miércoles, 15 de mayo de 2019

“Economía moral”, 2016. Samuel Bowles

   Algunos defensores del liberalismo económico a ultranza han basado sus especulaciones en ciertos autores clásicos. El más célebre fue Adam Smith, cuyo concepto de la "mano invisible” que guía la economía de libre mercado es bien conocido incluso a nivel popular. Smith también opinaba, siguiendo a David Hume, que lo que la legislación económica necesita es una especie de “Constitución para bribones” (“Constitution for knaves”) de modo que la mera codicia, y no el sentido moral, sea motor suficiente para el progreso y bienestar de todos.

Al perseguir sus propios intereses, frecuentemente se promueve lo que la sociedad pretende con más eficiencia que si se promoviese directamente. Mercados competitivos y seguros, derechos de propiedad bien definidos, explicaba Smith, ordenarían una sociedad de modo que la mano invisible pudiera hacer su magia: “no es de la benevolencia del carnicero, el cervecero o el panadero de lo que esperamos nuestra cena, sino de su consideración del propio interés. Así, bajo las instituciones correctas, las consecuencias elevadas podrían suceder a motivos ordinarios”.

Buenas instituciones desplazaron a los buenos ciudadanos como el sine qua non del buen gobierno. En la economía, los precios hacen el trabajo de la moral

    Este planteamiento con su pizca de cinismo y amoralidad siempre ha despertado desconfianza.

Es ampliamente sostenido hoy que, al pensar en el diseño de la política pública y los sistemas legales, así como en la organización de empresas y otras organizaciones privadas, deberíamos asumir que la gente –tanto ciudadanos, empleados, socios en negocios o criminales en potencia- es enteramente deshonesta y amoral (…) Dada la circulación de esta asunción en los círculos legales, económicos y políticos, puede parecer extraño que nadie crea realmente que la gente es enteramente amoral y egoísta

   El economista Samuel Bowles explica que lo que los liberales a ultranza dan por supuesto es que existe una “compartimentación” moral: uno puede ser un buen vecino, ciudadano y afectuoso padre de familia, y luego, sentado en el despacho de la institución financiera en que trabaja, convertirse en un avaricioso despiadado, sin que tal aparente contradicción implique problema alguno. Y esto no se aplicaría solo a la economía, sino a todo marco legal o de competencia de intereses.

Si quieres conocer la ley y nada más”, decía Oliver Wendell Holmes a sus estudiantes en 1897 (y cada nueva clase de estudiantes de derecho desde entonces ha sido instruida así), “debes contemplarla como si fueses una mala persona que se preocupa solo de las consecuencias materiales que tal conocimiento le capacita para predecir, no como un hombre bueno que halla sus razones para comportarse, tanto dentro de la ley o fuera de ella, en las más sutiles cuestiones de conciencia… El deber de atenerse a un contrato en derecho común quiere decir una predicción de que debes pagar daños si no lo cumples –y nada más

   Sin embargo, los experimentos de psicología social en materia económica (teoría de juegos) que componen buena parte del libro de Bowles no muestran esto: en realidad, no existe tal compartimentación.

Una erosión de las motivaciones éticas para el buen gobierno podría ser una consecuencia cultural no buscada de las políticas que los economistas han favorecido, incluyendo derechos de propiedad privada más extensivos y mejor definidos, una aumentada competición de mercado y el mayor uso de incentivos monetarios para guiar el comportamiento individual. (…) [Tales políticas] pueden también promover el egoísmo y socavar los medios por los cuales una sociedad sostiene una robusta cultura cívica de ciudadanos cooperativos y generosos

  Es decir, promover pautas de conducta egoístas en los negocios socava la ética en general. Digamos que “estropea la sociedad”.

El problema de la no compartimentación [entre la moralidad y el interés egoísta del capitalismo] aparece (…) porque los incentivos tienen un efecto negativo en los valores experimentados por el individuo y por tanto indirectamente tienen un efecto negativo en la contribución del ciudadano al bien público (…) Este efecto indirecto (…) se refleja en cómo funcionan los incentivos [y] ha de ser parte de la economía

   Curiosamente, esto algo tiene que ver con lo que daban por sentado los marxistas cuando hablaban de la “venalidad universal” del capitalismo. Sin embargo, la evidencia histórica siempre ha parecido contraria a tal denuncia.

Un siglo y medio después [de la denuncia de Marx de la creciente inmoralidad del capitalismo] la “venalidad universal” no describe las culturas del norte de Europa donde el capitalismo nació, o la norteamericana, u otros vástagos de estas sociedades

   Entonces, ¿qué es lo que sucede? Por una parte, la experimentación psicológica da la razón a los marxistas cuando denunciaban que las políticas amorales de avaricia promueven el egoísmo y la rapiña en los individuos, y sin embargo, la evidencia histórica nos informa de que en las sociedades donde se da más la prosocialidad (igualdad económica, asistencia a los desfavorecidos, menos violencia, civismo…) es precisamente donde más desarrollada está la economía capitalista.

