martes, 25 de diciembre de 2018

“¿El fin de la historia?”, 2006. Francis Fukuyama

  En 1989, antes incluso de que cayese el muro de Berlín, Francis Fukuyama, un reputado profesor de Ciencias Políticas norteamericano, alcanzó la celebridad con un texto relativamente breve titulado “¿El fin de la historia?”, anunciando que “la historia había terminado” y que la civilización culminaba en la ideología liberal-democrática y su consecuente sistema económico, el capitalismo.

El siglo que comenzó lleno de confianza en el triunfo final de la democracia liberal occidental parece, cuando está próximo a concluir, que ha descrito un círculo al volver a su punto de partida inicial: no a un «fin de la ideología» o a una convergencia entre capitalismo y socialismo, como se predijo tiempo atrás, sino a la inquebrantable victoria del liberalismo económico y político.

Lo que podríamos estar presenciando no es simplemente el fin de la Guerra Fría o la desaparición de un determinado período de la historia de la postguerra, sino el fin de la historia como tal: esto es, el punto final de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la democracia liberal occidental como la forma final de gobierno humano. Esto no quiere decir que no vayan a producirse más acontecimientos que puedan llenar las páginas de los resúmenes anuales sobre relaciones internacionales del Foreign Affairs, pues la victoria del liberalismo se ha producido principalmente en la esfera de las ideas o de la conciencia, y aún es incompleta en el mundo real o material. Pero hay poderosas razones para creer que este es el ideal que se impondrá en el mundo material a largo plazo.

   En los años sucesivos -en esta ocasión nos quedamos en 2006-, Fukuyama complementó su texto inicial (un extenso artículo aparecido en una revista especializada en ciencias políticas) con diversas aclaraciones y nuevas publicaciones, muchas de las cuales eran meras reiteraciones, sobre todo en algunos aspectos fundamentales en particular que habían dado lugar a confusión. Por encima de todo, él nunca dijo que cesarían de producirse acontecimientos históricos (como el desastre de Yugoslavia en los años 90, el 11 de septiembre o la crisis económica del 2008) sino que estos no afectarían al curso de la civilización y no implicarían cambios de pensamiento o ideológicos.

¿Hemos llegado realmente al fin de la historia? En otras palabras, ¿existen «contradicciones» fundamentales en la vida humana que no pudiendo resolverse en el contexto del liberalismo moderno se resolverían en una estructura politicoeconómica alternativa?

   La respuesta a la segunda pregunta sería que “no”, que Fukuyama no cree que aparezcan tales estructuras politicoeconómicas alternativas. Este posicionamiento ha sido muy polémico, representativo de la aparente soberbia del propio sistema por el que se aboga, lo que recuerda un poco a los jerarcas cristianos que colonizaron el mundo entero a partir de la convicción de que la fe cristiana era la única verdadera. Máxime si consideramos que, al fin y al cabo, el sistema económico capitalista es, per se, inmoral, al basarse en la desigualdad.

Se puede argumentar que los esquemas socialistas de distribución son más justos en un sentido moral. El problema principal que tienen es que no funcionan

  ¿Un problema que quedará por siempre sin resolver? Incluso aunque el socialismo no pudiera mejorar, ¿y si el sistema político socialista no fuese la única solución posible al problema moral?

   La idea de que la historia tiene un “fin”, el progreso de la civilización, la toma Fukuyama principalmente del filósofo alemán Hegel, que vivió la época del liberalismo incipiente de la Revolución francesa y lo que siguió.

Para Hegel todo el comportamiento humano en el mundo material y, por tanto, toda la historia humana, están enraizados en un estado previo de conciencia (…). Puede que esta conciencia no sea explícita ni autoconsciente, como ocurre con las doctrinas políticas modernas, sino que más bien adopte la forma de una religión o de simples hábitos morales o culturales.

Para bien o para mal, gran parte del historicismo de Hegel ha pasado a formar parte de nuestro bagaje intelectual contemporáneo. La idea de que la humanidad ha progresado a través de una serie de etapas primitivas de conciencia en su andadura hacia el presente, y que estas etapas correspondían a formas concretas de organización social, como las sociedades tribales, esclavistas, teocráticas y, finalmente, democrático-igualitarias, se ha vuelto inseparable de la concepción moderna del hombre. (…) Hegel pensaba (…) que la historia culminaba en un momento absoluto, momento en que resultaba triunfadora una forma final y racional de la sociedad y del Estado.

   En cierto modo, la idea del “progreso” es anterior, aunque no se expresaba en términos filosóficos seculares: el cristianismo daba por sentado que el mundo acabaría con el Reino de Dios en la Tierra. Hasta entonces, los antiguos no pensaban que en el futuro fuera a suceder nada parecido; muy al contrario, especulaban con que el mundo degeneraba a partir de una Edad de Oro primigenia. Platón aspiraba a recuperar formas de gobierno míticas, la Atlántida tragada por el océano.

