lunes, 25 de agosto de 2025

“Normas racionales”, 2021. Shaun Nichols

  La moral se basa en normas o da lugar a normas. Consiste en elegir lo que uno debe o no hacer ante las opciones que se le ofrecen para procurar el bien propio sin perjuicio del bien común, ponderando los distintos ámbitos de interés. 

   Las normas no tienen por qué ser impuestas por coerción social –normas legales-, las normas pueden estar ya previamente interiorizadas en la conciencia de la persona y también surgir hasta cierto nivel espontáneamente por condicionamiento del entorno e incluso siguiendo pautas innatas; pero lo  que el filósofo Shaun Nichols quiere enseñarnos es que las normas más eficaces y beneficiosas son las que elaboramos racionalmente.

  Esto puede contrastar con nuestra sensación de que las elecciones morales, por mucho que se puedan describir mediante la razón, requieren para existir del factor emocional: amamos el bien y odiamos el mal.

La visión que defiendo es obviamente racionalista en cuestiones importantes. Pero no implica rechazo a la significancia de las emociones para el juicio moral. De hecho, pienso que mucha de la imagen sentimentalista [de la moral] es correcta. Las emociones juegan un papel crítico al amplificar las reglas de la moralidad  (p. xi)

  Tengamos en cuenta el “principio de benevolencia” de Henry Sidgwick:

El principio abstracto del deber de benevolencia [consiste en que,] en tanto que es cognoscible por la intuición directa el que uno está moralmente obligado a considerar el bien de cualquier otro individuo tanto como el propio, debe hacerse una excepción cuando juzguemos que lo es menos en el caso de que se vea así de forma imparcial, o cuando sea menos cognoscible o alcanzable  (p. 172)

  A este principio, Nichols objeta que existen los casos excepcionales de los psicópatas que, por su constitución emocional innata, no sienten la obligación moral de la benevolencia. Así pues, la racionalidad moral solo promueve la benevolencia en los casos de personas emocionalmente constituidas de forma convencional. 

   Con todo, anomalías aparte (¿trastornos de personalidad?), lo principal es que se sostiene que la benevolencia es la base de la moralidad sana. La benevolencia es un estado emocional (en cierto modo, opuesto a la agresividad), pero su desarrollo racional en el contexto social es lo que nos puede llevar a un sistema de relaciones óptimas para el bien común. 

  Una de las necesarias observaciones que surgen a partir de la consideración racional de nuestras emociones morales es que nuestra sensación de moralidad tiene que ver con cómo juzgamos al agente moral. El mal es lo que hacen las malas personas, y no tanto las malas consecuencias de una acción incorrecta.

Tendemos a tener reglas que prohíben acciones más que reglas que requieren minimizar las malas consecuencias (p. 183)

Los niños tienden a tratar las reglas sociales y morales como basadas en actos más que en consecuencias (p. 133)

Los deontologistas mantienen que la distinción entre hacer algo y permitir que tal cosa suceda es una distinción moralmente importante. Los consecuencialistas con frecuencia mantienen que la distinción actuar/permitir es moralmente irrelevante (p. 169)

  Esto se puede llamar sesgo acción/permisión. Tiene también que ver con la “suerte moral”: un conductor de tren negligente causó la muerte de ochenta pasajeros; incluso si bien es cierto que no se le debe castigar por cada una de las muertes igual que si hubiese cometido un asesinato… al tratarse de ochenta, la mera suma de responsabilidades menores conlleva un fuerte reproche (un castigo penal) dadas las consecuencias y no tanto dada la intencionalidad.

  En general, el estudio de la moral nos muestra la importancia de juzgar racionalmente, pese a nuestra emotividad

El aprendizaje racional proporciona una explicación mucho mejor que las emociones sobre cómo adquirimos los sistemas normativos en toda su complejidad (p. xi)

El juicio moral parece ser directamente motivacional. Cuando vemos algo como moralmente mal, esto típicamente proporciona al menos alguna motivación para no hacerlo (p. 30)

  Si la emoción es natural, la racionalidad también lo es. Puede predominar lo emocional, dadas las circunstancias, pero el peso psicológico de la razón no deja de hacerse notar y eso afecta también a las emociones. La emoción moral que surge de la reflexión racional acerca de los sucesos prosociales (causados por individuos que promueven el bien común) y antisociales (causados por individuos que dañan el bien común) es la más próxima a la justicia. 

  Por lo demás, es una idea fundamental el que el razonamiento y las ideas también afectan a la emoción. Se trata de una concepción fundamental en el desarrollo de la civilización y en ello se basan terapias modernas como la cognitivo-conductual y las relativas a la inteligencia emocional.

  ¿Y el proceso de elaborar racionalmente las normas morales? Esto se lleva a cabo mediante las instituciones, ¿en base a qué criterios deberían constituirse?

Las instituciones ecológicamente racionales son aquellas que serían seleccionadas por un agente racional que conociera nuestros fines, nuestras mentes y nuestros entornos (p. 175)

  La moralidad, por mucho que se base en tradiciones y la interpretemos emocionalmente, obedece a principios evolutivos relacionados con la naturaleza humana, y por eso el principio racional es el más válido de principio a fin. 

   Que la naturaleza humana pueda ser descrita evolutiva o ecológicamente no quiere decir que de forma espontánea contemos con una predisposición correcta de nuestra moralidad. Antes al contrario: no somos espontáneamente un “agente racional”, nuestra mente está llena de sesgos, prejuicios, supersticiones y condicionamientos de los que no somos conscientes y para lidiar con los cuales necesitamos un pensamiento racional lo más ponderado posible.  Este pensamiento racional, en sociedad, lo generan las instituciones.

   La comprensión racional de nuestra propia naturaleza es un proceso tremendamente complejo. La lógica es nuestra guía, pero hemos de llegar a ella merced a un procedimiento sistemático.

Ser racional es razonar de acuerdo con principios que se basan en las reglas de lógica, teoría de la probabilidad y demás (p. 12)

  Esto puede llevarnos muy lejos y puede cuestionar todo convencionalismo. Sí, la moral racional sustenta el orden social… pero si nos consta que las sociedades evolucionan, eso quiere decir que las instituciones mantenedoras del orden convencional no son suficiente. La lógica sustenta el orden, pero también hace visible su evolución (y evolución es “copia más modificación”) 

Lectura de “Rational Rules” en Oxford University Press, 2021; traducción de idea21

viernes, 15 de agosto de 2025

“Ambición moral”, 2024. Rutger Bregman

La ambición moral es la voluntad de hacer del mundo un lugar mejor (Capítulo 1)

  Nos urge tener un mundo mejor, de modo que, de entrada, debemos apoyar la ambición moral. Pero ¿a qué se refiere el historiador Rutger Bregman en concreto?

Charity Entrepreneurship” es un programa para (…) empresarios con ambición moral (…) Cada año, la dirección de la escuela presenta la cuestión de cómo puedes ayudar a tantas personas y animales como sea posible. ¿Cuáles son las mejores soluciones para los mayores problemas del mundo?  (Capítulo 6)

  Así pues, estamos en una dimensión emocional similar a la de los empresarios ambiciosos, pero en lugar de hacer dinero, se trata de hacer del mundo un lugar mejor.

