económicas cambian, el comportamiento social cambiará con él: podríamos volver al paganismo, al canibalismo, al incesto e incluso a vivir de la caza y la recolección.

  Claro que, al final del libro, Marvin Harris parece contradecirse cuando aborda la cuestión del “difusionismo”:

La postura teórica denominada «difusionismo» (…) niega que, en conjunto, las gentes piensen y se comporten de manera similar ante situaciones similares, o que la historia pueda repetirse alguna vez. (…)Si bien el difusionismo aporta una explicación verosímil sobre el orden cronológico de aparición de los primeros Estados e imperios, no sucede así por lo que respecta al orden evolutivo en que se basa la aparición del Estado en cada región concreta.  (…) Implicaría que sólo existió un único centro de selección cultural y que el resto del mundo estuvo poblado de hombres embotados y de ideas fijas hasta recibir el estímulo de las sucesivas olas innovadoras que irradiaban desde el Próximo Oriente. 

  El “difusionismo” tiene una refutación única: la existencia en el planeta de lo que Harris mismo llama una “segunda Tierra” (la América precolombina):

Mucho tiempo después de que los descendientes de los primeros pobladores se hubieran extendido por las Américas y creado Estados basados en la agricultura, había vastas regiones tan meridionales como el río Amur, a un lado del estrecho de Bering, y California, al otro, que seguían habitadas por gentes que vivían más de la caza y recolección que de la agricultura. ¿Cómo pudo el conocimiento de la agricultura pasar por estas extensas regiones donde nadie se dedicaba al cultivo?

   Por tanto, no hubo difusión del descubrimiento de la agricultura en Próximo Oriente hasta América…

El proceso de domesticación de las plantas indígenas americanas se espació a lo largo de miles de años, durante los cuales los pueblos de la segunda Tierra fueron reduciendo su dependencia de la actividad cazadora y recolectora 

  Por lo que parece que sí existe un “progreso” característico del Homo Sapiens por lo menos hacia una forma de vida sedentaria, totalmente diferente a la que habían llevado nuestros antepasados durante centenares de miles de año. Los cazadores-recolectores de la América precolombina también evolucionaron de forma paralela a los cazadores-recolectores del resto del mundo. También ellos descubrieron la vida sedentaria y la agricultura, crearon dioses y reinos, e incluso momias y pirámides. Incluso la escritura y la literatura.

¿Hubieran acabado los habitantes de la segunda Tierra por encontrar nuevos usos a la rueda e inventado engranajes, mecanismos de ruedas, poleas y máquinas complejas hasta alcanzar su propia revolución industrial? Una buena razón para responder en sentido afirmativo es que dieron varios pasos decisivos en el terreno de la metalurgia. (…)También la invención de la escritura y de la numerología, así como sus logros en astronomía y matemáticas, hablan en favor de la tesis de que la ciencia y la tecnología de ambos mundos hubieran acabado convergiendo.

Así pues, la historia de la "segunda Tierra" demuestra la subyacente unidad de las divisiones físicas y culturales de nuestra especie y la aplicabilidad universal de los principios de la selección cultural, y rebate las posiciones tan en boga hoy en día sobre el carácter único e incomparable de cada cultura.

  Bien. Pero ¿no rebate esto también las ideas del propio Marvin Harris acerca de que las mujeres no son más pacíficas que los hombres, de que no se da un desarrollo religioso de tipo ético y de que no hay una tendencia civilizadora de reprimir la sexualidad?  Porque todas estas tendencias se han mostrado también en la América precolombina. También allí se reprimía la sexualidad, tampoco allí las mujeres eran tan violentas como los hombres e incluso en la sanguinaria cultura azteca ya existía un atisbo de “religión incruenta” que muy probablemente habría acabado desarrollándose tanto como la ciencia y la tecnología.

  Este debate es fundamental, en cualquier caso: si podemos rastrear un desarrollo civilizatorio común a toda la especie humana, su conocimiento nos puede también dar pistas a la hora de hallar el camino correcto para el futuro.

lunes, 10 de noviembre de 2014

“Presencias reales”, 1989. George Steiner.

  Para los arqueólogos, antropólogos y científicos cognitivos, la datación del origen de la mente autoconsciente coincide con la aparición de las pinturas rupestres. Que unos animales inteligentes fabricasen herramientas, dominasen el fuego e incluso que enterrasen a sus muertos puede explicarse por motivos prácticos: los animales nacen, se alimentan, se reproducen y mueren, pero ¿por qué hacer dibujos en las paredes de las cuevas?, ¿qué había comenzado a suceder dentro de sus mentes a partir de aquel momento? Éramos nosotros. Ya éramos nosotros.

  Esas maravillas de penetrante «mímesis» que son los bisontes de las paredes de Lascaux son invocaciones: sacaban la fuerza bruta y opaca del «estar-allí» de lo no-humano para someterla a la luminosa emboscada de la representación y la comprensión. 

  Existen numerosas teorías acerca del origen del arte, el fenómeno único en el universo de los seres vivos que señala de manera inequívoca nuestra propia naturaleza. En general, se suele relacionar con la selección natural en el sentido del desarrollo de la inteligencia: los individuos más capaces de profundizar en el gusto artístico, de hallar patrones de orden ocultos, serían también los más capacitados para las complejidades cognitivas de la vida social y, por lo tanto, serían también los más capaces para impulsar el progreso cooperativo.

  La visión particular del teórico de la literatura George Steiner no contradice este punto de vista.

Este estudio se propone sostener que la apuesta en favor del significado del significado, en favor del potencial de percepción y respuesta cuando una voz humana se dirige a otra, cuando nos enfrentamos al texto, la obra de arte o la pieza musical, es decir, cuando encontramos al otro en su condición de libertad, es una apuesta en favor de la trascendencia.

  ¿Trascendencia?