  Samuel Bowles expone su explicación de forma convincente: no se trata de que la cultura de los países capitalistas promueva una sociedad en la que impera la avaricia y se quiebra la moralidad, sino que solo en sociedades previamente evolucionadas en lo moral podemos permitirnos el lujo de cierto fomento de la avaricia. Es decir, la avaricia, el interés egoísta personal, se hace relativamente inocuo solo en este tipo de sociedades… y eso es lo que permite que solo en estas sociedades ya previamente moralizadas el capitalismo sea viable.

  Si lo pensamos bien, es similar a la aparente contradicción que experimentamos cuando observamos la violencia de los espectáculos: el acceso a filmes violentos, literatura violenta de evasión, incluso pornografía de lo más violenta se da mucho más fácilmente en las sociedades más evolucionadas… que son también las menos violentas de todas.

   ¿Compartimentación? En cuanto a los individuos, en realidad, no, no hay compartimentación porque la mejor forma de detectar, por ejemplo, a un delincuente sexual es saber si frecuenta contenidos pornográficos violentos… Pero, por otra parte, se trata de que el robustecimiento moral de una sociedad desarrollada en un sentido prosocial (benevolencia) es la que hace posible una relativa tolerancia ante casos particulares de comportamiento antisocial. Solo una sociedad más evolucionada moralmente puede permitirse la excepción del capitalismo y los espectáculos violentos…

  ¿Y qué ocurriría si en una sociedad no tan moralmente evolucionada hubiese libertad para los mismos productos culturales de consumo de contenido violento? Pues algo parecido a lo que sucede si se promueve el capitalismo liberal en ese tipo de sociedades.

El efecto adverso de los incentivos en la generosidad, reciprocidad, el trabajo ético y otros motivos esenciales para el buen funcionamiento de las instituciones parecerían presagiar inestabilidad y disfunción para cualquier sociedad en la cual los incentivos económicos explícitos fuesen usados ampliamente.

   Bowles no toca el tema de la corrupción, aunque esto puede extrapolarse fácilmente de su línea de pensamiento, basada a su vez en exhaustivos experimentos psicológicos de tipo “teoría de juegos”. Al fin y al cabo, desde un punto de vista del interés egoísta, practicar la corrupción es solo un riesgo más en el mundo de los negocios.

  Recordemos que en los juegos de psicología económica, el mecanismo fundamental es el que tiene que ver con la operatividad en el comportamiento humano de las penalizaciones y los incentivos: el palo y la zanahoria.

Me preocupa menos cómo tomamos decisiones que lo que valoramos cuando tomamos decisiones, cómo los incentivos y otros aspectos de la política pública pueden modelar lo que valoramos y por qué esto sugiere que debería haber cambios en cómo hacemos las políticas.

Las políticas que siguen el paradigma [del egoísmo] a veces hacen que la asunción del egoísmo amoral universal sea más cercana de lo que sería de otro modo: la gente a veces actúa de forma más interesada en presencia de incentivos que en su ausencia. (…) [Por otra parte,] multas, recompensas y otras inducciones materiales con frecuencia no funcionan muy bien.

Poner un precio a cada actividad humana erosiona ciertos bienes morales y cívicos que vale la pena cuidar.

Imponer incentivos económicos explícitos y condicionamientos para inducir a la gente a actuar en forma socialmente responsable es a veces inefectivo.

   En suma: no se puede utilizar principios egoístas (incentivos económicos) para promover comportamientos morales (por ejemplo: premiar a un niño con dinero por su buen comportamiento). Pero si alcanzamos un buen comportamiento moral, los incentivos egoístas no resultarán tan incendiarios como en otro contexto. La evidencia no confirma el ideario de la “constitución para bribones” ni menos aún el de la compartimentación entre la funcionalidad económica y el comportamiento moral.

   Aparte de los experimentos llevados a cabo en las universidades, en este libro se aportan ciertas experiencias reales sobre el uso de incentivos y penalizaciones.

En seis centros de atención de día, se imponía una multa a los padres que llegaban tarde a recoger a sus hijos al final de la jornada. No funcionó. Los padres respondieron a la multa doblando el tiempo en que llegaban tarde. (…) El resultado contraproducente de imponer estas multas sugiere un tipo de sinergia negativa entre los incentivos económicos y el comportamiento moral (…) [En este caso en particular, la lección aprendida era que] está bien llegar tarde en tanto que pagues por ello

  Lo que es equivalente a considerar los castigos penales por corrupción como un mero coste añadido dentro de la gestión empresarial.

En otro estudio, los niños de menos de dos años ayudaban a un adulto a alcanzar un objeto lejano en ausencia de recompensas. Pero después de que fueron recompensados con un juguete por ayudar al adulto, la tasa de ayuda cayó el 40%

   Con todo, algunos podrán argumentar que en algunos casos, los incentivos egoístas sí funcionan, sí son prácticos. Y eso es cierto, en algunos casos sí.