¿Qué hay de los abolicionistas que lucharon para acabar la esclavitud o de las sufragistas que trabajaron por el derecho de la mujer al voto? (…) Cambiaron el mundo. El estadístico Nassim Taleb habla de una “minoría intransigente” (Capítulo 2)

  La mejora de la sociedad dependería en gran medida de unos individuos escogidos. Esto recuerda un poco a lo que escribió Pitirim Sorokin acerca de que el progreso moral depende de grandes personajes individuales.

  Nada que objetar a que para mejorar la sociedad debemos utilizar hábilmente los mejores recursos, y si la iniciativa personal de determinados caracteres es beneficiosa, sin duda ha de aprovecharse. A lo largo del libro, Bregman nos muestra algunos casos de gran interés, aparte de los abolicionistas y sufragistas. Por un lado, los logros de la Fundación Gates contra la malaria y el entramado de "Altruismo Eficaz", pero también historias menos conocidas.

[Katherine] Mc Cornick, [rica heredera hija del inventor de cosechadoras] (…) le hizo un cheque [a un brillante científico] y al final llegó a poner hasta dos millones de dólares a su disposición para que investigase. Unos pocos años más tardes el descubrimiento de “Enovid” por Gregory Pincus fue aprobado por el departamento de sanidad USA (Capítulo 7)

  La duda puede estar en que tal vez, exagerando la iniciativa de estos individuos ambiciosos, podemos estar cerrando el paso a cambios culturales de otro tipo. Por ejemplo, Bregman es partidario de que se mantenga el comportamiento convencional.

Simplemente no podemos ser personalmente conmovidos por la escala [estadística, masiva] del sufrimiento. Somos, bueno, humanos. No somos santos (Capítulo 8)

La mayor parte de la gente no quiere ser santos y es correcto que sea así. Estamos en la tierra para maravillarnos y caminar, para buscar y para pecar. Estamos aquí para vivir la vida (Epílogo)

  Olvida el señor Bregman que los cambios morales van unidos siempre a cambios de comportamiento y estilo de vida en general (ethos). Y de la misma forma que el comportamiento escéptico y racional del mundo ilustrado de hoy hubiese resultado inverosímil para las personas de hace dos mil años que vivían inmersos en las tradiciones, tal vez el comportamiento futuro del ser humano resulte muy diferente al convencional de hoy. Igual se parece más al de los "santos”. 

  Este tipo de comentarios probablemente busquen atraer a un mayor sector del público, pero quizá resulten contraproducentes porque pueden poner como demasiado fácil el que se lleven a cabo cambios enormes en el comportamiento humano.

  Mucho más sensato es cuestionarse:

¿Qué prácticas nuestras serán consideradas bárbaras por las futuras generaciones? (Capítulo 9)

  Buena pregunta, pero en realidad, Bregman no la contesta. Puede que las futuras generaciones consideren “bárbaro” que se anime al altruismo y al mismo tiempo a “pecar” y a “vivir la vida”. O más probablemente equiparen el fenómeno de la extranjería con el de la pasada esclavitud. O se escandalicen de la monstruosa desigualdad económica (aunque ya estaba injustificada hace unos cuantos siglos). O se escandalicen del desperdicio de talento en temas banales (como la publicidad, las finanzas o la venta de fruslerías).

  Todo eso implica también cambios en las costumbres.

  En cualquier caso, el libro de este autor, vinculado al movimiento Altruismo Efectivo, está lleno de buenas observaciones acerca de las cosas que ya se están haciendo bien.

  Ejemplo o no de “ambición moral”, el libro no olvida al que es casi el único de los magnates del mundo de Internet que ha realizado una loable tarea humanitaria.

Bill Gates, que pagó para desarrollar una vacuna de la malaria, cuando el gobierno y la empresa privada no estaban interesados (Capítulo 8)

  El caso de la malaria es uno de los más recurridos por la gente de Altruismo Efectivo: una enfermedad que para muchos no es mortal, y que sin embargo cuesta muchas vidas en los países pobres… vidas que podrían ser salvadas por relativamente poco dinero. Ésa es una de las tareas de las nuevas agencias humanitarias:

Gracias a los extensos análisis por parte de GiveWell, sabemos que la Fundación contra la malaria es una de las mejores organizaciones benéficas. (Capítulo 5)

  En cambio, la enfermedad del Sida recibe mucha más atención.

Se ha invertido cincuenta veces más en la investigación contra el Sida porque, bien, miles de activistas en los países ricos han luchado para financiarlo. No hubo tal movimiento por la malaria, probablemente porque golpea sobre todo a la gente pobre en los países pobres (Capítulo 7)

  No hay que ser un genio para darse cuenta de esto. En realidad, la “ambición moral” muchas veces consiste en alertar acerca de pequeños detalles que pueden salvar a muchos. Y de esto se nos dan unos cuantos ejemplos. Así, un plan surgido de Charity Entrepeneurships que era sencillo y barato, y que salvó muchas personas en la India: todo un éxito en la estrategia de coste-beneficio.

El mejor plan resultó ser el más simple: enviar a los padres mensajes de texto para recordarles que tienen que vacunar a sus hijos. Esto no costaba nada pero disparó la cobertura de las vacunas, lo que pudo salvar miles de vidas (Capítulo 6)

  En lo demás, los proyectos humanitarios han de abarcar todos los campos útiles. Por ejemplo, la tecnología. Es verdad que la tecnología de hace cien años ya hubiera sido suficiente para salvar a media humanidad de la violencia y la miseria… pero eso no niega que, aunque el mundo de 1925 hubiera dado un vuelco en la moralidad (al nivel de profetas que entonces ya eran conocidos, como un Tolstoy o un Gandhi)… aun así no hubieran podido disponer de los antibióticos hasta que los hubiesen inventado…

La ambición moral necesita tecnología (…) Ves manifestaciones contra fábricas contaminantes u oleoductos con pérdidas –y es correcto- pero nunca gente marchando con pancartas que digan “SUBVENCIONEN LA FUSIÓN NUCLEAR”, “NECESITAMOS YA ENERGÍA LIMPIA INFINITA” (Capítulo 7)

  Es más, tampoco estarían mal pancartas en las universidades para exigir a los alumnos de altas capacidades que se matriculen en institutos de investigación científica, en lugar de estudiar finanzas y marketing…

Necesitamos más éxitos como el Apolo. ¿Por qué no un programa Apolo para acabar con la pobreza y uno para detener el tráfico de personas, un programa Apolo para erradicar la malaria o acabar con el envenenamiento con plomo, o un programa Apolo para detener el calentamiento global o para erradicar a los patógenos más mortales del planeta? (Capítulo 10)

  En realidad, hay que recordar que tras el éxito del Apolo, el presidente Nixon puso en marcha la guerra contra el cáncer (no tuvo éxito definitivo).

  Y un buen señalamiento:

Alguien preguntó [a Matthieu Ricard] (…) si él no se arrepentía de nada, y contestó “No haber puesto la compasión en acción” (Epílogo)

    Matthieu Ricard es –o pudo ser- algo bastante parecido a un “santo”, pero sumergido en la búsqueda de la Iluminación budista y en la práctica sistemática de la meditación, su activismo idealista parece haberse orientado más hacia la calidad de vida de sus seguidores que a la práctica de la caridad. El credo de Altruismo Efectivo es el utilitarismo, que está vinculado más con la materialidad de la compasión de la cual la economía altruista tendría que ser su consecuencia necesaria.

Lectura de “Moral Ambition” en BLOOMSBURY PUBLISHING  2025; traducción de idea21

martes, 5 de agosto de 2025

“La salvación del alma moderna”, 2008. Eva Illouz

  El alma debe ser salvada porque en todo momento somos conscientes del peligro en que se encuentra. Con la ciencia y la tecnología, se pierde la confianza en los remedios espirituales de origen religioso.