Hoy, la imaginación liberal se encuentra más o menos a sus anchas con el discurso múltiple de las incertidumbres. (…) Sospecha, en cualquier sed de absolutos, no sólo una simplicidad infantil sino los viejos y crueles demonios del dogma. Las relajadas ironías y liberalidades de esta posición son atractivas. Al mismo tiempo, bien pudiera ser que inhiban no sólo un acceso más profundo y vulnerable a la cuestión de la generación del significado y forma, sino de que sean el reflejo de cierta condición reducida de lo poético y del acto de creación en nuestra cultura (…). Son estas proposiciones las que deseo comprobar. Ello comporta dar otro paso, un paso más allá del buen sentido moral y de lo existencialmente empírico. Es un paso incómodo más allá de las palabras, donde la «turbación» debe servir, justamente, para forzar la inferencia más allá de las palabras. Trascendencia es otro nombre, casi técnico, de este paso. 

  En nuestro mundo liberal, ciertamente, se desconfía de lo absoluto por amor a la prosaica verdad. Y éste no era el mundo de quienes hicieron las pinturas de Lascaux. Éste no era el mundo del que surgimos. Aquel era un mundo trascendente, de absolutos y de espiritualidad. Un mundo de “presencias reales”.

Este ensayo (…) plantea que cualquier comprensión coherente de lo que es el lenguaje y de cómo actúa, que cualquier explicación coherente de la capacidad del habla humana para comunicar significado y sentimiento está, en última instancia, garantizada por el supuesto de la presencia de Dios. Mi hipótesis es que la experiencia del significado estético —en particular el de la literatura, las artes y la forma musical— infiere la posibilidad necesaria de esta «presencia real».

  Sí, de acuerdo, Dios no existe, pero el ser humano que creó el arte, creó también a Dios, –a muchos dioses, a espíritus, al “mana” primitivo al que se refieren los antropólogos-. ¿Puede existir la manifestación artística sin esa irracionalidad “trascendente” que desencadena la búsqueda del orden racional? Los animales no creen en Dios ni en lo trascendente, ¿podemos seguir siendo humanos ignorando eso?

No hay reflexión o creencia plausible que garantice Su presencia. Ni tampoco prueba inteligible alguna. Allá donde Dios se aferra a nuestra cultura, a nuestras rutinas del discurso, es un fantasma de la gramática, un fósil fijado en la infancia del habla racional

La pintura y la experiencia religiosa son lo mismo y lo que todos buscamos es el entendimiento y la comprensión del infinito

  George Steiner se halla en la angustia que une por igual a teístas y ateos: la necesidad de vivir una experiencia colectiva y a la vez íntima de relación con un “otro” abstracto, con la “otredad”. Al tiempo que aparecen las pinturas de Lascaux surgen también (no podemos dudarlo) la narración religiosa, la primera literatura (primero, oral) y el principal mecanismo de sabiduría de los antiguos, la mitología.

El mito ofrece al impaciente interrogar la más vívida percepción de la vecindad de nuestra experiencia cotidiana con la «otredad» en la vida y la muerte. En las literaturas y las artes antiguas, lo religioso y lo mítico están fundidos bajo la rúbrica común de lo mitológico. 

  Queremos saber. Creemos que podemos saber. Cuando Steiner comenta que “la imaginación liberal se encuentra más o menos a sus anchas con el discurso múltiple de las incertidumbres” se está refiriendo a que la incertidumbre, el “no saber”, amenaza con convertirse en algo despreocupadamente aceptado en los círculos ilustrados. Y que esto es un error gravísimo, porque si la imaginación, la creatividad, la sociabilidad surgieron para saber, ahora no podemos desnaturalizar nuestra intelectualidad negando el significado. No debemos aceptar tranquilamente el no saber.

   Toda esta polémica en la que interviene con vehemencia George Steiner toma su punto de partida del éxito de ciertas corrientes del pensamiento “negadoras del significado” que eran recientes cuando escribió el ensayo que nos ocupa. Una de ellas es el “deconstruccionismo”:

En el modelo postestructuralista y deconstructivo, es el lector quien produce el texto, el espectador quien genera la pintura. En la experiencia libre y la respuesta ontológicamente irresponsable del lector se puede jugar con el significado juegos que merezcan la pena.

Según los deconstruccionistas, el significado es indeterminado pero «investigable».

No hay acto primordial, autónomo y autogenerador de la invención o la formulación estética. Aquí la deconstrucción tiene toda la razón. Incluso la más radical originalidad ocurre dentro de un contexto

La deconstrucción nos enseña que, donde no hay «rostro de Dios» hacia el que pueda volverse el marcador semántico, no puede haber inteligibilidad trascendente o decidible

   Contestar o complementar el pensamiento deconstruccionista es un poco lo que quiere hacer Steiner al defender lo “real” y “trascendente” no solo en el arte, sino en general en el pensamiento humano. El deconstruccionismo y el postmodernismo son complejas filosofías aparecidas a finales del siglo XX que desarrollan el viejo existencialismo. En esencia, se trata de indeterminismo y relativismo: existe una mente humana que busca el conocimiento, pero no existe tal conocimiento porque el ser humano está limitado por su propia subjetividad. Solo existe el “juego”, lo “indeterminado pero investigable”.

  Para Steiner, sin embargo, el arte es la constatación de que existe una experiencia de la presencia. Hay una emoción compartida (el contexto, el metatexto, hablar de lo que se experimenta) que da lugar a creaciones sociales. Y es entonces cuando la realidad se hace presente. Por eso llegan a existir el contenido y el significado, a pesar de que las filosofías escépticas aseguren que todo es ilusión.

Me da la impresión de que no caeremos en la cuenta de la realidad de nuestra desvalidez, de nuestro desahucio de una humanidad central ante las recurrentes provocaciones de la barbarie política y la servidumbre tecnocrática, si no redefinimos, si no volvemos a experimentar la vida del significado en el texto, en la música y en el arte. 

   Para el “ciudadano culto medio” existe la sospecha de que la desaparición de la divinidad, del mundo de lo sobrenatural, nos deja en una soledad muy peligrosa. El ser humano, para enfrentarse al universo del conocimiento que le abrumaba (pues su “revolución cognitiva” le había llevado a un mundo muchísimo más complejo y profundo que el de los animales irracionales), hizo uso del recurso de “antropomorfizarlo” todo. Es decir, dio (en su mente) personalidad de aspecto humano a los animales, a los fenómenos atmosféricos, a los objetos que llamaban su atención. Finalmente, creó un “Dios” abstracto, más sofisticado que las anteriores entelequias, capaz de abarcar la emotividad más privada mediante su relación directa con el “alma” individual. Ahora, si el racionalismo no ha dejado nada de todo eso ¿cómo vamos a comprender entonces nuestra propia naturaleza, despojados de estas elaboraciones que nos fueron tan necesarias? ¿La trascendencia es una ilusión?, ni siquiera el racionalismo nos produce certeza, pues la fuente de la razón se pone en duda por una incertidumbre sistemática.

