martes, 25 de junio de 2019

“La Ilustración”, 2013. Anthony Pagden

  Somos hijos de la Ilustración. El historiador Anthony Pagden nos proporciona un extenso y valioso retrato del fenómeno de la “Ilustración”, que intuitivamente situamos entre las clases cultas de la Francia del siglo XVIII y los famosos “Philosophes”. Sus protagonistas, que como nosotros eran conscientes de la idea de posteridad, estaban seguros de que se trataba de un comienzo que marcaba un avance armonioso hacia un futuro mejor. Pero naturalmente no pudieron prever algunos problemas graves.

La Ilustración —periodo de la historia europea que se extiende aproximadamente desde la última década del siglo XVII hasta la primera del siglo XIX— ejerció una influencia mucho más profunda y constante en la formación del mundo moderno que las anteriores convulsiones de signo intelectual. Aunque el Renacimiento y la Reforma transformaron también de un modo irreversible primero las culturas europeas y posteriormente todo el orbe cristiano, para la mayoría de nosotros no dejan de ser simples períodos históricos. No ocurre lo mismo con la Ilustración. Si nos consideramos modernos, progresistas, tolerantes y, en general, de mentalidad abierta, si no nos asusta la investigación de las células madre y sí las creencias religiosas fundamentalistas, tendemos a considerarnos «ilustrados». Con tal convencimiento nos declaramos de hecho herederos —aunque herederos distantes— de un movimiento intelectual y cultural concreto.

La Ilustración se identifica con una idea elevada del raciocinio y de la bondad de los seres humanos y con una confianza —mesurada y a veces escéptica— en el progreso y en la capacidad humana de superación. Por regla general, se la identifica con la idea de que todos los individuos tienen derecho a definir sus objetivos y a no dejar que otros lo hagan en su lugar y —lo que viene a ser lo mismo— a vivir su vida de la mejor forma posible sin la ayuda o los impedimentos que impongan los decretos divinos. 

[La Ilustración] fue una época que quiso destronar toda premisa intelectual, todo dogma, todo «prejuicio» (una de las palabras favoritas) que previamente hubieran ejercido alguna influencia en el espíritu humano.(…) [Según] Immanuel Kant: [La nuestra] es una auténtica época crítica y a la crítica ha de someterse todo. (…)[Hemos de] separar lo verdadero de lo falso, desenredar lo que está enredado, dividir lo complejo en sus componentes sencillos y luego seguirlos hasta sus orígenes. 

   El triunfo de la razón no es otra cosa que el triunfo de la idea de una verdad objetiva, de un juicio que dé lugar a la certeza: inteligencia y honestidad. Exige sentido crítico y exige selección de medios para la verificación de los hechos. El pensamiento ilustrado hubo de vencer primero a una anterior concepción prejuiciosa de la sabiduría (porque la sabiduría precede lógicamente a la ciencia y la Ilustración) propia del pensamiento religioso, que en Occidente en particular se relacionaba con el conocimiento escolástico.

El método de los escolásticos se basaba principalmente en la llamada «hermenéutica». Esto es, su ciencia consistía en una concienzuda lectura y relectura del canon de unos textos supuestamente autorizados, que a la altura del siglo XVI habían sobrepasado la Biblia para incluir la obra de los primeros teólogos griegos y latinos

   En apariencia, el racionalismo ilustrado es algo fácilmente accesible para cualquier persona educada y culta.

Si la Ilustración (…) no hubiera hecho otra cosa que «promover la razón autónoma y conceder a la ciencia un estatus privilegiado en comparación con las restantes formas de pensamiento», seguramente habría fracasado (…) Pero (…) fue mucho más. Se trató de crear un mundo de valores morales, sociales y políticos basados en una forma escrupulosa e imparcial de entender —hasta donde la mente humana es capaz— lo que significa ser humano. 