De manera similar a las ideas religiosas (…) los conceptos elaborados en los espacios especializados y profesionales de los científicos moldean nuestra comprensión corriente de nuestro ambiente social y natural (p. 26)

El análisis expuesto en este libro ofrece un modelo implícito para el estudio de la cultura y del cambio cultural. (p. 301)

  La socióloga Eva Illouz nos muestra que tras la pérdida de influencia de las religiones en la sociedad moderna, lo que la ciencia puede ofrecer a nivel espiritual es, básicamente,  “psicología”. 

[La] situación dual de la psicología, simultáneamente profesional y popular, es lo que la hace tan interesante para el estudioso de la cultura contemporánea (p.18)

   En un principio, los psicólogos eran médicos del alma. El doctor Freud descubría los traumas y los curaba.

Al hacer del psicoanálisis el único camino hacia la salvación física, Freud sugería que la autoayuda no dependía de la propia resistencia moral, de la propia virtud o de la propia voluntad, pues el inconsciente podía tomar astutamente muchos caminos que conducían hacia la derrota de las decisiones de la conciencia. Si el inconsciente podía derrotar a la propia determinación a ayudarse a uno mismo, esto significaba a su vez que la perspectiva freudiana era, al menos inicialmente, incompatible con lo que se convertiría en la industria de la autoayuda (p. 199)

  ¿Autoayuda? Sí, en un principio, incluso en una sociedad materialista, incluso antes de la moderna "industria de la autoayuda", el alma podía ser curada a partir de la concepción decimonónica de la firmeza moral.

El siglo xix fue (…) el siglo del “descubrimiento del yo”: autobiografías confesionales, autorretratos, diarios, cartas y literatura sentimental y autorreferencial señalaban un vasto interés en la naturaleza de la interioridad y la subjetividad (p. 69)

[Hay] diferencias importantes entre la concepción victoriana y la concepción moderna del “yo verdadero”: para los victorianos, la intimidad era una oportunidad para expresar el yo verdadero, y la expresión del yo verdadero no conllevaba ningún problema en especial (…) Pero ahora la revelación del yo verdadero parecía conllevar problemas especiales y requerir un cuidado especial (…) La intimidad era presentada como un bien precioso pero difícil de obtener, como una meta que el yo podía lograr sólo de manera dolorosa. (p. 168)

   La del pasado, que creía en la fuerza de la voluntad, suponía una subjetividad menos quejica. Illouz nos recuerda, entre otros, el testimonio de Abraham Lincoln, que nunca dio importancia a las circunstancias de su pobreza en la infancia y juventud.

En conformidad con el estoicismo y la circunspección que dominaban gran parte de la cultura protestante, Lincoln se rehusaba a adornar la pobreza y el sufrimiento con un significado. En contraste con ello, la narrativa terapéutica consiste precisamente en adornar con el máximo de significado todas las formas de sufrimiento, tanto reales como inventadas.(…) La narrativa terapéutica (…) consiste (…) en extraer conclusiones a partir de los primeros años de vida. (p. 234)

  Y del principio llegamos al final: en la narrativa terapéutica la culminación de la vida es la “autorrealización”.

La afirmación de que una vida no autorrealizada necesita terapia es análoga a la afirmación de que alguien que no utiliza al máximo el potencial de sus músculos está enfermo (p. 221)

El mandato mismo de esforzarse por lograr niveles más altos de salud y de autorrealización produce narrativas del sufrimiento. (p. 226)

  Si partimos de una concepción terapéutica, médica, es lógico que se nos vea inicialmente como pacientes, como seres sufrientes necesitados de la asistencia de los especialistas.

  Ahora bien, tengamos a mano o no un terapeuta disponible, lo que estamos interiorizando también es una concepción racional de nuestra naturaleza. Los terapeutas no son augures ni sacerdotes: reflejan una realidad asequible.

Conceptos (…)  como “intimidad”, “sexualidad” o “liderazgo” (…) son el punto de contacto entre las instituciones de conocimiento especializadas y las prácticas culturales corrientes (p. 26)

La doctrina terapéutica ha transformado en una enfermedad lo que antes era clasificado como un problema moral, y puede así ser entendida como parte del fenómeno más amplio de la medicalización de la vida social. (p. 220)

El lenguaje de la psicoterapia abandonó la esfera de los expertos y se trasladó hacia la esfera de la cultura popular, donde se entrelazó y se combinó con otras categorías clave de la cultura estadounidense, tales como la búsqueda de la felicidad, la confianza en uno mismo y la creencia en la posibilidad de perfeccionar el yo (p. 200)

   Así, la medicalización y la introducción de conceptos científicos (médicos) en el lenguaje no tenemos que verlas como algo negativo. El libro de la señora Illouz señala los excesos, pero no niega el enriquecimiento social que ha supuesto que los individuos vean la problemática de la subjetividad como algo mejorable con ayuda de consejos sensatos en el marco de una sociedad racional y progresista.

La ideología del lenguaje promovida por la terapia reside en una serie de creencias: que el autoconocimiento se obtiene mediante la introspección, que la introspección puede a su vez ayudarnos a entender, controlar y adaptarnos a nuestro entorno social y emocional y que la expresión verbal es clave para las relaciones sociales (p. 305)

El conflicto [es] el resultado de transacciones emocionales, y la armonía [puede] ser alcanzada mediante el reconocimiento de dichas emociones y la comprensión mutua. (p. 99)

   Esto es una mejora con respecto a las cuestiones cristianas acerca de la salvación del alma. Es una mejora porque, naturalmente, se aleja de la irracionalidad de las tradiciones religiosas, pero también lo es porque proporciona al individuo más claves para esclarecer la verdad. Menos misterio.

El discurso terapéutico ayuda a justificar la afirmación de que el lenguaje es central en la constitución del yo en tanto es un medio dinámico de experimentar y expresar emociones (p. 22)

Muchas decisiones erróneas pueden tener lugar precisamente por no entender lo que otra gente puede pensar y no saber cuáles son sus actitudes (p. 287)

Se establece un estilo emocional cuando se formula una nueva “imaginación interpersonal”, esto es, un nuevo modo de pensar la relación del yo con otros, imaginando sus potencialidades e implementándolas en la práctica. (p. 28)

  Los excesos son unos cuantos. Para empezar, la terapia supone un gran negocio, y eso siempre resulta sospechoso.

La doctrina terapéutica funciona como una “zona comercial” cultural ampliada (p. 219)

   Y si el enfermo es el negocio del terapeuta, a éste nunca le interesará que sane del todo…

Los psicólogos presentaban el conflicto como inevitable pero superable, y sugerían que, si se los abordaba con cuidado, los [mismos] conflictos maritales podían ser contenidos e incluso resueltos (p. 158)

La perturbadora pregunta en relación con la distribución del sufrimiento (o teodicea) (¿Por qué los inocentes sufren y los malos prosperan?), que ha obsesionado a las religiones y a las utopías sociales modernas, ha sido reducida a una banalidad sin precedentes por un discurso que entiende el sufrimiento como el efecto de emociones mal manejadas o de una psiquis disfuncional, o incluso como una etapa necesaria del propio desarrollo emocional. (…) La psicología resucita vengativamente [ciertas] formas de la teodicea. En el espíritu terapéutico no existen el sufrimiento y el caos sin sentido, y éste es el motivo por el que, en el análisis final, su impacto cultural debería preocuparnos. (p. 308)

   Recordemos que la “Teodicea” es la doctrina del sufrimiento humano perpetuo. En una sociedad que establece metas tan específicas como la autorrealización humana, la intimidad y la felicidad conyugal tal vez sea inevitable aceptar el sufrimiento cuando no se alcanzan tantos objetivos a la vez. Pero en todo caso será por culpa del entorno y de los traumas infantiles.