    A la “muerte de Dios” sigue, parece que inevitablemente, la “muerte del significado”. No hay por qués, no hay razones ni valores: todo lo que sentimos y comprendemos se ha producido ya en el contexto pero carece de esencia propia.

  ¿Y, sin eso, puede existir el arte (por ejemplo)?

Si mi intuición general tiene sustancia, la indiferencia a lo teológico y lo metafísico, a la cuestión de si los confines de lo pragmático y lo refutable de forma lógica y experimental son o no los de la existencialidad humana, significará una ruptura radical con la creación y recepción estéticas.  
Lo que afirmo es la intuición según la cual donde la presencia de Dios ya no es una suposición sostenible y donde Su ausencia ya no es un peso sentido y, de hecho, abrumador, ya no pueden alcanzarse ciertas dimensiones del pensamiento y la creatividad.

  Recordemos que se ha criticado al ateísmo por su equivalencia al teísmo. La agitación espiritual de la ausencia de Dios sería tan trascendente como la presencia de Dios. Si negamos el significado no podríamos contar siquiera ni con la emoción trascendente del ateísmo, y sería entonces cuando, según Steiner, ya no podrían “alcanzarse ciertas dimensiones del pensamiento y la creatividad”

El significado, los modos existenciales del arte, la música y la literatura son funcionales en el interior de la experiencia de nuestro encuentro con el otro. Toda estética, todo discurso crítico y hermenéutico, es un intento de clarificar la paradoja y la opacidad de ese encuentro y de sus felicidades.

  A primera vista, estas inquietudes acerca de la trascendencia parecen poco importantes. Se diría que se puede vivir muy bien sin tales cosas, incluso para quienes requieren de los bienes artísticos… Si el arte es una experiencia de la belleza, no necesitamos discursos trascendentes. Al fin y al cabo, todos apreciamos la belleza, pero son solo un puñado los críticos prestigiosos del arte de vanguardia. ¿Los necesitamos?

En caso de gozar de libertad de voto, el grueso de la humanidad elegirá el fútbol, la serie televisiva de sobremesa y el bingo por encima de Esquilo. Es una hipocresía fingir otra cosa (…)Toda valoración, toda «canonización» —observemos las persistentes analogías teológicas—, pertenece a la política del gusto. Estas políticas son, por definición, oligárquicas.

  George Steiner, en su empeño por hacernos comprender la auténtica naturaleza y necesidad del arte que implica la comprensión de la vida humana más allá del sujeto que queda aislado e incomunicado, nos propone un experimento mental:

Imaginemos una sociedad en la que esté prohibida toda conversación acerca de arte, música y literatura. En dicha sociedad, todo discurso, oral o escrito, sobre libros, pinturas o piezas musicales serios será considerado palabrería ilícita.

  En teoría, muchos iban a sentirse felices: se acabaron los presuntuosos pedantes que redactan los “cánones” según la “política del gusto”

No habría revistas de crítica literaria; ni seminarios académicos, conferencias o coloquios sobre este o aquel poeta, dramaturgo o novelista; ni revistas especializadas en Joyce o en Faulkner; ni interpretaciones ni ensayos sobre la sensibilidad en Keats o la fuerza en Fielding. 

Estoy imaginando una república contraplatónica en la que críticos y reseñadores han sido prohibidos; una república para escritores y lectores.

Estoy construyendo una sociedad, una política de lo primario; de inmediateces con respecto a los textos, las obras de arte y las composiciones musicales. El objetivo es un modo de educación, una definición de valores desprovista, en la mayor medida posible, de «metatextos»: textos sobre textos (pinturas o música), conversación académica, periodística y académico-periodística (el formato hoy día dominante) sobre estética. Una ciudad para pintores, poetas, compositores y coreógrafos, no para críticos de arte, literatura, música o ballet, estén en la plaza pública o en la Academia.

  ¿Por qué esto iba a ser un desastre, si se supone que el fin del arte es relajarnos y entretenernos, que el arte es para vivirse y experimentarse, no para hacer teorías sobre él?

  Pero sí que sería un desastre precisamente porque el arte, como la teología, como la religión es una de nuestras mayores oportunidades para desarrollar la inteligencia, para hacernos humanos. Porque sin Lascaux, nada en adelante hubiera sido posible… Si el ser humano no habla sobre el arte, entonces no habría valido la pena crearlo… Se trata de un fenómeno de comunicación esencial, con independencia de que su significado quede indeterminado.

La literatura y las artes (…) encarnan una reflexión expositiva, un juicio de valor, sobre la herencia y el contexto al que pertenecen. Ningún arte, literatura o música estúpidos perduran. La creación estética es inteligencia en sumo grado. La inteligencia de un artista importante puede ser la de la intelectualidad soberana. Las mentes de Dante o Proust se hallan entre las más analíticas y sistemáticamente informadas de las que tenemos constancia. Es difícil igualar la perspicacia política de un Dostoievski o un Conrad. (…) El pintor, escultor, músico o poeta importante relaciona la materia prima, las anárquicas prodigalidades de la conciencia y del subconsciente, con las latencias, a menudo inadvertidas e inexplotadas ante él, de la articulación. Esta traducción que convierte lo inarticulado y lo privado en la materia general de reconocimiento humano requiere una cristalización e inversión máxima de introspección y control. Carecemos de la palabra correcta para la estimulación y el gobierno excepcionales del instinto, para la ordenada utilización de la intuición, característicos del artista. Es obvio que está en acción una inteligencia de intensidad suprema, ya sea alojada en las manos de un escultor que tamborilea los dedos sobre la mesa, ya en los sueños de Coleridge. ¿Cómo no habría de ser esta inteligencia también crítica con sus propios productos y los que lo preceden? Las lecturas, las interpretaciones y los juicios críticos del arte, la literatura y la música ofrecidos desde el interior mismo del arte, la literatura y la música son de una penetrante autoridad, raramente igualada por los ofrecidos desde fuera, los presentados por el no creador, es decir, el reseñador, el crítico, el académico.

