lunes, 2 de febrero de 2015

“La conquista de la felicidad”, 1930. Bertrand Russell

  Bertrand Russell no fue un científico social, sino un extraordinario matemático e historiador de la filosofía, y en muchos sentidos también fue un sabio de la Antigüedad trasplantado a la época de los medios de comunicación de masas, el cual acabó siendo galardonado con el Premio Nobel de Literatura. Nacido un aristócrata del Imperio Británico pero comprometido con el socialismo y el pensamiento de vanguardia, su opinión era reclamada por muchos y él accedía fácilmente a pronunciarse. Era un hombre inquieto, valiente, extrovertido y, sobre todo, optimista. Como Einstein, H. G. Wells o George Bernard Shaw tenía cosas que decir acerca de la naturaleza y destino humanos. Y se atrevió a dar sus opiniones acerca de la felicidad, esa cosa tan simple y tan preciosa. Tales opiniones son muy representativas de las del pensamiento progresista de su época y también del de muchas personas de hoy.

Este libro no va dirigido a los eruditos ni a los que consideran que un problema práctico no es más que un tema de conversación. No encontrarán en las páginas que siguen ni filosofías profundas ni erudición profunda. Tan solo me he propuesto reunir algunos comentarios inspirados, confío yo, por el sentido común.

¿Qué puede hacer un hombre o una mujer, aquí y ahora, en medio de nuestra nostálgica sociedad, para alcanzar la felicidad? Al discutir este problema, limitaré mi atención a personas que no están sometidas a ninguna causa externa de sufrimiento extremo. Daré por supuesto que se cuenta con ingresos suficientes para asegurarse alojamiento y comida, y de salud suficiente para hacer posibles las actividades corporales normales.

  En el principio existió el “hombre en estado de naturaleza”… Ese hombre y esa mujer, esas hordas de adanes y evas originarios, no se preguntaban  si eran o no felices. La felicidad y la infelicidad son una invención moderna.

Creo que esta infelicidad se debe en muy gran medida a conceptos del mundo erróneos, a éticas erróneas, a hábitos de vida erróneos, que conducen a la destrucción de ese entusiasmo natural, ese apetito de cosas posibles del que depende toda felicidad, tanto la de las personas como la de los animales. 

  El entusiasmo: ser feliz es vivir el entusiasmo por la vida. En sus propias palabras:

Lo que a mí me parece el rasgo más universal y distintivo de las personas felices [es] el entusiasmo. (…) El secreto de la felicidad es este: que tus intereses sean lo más amplios posible y que tus reacciones a las cosas y personas que te interesan sean, en la medida de lo posible, amistosas y no hostiles.

Cualquier cosa que haya que hacer, solo se podrá hacer correctamente con ayuda de cierto entusiasmo, y es difícil tener entusiasmo sin algún motivo personal. Desde este punto de vista, habría que incluir entre los motivos personales los que conciernen a personas biológicamente emparentadas con uno, como el impulso de defender a la mujer y los hijos contra los enemigos.

El entusiasmo requiere más energía que la que se necesita para el trabajo, y para esto es necesario que la maquinaria psicológica funcione bien. 

Una de las principales causas de pérdida de entusiasmo es la sensación de que no nos quieren; y a la inversa, el sentirse amado fomenta el entusiasmo más que ninguna otra cosa. 

  Sin embargo, y eso podría decepcionar a algunos, Bertrand Russell no identifica la felicidad necesariamente con el amor (o el entusiasmo que se deriva de él). No pone el resto de comportamientos humanos al servicio de este sentimiento gozoso y a la vez altruista. El amor es algo importante que ayuda a vivir, pero la vida humana no consiste en amar (y ser amado).