El espíritu terapéutico (…) alienta un fuerte individualismo basado en un interés propio ilustrado, pero siempre con el objetivo de mantener el yo dentro de una red de relaciones sociales. El espíritu terapéutico promueve un enfoque procedimental para la propia vida emocional, en tanto opuesto a una vida emocional espesa o sustantiva. La vergüenza, el enojo, la culpa, el honor ofendido, la admiración son emociones definidas por su contenido moral y por una visión sustantiva de las relaciones, y estas emociones han sido convertidas cada vez más en signos de la inmadurez o de la disfunción emocional. (p. 137)

   La conclusión es que, como tantas veces, un intento de paliar un mal en una situación dada acaba cambiando la situación misma.

Marshall Sahlins [escribió que] “los hechos son ordenados por la cultura, [...] [y] en ese proceso la cultura es reordenada (p. 302)

Lectura de “La salvación del alma moderna” en Katz editores 2010; traducción de Santiago Llach

viernes, 25 de julio de 2025

“El instinto social”, 2021. Nichola Raihani

    En su indagación acerca del instinto social humano, la psicóloga Nichola Raihani parte de que éste es en buena parte equiparable al de otros animales sociales. Los humanos nos quejamos mucho de lo mal que funcionan las relaciones sociales, donde el interés egoísta de algunos (¿o de la mayoría?)  con frecuencia bloquea el interés común de todos. Pero entre los animales sociales esto es la norma. Instintivamente cooperan, pero constantemente disputan por obtener la mayor ventaja posible a la hora de repartir los beneficios de la cooperación.

En un experimento donde los chimpancés podían decidir si elegir una opción que daba un premio en comida a ellos y a un familiar, o una opción que daba una recompensa solo a ellos, los chimpancés elegían cada opción al azar (Capítulo 14)

  Los juegos del ultimátum y el dictador muestran igualmente diferencias entre la actitud moral de humanos y chimpancés. En realidad, los chimpancés carecen de moralidad.

  Nos parecemos mucho a los chimpancés, y sin embargo, en esto somos diferentes.

Experimentos psicológicos mostraban que la gente puede estar suficientemente motivada por la preocupación empática incluso para ofrecerse a recibir dolorosos choques eléctricos uno mismo en lugar de mirar cómo los recibe un “extraño” (en realidad, un actor). Con frecuencia incluso disfrutamos ayudando a otros: ese sentimiento fugaz que tienes cuando haces algo bueno para alguien es algo que los economistas llaman "el cálido brillo del dar" y, de nuevo, es algo que podemos estudiar. Si pones a la gente en un scanner cerebral y les das la oportunidad de donar dinero para una buena causa, verás que las áreas del cerebro asociada con la recompensa se encienden. Son las mismas áreas que se activan cuando la gente come buena comida, tiene sexo o toma drogas recreativas como nicotina o cocaína (Capítulo 10)

   En tal caso, las cosas no están tan mal. Los avances de la civilización hasta hoy, por mucho que nos parezcan escasos, demuestran una cooperación eficiente a ciertos niveles que no puede darse en otro tipo de animales.

¿Cómo podemos reconciliar el sacrificio personal con una visión darwiniana de la evolución, con su énfasis de individuos interesados solo en sí mismos? (Prefacio a Parte 1)

  Podemos hacerlo una vez hemos comprobado que existe en el comportamiento instintivo humano algunas características que favorecen el altruismo y la cooperación. Lo que necesitamos son estrategias culturales que las expandan.

   Es posible que el origen de muchas costumbres que seleccionan y mejoran los instintos más prosociales esté en las “instituciones”.

Las instituciones son una forma de cambiar las reglas, permitiéndonos convertir un escenario donde la mejor opción para todo el mundo es desertar [del esfuerzo por el interés común] en uno donde los individuos tienen éxito en la cooperación. Una de las más importantes instituciones para cambiar los incentivos en los dilemas sociales es el castigo (Capítulo 11)

   Castigar a los que atacan el bien común parece que fue uno de los primeros rasgos propiamente humanos. Es otra diferencia más que tenemos con los animales. Sabemos que los Homo sapiens prehistóricos eran igualitarios, pero no existe un instinto igualitarista, sino que hay instituciones igualitarias (como el castigo al infractor).

La falta de dominio coercitivo en los humanos ancestrales y las sociedades forrajeras más modernas no parte de una aversión intrínseca a la jerarquía (Capítulo 17)

  Los humanos –en esto sí como los chimpancés- tenemos tendencia a establecer jerarquías y a disponer de los bienes logrados en común para nuestro propio beneficio. Pero las instituciones, asentadas en las costumbres, combaten esas tendencias. Eso es civilización: las mismas jerarquías se someten a control si no obedecen a un cierto interés común.

  Incluso en un ambiente tan aparentemente incivilizado como las prisiones donde se custodia a los antisociales, las jerarquías y las normas para el bien común se organizan con regularidad.

Los promedios de homicidio en las prisiones han caído al mismo tiempo que la prevalencia de las bandas carcelarias se ha disparado (Capítulo 12)

   Las normas que imponen castigo disminuyen el conflicto.  Pero ¿sigue siendo también la jerarquía necesaria para imponer las normas y favorecer el bien común? Es de suponer que sí es así en los animales sociales no humanos.

Asumimos que el liderazgo facilita la acción coordinada, queriendo esto decir que las sociedades agrarias son más productivas que las forrajeras (Capítulo 17)

  Pero en realidad, no está demostrado del todo, ya que conocemos casos en que el control punitivo se ejerce de forma consensuada e incluso sociedades humanas sin control punitivo alguno. Lo que sí es un hecho es que históricamente las civilizaciones de más éxito han sido las más jerarquizadas.

La cooperación se ve favorecida si y cuando ofrece una forma mejor de competir. Un corolario de esto es que la cooperación frecuentemente tiene víctimas (Capítulo 18)

  Si, por un lado, el éxito en la guerra es la consecuencia más relevante de una organización eficiente, no es menos cierto también que la guerra causa muchas víctimas. Ahora bien, una cosa es la guerra, y otras las peleas individuales, luchas familiares y reyertas... ¿Ahorra vidas la guerra con respecto a lo que sería dejar tal tipo de disputas a pequeña escala sin control?

  ¿Son las instituciones de coacción y jerarquía nuestra mejor esperanza?

  También existen las reglas interiorizadas, que no requieren de sanción porque operan en cada individuo a modo de “instinto” culturalmente construido. En la amplia geografía planetaria se han formado diversas culturas, con variaciones de instituciones y costumbres cuya conexión con las normas interiorizadas no queda clara. Y las diferencias son apreciables.

  En un famoso experimento de psicología social, se hicieron pasar por “extraviadas” unas carteras dejadas intencionadamente en la vía pública.

