sábado, 25 de mayo de 2019

“Crítica de la razón práctica”, 1788. Immanuel Kant

Obra de tal modo que la máxima de tu voluntad pueda valer siempre al mismo tiempo como principio de una legislación universal.

  Ésta es la celebérrima fórmula de la Ley fundamental de la razón práctica pura  (o “imperativo categórico”) y, lógicamente, lo más conocido de la ética kantiana, que no se encuentra únicamente contenida en su “Crítica de la razón práctica”, pues también escribió en otros libros sobre tan importante tema –probablemente el tema más importante sobre el que una persona puede escribir… porque la ética es la enseñanza de los criterios acerca del comportamiento social; el bien y el mal; el contenido esencial de toda sabiduría.

La ciencia (buscada con crítica e iniciada con método) es la puerta estrecha que conduce a la sabiduría

  Y la ciencia es la aplicación de la lógica en el juicio, la que nos revela las verdades inequívocas en el marco inamovible de la naturaleza. Por lo tanto, el hombre justo debe utilizar la lógica incuestionable para averiguar cuál es la verdad ética. Al difundirse entre la población esta verdad científica –irrebatible- alcanzaremos la sabiduría. No todos podemos ser científicos, pero sí lo suficientemente sabios como para deducir cuál es el consenso de la opinión científica.

   La sustancia elemental del mundo moral, por supuesto, es la acción voluntaria humana con respecto a la acción e intereses ajenos.

Principios prácticos son proposiciones que contienen una determinación universal de la voluntad que tiene bajo sí varias reglas prácticas. Son subjetivas o máximas cuando la condición es considerada por el sujeto como válida solamente para su voluntad; objetivos o leyes prácticas, cuando la condición se reconoce como objetiva, esto es, válida para la voluntad de todo ser racional.

La regla práctica es en todo momento producto de la razón porque prescribe la acción como medio para la realización de un propósito.

La materia de un principio práctico es el objeto de la voluntad.

  La aplicación del pensamiento racional habría de llevar a la virtud. Porque la virtud es necesaria. Porque la virtud es conveniente. El “imperativo categórico” de Kant, por lo demás, no es muy diferente de la “Regla de Oro” de la moralidad ancestral: “no hagas a los demás lo que no quisieras que te hicieran a ti”.

  Pero el problema se encuentra en que “yo” y “los demás” no somos la misma cosa. De hecho, somos opuestos: competimos por los mismos recursos y solo “yo” experimento dolor y placer, mientras que lo que sientan los demás solo podemos suponerlo (pero parece, más bien, problema de ellos).

   No cabe duda, sin embargo, de que, si todos fuésemos benévolos, el resultado de tal pauta de comportamiento sería una cooperación más eficiente. Habría más recursos para todos. Ahora bien, si la motivación para cooperar es beneficiarnos nosotros mismos ¿no sería el propio interés la motivación principal?, y entonces ¿quién me asegura que, si se da una situación adecuada en un momento dado, yo podría estar renunciando a mi propio beneficio inmediato a cambio de una mera promesa de beneficio común?, ¿no sería entonces más lógico aprovechar la eventualidad de mi beneficio y desdeñar el de los demás?

Yo me he dado la máxima de aumentar mi patrimonio por todos los medios seguros. Tengo ahora en mis manos un depósito cuyo dueño ha fallecido sin dejar ningún documento escrito sobre ese depósito [aunque el dueño contaba con herederos]. Naturalmente, es el caso de mi máxima [aumentar mi patrimonio]. Lo único que ahora deseo saber es si esta máxima puede valer también como ley práctica universal (…)  Advierto que tal principio como ley se anularía a sí mismo, porque daría lugar a que no hubiera depósitos. Para que una ley práctica se reconozca como tal, es preciso que se califique de ley universal

   ¿Y qué, si ya no hay depósitos? Si mi beneficio es lo suficientemente abundante yo soy el ganador mientras que, en este caso en concreto, respetar la ley universal me perjudicaría. No sería justo, bien, pero ¿cuál es mi beneficio de ser justo, si ello implica renunciar a lo que era mi propósito más deseado?