El amor hay que valorarlo porque acentúa todos los mejores placeres, como el de la música, el de la salida del sol en las montañas y el del mar bajo la luna llena. Un hombre que nunca haya disfrutado de las cosas bellas en compañía de una mujer a la que ama, no ha experimentado plenamente el poder mágico del que son capaces dichas cosas. Además, el amor es capaz de romper la dura concha del ego, ya que es una forma de cooperación biológica en la que se necesitan las emociones de cada uno para cumplir los objetivos instintivos del otro.

No pretendo decir que el amor, en su forma más elevada, sea algo común, pero sí sostengo que en su forma más elevada revela valores que de otro modo no se llegarían a conocer

  Esta idea del amor “en su forma más elevada” nos despierta una sospecha: la de que el amor convencional le parece a Russell algo insuficiente. Fijémonos en que, hasta cierto punto, desdeña el valor intrínseco de la maternidad

En el futuro, la relación madre-hijo se parecerá cada vez más a la que los hijos tienen ahora con sus padres, y así las mujeres se librarán de una esclavitud innecesaria

  Es de lo más loable la defensa que hace Russell de la libertad de la mujer y de la necesidad que ésta tiene de participar en la vida laboral, intelectual y social a todos los niveles -un posicionamiento que aún resultaba controvertido en 1930- pero desde el punto de vista psicológico hoy sabemos que no se puede en modo alguno equiparar la relación madre-hijo con la relación padre-hijo. Y esta apreciación desenfocada resulta también significativa del punto de vista de Russell acerca de la familia y la paternidad.

Para ser feliz en este mundo, sobre todo cuando la juventud ya ha pasado, es necesario sentir que uno no es solo un individuo aislado cuya vida terminará pronto, sino que forma parte del río de la vida, que fluye desde la primera célula hasta el remoto y desconocido futuro.

  Así, más allá de la experiencia del amor como experiencia subjetiva, existiría una dimensión hasta cierto punto social y trascendente del ser humano que se materializa en la paternidad como un formar “parte del río de la vida”. Esto relativiza al amor (de cualquier clase) como objeto central de la vida feliz, es decir, del entusiasmo por la vida. No es el punto de vista de los que sienten que tener hijos es aumentar en alto grado las probabilidades de contar con un vínculo de amor incondicional en el futuro.

  La felicidad así parece tener que ver con una relación compleja con el entorno, como si el ser humano tuviese una relación directa, trascendente, con el mundo que le ha dado origen. Así, no es del todo la felicidad humana que solo responde a la experiencia humana. Ahí está el error, y se trata de un error de Bertrand Russell que procede de la por él muy admirada racionalidad de los escépticos de la Antigüedad clásica. El anticristiano que es Russell se hace pagano, y al hacerse pagano no quiere romper la primitiva (e imaginaria) vinculación con el mundo originario de la naturaleza. El cristianismo, en cambio, en su radicalizada lucha contra los instintos, apunta a un ideal más íntimo y subjetivo: se trata del ser humano contra la naturaleza (donde los individuos quedan subsumidos en una forma común), y no de la sabiduría del ser humano en relación con la naturaleza. De esta diferencia (y de este error de los paganos) se deriva todo el conflicto entre visiones opuestas de la racionalidad.

   Más adelante encontramos otros  dos elementos un tanto contradictorios que nos presentan otra vez el mismo problema. Por una parte, la felicidad se relaciona con la lucha contra el aburrimiento y, por la otra, la felicidad se vincula a alcanzar una alta meta no precisada que tiene que ver con la “grandeza de alma”. Da la impresión de que esta idea de grandeza (así como la preocupación por el aburrimiento) es propia de los hábitos aristocráticos de otros tiempos.

El trabajo es deseable ante todo y sobre todo como preventivo del aburrimiento

El aburrimiento es un problema fundamental para el moralista, ya que por lo menos la mitad de los pecados de la humanidad se cometen por miedo a aburrirse.

La clase especial de aburrimiento que sufren las poblaciones urbanas modernas está íntimamente relacionada con su separación de la vida en la tierra. 