Era más probable que las carteras [extraviadas] fueran devueltas en países “universalistas” que las que se dejaron en países donde la gente tiene vínculos familiares más fuertes. (Capítulo 18)

  Los “universalistas” son las sociedades occidentales, donde los vínculos familiares son ya menos importantes que la responsabilidad cívica. Sociedades donde ha arraigado en mayor medida una “honradez” abstracta que es contraria, en apariencia, a los intereses de la familia. Yo encuentro en la calle una cantidad de dinero por pura suerte… y no la entrego a mi familia, sino a la “honradez”.

Necesitamos usar (…) [nuestras] habilidades para crear instituciones efectivas –reglas, acuerdos e incentivos- que favorezcan la cooperación y una visión a largo plazo sobre el propio interés y el cortoplacismo. Podemos (…) diseñar las reglas de nuestras sociedades a fin de que la gente sea incentivada a cooperar. (Capítulo 18)

Nuestra enorme presencia e impacto en el planeta requiere que hoy vayamos más allá del instinto y cooperemos en formas diferentes, menos naturales (Capítulo 18)

  El mundo primitivo ya nos ofrece algunas tradiciones (instituciones) en extremo cooperativas, como la hospitalidad.

Los individuos dan gratuitamente recursos a los que los necesitan, sin expectativa de reciprocidad. Tales relaciones interdependientes son comunes entre gente que vive en sociedades no industriales donde la disponibilidad de comida es con frecuencia esporádica (Capítulo 10)

  Si pudiéramos añadir más tradiciones de este estilo, contaríamos con un mundo basado en una economía altruista, que garantizaría la cooperación efectiva hasta el más alto nivel. Pero las tradiciones tardan mucho en formarse, no sabemos exactamente cómo se consolidan… y también pueden perderse rápidamente.  

  Tal vez la jerarquía no sea la institución más conveniente (tal vez ni siquiera sea una institución, sino un instinto), la coacción punitiva (castigo) sí parece una institución beneficiosa para el interés común (y existe desde la prehistoria)… pero las normas morales interiorizadas son sin duda nuestra mejor opción. Naturalmente, es la más difícil de todas.

Lectura de “The Social Instinct” en  Penguin Random House 2021; traducción idea21

martes, 15 de julio de 2025

“Emoción, cognición y comportamiento altruistas”, 1986. Nancy Eisenberg

  La explotación de las tendencias altruistas del ser humano es nuestra mejor oportunidad para alcanzar la armonía social. En 1986, el estudio psicológico de la moralidad había alcanzado notables avances, sobre todo por la obra de Lawrence Kohlberg. La psicóloga Nancy Eisenberg participa de estas indagaciones.

El desarrollo de tendencias prosociales está sin duda influenciado por las emociones prosociales; en consecuencia, el desarrollo de estas emociones debe ser central en cualquier modelo comprensivo de altruismo (p. 57)

El altruismo se diferencia de otros comportamientos prosociales sobre la base de la motivación (p. 210)

  Si la motivación para el altruismo es el mero beneficio de nuestros semejantes (a cambio de lo cual podemos, si acaso, recibir solo una gratificación de tipo afectivo) no cabe duda de que entonces el altruismo se trataría de la más prometedora fuente de conducta prosocial y que por tanto sería también la más prometedora fuente de armonía y prosperidad mutuas. También, desde luego, podemos contar con la prosocialidad que viene de la reciprocidad (hacer el bien con la expectativa de que seamos correspondidos de forma parecida), pero un sistema altruista es infalible porque no depende del azar de si la reciprocidad es o no viable, y genera una mucha mayor confianza dentro de la sociedad (los “santos” que piensan en todo momento en el bien ajeno proporcionan más confianza que los que calculan cuándo y cómo sus buenas acciones serán correspondidas por reciprocidad).

El comportamiento altruista es con frecuencia definido como el comportamiento voluntario que pretende beneficiar a otro y no está motivado por la expectativa de una recompensa externa (…) Cuando se define de esta forma, la mayor parte de los modernos psicólogos y filósofos parecen estar de acuerdo en que sí que existe el altruismo (p. 1)

Tanto los procesos cognitivos como las respuestas afectivas con frecuencia son citados como motivadores potenciales del altruismo, pero hay un considerable desacuerdo con respecto a las contribuciones relativas de cada uno al desarrollo y mantenimiento del comportamiento altruista  (p. 2)

   Las emociones no son todas innatas. Cuando menos, la manifestación de las emociones puede ser manipulada culturalmente, lo que se evidencia en la evolución moral, donde reaccionamos de forma diferente ante las mismas cuestiones morales según el entorno cultural en el que nos encontremos (así, por ejemplo, en la sociedad de ciertos países la homosexualidad es delito, lo cual necesariamente afecta al juicio subjetivo de cada individuo de esta sociedad). Y lo que es más importante: podemos educarnos a nosotros mismos para sensibilizarnos moralmente de manera que modificamos nuestras reacciones emocionales para mejor (en base a principios racionalmente comprensibles). Pensemos en cuando dentro de la administración pública se ha hecho rutinario el dar “cursillos” de sensibilización con respecto a temas morales como el feminismo o las buenas relaciones dentro de la jerarquía laboral.

  ¿Hasta qué punto podemos influir nosotros mismos en los cambios morales? Sócrates, el filósofo arquetípico, pensaba que podía lograrse esto haciendo uso de la racionalidad.

Sócrates argumentó que la sabiduría moral es la esencia de la moralidad (p. 7)

  La sabiduría moral se origina en el razonamiento motivado por la evidencia, pero el resultado puede no ser acorde con el sentido común de la época (¿una mujer es libre de tener relaciones con quien desee? ¡eso es una prostituta!).

Debido a que no controlamos nuestras emociones, no somos responsables de nuestros sentimientos. Consecuentemente, los sentimientos no tienen nada que ver con la moralidad (p. 8)

  Éste era el planteamiento de Kant que, por lo demás, y pese a su supuesto racionalismo crítico, estaba también sujeto a prejuicios propios de su medio social.

  Por otra parte, si la sabiduría y la razón nos llevan a defender principios morales altruistas con independencia de los sentimientos (por ejemplo, no vengar las ofensas por el principio moral del amor universal), tenemos que aceptar que una cosa sería hallar criterios morales inequívocos, y otra asegurarnos de contar con motivación para la acción altruista (¿cómo logro estar motivado para no vengar las ofensas, si mi constitución emocional me impulsa a vengarlas?).

El altruismo puede ser motivado por una variedad de factores aparte de empatía o simpatía incluyendo principios morales abstractos (…) y culpa (p. 46)

  En lo que al altruismo se refiere, las emociones empáticas son las más propensas a motivarnos. En el ejemplo de no vengar las ofensas, podemos empatizar con el ofensor si consideramos, por ejemplo, sus condicionamientos sociales desgraciados (el entorno de la delincuencia), y esto puede llevarnos a la acción altruista de controlar conscientemente nuestro natural deseo de venganza.

   Pero la empatía también tiene sus problemas a la hora de seguir los principios morales de la sabiduría crítica.

[Las] enfermeras altamente empáticas era más probable que evitaran contacto con pacientes que las menos empáticas (p. 48)

   Porque la empatía causa sufrimiento vicario. Y nadie quiere sufrir. Esto sirve para el caso de la enfermera como para el caso de vengarnos de un ofensor: la tendencia no empática deshumaniza al ofensor, considerándolo como una especie de bestia dañina.