  Así pues, para Hegel y Fukuyama (y para el filósofo francés Kojeve, inspirador directo del segundo), la civilización fue navegando hasta la Ilustración, y por la Ilustración, tras el grave naufragio del marxismo (y su siniestra secuela, el fascismo), hemos arribado a la tierra firme del liberalismo social y económico.

   Y -¡atención!- el proceso psicosocial que habría movido esta transición hubo de ser la búsqueda humana de “reconocimiento”.

Comprendamos al hombre como un ser para el que el reconocimiento es primordial. (…) Un individuo es reconocido igual y universalmente por ser un ser humano, es decir, un ser libre no determinado por la naturaleza y, por tanto, capaz de hacer una elección moral. (…) El Estado universal y homogéneo hegeliano honraba esta búsqueda del honor en la modernidad haciendo del reconocimiento universal la base de todos los derechos.

   Otros le pueden llamar la “lucha por la dignidad”. Fukuyama, por lo demás, admite las raíces cristianas de este proceso de reconocimiento del individuo dentro de sociedades liberales

El origen histórico de la democracia liberal secular moderna está en la cristiandad, una idea que ciertamente no es original. Hegel, Tocqueville y Nietzsche, entre otros pensadores, han afirmado que la democracia moderna es una versión secular de la doctrina cristiana de la dignidad universal del hombre, entendida hoy como una doctrina política no religiosa de los derechos humanos. En mi opinión, no hay duda alguna de que esto es así desde un punto de vista histórico.

   Dos siglos han transcurrido desde Hegel, cuando el ideario liberal ilustrado de la Revolución francesa (y su gran precedente norteamericano) se extiende por el mundo entero. Reconocimiento, dignidad y libertad. El fin de la historia lo encontramos, pues, en el capitalismo liberal.

  Fukuyama no justifica a los insatisfechos con las imperfecciones sociales del momento. Los explica como algo inevitable.

La historia humana y el conflicto que la caracterizaba se basaba en la existencia de «contradicciones»: la búsqueda de reconocimiento mutuo del hombre primitivo, la dialéctica del amo y el esclavo, la transformación y el dominio de la naturaleza, la lucha por el reconocimiento universal de los derechos y la dicotomía entre proletario y capitalista.

   Pero al final de la historia no es necesario que todas las sociedades se conviertan en sociedades liberales exitosas, basta simplemente con que abandonen sus pretensiones ideológicas de representar formas diferentes y más elevadas de sociedad humana.

  Y de lo que quiere convencernos no es tanto de que el fin de la historia lleve al paraíso, sino de que no debemos malgastar energías buscando nuevas fórmulas utópicas. El desastre del marxismo en 1989 debería ser la demostración definitiva.

Marx invirtió completamente la prioridad de lo real y lo ideal, relegando toda la esfera de la conciencia —religión, arte, cultura y la filosofía misma— a una «superestructura» que estaba determinada enteramente por el modo material de producción predominante

   El materialismo de Marx es comprensible, pues con la Ilustración (con la ciencia) aprendimos que el ser humano está determinado por su entorno. Lo que pasa es que parece que Marx se equivocó en cuanto al mecanismo de tales condicionamientos.

En general, mi visión historicista del desarrollo humano ha sido siempre débilmente determinista, a diferencia del marcado determinismo del marxismo-leninismo. Creo que existe una tendencia histórica general hacia la democracia liberal y que hay varios desafíos previsibles.

   Pero no parece razonable considerar que la historia haya terminado solo porque hasta el momento no ha surgido una nueva ideología. Si Fukuyama acusa al marxismo de desdeñar la evolución de lo ideal por lo material, también a su vez puede ser acusado él de minusvalorar la capacidad de transformación de la mente humana –que origina muchos tipos de ideas- a la hora de dar lugar a nuevas fórmulas sociales. La humanidad que rechazó la teocracia, la tiranía y la violencia mutua también puede rechazar la inmoralidad intrínseca de la economía de mercado y la coerción gubernamental. ¿Por qué no iba a darse tal cambio en el futuro a partir de nuevas ideas?

   Está claro que el condicionamiento material no es la explicación de la injusticia, pero está mucho menos claro que la “esfera de la conciencia” sea incapaz de desarrollar nuevas pautas culturales que satisfagan, no el deseo de alcanzar el reconocimiento-dignidad-honor (que tiene mucho que ver con lo que sucede entre los animales sociales que luchan por el estatus), sino una necesidad humana más benévola y constructiva, que no considere a los semejantes como meros obstáculos a nuestras necesidades de ser respetados y “reconocidos”. En su momento (y en muchos lugares del mundo todavía hoy), tal aspiración supuso una mejora extraordinaria para el desarrollo de las cualidades más propiamente humanas (las “prosociales”, las que implican las condiciones de extrema confianza que facilitan en mayor grado la cooperación eficiente) pero, en abstracto cuando menos, la moralidad fija metas aún más altas y la ciencia social nos enseña que ciertos actos humanos de prosocialidad (de benevolencia y altruismo) no surgen de la coerción legal, sino de la interiorización psicológica de determinadas pautas culturales.