   Y ahí viene el problema de Kant. El respeto a la ley ética habría de ser un mandato interior de justicia…

Bien es verdad que no puede discutirse que, para llevar primero por los carriles de lo moralmente bueno a un ánimo inculto o aun corrompido, se requieren algunas iniciaciones preliminares para atraerlo mediante su propia seducción o asustarlo con daños; pero no bien ese expediente mecánico -esos andadores- haya comenzado tan sólo a producir efecto, es preciso llevar al alma totalmente el motivo moral puro, que no solamente por el hecho de ser el único que funda un carácter (modo de pensar consecuente según máximas inmutables), sino también porque enseña a los hombres a sentir su propia dignidad, da al ánimo una fuerza inesperada para él mismo para desprenderse de toda dependencia sensible que pretenda hacerse dominante, y para que, en la independencia de su naturaleza inteligible y de la grandeza de alma para la cual se siente destinado, encuentre abundante compensación por los sacrificios que hace. Por consiguiente, vamos a demostrar, mediante observaciones que todos pueden hacer, que esta propiedad de nuestro ánimo, esta receptibilidad de un interés moral puro y, en consecuencia, la fuerza motora de la representación pura de la virtud, si se lleva debidamente al corazón humano, es el móvil más poderoso y -si lo que importa es la perseverancia y escrupulosidad en la observancia de las máximas morales- el único para llegar al bien

   Parecería entonces que el respeto a la ley de la razón ha de imponerse por la educación, que es preciso llevar al alma totalmente el motivo moral puro. Pero la educación que se reciba es contingente. ¿Podemos contar realmente con “el motivo moral puro” sin una preparación previa en ese sentido específico?

  La ética de Kant no puede ser autónoma si no está basada en una motivación lógica e inequívoca. Lo mismo puede decirse de la “Regla de oro” en la Antigüedad. Sin duda es en general conveniente ser justos con los extraños… si todos van a serlo al igual que tú. Pero ¿qué ganamos obrando con tal nobleza, si no estamos seguros de que los otros también lo harán?

La ley moral es el único motivo determinante de la voluntad pura. 

   ¿Por qué? Imaginemos que estamos en la Ilustración, en la cual el uso de la razón es lo más conveniente para gobernar estados, obtener riquezas y disfrutar de la vida en un entorno distinguido. Ya antes se ha mencionado que la virtud moral enseña a los hombres a sentir su propia dignidad, da al ánimo una fuerza inesperada para él mismo para desprenderse de toda dependencia sensible que pretenda hacerse dominante. En suma, el comportamiento moral proporcionaría una experiencia psicológica empíricamente gratificante... que sin embargo no hemos de confundir con la mera "búsqueda de la felicidad".

La moral no es propiamente la doctrina de cómo hacernos felices, sino de cómo debemos hacernos dignos de la felicidad.

    En este caso tendríamos la motivación: de todas las formas de felicidad posibles, elegimos la que corresponde a la “dignidad”. De lo que nos está hablando Kant, sin atreverse a pronunciarse directamente, es de un estilo de vida de cortesía y caballerosidad que exige la práctica de una ética elevada. Un ideal semejante al de los estoicos de la Antigüedad.

   Ahora bien, Kant es cristiano –o, cuando menos, teísta- y utiliza el paradigma de la moralidad como prueba de la existencia de Dios.

Sólo cuando la religión se añade a ella, aparece también la esperanza de llegar un día a ser partícipes de la felicidad en la medida en que nos hayamos cuidado de no ser indignos de ella.

   Entonces, la felicidad moral solo es posible si existe una recompensa sobrenatural.

La completa adecuación de la voluntad a la ley moral es la santidad, perfección que no puede alcanzar ningún ente racional del mundo sensible en ningún momento de su existencia. Mas como, no obstante, se exige como necesaria prácticamente, sólo puede hallarse en un progreso proseguido hasta el infinito hacia esa perfecta conformidad, y, según principios de la razón práctica pura, es necesario suponer tal progreso práctico como objeto real de nuestra voluntad. Pero este progreso infinito sólo es posible suponiendo una existencia que perdure hasta el infinito y una personalidad del mismo ente racional (lo que se denomina inmortalidad del alma). Por lo tanto, prácticamente el bien supremo sólo es posible suponiendo la inmortalidad del alma, la cual, en consecuencia, como inseparablemente unida a la ley moral, es un postulado de la razón práctica pura

   Sin embargo, si descartamos la inmortalidad del alma (tal como parece que hace la ciencia actual... la sabiduría actual), queda que solo la virtud suprema, la santidad, nos garantiza el orden ético que satisfaría nuestro idealismo. Con esto encontramos que la virtud que la razón nos muestra no es convencional (lo convencional es vivir como hombres justos y prestigiosos, no como santos), y he ahí el gran problema que Kant no se atreve a abordar. Porque si consideramos que la verdadera virtud es la santidad, y relegamos ésta al mundo de lo sobrenatural, ¿no estaríamos indicando que para un hombre virtuoso escéptico o materialista solo la santidad es virtud verdadera, virtud racional o necesaria de acuerdo con un mandato de búsqueda de la felicidad en dignidad? El hombre virtuoso ateo tendría entonces un ideal más alto que el del creyente en la inmortalidad del alma, que puede permitirse el posponer la virtud verdadera al mundo de lo sobrenatural...

