miércoles, 5 de diciembre de 2018

“Ultrasociedad”, 2016. Peter Turchin

Este libro es acerca de la ultrasocialidad –la capacidad de los seres humanos para cooperar en grandes grupos de extraños, grupos que van desde pueblos a ciudades hasta naciones y más allá-.

    Ultrasocialidad implica una capacidad superior para la cooperación. La cooperación no es algo raro en el reino animal (las manadas de lobos, las bandadas de pájaros, los cardúmenes de peces…) pero se distinguen dos tipos especiales de tal capacidad.

Debido a que los dos caminos son tan diferentes, la mayor parte de los biólogos usan el término eusocialidad (verdadera socialidad) para los insectos sociales y ultrasocialidad (extrema socialidad) para los humanos.

    La ultrasocialidad implica una riqueza indeterminada de formas de cooperación diferentes, lejos de la estructura rígida que es propia, por ejemplo, de los insectos sociales (recordemos que los animales eusociales son todos parientes directos entre sí). Hasta qué punto puede llegar la capacidad cooperativa del Homo Sapiens es algo que todavía no podemos saber. Desde el origen de las bandas de cazadores-recolectores (no muy diferentes a las de los grandes simios) hasta la enorme comunidad internacional actual se han producido cambios asombrosos pero en nuestros tiempos la fantasía humana informada por la ciencia nos ofrece perspectivas aún más asombrosas para el futuro…

     En cualquier caso, lo que el profesor Turchin nos cuenta en su libro, muy documentado y muy actualizado con la lectura atenta de las últimas teorías, es acerca de los mecanismos que impulsan la cooperación. Mecanismos que han estado activos en el pasado y que, generando resultados de muy diferente apariencia, siguen activos hoy.

  Pensamos comúnmente que, en tanto que en la vida humana siempre se dan insatisfacciones, la cooperación puede ayudarnos a resolverlas… pero no es ése el camino que muestra la historia humana. En términos generales, las culturas se adaptaban a sus carencias con sus estrategias tradicionales, dando lugar a un previsible conformismo, de modo que la idea de usar la cooperación para resolver las insatisfacciones cotidianas es más bien moderna. Turchin considera que en el pasado solo circunstancias extremas han podido empujar a las sociedades a probar nuevas estrategias de cooperación. Y la circunstancia extrema capital siempre ha sido la guerra.

   Pero eso no es tan negativo como suena.

Fue la competición y el conflicto entre los grupos humanos lo que impulsó la transformación de las pequeñas bandas de cazadores-recolectores en grandes naciones-estado. (…) La guerra destruye y crea. Es una fuerza de destrucción creativa (…) Y hay buenas razones para creer que acabará por destruirse a sí misma y creará un mundo sin guerra.

   Porque lo que la guerra ha puesto en marcha ha sido no tanto formas más mortíferas para realizarla, sino medios cooperativos que permiten ganarla (la guerra es un medio para un fin, no un fin en sí…).

Mucha gente, incluido yo mismo, piensa que la guerra no es útil en absoluto. La guerra es maligna. Pero a veces es un mal menor. Cuando la alternativa es la muerte, la esclavitud, o la obliteración de la identidad cultural, mucha gente elige luchar, si bien no hay nada bueno en ser forzado a hacer tal elección. Aunque no todo el mundo siente lo mismo. Ahí están aquellos que glorifican la guerra y abogan por una “musculosa” política exterior que use la guerra como “una continuación de las relaciones políticas llevadas a cabo con otros medios”

    Por otra parte, sí es cierto que la guerra es la continuación de la violencia humana mediante medios más efectivos. Porque la violencia humana no la ha inventado la guerra entre estados. Todos los animales son violentos, todos compiten entre sí por los recursos, y las bandas de lobos y de chimpancés también pueden llegar a exterminarse unas a otras. Por eso no debe sorprendernos el que, antes de que aparecieran las sociedades agrícolas, los cazadores-recolectores ya se matasen entre sí.

Los huesos que tienen marcas de fracturas infligidas por otros humanos son sorprendentemente comunes considerando la escasez de restos homínidos tempranos (…) A lo largo de la historia de nuestra especie, la violencia interpersonal, especialmente entre varones, ha sido prevalente.

   En cuanto a la guerra (la guerra entre grupos), hemos de volver a lo mismo: la guerra se hace –salvo en casos excepcionales- para ganarla, no para perpetuarla, y sucede que, un tanto accidentalmente, buscando medios para ganar las guerras, las sociedades han descubierto las posibilidades de la paz. Porque la meta de ganar una guerra equivale a la seguridad, y la mayor seguridad es que no se produzcan más guerras. De modo que no es paradójico que la guerra llegue a convertirse en un fenómeno más de “destrucción creativa”. Destrucción, sí, pero creativa en el sentido de que puede llevar a mejores fórmulas de cooperación. Y entonces, al final, lo que puede quedar destruido es la misma guerra. Veamos cómo.

  Para ganar las guerras, sobre todo en una época primitiva de la civilización –más bien, los comienzos de la civilización-, lo primero y más importante es contar con más combatientes que el enemigo.