Una persona que haya percibido lo que es la grandeza de alma, aunque sea temporal y brevemente, ya no puede ser feliz si se deja convertir en un ser mezquino, egoísta, atormentado por molestias triviales, con miedo a lo que pueda depararle el destino. La persona capaz de la grandeza de alma abrirá de par en par las ventanas de su mente, dejando que penetren libremente en ella los vientos de todas las partes del universo. (…) Aquel cuya mente es un espejo del mundo llega a ser, en cierto sentido, tan grande como el mundo.   

En el siglo XVIII, una de las características del «caballero» era entender y disfrutar de la literatura, la pintura y la música. En la actualidad, podemos no estar de acuerdo con sus gustos, pero al menos eran auténticos. El hombre rico de nuestros tiempos tiende a ser de un tipo muy diferente.

El arte de la conversación general, por ejemplo, llevado a la perfección en los salones franceses del siglo XVIII, era todavía una tradición viva hace cuarenta años. Era un arte muy exquisito, que ponía en acción las facultades más elevadas para un propósito completamente efímero.

Con la invención de la agricultura, la vida comenzó a volverse tediosa, excepto para los aristócratas, por supuesto, que seguían estando -y aún siguen- en la fase cazadora

A los que eran nobles por nacimiento se les permitía una conducta errática. En el mundo moderno estamos perdiendo esta fuente de libertad social

   La desconfianza que pueda despertar el señalamiento de la “grandeza” se confirma cuando leemos otras opiniones acerca de

esos pocos estadistas que han dedicado sus vidas a crear orden a partir del caos, de los que Lenin es el máximo exponente en nuestra época

  Ahora fijémonos en la desconfianza ante la virtud de la modestia

La modestia se considera una virtud, pero personalmente dudo mucho de que, en sus formas más extremas, se deba considerar tal cosa. La gente modesta necesita tener mucha seguridad, y a menudo no se atreve a intentar tareas que es perfectamente capaz de realizar. La gente modesta se cree eclipsada por las personas con que trata habitualmente. En consecuencia, es especialmente propensa a la envidia y, por la vía de la envidia, a la infelicidad y la mala voluntad.

  No parece estar refiriéndose a una modestia genuina, sino a una actitud de resentimiento y falsedad. De la misma forma, tampoco se señala nunca la humildad, que es la virtud que permite aceptar la inferioridad sin resentimiento (porque, desde la humildad, existe un mundo interior, íntimo, interpersonal, donde el individuo puede hallar la felicidad más allá de los condicionamientos sociales).

El sentimiento de pecado, lejos de contribuir a una vida mejor, hace justamente lo contrario. Hace desdichado al hombre y le hace sentirse inferior. (…) Al sentirse inferior, tendrá resentimientos contra los que parecen superiores.

  El anticristianismo de Russell, que en teoría se origina en su rechazo al torturante sentimiento del pecado y a una represión brutal de los instintos, acaba omitiendo, pues, algunos descubrimientos psicológicos cristianos (y pre-cristianos, pues el “cristianismo” no es otra cosa que una destilación más avanzada de las “religiones compasivas”) que están en la base del humanismo racional. Sin modestia y sin humildad no son posibles ni la tolerancia ni la cooperación. Si a esto le sumamos las alabanzas anteriores a la grandeza de alma, a la nostalgia por los hábitos aristocráticos y a la lucha contra el aburrimiento encontramos una especie de retorno al escepticismo elitista de estoicos y epicúreos. Y no se trata tan solo de las excentricidades puntuales de un aristócrata en el que se mezcla progresismo y conservadurismo: se trata, como ya se ha adelantado, de las contradicciones que aparecen al contrastar las diferentes visiones de la racionalidad humanista.