  En realidad, el hombre medio es capaz de percibir cómo se crea el pensamiento de una cultura a través de las inquietudes intelectuales de la élite que se ha creado por selección social. Los hombres inteligentes no pueden prescindir del arte, y el hombre común reconoce el valor de la inteligencia. De esa inteligencia de la élite ilustrada depende que se hallen nuevas fórmulas culturales que mejoren la vida de todos, por muy poco relacionado con nuestras vidas que todo esto pueda parecernos a primera vista.

El artista o el pensador excepcionales leen el ser de nuevo. Nosotros, paseantes domingueros, caminamos detrás de Rousseau. Hay nínfulas en nuestras esquinas desde Lolita de Nabokov. Este guión y esta pre-figuración por parte de lo imaginario no es un hecho dominante sólo en aquellas civilizaciones que consideramos técnicamente letradas. El poder de la narrativa oral y de las ficciones heredadas sobre las supuestas sociedades «primitivas» o iletradas es aún mayor. Estas sociedades casi pueden definirse como sociedades de recuerdo autorizado, de pre-scripción ritual.

La poesía, el arte y la música, nos ponen, en mi opinión, en contacto muy directo con aquello que no es nuestro en el ser.

«Misterio» es un término crucial para el razonamiento. No hay que retroceder ante él; debemos apremiarlo por su necesidad y definición.

Las mejores lecturas del arte son arte.

  De ahí la relevancia general de los cánones críticos, así como sucede, para el creyente, con la teología que es creada por las élites intelectuales. Y si el hombre común depende así de ellos… también el hombre de la élite, el crítico, el artista, el teólogo depende del interés común. Todo artista, para serlo, ha de estar “comprometido”. En realidad, no hay distanciamiento entre el mundo un tanto nebuloso de los estetas y el mundo visceral de las angustias del individuo común.

Toda tesis que sitúe, de manera teórica o práctica, la literatura y las artes más allá del bien y del mal es espuria (…)«El arte por el arte» es una consigna táctica, una rebelión necesaria contra la didáctica filistea y el control político pero, exprimida hasta sus consecuencias lógicas, es puro narcisismo.

No hay comentarista, crítico, teórico estético o ejecutante, por magistral que sea, que, hablando con toda sinceridad, no prefiera ser fuente de enunciado y creación primarios.

  Dos formulaciones finales:

El símbolo es reducido a forma 

Lo mítico sobrevive a su contenido

  Porque el símbolo contiene el significado y porque lo mítico supone la enseñanza. La elaboración cultural nos oculta a primera vista significados y enseñanzas.

  Percibimos la forma de los templos o la melodía de una canción, nos entretenemos con una ópera o viendo un western. Este tipo de manifestaciones nos llega solo como “arte”, sin contenido trascendente en apariencia. Llegan a operar sobre nosotros de forma inconsciente, pero si no fuésemos capaces de extraer tales contenidos y significados no podrían surgir nuevos creadores que los reelaboraran y los hicieran avanzar más allá.

  Así que si bien es cierto que podemos decir que no hay significados en el discurso porque predomina la incertidumbre y no la certeza, el mismo progreso humanista no podría existir si no buscáramos, mediante la crítica, mediante el estudio y la erudición una respuesta comprensible. Las “presencias reales” en el mundo de hoy pueden ser aún equivalentes a las de los teólogos medievales o a las del pintor de Lascaux.

lunes, 3 de noviembre de 2014

“La rectitud de la mente”, 2012. Jonathan Haidt

  Aunque el propósito de este libro podría considerarse que es justificar la división ideológica entre liberales y conservadores tan típica del sistema político estadounidense con ayuda de la psicología evolutiva (en un intento de redimir a los conservadores ante las élites más ilustradas), Jonathan Haidt recurre para ello a un estudio muy detallado del comportamiento moral humano que vale la pena conocer.

  Ante todo, se nos muestra que la capacidad humana de emitir juicios morales para determinar la rectitud del comportamiento no es una invención social, sino que forma parte de nuestra naturaleza innata.

Una obsesión por la rectitud (que lleva inevitablemente al autocontrol) es la condición humana normal. Es un rasgo de nuestro origen evolutivo

Nuestra mente sentenciosa hizo posible que los seres humanos y no los otros animales dieran lugar a grandes grupos, tribus y naciones cooperativos sin necesidad de que el vínculo de la estirpe los mantuviera unidos. Pero, al mismo tiempo, nuestras mentes sentenciosas garantizaban que nuestros grupos cooperativos estarían siempre malditos por la pugna moralista. Cierto grado de conflicto entre grupos podría incluso haber sido necesario para la salud y desarrollo de cualquier sociedad. 

  Continúa después Haidt con una llamativa comparación (no es invención suya) acerca de la auténtica naturaleza de nuestros juicios morales:

“Las intuiciones vienen primero, el razonamiento estratégico viene después”. Para explicar este principio uso la metáfora de la mente como un jinete (razonamiento) montado en un elefante (intuición), y sostengo que la función del jinete es servir al elefante.(…) El jinete es nuestra racionalidad consciente –la corriente de palabras e imágenes de las cuales somos del todo conscientes. El elefante es el otro 99% de nuestros procesos mentales que ocurren fuera de nuestra consciencia pero que en la realidad gobiernan la mayor parte de nuestro comportamiento.

  Así tenemos que Haidt se califica de “intuicionista”, tanto como también lo era su eximio predecesor David Hume. Se nos demuestra, bastante convincentemente, que los juicios morales del individuo tienen por origen inmediato las intuiciones, y que éstas responden tanto al propio temperamento innato como al condicionamiento cultural. Que la intuición predomine sobre la razón es, en el fondo, imprescindible a fin de poder contar con una toma de decisiones eficaz.

Imagine cómo sería su vida si en cada momento, en cada situación social, elegir lo correcto para hacer o decir fuese como elegir la mejor lavadora entre diez opciones, minuto a minuto, día tras día. Usted tomaría decisiones estúpidas.(…) El razonamiento requiere de las pasiones.