En cualquier estadio, un tamaño mayor era una ventaja en la competición militar contra otras sociedades (…) La ley al cuadrado de Lanchester [explica que] (…) durante cada ronda de enfrentamientos, la proporción de bajas infligidas por un ejército al adversario es el cuadrado de su ventaja numérica

La evolución hubo de encontrar mecanismos que permitieran que las sociedades a gran escala funcionaran razonablemente bien sin romperse por sus costuras. Ser una sociedad a gran escala no es fácil (…) La gente hubo de inventar arreglos que permitieran la cooperación con extraños

  Y ahí está el problema: Homo sapiens no está genéticamente diseñado para vivir en grupos demasiado grandes. ¿Cómo coordinar a los integrantes de tales grupos extensos, tan ventajosos para la guerra? La solución del período histórico fue la aparición de la autoridad política.

La guerra no solo se decide por armas superiores y número de combatientes. El entrenamiento, la disciplina, la cohesión de la unidad y la coordinación general del esfuerzo militar son también importantes. Las funciones de orden y control son particularmente complejas para la fuerza militar de una alianza tribal. Una efectiva cadena de mando, con un solo comandante general, es lo que marca la diferencia entre una banda y un ejército real.

   La autoridad política primigenia es el caudillo militar. Pero también hay que pensar que la guerra no es solo el combate. También es la preparación constante para la eventualidad de ser atacados. El caudillo militar ha de convertirse en rey, algo más complejo.

Los déspotas pueden ser altamente efectivos en el campo de batalla. Sin embargo, una jerarquía militar centralizada tiene inconvenientes cuando se trata de gobernar en tiempos de paz

   Y esto es porque la agresividad entre grupos debe ir paralela a la disminución de la agresividad dentro del mismo grupo.

La evolución de la cooperación se ve dirigida por la competición entre grupos (…) [Sin embargo,] para tener éxito los grupos cooperativos deben suprimir la competición interna

    Acabar con la competición interna mientras se prepara el grupo para la competición externa implica complejidades culturales innovadoras. La autoridad política puede promoverlas, pero lo primero de todo es convencer a los gobernados –potenciales combatientes- de que deben obedecer al caudillo, al rey.

No era bastante con solo tomar el poder; el jefe había de parecer que lo hacía legítimamente. Nuevos métodos culturales para legitimar el poder de la jefatura habían de evolucionar y eso llevó tiempo (…) Hubieron de darse miles de emprendedores en la historia humana que fracasaron en hacer el salto a la monarquía permanente

    Los que no fracasaron fundaron imperios, imperios donde se promovía no solo la obediencia y la disciplina militar: también el orden interno y la producción de riqueza. Y entonces se produce una paradoja: Homo sapiens, el homínido más “democrático” en origen, sobre todo si se compara el estilo de vida del hombre prehistórico con la vida social de gorilas y chimpancés, inventa, en el Neolítico, el despotismo más absoluto.

Durante más del 90% de nuestra historia evolutiva, la tendencia general de la evolución social humana fue hacia una mayor igualdad, a medida que se abandonaban las jerarquías sociales de nuestros parientes grandes simios. Pero entonces, unos pocos miles de años después de la adopción de la agricultura, los humanos renunciaron a su feroz igualitarismo y aceptaron el despotismo.

Hay un principio en la sociología conocido como la ley de hierro de la oligarquía. Dice que toda forma de organización, sin que importe cómo sea de democrática o autocrática al comienzo, eventualmente e inevitablemente se convertirá en oligarquía

    El despotismo había de legitimarse y se recurrió a diversas estrategias culturales para ello. No es fácil convencer a la mayoría de que conviene obedecer en base a los intereses de la minoría. Los caudillos hábiles habían de promover estructuras culturales más sutiles que una gratuita tiranía creada para la guerra.

Si quieres que tus soldados luchen con valor, no puedes oprimirlos. Y si has estado oprimiendo a tu propio pueblo, es tonto darles armas 

   Así que los reyes se decían descendientes de los dioses y, de forma igualmente creativa desde el punto de vista de las ficciones míticas, daban lugar a élites guerreras dentro de sociedades muy desiguales. Una combinación de persuasión, engaño y terror podía mantener durante algún tiempo ese estado de cosas, pero, a la larga, no podía ser bien aceptado un sistema tiránico si no se daban ciertas contraprestaciones para el conjunto de la sociedad. Constantemente surgían nuevas estrategias más legitimistas, algunas de las cuales tuvieron éxito.

Una nueva tendencia: a lo largo de toda Eurasia, los jerarcas estaban interesándose en lo que hoy llamaríamos probablemente justicia social (…) La nueva tendencia era que los jerarcas se suponía que al menos debían ser buenos. Y muchos lo intentaron gobernando de forma que beneficiase al pueblo, no solo a la clase superior. Este sorprendente cambio sucedió de forma virtualmente simultánea en el Mediterráneo, el Próximo Oriente, India y China

   La religión, que siempre ha existido en los humanos, se convirtió en un instrumento de pacificación social y orden político.