   Sin embargo, el principal problema de la Ilustración fue el posicionamiento moral más allá de la impecable racionalidad científica. Al fin y al cabo, el mundo cristiano previo a la Ilustración (con su intelectualismo “escolástico”) contaba con un mensaje moral bien prefijado, mientras que los ilustrados tenían que establecer su modelo de moralidad a partir de cero, tal como es propio del procedimiento científico. Y eso resultaba arriesgado.

  Por otra parte, el origen de la Ilustración es discutible y despierta ciertas dudas (¿por qué no surgió antes?). Los mismos ilustrados realizaron la genealogía clásica que, más o menos, se sigue respetando hoy.

La genealogía más repetida de la Ilustración: el Renacimiento había preparado el terreno a la Reforma, sin la cual no habría podido darse la revolución científica del siglo posterior [siglo XVII], que sentó las bases del «Siglo de la Filosofía». 

  Pagden no da mucho valor a la Reforma protestante. A diferencia de otros, no cree que el cristianismo reformado se tratase de una religión más racional que la católica.

Lo que al final acabó con el poder y el crédito de la Iglesia católica y de todas las iglesias no fue la Reforma, sino las terribles guerras de religión que se prolongaron desde mediados del siglo XVI hasta mediados del siglo XVII y el enfrentamiento por las diferencias teológicas que trajeron consigo

  En cualquier caso, lo interesante es ir más atrás y averiguar qué diferenciaba a los ilustrados de los sabios racionalistas de la Antigüedad greco-latina, especialmente de los humanitarios estoicos.

[Los estoicos consideraban el] apego natural a todo lo que es apropiado o semejante a uno mismo. Mis parientes, mi familia, mis hijos son en este sentido «apropiados», y por tanto yo los quiero de un modo inevitable. Y los quiero no sólo por mí, ya que son la única garantía de mi continuidad, sino también porque me identifico con ellos. Debido a esta circunstancia, las personas sabias aman por encima de todo a su familia y amigos, en segundo lugar a los miembros de su sociedad o nación y, finalmente, a la humanidad entera.(…) Era el elemento estoico lo que proporcionaba la base del conocimiento de la sociedad humana, y fue el estoicismo lo que condujo primero a la formación de una ciencia del hombre y después a la aparición del cosmopolitismo

  El conocido principio moral de Immanuel Kant, según el cual todos tenemos el deber de tratar a los demás seres humanos como un fin en sí mismos, y no como medios, presenta una clara afinidad con la noción estoica de virtud.

  Quizá lo que faltaba en el estoicismo –al igual que en el budismo, su inspirador- era el elemento activo y afectivo que más adelante habría proporcionado el cristianismo. Observemos que la afectividad que da lugar a la benevolencia cívica en el estoicismo tiene un origen conservador, en los lazos familiares. La afectividad cristiana es puramente psicológica y nace de la esencia del ser humano: todos somos hermanos y dignos de amar y ser amados. Esto lo fundamentaban en la voluntad de Dios, mientras que los estoicos, con Dios menos presente, solo podían basarse en la familia y la tradición.

   ¿Sucedió algo parecido con los ilustrados? Los ilustrados eran marcadamente anticristianos ¿era esta actitud, esta animosidad, quizá la responsable del mismo defecto principal de la Ilustración (una afectividad limitada e incluso una perceptible tendencia a la inhumanidad racionalista)?

  Al fin y al cabo, los principales inspiradores de la Ilustración, de entre los precursores intelectuales del siglo XVII, eran gente como Hobbes o Mandeville, terribles escépticos acerca de la condición humana…