    Lo que, a partir de ahí, una vez tomadas las decisiones rápidas imprescindibles, pudiera hacer la razón, es bastante discutible. En cualquier caso, los juicios morales parecen seguir unos cuantos cauces prefijados que son regidos por la intuición bajo las condiciones variables del entorno cultural.

  Jonathan Haidt considera que hay unos seis valores de juicio innatos a nivel moral (se pueden también comparar a los sabores) y que es a partir de estos seis valores –o “sabores”- como se forman los sistemas morales en una sociedad determinada… o en un entorno cultural determinado (pueden coexistir diversas sub-culturas con sistemas morales diferentes dentro de una misma sociedad).

Las moralidades seculares occidentales son como guisos que intentan activar solo uno o dos receptores (sabores)- o bien preocupación por el daño y el sufrimiento, o bien preocupación por la amabilidad y la injusticia (juego limpio). Pero la gente tiene muchas otras poderosas intuiciones morales, tales como las que se refieren a la libertad, lealtad, autoridad y santidad.

  Enumerémoslas todas:

Cinco buenos candidatos para ser los  receptores de “sabor” de la rectitud de la mente son el cuidado o asistencia a los demás ("Care"), el juego limpio, la lealtad, la autoridad y la santidad.

  A esas cinco intuiciones morales básicas, se añade otra:

El fundamento moral Libertad/Opresión que yo propongo evolucionó en respuesta al desafío adaptativo de vivir en pequeños grupos con individuos que tenderían, si se les diera la oportunidad, a dominar, intimidar y coaccionar a otros. 

  Alcanzado este nivel de simplificación, veamos ahora cómo funcionan estos seis valores básicos dentro de la naturaleza humana estándar. Para ello tenemos que imaginar la existencia de una serie de “módulos” y “disparadores” a nivel emocional y cognitivo dentro de la mente de cada individuo.

Muchos animales reaccionan con miedo la primera vez que ven una serpiente porque sus cerebros incluyen circuitos neurales que funcionan como detectores de serpientes. (…) Un modulo cognitivo evolucionado –por ejemplo, un detector de serpientes, un dispositivo de reconocimiento de rostros- es una adaptación para un tipo de fenómenos que presentan problemas u oportunidades en el entorno ancestral de la especie. Su función es procesar un tipo dado de estímulo o información.

  Es decir, los animales (también los humanos, por cierto) cuentan con módulos cognitivos innatos que reaccionan emocionalmente (disparador) cuando los sentidos detectan una serpiente. Los valores morales funcionan aproximadamente igual. Los seis valores morales que describe Haidt (Cuidado, Juego Limpio, Autoridad, Lealtad, Santidad y Libertad) son módulos cognitivos que se disparan emocionalmente cuando se detecta en nuestro entorno una conducta inequívoca referida a ellos que se considera como amenaza.

Las emociones se producen por pasos, el primero de ellos es la apreciación de algo que acaba de suceder basada en el principio de si hace avanzar o entorpecer que uno alcance sus fines. Estas apreciaciones son un tipo de procesamiento de información; son cogniciones.

  Cada uno de estos seis valores morales tendría su origen en el comportamiento del Homo Sapiens ancestral, consolidado por milenios de evolución y selección natural.

  Lo que llama Haidt “Cuidado” (Care) se refiere a la tendencia innata humana de asistirnos y auxiliarnos los unos de los otros (puede estar relacionada en origen con la maternidad y paternidad, el condicionamiento por la larga y compleja crianza de los bebés humanos), el “Juego Limpio” (Fairness) se refiere a una interactuación proporcionada y empática entre individuos. Es también asistencia, pero no ante un individuo pasivo, sino ante un semejante activo de quien esperamos una apreciación de nuestra ayuda.

Todo el mundo se preocupa acerca del juego limpio, pero lo hay de dos importantes clases. Para la izquierda política, juego limpio frecuentemente implica igualdad, pero en la derecha implica proporcionalidad –la gente debería ser recompensada en proporción a lo que ellos pueden contribuir, incluso si eso garantiza rendimientos desiguales.

  Aquí ya podemos detenernos en la crítica de Jonathan Haidt referida al pensamiento “izquierdista” o “liberal” (en el sentido estadounidense) que, según él, sería como un guiso en el que contaran solo dos sabores (valores): el del altruismo o cuidado por el bienestar ajeno, y el del juego limpio en la interactuación. En cambio, la moralidad conservadora daría una importancia igual a los valores de autoridad, lealtad, santidad y libertad.

  Los valores de autoridad y lealtad pueden parecernos propios de la disciplina militar, vitales para la vida propia de los grupos de hombres primitivos, en guerra permanente contra grupos rivales. Para que el grupo se mantenga unido y triunfe, debe someterse a la autoridad (aunque ésta no parezca cuidar de nosotros, ni jugar limpio siempre) y también fomentar la lealtad por el grupo mismo, no por cada uno de los individuos.

Autoridad no debe ser confundido con poder. Incluso entre los chimpancés, donde las jerarquías de dominio son de hecho relacionadas con el puro poder y la capacidad para infligir violencia, el macho alfa desempeña algunas funciones benéficas, tales como asumir el control: resuelve algunas disputas y suprime muchos de los conflictos violentos que surgen cuando no existe un claro macho alfa.

  Haidt nos asegura que estos valores siempre serán necesarios:

Cuando hablo a audiencias liberales sobre las tres fundamentaciones “vinculantes” –lealtad, autoridad y santidad- encuentro que muchos de la audiencia activamente rechazan estas preocupaciones como inmorales. La lealtad a un grupo restringe el círculo moral; es la base del racismo y la opresión. Autoridad es opresión. Santidad es una superchería religiosa cuya única función es suprimir la sexualidad femenina y justificar la homofobia.

  Hagamos una salvedad en lo que se refiere a “santidad”, porque los “liberales” también han creado valoraciones de “santidad” en temas como los derechos humanos.

El fundamento de la santidad nos hace fácil contemplar algunas cosas como “intocables”, tanto en un mal sentido (porque algo está tan sucio o contaminado que queremos mantenerlo lejos) como en un buen sentido (porque algo es tan sagrado, que queremos protejerlo de la profanación )(…) Cualquiera que fuesen sus orígenes, la psicología de lo sagrado ayuda a vincular a los individuos en comunidades morales.