   Hoy por hoy la ciencia de la conducta ha encontrado algunos resultados que van en sentido contrario de las ideas de Russell en particular. Veamos primero:

Los Victorianos estaban plenamente convencidos de que casi todo el sexo es malo, y tenían que aplicar adjetivos exagerados a las modalidades que podían aprobar. Había más hambre de sexo que ahora, y esto, sin duda, hacía que la gente exagerara la importancia del sexo, como han hecho siempre los ascéticos.

  La psicología experimental ha demostrado que el puritanismo sexual sí tiene cierto sentido. No es verdad que en un entorno puritano haya más hambre de sexo que en un entorno más tolerante. Al contrario: la exposición a la oferta del placer sexual incrementa la excitación mientras que el ascetismo reduce el deseo y el control del placer ayuda a evitar el desenfreno. Eso no niega tampoco el daño que a veces causa la represión (un medio ineficaz de control) pero Russell no llegó a ver cuál era el error que cometía la anquilosada educación puritana que a él y a tantos como él tanto daño les hizo.

De niño, mi himno favorito era «Harto del mundo y agobiado por el peso de mis pecados». A los cinco años se me ocurrió pensar que, si vivía hasta los setenta, hasta entonces solo había soportado una catorceava parte de mi vida, y los largos años de aburrimiento que aún tenía por delante me parecieron casi insoportables. En la adolescencia, odiaba la vida y estaba continuamente al borde del suicidio, aunque me salvó el deseo de aprender más matemáticas. 

   De este sufrimiento nace un explicable resentimiento contra el cristianismo y una apuesta firme por la racionalidad (pero el resentimiento siempre dejará sus secuelas, haciendo la racionalidad un poco menos racional de lo que podía haber sido).

Una ética racional consideraría loable proporcionar placer a todos, incluso a uno mismo, siempre que no exista la contrapartida de algún daño para uno mismo o para los demás. Si prescindiéramos del ascetismo, el hombre virtuoso ideal sería el que permitiera el disfrute de todas las cosas buenas, siempre que no tengan malas consecuencias que pesen más que el goce. 

   Lo que la racionalidad podría haber mostrado a Russell (y a tantos otros hombres inteligentes y audaces de su tiempo) es que las culturas del pasado no son blancas o negras, perfectas o imperfectas, y que el avance social se da mediante “prueba y error”, superándose poco a poco las contradicciones y hallándose tortuosamente las conclusiones positivas. Al rechazar la sociedad burguesa de su tiempo en su conjunto a partir de las emociones propias del resentimiento, se cae en el extremo opuesto de realizar apuestas arriesgadas por las ofertas que surgen del oportunismo político. En este rechazo apresurado y poco reflexivo está también presente la impronta de la intolerancia que se condena.

En la actualidad, los jóvenes inteligentes son, probablemente, más felices en Rusia que en ninguna otra parte del mundo. Allí tienen oportunidad de crear un mundo nuevo, y poseen una fe ardiente en que basar lo que crean. 

  El rechazo errado a determinadas actitudes del puritanismo represivo da lugar a también a otras opiniones que hoy nos resultan chocantes:

Los que votan, por ejemplo, a favor de la prohibición de fumar (leyes así existen o han existido en varios estados de Estados Unidos) son, evidentemente, no fumadores para los que el placer que otros obtienen del tabaco es una fuente de dolor.

   Con todo, lo más valioso de estas opiniones es su posicionamiento por la racionalidad (con los defectos que pueda tener) y su rechazo a la opresión oscurantista de las viejas tradiciones religiosas. Muchos de sus consejos –y no los peores- nos recuerdan a la moderna “autoayuda”. Pero no olvidemos que este tipo de discurso ya era conocido por la antigua "literatura sapiencial" que se remonta al Antiguo Egipto (los “Proverbios” de la Biblia, por ejemplo, están tomados de estos textos egipcios anteriores).