Según una de las memorables frases de Hobbes, la «tendencia general de la humanidad es un deseo incesante de poder y más poder que sólo se apaga con la muerte». No existe un «bien último», como sostenían los aristotélicos, porque los deseos que mueven a la humanidad nunca se satisfacen.(…) Los seres humanos tienen una tendencia manifiesta a hacer el mal a sus semejantes (…) En la idea de Grocio, no muy diferente, los «preceptos» primarios de la ley natural no son ya los mandamientos «Ama a tu prójimo como a ti mismo» o «No quieras para los demás lo que no quieres para ti», sino: «Será lícito defender la propia vida y evitar todo aquello que pueda resultar peligroso para ella»; y también: «Será lícito adquirir y conservar para uno mismo todas las cosas sin las cuales no puede pasarse la vida cómodamente». (…)Para acabar con esa situación, con esa «guerra de todos contra todos», el hombre primitivo llegó a la conclusión de que era «necesario ceder el derecho a tener todas las cosas y contentarse con la misma libertad, frente a los otros hombres, que les sea concedida a los demás con respecto a él mismo». Para conseguirlo, aquellos hombres primitivos establecieron un contrato (…)En consecuencia, la sociedad no es natural, sino inevitablemente artificial.

  David Hume, ya en el siglo XVIII, era más optimista. Consideraba que existía la bondad humana a modo de instinto, la “simpatía”…

“No existe una cualidad humana más extraordinaria, tanto por sí misma como por sus consecuencias (…), que nuestra propensión a simpatizar con los demás y a recibir a través de la comunicación sus inclinaciones y sentimientos por muy distintos e incluso contrarios que sean a los nuestros»

   Pero el problema de la “simpatía” es su contingencia: solo podemos saber de su existencia “a posteriori”, y nadie garantiza cuál es su efectividad. En lugar de una benevolencia que se da por sentada, pues viene de Dios y es universal, como en el cristianismo, la benevolencia de los ilustrados nadie la garantiza porque no sabemos bajo qué circunstancias puede darse la “simpatía”.

  En cualquier caso, hacemos bien en posicionarnos en contra del prejuicio, en juzgar la realidad en base a criterios semejantes a los de la ciencia y en mostrarnos escépticos, pero precisamente por eso no podemos olvidar que el materialismo racionalista equivalente al aséptico trabajo científico acabaría llevando a las brutalidades del Terror... el de Robespierre y más tarde el de Stalin. ¿Qué pasó con la “simpatía” de Hume?

El único objetivo de la Ilustración consistió en someter el universo humano a la tiranía de la «razón». No puede negarse que ser un «ilustrado» significa superar lo que en términos generales se calificó de «prejuicio», para lo cual era necesario ser crítico, circunstancia que requiere el uso de la razón. (…) Pero si la Ilustración se hubiera quedado en eso no habría sido más que una prolongación en el tiempo del empirismo de la denominada «Revolución Científica» del siglo XVII. En esta obra he sostenido que el proyecto filosófico ilustrado, al contrario que la ciencia del siglo XVII, convencida de que todo conocimiento derivaba de la interacción de los sentidos con el mundo exterior, atribuyó el conocimiento al «sentimiento», como se llamó en la época, especialmente al más importante de todos: la «simpatía» (o «empatía», como diríamos hoy). 

   Doscientos años después, los ilustrados, los que condenaron a la religión y sus prejuicios, son sin duda responsables de bastantes errores y decepciones. Cada cual está a tiempo de enumerar su idea acerca de cuál es el error de la Ilustración. Identificarlo hoy supondría su perfección para el mañana.

La razón fue una forma específicamente europea de tiranía.

   Los regímenes políticos totalitarios basados en el racionalismo partían de un principio totalmente lógico derivado de un mecanicismo impecable: el fin justifica los medios. Si Kant decía que la persona no podía ser “medio” para un fin, el pensamiento político respondía que, al fin y al cabo, el fin de la política ilustrada era el bienestar del mayor número posible de personas. En consecuencia, destruir los prejuicios del pasado podía exigir medidas implacables en lo político (y también en el pensamiento).