La empatía es una respuesta vicaria; en contraste, la culpa, el orgullo y otras emociones autoevaluativas son reacciones evocadas por la evaluación del propio comportamiento en una situación, no en el estado de otro (…) Los roles de los afectos autoevaluativos y relacionados con los valores en la acción prosocial han sido discutidos y estudiados con mucha menos frecuencia que la empatía (p. 50)

   Emociones autoevaluativas son aquellas que se manifiestan a partir de valores o principios morales abstractos (los que motivan la culpa o el orgullo). El mismo autor reconoce que se han estudiado “menos” que la empatía. Es lógico que la cuestión sea mucho más compleja, porque, estos “afectos autoevaluativos”, ¿qué origen tienen?, ¿cómo llegan a producirse? ¿Por qué algunas personas están orgullosas de pagar impuestos y otras se avergüenzan de no haber ideado una estrategia para librarse de pagarlos?

  Lo de la empatía es más simple.

[Existe una] disposición general para ser empático (rasgo de empatía) (p. 46) 

  La idea de promover los afectos autoevaluativos tiene la ventaja de que los principios racionales éticos (que son aceptados universalmente) logran alcanzar la esfera de lo emocional y con ello la actitud moral se hace más efectiva. Es mucho mejor que la gente pague los impuestos por convicción cívica que por miedo a una multa.

  Otro medio para alcanzar la conducta altruista activando la motivación es tener en cuenta la respuesta social: el feedback alienta toda acción individual (sea o no altruista).

Las reacciones afectivas a los resultados de comportamiento esperados son un importante determinante del comportamiento moral [no necesariamente altruista] (p. 18)

  La conclusión es, por tanto, que debemos disponer de medios para manipular las emociones y los afectos en el sentido que nos dicte la sabiduría moral. Esto puede hacerse con diversas estrategias, como el racionalismo de la autoevaluación o facilitando la expresión de la respuesta social alentadora a los actos altruistas.

  Desarrollando las consideraciones de Piaget y Kohlberg sobre la involucración del desarrollo cognitivo en la evaluación moral, se estudia con cierto detenimiento cómo se unen lo moral y lo intelectual.

Un comportamiento altruista es motivado por  simpatía [o por] emociones autoevaluativas (o anticipación de estas emociones) asociadas con valores y normas morales interiorizadas específicas  (…); [o] por cogniciones que tienen que ver con valores, normas, responsabilidades y deberes no acompañados por discernibles emociones autoevaluativas; o [por] cogniciones o efectos acompañantes (por ejemplo, sentimientos de incomodidad debido a inconsistencias en la propia autoimagen) o relacionadas con la autoevaluación frente a la propia autoimagen (p. 210)

  En una sociedad que valora por encima de todo lo intelectual y el razonamiento independiente la capacidad para decidir por uno mismo lo que es o no moral supone el ideal más atractivo. Sin embargo, el fenómeno de la “interiorización” es impuesto en general por el entorno cultural. 

La mayor parte [de los psicólogos] ven las normas como valores que la gente interioriza durante el proceso de socialización y desarrollo, valores que son al menos en parte construcciones cognitivas. Estos valores con frecuencia son mantenidos por la sociedad a gran escala; sin embargo, también pueden ser construidos individualmente por el individuo (p 115)

  Y es esta última posibilidad (que el individuo pueda construir sus valores morales por sí mismo) la que recibe la mayor parte de la atención. Si promovemos la capacidad individual para construir los propios valores morales podríamos obtener resultados parecidos a si se nos condiciona moralmente (interiorización de valores morales por el entorno cultural).

 Sabemos que los principios morales pueden arraigar incluso en los niños que son capaces de comprender la existencia de la “bondad”.

Cuando los adultos dicen que el previo comportamiento positivo de los niños es debido a causas internas (bondad) es más probable que los mismos niños se comporten de una forma prosocial en las subsecuentes oportunidades de asistencia (p. 96)

  Los procesos de “interiorización” emocional de la moralidad pueden entonces complementarse con la sofisticación del desarrollo cognitivo. La idea de que existe “bondad” dentro de nosotros, si se detecta ya en la infancia, supone una buena oportunidad de desarrollo.

Lectura de “Altruistic Emotion, Cognition, and Behavior” en Psychology Press 2015; traducción de idea21

sábado, 5 de julio de 2025

“La mentalidad del explorador”, 2021. Julia Galef

    Lo que la escritora Julia Galef llama “mentalidad del explorador” ("scout mindset") es desarrollar estrategias cognitivas de control de los sesgos. Es decir, pensar de forma lógica, evaluativa y ecuánime.

¿Cómo saber si tu propio razonamiento es tendencioso? No basta con preguntarse: «¿Estoy siendo parcial?». (Introducción)

Le he puesto nombre. La he denominado mentalidad de explorador, es decir, el deseo de ver las cosas tal como son y no como nos gustaría que fueran. La mentalidad de explorador es lo que te permite reconocer que te equivocas, buscar tus puntos ciegos, poner en duda tus afirmaciones y cambiar de idea. Es lo que te lleva a hacerte preguntas del tipo «¿tuve yo la culpa de esa discusión?» o «¿vale la pena correr este riesgo?» o «¿cómo reaccionaría yo si alguien de otro partido político hiciera lo mismo?». (Introducción)

   Puesto que el pensamiento sesgado o tendencioso está casi siempre relacionado con la propia situación personal, una de las estrategias más válidas es la de los experimentos mentales. Por ejemplo, una mujer que se enfrenta al dilema vital de si quiere afrontar o no la maternidad.

«Supongamos que solo el 30 % de las personas quieren tener hijos. En ese caso, ¿me gustaría ser madre?». Se dio cuenta de que, en tal caso, la idea de tener hijos le parecía mucho menos atractiva. Llegó a la conclusión de que la maternidad no era para ella tan importante como creía. (Capítulo 5)

  Nuestra organización cognitiva no es tan lógica ni tan racional como debería. Estamos sujetos a las supersticiones de la tradición, a las tendencias de condicionamiento social, a nuestras ansiedades inmediatas.

  Por ejemplo, vivimos en una sociedad competitiva donde es vital mantener prestigio y estatus. Por lo tanto, no nos parece nada conveniente mostrar inseguridad, reconociendo los errores cometidos o nuestro desconocimiento.

Las recompensas a corto plazo nos predisponen a renunciar al discernimiento. (Capítulo 3)

  Recompensas a corto plazo como jactarnos de un conocimiento que no tenemos, o de una seguridad que no tenemos.

La conveniencia, la autoestima y la disposición de ánimo son beneficios «emocionales» en el sentido de que el objetivo final de nuestro engaño somos nosotros mismos. (Capítulo 2)

   Siempre se ha pretendido que se actúa rectamente, que se juzga de acuerdo con la razón y que se ven las cosas tal como muestra la incontestable evidencia. Nadie reconoce ser parcial. Por lo tanto, la primera tarea que hay que hacer es reconocer nuestra tendenciosidad en sentido contrario. 

  Uno de estos casos es nuestro empeño en fingir más seguridad de la que en verdad se tiene (lo que supone un engaño para los demás), así como el no reconocer los propios errores.

¿Qué ocurre si cambiamos de idea? Eso sería como rendirse. (Capítulo 1)

  Una visión lúcida es reconocer que, si es posible, optemos por estrategias indirectas. Es decir, en lugar de decir que nos hemos equivocado, podemos decir que “reevaluamos la situación”.