Un importante impulsor en la evolución de la religión fue la necesidad de reconciliar la tensión entre la necesidad de jerarquía y la necesidad de legitimidad y equidad

Los dioses evolucionaron de caprichosas proyecciones del deseo humano (que con frecuencia disputaban entre sí) en moralizadores trascendentes preocupados en particular por el comportamiento prosocial de todos, incluyendo los jerarcas

   Poco a poco, los reyes afirmaban gobernar para el bien del pueblo. Y poco a poco lograban ser creídos lo suficiente como para poder mantenerse en el poder. Se ofrecía prosperidad y también paz. El caudillo guerrero ofrecía no tanto victoria y botín, como paz.

   Ya el emperador Augusto proclamó públicamente que su objetivo era la paz (la Pax Augusta).

   El planteamiento de Turchin es perfectamente lógico: la cooperación surge de la necesidad común de enfrentarse a grandes retos existenciales. Puesto que la supervivencia económica de la comunidad se garantiza por continuar la tradición heredada de los antepasados (caza o recolección inicialmente, lenta transición a la agricultura y ganadería en las generaciones siguientes) el reto más urgente que puede romper con la tradición no puede ser más que las catastróficas guerras que de todas formas se producen a partir del desarrollo agrario; en las guerras puede perderse todo, no hay huida posible porque si se pierde la tierra duramente trabajada se muere de hambre.

    La guerra es siempre defensiva (una guerra preventiva también es defensiva) y lo que la comunidad desea es, por encima de todo, la prosperidad. Para ganar la guerra es preciso que la comunidad sea rica, eficiente y esté densamente poblada. Eso exige estrategias de cooperación. Quien desarrolle la estrategia de cooperación más eficiente reunirá más población, más soldados y mejores recursos para la guerra en general, ganando los combates e imponiendo la paz a su conveniencia. Así hemos llegado hasta hoy, que contamos con una comunidad internacional planetaria y expectativas muy ambiciosas en este sentido.

  Ahora bien, ¿basta con enunciar el interés común por parte de la autoridad política para encontrar las fórmulas eficientes de cooperación? En modo alguno. Lentamente, paso a paso, los jerarcas tienen que seleccionar las estrategias cooperativas más eficientes de entre los elementos dispersos que encuentran a su disposición. La religión es uno de estos elementos, y muy lentamente le ha sido dado un sentido social, ético y de utilidad política. Sin embargo, la religión, para poder existir realmente, implica –y ésa es la  clave de todo- una interiorización psicológica de sus conceptos éticos.

[En una sociedad teocrática] te va mejor si al menos profesas las creencias y sigues los necesarios rituales que lo prueban (atender a la oración, ayuno etc). De hecho, es ventajoso que te conviertas en un verdadero creyente porque la mayor parte de la gente no son buenos mentirosos.

   Convertirse en un verdadero creyente implica ir más allá de un juicio pragmático –“me conviene hacerme cristiano”, “me conviene hacerme musulmán”-. Si la creencia, por otra parte, no es fácil que arraigue, entonces no es eficiente. Un ideal democrático y humanista, acorde con, por ejemplo, el ideario de las Naciones Unidas parecería muy conveniente… pero tal ideario no tiene psicológicamente mucha capacidad de arraigo. La gente acepta tales creencias de forma ligera, si bien nadie muere por la Declaración Universal de Derechos Humanos de la misma forma en que se muere por la patria, por el Islam o por el comunismo.

Con el tiempo, las ultrasociedades evolucionaban cada vez hacia mejores instituciones que mantuviesen la paz y el orden (…) Las instituciones, sin embargo, son solo parte de la historia. Igualmente importantes son los valores que mantienen la mayoría de la población

  Debemos ser, por tanto, realistas, acerca de las posibilidades de manipular los instintos de sociabilidad humana para el bien común. Debemos estudiar la experiencia psicológica en sus repercusiones sociales y ver desde este punto de vista cuál ha sido el registro histórico.

   Si queremos hacer uso de las estructuras estratégicas de mejora social que son propias de la condición humana, entonces debemos librarnos de ciertos prejuicios propios de nuestra cultura actual. Alcanzar el bien común solo es posible si los individuos están privadamente motivados para actuar de una forma determinada, con independencia del adoctrinamiento “cívico” acerca de lo que está bien o mal hecho. Tal tipo de adoctrinamiento tiene poco efecto en comparación con las pulsiones altamente emocionales de las ideologías de masas (religiones, en particular, pero no solamente).

   Hemos de utilizar los recursos racionales de los que nos informa la ciencia social a fin de lograr que los individuos se vean motivados privada y emocionalmente para actuar por el bien común de forma cada vez más efectiva. Lo que un charlatán religioso o un demagogo político pueden lograr a fin de movilizar la acción del individuo en una estructura de acción social efectiva también debería estar al alcance de un planteamiento de contenido humanista racional, honesto y universalmente comunicable. Hay que ser racional a la hora de utilizar para el bien común nuestra propia irracionalidad.

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