  El error de la Ilustración es, con todo, superable por la experiencia histórica: el fin justificará los medios… solo si los medios son proporcionados al fin, pues de lo contrario lo desvirtuarán. Los ilustrados desconocían la dimensión psicológica de las relaciones sociales, el hecho de que toda acción humana futura se ve condicionada por las consecuencias de la acción pasada sobre el inconsciente del que actúa. Por eso la demanda de “fraternidad” (o de “simpatía”) resultaba inoperante frente a la implacabilidad de una acción política que no tenía en cuenta las reacciones psicológicas: teóricamente es posible masacrar La Vendée o a los campesinos de Ucrania en nombre de la benevolencia universal, pero psicológicamente es imposible.

  Al mismo tiempo, infravaloraban la capacidad de la religión –en la que todo es psicología- para cambiar el comportamiento humano. Al considerar la sociedad humana como un fenómeno objeto de estudio científico (del que excluían la aún inexistente psicología) los ilustrados eran incapaces de elaborar una visión ética previa, algo que la benevolencia cristiana sí hacía porque, intuitivamente, el cristianismo sabe que el mensaje es capaz de crear el propio significado (predicar la bondad cristiana puede hacer cambiar la conducta convencional, mientras que la Ilustración predicaba un comportamiento cívico en nada diferente al del caballero pre-Ilustrado).

  Así, una humanidad igualitaria es una humanidad proclive al conflicto porque el igualitarismo da pie a una competencia por la superioridad (el igualitarismo lo que hace no es generar benevolencia mutua… sino simplemente poner el marcador a cero). Una humanidad cristiana –basada en un ideal de afectividad benevolente, que no es igualitaria, sino compasiva- sí da una oportunidad a una convivencia eternamente no conflictiva, pero, por otra parte, el inconveniente terrible del cristianismo tal como lo conocemos fue que se sometió a la superstición y las estructuras de poder de la tradición en la época en que surgió sin ser capaz de elaborar su propia alternativa social: la Iglesia no se limitaba a predicar el amor de Dios, sino que, paradójicamente, utilizaba su ética superior para influir en política.

  El racionalismo debería haber desarrollado la ética cristiana en un modelo social contra el prejuicio de la tradición dentro de la que había surgido, en lugar de rechazar un modelo de perfeccionismo moral que es, probablemente, el más adecuado al desarrollo psicológico racional: el cristianismo identifica correctamente la fuente de la “simpatía” e intuye una acción social no política para promover la benevolencia mutua.

   No basta la razón –a la que el cristianismo, por cierto, también apela- para prefijar la acción, se requiere primero actuar sobre la complejidad psicológica del actuante: la “simpatía” no es una constante dada, sino que es manipulable por los procedimientos psicológicos –religiosos- de condicionamiento. Puede aumentarse la “simpatía” haciendo un uso sistemático de técnicas psicológicas de manipulación emocional, de las cuales las religiones siempre han dispuesto un amplio repertorio y que los ilustrados siempre desdeñaron, considerando que sería suficiente con la educación académica y la guía de los líderes políticos, siempre dentro de un modelo “cívico”, equiparable al de la Antigüedad clásica (los ilustrados admiraban la República romana), con sus héroes, guerreros y otras figuras nobles y viriles.

  Por otra parte, la Ilustración, al idealizar la naturaleza, condenaba en cierto modo a la desesperanza, un poco a lo Hobbes. El cristianismo, en cambio, rechaza la naturaleza, idealizando los instintos de benevolencia por encima de todos los demás. El cristianismo promovía la existencia de “santos”, mientras que la Ilustración elegía promover el ideal de “ciudadanos” (cuando no de “héroes”).

   Lo que le faltaba al cristianismo era una visión realista –racionalista- de sus aspiraciones (cómo “producir santos”) y lo que le faltaba a la Ilustración era una concepción psicológica tan benevolente como crítica de la actitud racionalista ante la naturaleza: la naturaleza no es inocente, y el ciudadano ilustrado ni podía ni quería romper con las tradiciones agresivas y conflictivas de nuestro pasado.

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