En vez de «reconocer un error” (…) «actualizarse». Es una referencia a la actualización bayesiana, un término procedente de la teoría de la probabilidad para designar la forma correcta de ajustar una probabilidad tras obtener nueva información. (…) Si al menos empiezas a pensar en «actualizar» en vez de en «reconocer que estabas equivocado», descubrirás que eso facilita mucho el proceso (…) Descubrir que estabas equivocado es una actualización, no un fracaso (Capítulo 10)

  O, por ejemplo, que podemos comunicar seguridad sin necesidad de engañarnos a nosotros mismos.

Para dar una impresión de aptitud y seguridad, tus opiniones no tienen por qué ser categóricas. La gente no se fija en la confianza epistémica, sino más bien en la actitud, el lenguaje corporal, el tono de voz y otros aspectos de la confianza social que puedes cultivar sin sacrificar tu calibración. (…) Hay muchas formas de entusiasmar a la gente que no te obligan a mentir, ni a ti mismo ni a los demás. (Capítulo 9)

  Y qué decir de las tendencias identitarias, sea porque nos identificamos con nuestras afirmaciones primeras (nunca dar un paso atrás) o sea porque respaldamos a nuestro grupo… haga lo que haga… diga lo que diga…

Las creencias se transforman en identidades cuando nos sentimos acosados por un mundo hostil (Capítulo 13)

[La] identidad oposicional (…) es (…) una identidad determinada por aquello a lo que se opone (Capítulo 13)

  En general, el mero voluntarismo de hacer las cosas bien en lugar de hacerlas mal no es una buena psicología. Los buenos propósitos se sostienen peor que las estrategias hábiles.

A cada persona le funciona una estrategia diferente. Un amigo mío aguanta las críticas duras mostrándose agradecido a quien se las hace. Yo, en cambio, prefiero pensar en lo mucho mejor que me voy a sentir si consigo encajar una crítica. (Capítulo 7)

  Visualizar los efectos positivos de razonar de forma ecuánime es una buena estrategia en general.

La mentalidad de explorador ofrece numerosas recompensas emocionales. Es alentador comprobar que somos capaces de resistir la tentación de engañarnos a nosotros mismos y saber que podemos afrontar la realidad incluso cuando esta es desagradable. (Introducción)

Si tuviera que escoger una sola cualidad, me quedaría con la honradez intelectual: el deseo de que la verdad triunfe por encima de todo (Capítulo 15)

He intentado transmitir no solo por qué es útil la mentalidad de explorador, sino también por qué les resulta apasionante, valiosa e inspiradora a tantas personas. (Capítulo 15)

   ¿Y a nivel de diversas culturas? ¿Hay culturas del realismo, la humildad y la sensatez? Algunos antropólogos aseguran que en los pueblos primitivos hay mucha dificultad para transmitir conocimientos… porque nadie quiere empezar por reconocerse ignorante. Aquí Sócrates tomaba la actitud correcta, y de ahí que se convirtiera en el arquetipo del filósofo.

   Muchos de los problemas de sesgo pueden tener orígenes parecidos. Culturas que fomentan el amor propio, donde se es demasiado dependiente de la opinión de la comunidad, que son en extremo competitivas o agresivas, dificultan la necesaria independencia del pensamiento.

  La mejor regla entonces para conseguir actitudes racionales sería fomentar cierto puritanismo moral, un estilo de comportamiento basado en el reconocimiento de la debilidad humana y de la necesidad que existe de tener en cuenta las opiniones ajenas.

Estar dispuesto a decir «me equivoqué» es un síntoma de que para uno la verdad está por encima del ego.  (Capítulo 4)

Escuchar opiniones con las que no estás de acuerdo e intentar cambiar la propia requiere un esfuerzo mental, un esfuerzo emocional y, sobre todo, paciencia. Tienes que estar dispuesto a decirte a ti mismo: «Parece que esta persona está equivocada, pero a lo mejor es que yo no entiendo lo que quiere decir. Lo comprobaré» o «Sigo sin estar de acuerdo, pero a lo mejor con el tiempo empiezo a ver ejemplos de lo que asegura». (Capítulo 12)

  En el fondo, estamos en la ética de la virtud y sus inevitables consecuencias de confianza para la cooperación social efectiva. Pero fomentar la virtud raramente tiene éxito mediante la mera prédica o el sermoneo, igual que sucede en general con apelar a la “fuerza de voluntad”. Fomentar la virtud requiere alimentar de alguna forma las satisfacciones y las recompensas que tiene el mantenimiento de un buen juicio a modo de motivación. Cuando Sócrates fue reconocido como el primer filósofo y Newton como el primer científico, la sociedad mejoró mucho las condiciones para el desarrollo de una mentalidad por el estilo de la “del explorador”. Todos querían seguir el ejemplo de quienes habían sido reconocidos como grandes hombres.

Lectura de “La mentalidad del explorador” en Editorial Planeta S.A.  2023; traducción de Fernando Borrajo

miércoles, 25 de junio de 2025

“El darwinismo del sentido común”, 2008. John Lemos

   De las muchas interpretaciones que se han hecho del darwinismo en cuanto a lo que nos atañe como humanos civilizados  (la primera influyente y escandalosa fue la de Nietzsche), la del filósofo John Lemos trata de ser esclarecedora y conciliadora.

Las fuerzas constructivas de la evolución imponen una necesidad práctica de cada hombre para promover el bien común (p. 50)

  Porque el problema darwiniano es que el interés de la especie puede no ser el interés del individuo. Puede incluso no ser el interés de la sociedad. Para brutos como Nietzsche, si el darwinismo nos equiparaba a animales agresivos, competitivos y despiadados, estaría claro que “el bien común” no tiene por qué equivaler al “bien del hombre” (aquel cuya aportación genética es seleccionada por las reglas naturales de lucha, supervivencia y reproducción). 

  Sin embargo, una visión más exacta es que la biología humana nos proporciona un conjunto de comportamientos innatos  de gran diversidad, y que es la cultura la que, dentro de ciertos límites, utiliza selectivamente tal provisión de comportamientos innatos para elaborar sus leyes morales.

Hay una base biológica evolutiva por la cual aceptamos ciertos principios fundamentales de moralidad, tales como “ama a tu semejante como a ti mismo” o “trata a los seres humanos como fin en sí mismos” y (…) hay limitaciones biológicas evolutivas acerca de lo que podemos aceptar como normas morales (…) La cultura, no la biología, juega un gran papel en modelar el desarrollo de los sistemas morales (p. 194)

  Pero tampoco sería lo mejor pasar de la rigidez biológica  a la relatividad cultural.

Lo que al cabo gobierna la verdad de nuestras afirmaciones sobre las cosas que existen es simplemente la coherencia de estas afirmaciones con nuestras otras creencias y experiencias (p. 127)

  Y esto no es lo mismo que la objetividad científica. Creencias y experiencias nos son dadas por un entorno humano que es cambiante, no por la naturaleza de las cosas, si bien existen límites a los cambios que pueden darse.

Sahlins ha mostrado que en las sociedades no letradas hay tres niveles de interacción entre la gente: entre los parientes hay comportamiento altruista sin expectativa de correspondencia; entre los conocidos no emparentados hay altruismo recíproco; y entre los extraños  se dan relaciones de tipo amenazante (reciprocidad negativa) (p. 6)

  No se trata de comportamientos muy diferentes de los de los grandes simios. Por otra parte, en la forma en que interactúan los chimpancés, los gorilas o los bonobos dentro o fuera del grupo, no parece que se den cambios morales si se compara el comportamiento de cada comunidad de grandes simios de la misma especie. Es conocido el caso de los gorilas macho, que forman harenes y que suelen matar a las crías que las hembras previamente hayan tenido con el macho que los hubiera precedido como dominante en el grupo.