  Esta idea de la “santidad”, de lo “sagrado” o “intocable”, parece un fundamento del comportamiento moral en todas las culturas y puede adaptarse a casi cualquier creencia (líneas rojas que no pueden sobrepasarse, acciones intolerables).

Los liberales son frecuentemente suspicaces en lo que se refiere a los llamados a la lealtad, la autoridad y la sacralidad, si bien ellos no rechazan estas intuiciones en todos los casos (piénsese en la santificación de la naturaleza)

   Lo que resulta más discutible es lo referente a los otros dos valores “vinculantes”, los de autoridad y lealtad. Jonathan Haidt no resulta convincente en su defensa.

Los conservadores creen que las personas son inherentemente imperfectas y están predispuestas a actuar mal cuando se han eliminado todas las coerciones y garantías.

   Es decir, que partiendo de una visión fatalista de la condición humana (siempre predispuestos a actuar mal) se justifica que se coarte a los potenciales transgresores y se alienta a mantener el grupo unido mediante la garantía de la autoridad y la lealtad. Esto favorece a quienes detentan la jefatura dentro de la organización jerarquizada (la autoridad a la que los que obedecen han de ser leales) así que uno se pregunta: ¿no pondrán ellos algo de su parte para mantener esta situación, incluso cuando no sea necesaria, y por eso les interesa hacer creer que las personas son inherentemente imperfectas y están predispuestas a actuar mal?

  Haidt tiene más argumentos por el mismo estilo…

Cualquier cosa que vincula a la gente en densas redes de confianza hace a la gente menos egoísta.

   Esto nos retrotrae siempre a la Horda de Homo Sapiens (y de chimpancés), con el macho alfa y la cohesión de grupo… que incluye la eliminación de los disidentes (desleales).

Necesitamos a los grupos, amamos a los grupos y desarrollamos nuestras virtudes en grupos, incluso si estos grupos necesariamente excluyen a los no miembros. Si destruyes todos los grupos y disuelves toda la estructura interna, destruyes tu capital moral (base de la confianza).

   Pero se nos ocurre que una confianza basada en las coacciones de la autoridad y de la lealtad quizá no sea tan deseable como lo sería una confianza basada en la mutua empatía y en creencias culturales del tipo “Cuidado” (o Altruismo) y “Juego Limpio”. Y estas también están arraigadas en los instintos. También podrían ser aceptables para un intuicionista.

El ámbito de la moral varía según la cultura (…)La gente tiene a veces sentimientos viscerales, particularmente hacia el asco y la ofensa, que pueden dirigir su razonamiento. (…) El aprendizaje cultural o guía debe jugar un papel más importante del que le han dado las teorías racionalistas.

  El aprendizaje cultural puede basarse en presupuestos racionalistas a fin de diseñar una cultura que fomente las intuiciones altruistas. ¿No es éste el papel tradicional de las religiones, sobre todo en el caso de las religiones doctrinales, que parten de presupuestos moralistas de tipo racional?

La religión es (probablemente) una adaptación evolutiva para unir a los grupos y ayudarlos a crear comunidades con una moralidad compartida

 El diseño de los diferentes sistemas morales de cada una de las culturas es variable y esta variación (en las intuiciones) puede ser comprendida hoy de forma racional, de la misma forma que era comprendida en el pasado de forma intuitiva (una intuición comunitaria acerca de las intuiciones individuales) mediante la propagación de nuevas doctrinas morales… normalmente mediante estrategias religiosas

¿La gente cree en los derechos humanos porque tales derechos existen realmente, como verdades matemáticas, sentadas en un estante cósmico junto con el teorema de Pitágoras solo esperando que sea descubierto por razonadores platónicos? ¿O la gente siente repulsión y simpatía cuando leen relatos sobre tortura, y entonces inventan una historia sobre los derechos universales para justificar sus sentimientos? 

  Para que la gente sienta repulsión y simpatía cuando leen relatos sobre tortura tiene que darse alguna circunstancia más aparte del acto de leer el relato (los romanos que acudían a los crueles espectáculos de sus circos no sentían despertar en ellos sentimientos acerca de los derechos humanos). Los sentimientos tienen un origen más complejo, y aunque los derechos humanos no se descubren mediante el razonamiento, tampoco surgen espontáneamente como intuición.

  Estando el intuicionismo acertado en general, lo que no se puede negar es que, a lo largo de la geografía y de la historia, los “centros emotivos” de los cerebros de los individuos que viven en diferentes culturas han dictado diferentes sentimientos morales en forma de las correspondientes intuiciones, y que el origen de estas modificaciones de lo intuitivo se encuentra, en buena parte, en procesos racionales que dan lugar a fenómenos culturales complejos que en general toman forma simbólica.

La variación cultural en moralidad puede ser explicada en parte por considerar que las culturas pueden comprimir o expandir los disparadores reales de cualquier módulo. Por ejemplo, en los pasados cincuenta años, la gente en muchas sociedades occidentales ha llegado a sentir compasión en respuesta a muchas clases de sufrimiento animal, y ha llegado a sentir asco en respuesta a muchas menos clases de actividad sexual. Los disparadores reales pueden cambiar en una sola generación, incluso cuando podría llevar generaciones de evolución genética alterar el diseño del módulo y sus disparadores originales.

  Por lo tanto, un intuicionista debería no predicar el conformismo, como hace Haidt, sino utilizar sus conocimientos para difundir más ambiciosos métodos de control de estos mecanismos emocionales –módulos, disparadores, valores- a través de los cuales se manifiestan, como intuiciones, las diversas variables de sistemas morales.

   Es racional, por ejemplo, que busquemos disminuir la agresividad para fomentar la cooperación, y está en nuestra capacidad contribuir a ello, puesto que sabemos racionalmente que los disparadores reales pueden cambiar en una sola generación. Esto puede acabar llegando a los módulos emotivos de la mente del ser humano si se utilizan estrategias psicológicas de seducción que pueden ser las propias de la religión (historias míticas, adoctrinamiento, oración, liturgias, rituales…), o bien la influencia más gradual de la educación o cualquier nueva estrategia que pueda descubrirse en el futuro. No estamos indefensos ante las intuiciones porque podemos diseñar –racionalmente- estrategias de aprendizaje y reaprendizaje que modifiquen sus manifestaciones.