Los incentivos funcionan. Con frecuencia afectan el comportamiento casi exactamente como predice la teoría económica convencional (…) La asunción del interés material proporciona una buena base para predecir el efecto de variar los incentivos para incrementar el rendimiento de trabajar más duro. Su esfuerzo en el trabajo está claramente relacionado con la medida en la que su paga depende de ello. Pero la economía de pizarra a veces falla.

   Y en lo que falla es en promover el orden social. El orden social imprescindible para, entre otras cosas, que funcione bien un sistema económico de tipo capitalista, eficiente y productivo.

   El uso de recompensas y penalizaciones, dependiendo de las circunstancias, puede ser más o menos operativo para promover la cooperación, pero mucho más importante es la creación de un entorno ético que promueva la cooperación. Una vez más:

Quizá las admirables culturas cívicas de muchas de las economías capitalistas de larga duración debe más a su orden social liberal en el cual estas economías están enmarcadas que al extenso papel de los mercados e incentivos per se.

   Una consecuencia importante de observar este estado de cosas es que se llega a la conclusión de que los factores psicológicos de los individuos son mucho más importantes que la sistematización de reglas económicas universales

Hay tres tipos de jugadores en los juegos experimentales [de tipo económico, tipo “del prisionero”]: santos que consistentemente prefieren igualdad y no les gusta recibir más que los otros, incluso cuando ellos están en una relación negativa con un oponente; lealistas que no gustan recibir más en las relaciones positivas o neutrales, pero que buscan una desigualdad ventajosa cuando se hallan en relaciones negativas; y competidores implacables que prefieren quedar por delante de la otra parte sin preocuparse del tipo de relación. 22 % son santos, 39% lealistas y 29 % competidores implacables. El otro 10% no encaja en ninguna categoría.(…) Si bien Homo economicus está entre los principales personajes del ámbito económico, los experimentos muestran que son una clara minoría [29%]

   Queda pendiente la cuestión de en qué medida los temperamentos son modificables por la cultura. Sin duda ello es importante, pero se puede sacar de todo esto una conclusión más importante aún: podríamos estimular estilos de comportamiento ético si seleccionamos las pautas de comportamiento tal como las hallamos hoy. En el fondo, no es muy diferente a como se ha llevado a cabo la domesticación de animales y plantas…

Un incentivo monetario (tal como un subsidio por contribuir [al bien común]) alentará las contribuciones de los egoístas, pero si los incentivos y las preferencias sociales son sustitutos [del comportamiento altruista espontáneo], puede funcionar peor o incluso ser contraproducente entre los altruistas. Los altruistas podrían responder bien si oyen acerca de los beneficios sustanciales que el bien público les dará a otros, pero a su vez este mensaje moral sería un desperdicio para los egoístas. Una estrategia obvia para el legislador sería separar las dos poblaciones, dirigiéndose a cada una con la estrategia adecuada. Esto será difícil porque el legislador no conoce qué clase de persona es cada uno (se trata de información privada), ni tampoco los individuos se seleccionarán unos a otros en las dos categorías de ciudadanos. Sin embargo, la estrategia de separación voluntaria puede a veces tener éxito, al menos aproximadamente. 

  El monasticismo es un ejemplo de selección voluntaria. La sociedad de la Edad Media invirtió muchos recursos en sacar adelante ese tipo de comunidades. ¿Eran inútiles? A algunos contemporáneos se lo parecía, pero probablemente no era así: dentro de los monasterios, individuos que voluntariamente habían optado por una forma de vida “pacificada” se sometían a reglas de conducta social diferentes a las de los de la sociedad convencional. A lo largo de los siglos, estas comunidades de individuos autoseleccionados para funcionar mediante reglas sociales diferentes, más cooperativas y pacíficas (“imitación de Cristo”), fueron transmitiendo, muy lenta y gradualmente, sus pautas de conducta a la sociedad convencional.

  Básicamente, el monje es el varón pacificado, autodomesticado, que autocontrola su violencia. La psicología del monje, socialmente aceptada como modelo moral, acaba por influir a la del caballero cristiano medieval, un guerrero en cierta medida capaz de autocontrolar su violencia sin perder hombría.

   En consecuencia, los mismos reyes se vuelven relativamente generosos, clementes, tolerantes. Las cortes de los reyes se van llenando de individuos que pugnan por llevar una conducta más cristiana, más pacificada… más humanista. Para el siglo XV, la sociedad occidental es ya más libre porque es más pacífica, benevolente y moralmente fiable. Las ciudades prosperan, los siervos son liberados, los aristócratas se aficionan a las artes, las mujeres participan cada vez más en la vida social… Incluso los mercaderes e industriales, incluso los banqueros, pueden desarrollar sus provechosas –y egoístas- actividades sin desatar la ira rapaz de los reyes y aristócratas.

   Egoístas y altruistas se han organizado. Cada uno tiene su papel. Y con nuestros conocimientos actuales tal tipo de estructuras de separación voluntaria podrían alcanzar logros mayores aún.

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