En Capitalismo, socialismo y democracia, Joseph Schumpeter escribía en 1943 que no había ninguna razón por la cual la organización económica socialista no pudiera ser tan eficiente como el capitalismo. Rechazó las advertencias de Hayek y von Mises de que las juntas centrales de planificación tendrían que afrontar problemas de una «complejidad inmanejable», subestimó gravemente la importancia de los incentivos que motivan a las personas a producir e innovar, y predijo sin acierto que la planificación centralizada reduciría la incertidumbre económica

   Los incentivos que motivan a las personas a producir e innovar: ésta es una cuestión en la que Fukuyama no abunda. Se trata de juzgar la motivación psicológica del individuo en tanto que partícipe social. Era esto lo que Marx había desdeñado, incapaz de percatarse, por lo visto, de que su enfrentamiento con Bakunin dentro de la Internacional Socialista presagiaba el de Stalin contra Trotsky y, en general, todas las luchas entre “socialistas” motivadas por el afán de supremacía… pasase lo que pasase con la propiedad de los medios de producción, la resolución de la lucha de clases y el papel del Estado en el socialismo…

   Era esto también lo que hizo que Freud se mostrara muy escéptico con el socialismo. Una sociedad es una suma de individuos que han de interactuar en base a sus motivaciones e impulsos subjetivos. Para Marx y para Fukuyama, por igual, la motivación es “el reconocimiento”, es decir, el deseo individual de afirmarse ante la amenaza del otro. Para Marx, el reconocimiento se obtiene gracias a la participación del ciudadano en un poderoso organismo político que crea la sociedad sin clases… suponiendo que tal organismo sea viable. Para Fukuyama, el reconocimiento viene dado, en parte, por las benévolas garantías que otorga el estado liberal-democrático, pero no se desarrolla plenamente más que mediante la competencia de intereses individuales propia del capitalismo.

   Ambos puntos de vista son contrarios a la idea de una evolución moral porque presuponen relaciones mutuas de desconfianza y agresión que solo pueden controlarse o bien mediante la coerción violenta o bien mediante el cambio económico (superabundancia que minimice los efectos de la desigualdad).

   Por el contrario, la evolución moral lo que exige es una mayor participación de la persona, en tanto que individuo inteligente y consciente, en el autocontrol de su propia antisocialidad. El error se encuentra en considerar que toda la moralidad ha de expresarse forzosamente en fórmulas políticas, cuando la política no es sino la creación de estructuras coercitivas más o menos consensuadas que, a modo de mal menor, controlan la competitividad-agresividad humanas.

   Marx tuvo al menos la lucidez de especular vagamente con el “comunismo”, una sociedad futura sin coerción -¡el reino de Dios en la Tierra!-… y eso sí que hubiera sido “el fin de la historia”.

   No ha de olvidarse que, si el origen del liberalismo está en el cristianismo, el cristianismo no surgió como doctrina política, y de ahí su fuerza. El cristianismo surgió como una comunidad moral en sí, en la que el autocontrol de la antisocialidad era puramente psicológico (por obra de la Fe, Caridad o Espíritu Santo), mientras que, si bien Platón creía que la inteligencia y la sabiduría llevan a la virtud, al fin y al cabo también había de seguir siendo el buen gobierno coercitivo el que ha de garantizar la paz social.

   Para que haya un fin de la historia tendría que haber un fin de la política. Es decir, un fin de la moralidad enmarcada exclusivamente en los estados, gobiernos, leyes y cualquier tipo de coerción física. Pablo, sumiso al poder del Imperio Romano, sin embargo subraya, espiritual: “Por la ley conocí el pecado”. El mundo cristiano, el mundo de la evolución moral, no es un mundo de ciudadanos que son o no castigados por el poder: es un mundo de pecadores y redentores. Hoy en día, el paso lógico sería el desarrollo de una fórmula de mejora social inspirada por la moral cristiana y racionalmente informada por la ciencia, ajena y opuesta a la concepción política de la vida social.

  En el fin de la historia de Fukuyama se llega al amoralismo de los incentivos que motivan a las personas a producir e innovar. Porque en el capitalismo el incentivo es el lucro personal, el consumismo egoísta como marcador de desigualdad. ¿Y ése es el fin de todo? ¿La evolución moral acaba en la amoralidad?   

2 comentarios:

  1. mientras los recursos sean limitados la historia continuara.

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  2. Los recursos son limitados cuando los fines son ilimitados.

    Homo Sapiens apareció en un entorno de escasez, lo que llevaba a un constante choque de intereses. Ahora contamos con abundancia, no solo material, sino también de formas de desarrollar las capacidades psicológicas de autocontrol de la agresión.

    El problema es la ideología, el núcleo de toda realidad cultural (Fukuyama pretende que la ideología está agotada). Y el capitalismo sí se basa, entre otras cosas, en el principio de "necesidades ilimitadas"... de manera que, mientras perdure, los recursos también seguirán siendo limitados (fines ilimitados-recursos limitados).
    Ahora bien, el capitalismo no es el único problema...

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