  El "izquierdismo" (no queda claro a qué llama Haidt de esta forma) tiene razón en el sentido de que los valores de Cuidado y Juego Limpio son necesarios por encima de los que son de tipo negativo: la libertad sirve para evitar que te opriman otros seres humanos, la lealtad sirve para que otros te ayuden a defenderte del ataque de otros seres humanos, la autoridad sirve porque también nos ayuda a defendernos de la misma amenaza de otros seres humanos y decretar la sacralidad de ciertas cosas nos defiende de la desconsideración por parte de otros seres humanos; es decir: se trata de valores importantes solo en la medida en que los otros seres humanos carecen de una fuerte implicación emocional con respecto a los valores positivos del “Cuidado” y el “Juego Limpio”. Si la cultura humana de nuestro entorno se guiara meramente por intuiciones de “Cuidado” y “Juego limpio”, no necesitaríamos para nada de sacralidad, autoridad, lealtad ni libertad.

  En los valores “liberales” el ser humano es la solución del otro ser humano. En los valores más “conservadores” el ser humano es el problema para el otro ser humano.

  Pero el “izquierdismo” (o “liberalismo”) se equivoca a la hora de utilizar medios políticos para intentar promover una humanidad que se guíe solo por los valores de cuidar de los demás y cooperar amistosamente con los demás. Esto no puede hacerse ni con prohibiciones legales (política) ni con voluntarismo. Solo puede lograrse mediante la transformación genuina de los mencionados módulos y disparadores neurales que funcionan a nivel intuitivo (aprendizaje y reaprendizaje). Los cambios a este nivel del comportamiento no tienen mucho que ver con el ámbito de lo político sino con la psicología más privada que todos compartimos y en la que las diferencias entre individuos llegan a nivel temperamental. Solo considerando la naturaleza de este ámbito podemos considerar cómo operar sobre él, sea modificando el entorno material (creando más riqueza, por ejemplo), o interviniendo directamente en las mentes mediante estrategias psicológicas (como hacen la religión y la educación).

El nivel más básico de nuestras personalidades, llamado “rasgos disposicionales”, es la variedad de amplias dimensiones de la personalidad que se muestra en situaciones muy diferentes y que es bastante consistente desde la infancia hasta la edad adulta. Se trata de rasgos tales como sensibilidad a la amenaza, búsqueda de la novedad, extraversión y conciencia. Estos rasgos no son módulos mentales que algunas personas tienen y de las que otros carecen, sino que son más bien como ajustes en los mandos de los sistemas neurales que todo el mundo posee. 

  Haidt nos explica que existe cierta correspondencia entre tales rasgos y las opciones morales. Una de las características de las doctrinas morales –especialmente las religiosas- es que seleccionan individuos influyentes con tales rasgos para fortalecer sus propios modelos culturales o subculturales: pensemos en el caso de frailes y sacerdotes.

  Quizá el camino esté ahí: cómo crear (racionalmente) subculturas modernas, coherentes y efectivas, que funcionen en base a los valores morales más positivos, de forma que acaben evolucionando por sí mismas e influyendo a la larga en el conjunto de la sociedad. Todas las religiones moralistas de tipo compasivo, tan exigentes en el desarrollo de los módulos de “Cuidado” y “Juego limpio”, acabaron creando instituciones de tipo monástico como forma de estimular el desarrollo del autocontrol bajo condiciones únicas. Este proceso es probablemente responsable de buena parte de los éxitos del progreso social en Occidente y el mundo.

  Jonathan Haidt ha puesto el ejemplo del cambio de módulo en el caso de la aceptación social del maltrato a los animales. También se puede poner el ejemplo de las burlas que antes se hacían a los minusválidos o a los homosexuales. Nada de eso ha surgido de iniciativas políticas. Simplemente, han cambiado “las costumbres” y, si acaso, la política, como un factor más, ha contribuido a extender y reconocer el cambio (venciendo las resistencias de algunos más reacios).

La variación cultural en moralidad puede ser explicada en parte por considerar que las culturas pueden comprimir o expandir los disparadores reales de cualquier módulo.

  Por tanto, se debería trabajar en la medida de lo posible para influir en tales variaciones culturales teniendo en cuenta las más sutiles implicaciones del comportamiento privado a la hora de afrontar los cambios en módulos y disparadores.

  Existe hoy la expectativa de que el fenómeno persistente y progresivo de la educación, la ilustración y el progreso tecnológico lleven a ello al cabo del tiempo. Pero la herramienta más potente para tales cambios, cuya eficacia está contrastada por el registro histórico, es la religión. Porque la descripción de religión por parte de Jonathan Haidt es incompleta, al fijarse únicamente en que es favorecedora del grupalismo.

Nosotros los humanos tenemos una extraordinaria habilidad para cuidar de las cosas más allá de nosotros mismos, para abordar esas cosas junto con otras personas y en el proceso vincularnos en equipos que pueden perseguir proyectos más grandes. La religión es sobre todo esto. Y, con unos pocos ajustes, también la política es sobre esto. 

  No. La religión no es “sobre todo” eso. La religión, sí, une a los individuos, al igual que puede hacerlo cualquier estructura identitaria que fomente el grupalismo (de tipo territorial, lingüístico, racial, gremial…), pero lo que a la religión le da su extraordinario poder para influir en el comportamiento humano es su capacidad para crear efectos emocionales automáticos, de tipo afectivo, dentro de cada individuo a partir de un entramado simbólico de índole ética. La aparición de las “religiones compasivas” hace dos mil quinientos años (el budismo y el cristianismo, sobre todo) supuso una transformación gradual de los módulos y disparadores de la mente humana a nivel moral (por supuesto, la aparición de estas religiones compasivas surgió a su vez como algo que era demandado por una sociedad que se había hecho más compleja, sobre todo por el aumento del tamaño de las ciudades).

  El gran poder de la religión para unir a los individuos en grupos radica en que los individuos se acercan a ella en la esperanza (racional) de que las estrategias religiosas nos harán mejores como individuos en cuanto a nuestras relaciones interpersonales.