La razón no representa ningún obstáculo a la felicidad

Cuando empiece usted a sentir remordimientos por un acto que su razón le dice que no es malo, examine las causas de su sensación de remordimiento y convénzase con todo detalle de que es absurdo. Permita que sus creencias conscientes se hagan tan vivas e insistentes que dejen una marca en su subconsciente lo bastante fuerte como para contrarrestar las marcas que dejaron su madre o su niñera cuando usted era niño. (…)Mire fijamente lo irracional, decidido a no respetarlo, y no permita que le domine. Cada vez que haga pasar a la mente consciente pensamientos o sentimientos absurdos, arránquelos de raíz, examínelos y rechácelos. 

Cuando un hombre ha infringido su propio código racional, no creo que el sentimiento de pecado sea el mejor método para acceder a un modo de vida mejor. El sentimiento de pecado tiene algo de abyecto, algo que atenta contra el respeto a uno mismo. (…) El hombre racional ve sus propios actos indeseables igual que ve los de los demás como actos provocados por determinadas circunstancias y que deben evitarse, bien por el pleno conocimiento de que son indeseables, o bien, cuando es posible, evitando las circunstancias que los ocasionaron.

  De todas estas sentencias, las más valiosas son precisamente las que se refieren al supuesto enfrentamiento entre razón y emoción. Russell lo ve con claridad, aunque mucho más difícil es aplicar las conclusiones correctas a los problemas de la vida real.

Existen muchas personas a las que les disgusta la racionalidad, y a las cuales lo que estoy diciendo les parecerá irrelevante y sin importancia. Piensan que la racionalidad, si se le da rienda suelta, mata todas las emociones más profundas. A mí me parece que esta creencia se debe a un concepto totalmente erróneo de la función de la razón en la vida humana. No es competencia de la razón generar emociones, aunque puede formar parte de sus funciones el descubrir maneras de evitar dichas emociones, por constituir un obstáculo para el bienestar. No cabe duda de que una de las funciones de la psicología racional consiste en encontrar maneras de reducir al mínimo el odio y la envidia.

  Dejamos para el final algunas observaciones curiosas, que hemos de considerar en relación con aquella época de incipiente modernidad

La inestabilidad de la posición social en el mundo moderno y la doctrina igualitaria de la democracia y el socialismo han ampliado enormemente la esfera de la envidia. Por el momento, esto es malo, pero se trata de un mal que es preciso soportar para llegar a un sistema social más justo. 

   Para un igualitarista y un socialista como era el mismo Russell, admitir que la envidia algo tiene que ver con el progreso social es todo un rasgo de lucidez. Quizá le faltó extraer de ello, como consecuencia, la necesidad de desarrollar actitudes compensatorias alejadas de lo político, reconocer que el origen psicológicamente conflictivo del deseo de igualdad habría de conllevar nuevos conflictos una vez alcanzada cada una de las diversas metas parciales en el camino de la justicia social: la envidia es una predisposición psicológica y no tanto la respuesta a un problema objetivo real (por lo menos, no es la respuesta correcta en nuestro mundo, aunque tal vez sí lo fuera en el mundo primitivo donde estas emociones se originaron como instinto).

   En la misma época en que Russell expresaba estas opiniones, Freud tenía una visión más exacta al profetizar que el socialismo no podría acabar con la agresividad mutua solo cambiando el modelo de producción económica.

    El triunfo de la racionalidad frente a los prejuicios heredados de la tradición y frente a los mismos instintos conflictivos no ha llegado todavía, pero fueron necesarios ciertos fracasos, ciertas inconsistencias y muchas contradicciones para llegar a precisar principios más equilibrados que los que un hombre en particular, aunque inteligentísimo, bienintencionado y comprometido, podía defender en el atribulado periodo de entreguerras.

2 comentarios:

  1. Interesantes reflexiones. Sin duda, aportan a nuestro trabajo en terapia de pareja. Igualmente, en este sentido colaborativo, nos gustaría compartirles los artículos que al respecto hemos escrito en nuestro blog: http://www.terapiadepareja-df.com.mx/ ojalá puedan visitarnos y darnos su punto de vista.

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