Determinar prácticamente [la idea del bien supremo], es decir, suficientemente para la máxima de nuestra conducta racional, es la doctrina de la sabiduría, y ésta a su vez, como ciencia, es filosofía en la acepción en que los antiguos entendían esta palabra, pues para ellos era una indicación del concepto en que debe ponerse el bien supremo y del comportamiento para alcanzarlo. Sería bueno que dejáramos esta palabra en su antiguo significado, como doctrina del bien supremo, si la razón aspira en ella a llegar a una ciencia.

   El bien supremo, objeto de la sabiduría (no de la compleja disciplina académica que hoy llamamos “filosofía”), es la virtud moral. La virtud moral como medio y como recompensa. Para que una ética sea “autónoma” no ha de depender de condición intermedia alguna. Hacer el bien porque eso es conveniente para el orden público no es autónomo. Hacer el bien porque ello mejora nuestra reputación, tampoco. Para que la ética sea autónoma, el comportamiento ético solo responde ante sí mismo.

  Kant, como hemos visto, parece resolver la cuestión indicando que es un mandato sobrenatural (puesto que presupone la inmortalidad del alma) y que vamos a ser recompensados por nuestra virtud de forma sobrenatural. Pero esto también puede considerarse que viola la autonomía: no hacemos el bien por el bien mismo, sino por la recompensa sobrenatural.

   ¿Cómo hacían los estoicos, poco preocupados por el mundo de lo sobrenatural? La ética estoica aparentemente surge de un estilo de vida y un tipo especial de satisfacción moral que solo procede de la ética.

Toda mezcolanza de móviles que provengan de la felicidad propia, es un obstáculo para proporcionar a la ley moral influencia sobre el corazón del hombre. Yo sostengo, además, que aun en [una] admirada acción, si el motivo que hizo que se realizara, era la elevada estima del deber propio, ese respeto por la ley, no una pretensión a la opinión íntima de grandeza de alma y modo de pensar noble y meritoria, es entonces lo que tiene la máxima fuerza sobre el ánimo del espectador y, por consiguiente, el deber y no el mérito es lo que debe tener sobre el ánimo, no sólo la influencia más determinante, sino, mirándolo a la debida luz de su inviolabilidad, la influencia más penetrante.

   Hume, por su parte, consideraba que el origen del mandato ético es la “simpatía”, es decir, una emoción de bondad y benevolencia. Esto es autónomo… pero solo en la medida en que la voluble sensibilidad humana nos determina a ello. No es racional porque no tenemos prueba alguna de que todas las personas, en todas las circunstancias, sientan ese mandato interior de simpatía.

  Una posible solución se hallaría en el ámbito social de la existencia humana. La virtud se ve entonces como un estilo de vida benevolente, y la motivación no es tanto el mandato interno racional como las gratificaciones emocionales (sobre todo afectivas) que se reciben en una forma de vida basada en la virtud. Para tener santos, lo que necesitamos es que la santidad se convierta en un estilo de vida gratificante (que se describiría lógica y racionalmente en base a sus pautas conductuales, una realidad incluso empírica) y solo la educación nos proporcionará suficientes individuos que elijan como gratificación máxima –bien supremo- las que son propias de las relaciones afectivas en una comunidad humana basada en principios de benevolencia –santidad. Por lo tanto, quizá la alternativa sea abordar racionalmente la necesidad de buscar la santidad aún a riesgo de situarnos en el ámbito de un estilo de vida no convencional, algo que Kant, desde luego, jamás alentó.

2 comentarios:

  1. Pienso que yo y los demás no somos la misma persona pero en el fondo somos lo mismo. Polvo de estrellas con un alma inmortal espiritual. Cuando Jesús manda amar al otro como a uno mismo nos está diciendo que el otro es lo mismo que yo.

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    1. Somos lo mismo "en el fondo". ¿Qué diferencias hay entre "ser lo mismo en el fondo" y simplemente "ser lo mismo"?

      ¿Y qué utilidad tiene que alguien actúe porque siente que los demás "fuesen lo mismo que él", si otros no lo sienten?

      Esto es lo mismo que lo que decía el señor Hume sobre la "simpatía"

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