En el trabajo voluntario la gente religiosa hace mucho más que la gente secular,  y la mayor parte de este trabajo es hecho por sus organizaciones religiosas, o al menos se hace a través de ellas. Hay también alguna evidencia de que la gente religiosa se comporta mejor en experimentos de laboratorio –especialmente cuando ellos trabajan los unos con los otros. (…)El sentido común nos diría que cuanto más tiempo y dinero dé la gente a sus grupos religiosos, menos les quedaría para todo lo demás. Pero el sentido común resulta estar equivocado (…) Por supuesto que la gente religiosa da mucho a la caridad religiosa, pero ellos también dan tanto o más que la gente secular a la caridad secular. (…) La única cosa que está poderosamente y de manera fiable asociada con los beneficios morales de la religión es cómo de implicada estaba la gente en sus relaciones con sus correligionarios. Son la amistad y las actividades de grupo, llevadas a cabo dentro de una matriz moral, lo que enfatiza el desprendimiento. Eso es lo que saca lo mejor de la gente.

La principal forma en que podemos cambiar nuestras opiniones en cuestiones morales es al interactuar con otra gente.

  Precisamente, por basarse en su capacidad para mejorar las relaciones interpersonales, las religiones pueden influir en la moralidad desarrollando nuestras intuiciones de “Cuidado” y “Juego limpio”. El cristianismo no ganó la carrera a las otras religiones que competían en el Imperio Romano por la brillantez teórica de su doctrina, sino porque sus presupuestos doctrinales eran los que más facilitaban el establecimiento de redes sociales basadas precisamente en los dos valores mencionados que Haidt asigna a los “liberales”.

   Haidt también malinterpreta interesadamente otra evidencia del comportamiento moral humano:

La naturaleza de la selección de grupo es suprimir el egoísmo dentro de los grupos para hacerlos más efectivo al competir con otros grupos.

  El suprimirse el egoísmo dentro de los grupos de acuerdo con un instinto ancestral de competencia entre grupos no implica necesariamente una competencia real entre grupos en el mundo de hoy. Los primeros cristianos, por ejemplo, desarrollaron fantasías doctrinales efectivas como la lucha contra el pecado y el Diablo (del tipo “odiar el delito y compadecer al delincuente”). Pensemos también en la ambigüedad del concepto islámico de “yihad”, la guerra santa del creyente que lo mismo puede significar la guerra efectiva contra los infieles como la guerra metafórica del hombre virtuoso contra el pecado.

  Una concepción superficial de la religión como mero “pegamento grupal” nos equivoca por completo a la hora de identificar un factor decisivo para el cambio de tipo moral.

Sería hermoso creer que los humanos estuviéramos diseñados para amarnos los unos a los otros incondicionalmente. Bonito pero bastante improbable desde una perspectiva evolutiva. El amor localista, dentro de grupos, amplificado por la similaridad, un sentido de destino compartido y la supresión de los parásitos, puede ser lo más que podemos lograr.

  Este planteamiento tendencioso contradice incluso la idea de que los seres humanos siguen evolucionando culturalmente. Y, por lo demás, no sorprende nada en lo que tiene de conservador. También los más brillantes moralistas del siglo XVIII  (Voltaire o Jefferson) concebían imposible superar ciertos límites en las libertades (por ejemplo, el sufragio universal, la igualdad racial o de las mujeres, la prevalencia del interés público sobre la propiedad privada) que hoy están ya sobradamente alcanzados.

  Desde una perspectiva evolutiva vemos que ya se han producido enormes cambios culturales a nivel moral en el pasado, de modo que desde una perspectiva evolutiva otros enormes cambios culturales a nivel moral podrán producirse en el futuro. Y es muy probable que tendrán poco que ver con la política.

  En determinadas culturas se han establecido marcos éticos que favorecen el racionalismo también a nivel intuitivo. Es decir, que se han hecho necesarias la apariencia y la reputación de ser racionales. El cristianismo, por ejemplo, predica la bondad, pero también el juicio recto, ya que los mandamientos y obras de misericordia evangélicos funcionan a modo de corolarios y premisas de los cuales han de derivarse racionalmente todos los demás mandatos morales.

Juicios razonados independientes son posibles en teoría pero muy raros en la práctica (…) La razón es el sirviente de las intuiciones

   Sin embargo, podemos educar racionalmente a nuestras intuiciones. La psicoterapia (que equivale al reaprendizaje emocional) es un buen ejemplo de ello: un hombre fumador asume racionalmente los inconvenientes de su hábito, pero no puede reprimir su compulsión. Entonces, por su propia decisión racional, acude al psicoterapeuta para que le asista y así, haciendo uso de una serie de estrategias, se consiga el cambio de suprimir las intuiciones que racionalmente ya había juzgado erróneas. El resultado al final –si se hace bien- logra convertir  en intuitivo lo que en un principio era "solo" racional.

   La religión es en buena parte un método tradicional de hacer lo mismo: los reyes amparaban a los frailes y sacerdotes con la idea de que su predicación ayudaría a hacer a sus súbditos más pacíficos, productivos y cooperativos.

    El ateísmo no contradice la religión. La religiosidad también puede ser atea de la misma forma que un psicoterapeuta ateo puede recomendar a un paciente creyente que rece para que Dios le dé fuerzas en la empresa de reeducar sus emociones. La religión es esencialmente el método, la estrategia (que incluye creencias, sensibilidades y estilo de pensamiento), mientras que las elecciones políticas, a las que tanta importancia le da Haidt en su estudio de la moral, suponen poco más que una consecuencia secundaria de las intuiciones morales preexistentes. El marxismo soviético no logró cambiar el comportamiento moral de los ciudadanos mediante la política pese a que pretendía exactamente eso (dar paso al “hombre nuevo”).

    El hecho es que las diversas sociedades humanas, a lo largo del tiempo y del espacio, muestran una gran variedad de sistemas morales. Esos cambios, pues, llegan a darse… aunque Jonathan Haidt no parece muy interesado en averiguar cómo podemos influir en que se sigan dando. Sí sabe (y nos lo demuestra) que la política no influye gran cosa en ello, pero a partir de ahí adopta una actitud conformista y no aporta luz alguna en cuanto a alternativas.