Un  varón matando a su hijo adoptivo es adaptativo si eso quiere decir más recursos y atención para sus propios hijos. Así, una explicación sociobiológica para la prohibición de matar hijos adoptivos es defectuosa (p. 20)

   El ser humano podría hacer lo mismo que el gorila en base al criterio darwiniano de favorecer la propia descendencia y no la de otro macho. Y parece existir, de hecho, cierta evidencia de que los varones siempre han discriminado en alguna medida a sus hijos adoptivos para perjudicarlos. Sin embargo, la cultura moral habría controlado esa tendencia. Algo que no sucede en los gorilas.

  Es interesante que en este libro el punto de vista del autor acerca del “sentido común” le lleva a adherirse al criterio ético “de la virtud”, que en general se considera un tanto primitivo, comparado con las mayores sutilezas psicológicas que en el siglo XVIII nos aportarían Kant o Hume.

Defenderé el punto de vista aristotélico centrado en la virtud (…) Aristóteles mantiene que la actividad característica de los seres humanos, la actividad que los distingue de los animales es la actividad racional. De modo que concluye que la función humana es la actividad racional  (p. 63)

[Según Aristóteles] una vida honesta es más probable que nos lleve a la preservación de las amistades, la aceptación social y otros beneficios (p. 65)

  El problema con entender mal la ética de la virtud de Aristóteles es que olvidamos que la virtud para Aristóteles (¿y para Lemos?) la proporcionaba el “sentido común” del estilo de vida de un caballero ateniense de hace dos mil y pico años. En la Atenas arrepentida de la condena a Sócrates e iluminada por la Academia de su discípulo Platón, es lógico que Aristóteles considerase que una vida virtuosa ha de ser racional, y que la virtud de la razón nos lleva a ser aceptados socialmente, lo que supone el éxito natural en la vida (tanto como, entre los chimpancés lo suponga el llegar a ser el macho alfa).

    Pero una racionalidad consecuente no tiene mucho que ver con la concepción de la virtud según el “sentido común". Para Aristóteles podía ser muy racional comprar y vender esclavos, mantener en la ignorancia a las mujeres y abusar sexualmente de los niños, pero si tratamos de comprender la “razón” como un mecanismo lógico basado en la evaluación imparcial de las evidencias contrastables, encontramos que su virtud podía ser la virtud de su tiempo, pero no la virtud de la razón.

   El gran Kant sin duda estaba acertado a la hora de buscar la razón pura que nos iluminara con principios morales incontestables (obrar de forma que pueda ser un modelo universal; nunca utilizar a la persona como medio sino como fin…)… aunque también es cierto que él mismo, pese a su intención contraria, caía en numerosos prejuicios propio de los hombres de su tiempo (como Aristóteles, aunque menos que Aristóteles).

   No es tanta la moralidad racional ajena al prejuicio.

Las afirmaciones morales son ciertas cuando sirven a los propósitos adaptativos a los que han servido históricamente. Así, por ejemplo, la afirmación de que “robar es malo” (p. 201)

  Toda virtud está determinada culturalmente a partir de las posibilidades que nos ofrece nuestra naturaleza biológica. ¿”Robar es malo”? ¿Qué es robar? ¿Los impuestos son un robo?, ¿la propiedad privada es un robo? En realidad, “robar” es, hasta cierto punto, solo aquello que la ley del momento considera que es “robar”.

   La cultura humana proporciona una gran variedad de modelos de desarrollo, aunque no infinitos (tenemos la evidencia de los sorprendentes paralelismos de las civilizaciones precolombinas con las del resto del mundo). Y lo más interesante de todo es que el proceso civilizatorio (el desarrollo de mecanismos culturales para corregir las tendencias antisociales que existen dentro de nosotros mismos) aparentemente es acumulativo y progresivo. Nosotros también tenemos un futuro, como Aristóteles y Kant lo tuvieron.

Las virtudes morales –valor, justicia, temperancia y demás- existen para ayudarnos a vivir en comunidad con otros. Vivimos en una comunidad con otros porque somos criaturas dependientes. Así, diferenciar a los miembros más necesitados de nuestra comunidad para usarlos como alimento o experimentación destruiría el mismo fundamento de la vida moral. Ya que las virtudes existen para ayudarnos a vivir bien en comunidad con otros seres humanos pero no con otros animales, la vida moral no se ve socavada si usamos animales para comida o experimentación científica  (p. 110)

  Éste no es un planteamiento correcto. La idea de “comunidad” como entorno de dependencia puede excluir no solo a los animales, sino también a todos en general de quienes no somos dependientes, como los bebés nacidos o no nacidos (el aborto actual, el infanticidio legítimo en tiempos de Aristóteles). Por no hablar de naciones extranjeras que supongamos amenazantes. No es tan fácil encontrar una moralidad natural del sentido común.

Deberíamos extender una igual consideración moral a no-personas parecidas a personas [chimpancés y fetos] a fin de no erosionar el sistema de simpatías necesario para una moralidad funcional (p.109)

  En cambio, la idea de “moralidad funcional” es mucho más práctica. Implica la psicología de la moralidad. Se puede pensar, por ejemplo, que en una sociedad humana comer carne no implica inmoralidad en tanto que no sea carne humana. Pero, en realidad, tenemos la realidad psicológica de que las personas veganas son estadísticamente más cultas, más intelectualmente formadas y, por tanto, más cooperativas, más productivas. Luego en cierta tendencia al veganismo tenemos una moralidad más funcional que limitándonos a la prohibición del canibalismo. La “moralidad funcional” es aquella que considera cómo los condicionamientos culturales impulsan una sociedad más pacífica y más cooperativa. Para los primeros cristianos, no había nada malo en tener esclavos, en tanto que estos fueran amados como miembros de la familia (aunque ¿en qué lugar dentro de la estructura familiar?), sin embargo, una moralidad funcional nos hace ver que la mejor forma de tratar a un esclavo… es darle la libertad, porque de forma inconsciente el amo siempre tendera a abusar de la condición subordinada del esclavo.

  La auténtica virtud racional  -y funcional- sería, por tanto, un principio de benevolencia y altruismo universal acorde con la naturaleza humana. El problema es que ni Aristóteles ni Kant concebían que la psicología social pueda demostrarnos que el nivel de altruismo y benevolencia es regulable mediante cambios culturales. Y que incluso esos cambios pueden ser planificados racionalmente.

Puesto que ve que nuestra felicidad individual solo se alcanza en la vida social y ya que las virtudes nos ayudan a alcanzar la aceptación social, Aristóteles no encuentra conflicto entre la racionalidad de la eudaimonia y la vida moral (p. 66)

  La aceptación social nunca será la misma en una sociedad cambiante, pero, teniendo en cuenta todos los cambios sociales posibles, hay una forma de virtud que será la que nos dará la aceptación social más prometedora en un marco perfeccionado de racionalidad y funcionalidad (mínima conflictividad humana, máxima cooperación).

Hay una primacía de la bondad humana y las virtudes conducentes a ella que le da un valor mayor (p. 70)

  El “sentido común” pueda que no sea otra cosa que el convencionalismo de una época dada, pero el “darwinismo”, como todo conocimiento que viene de la ciencia, implica una lúcida evaluación de la naturaleza humana. La virtud es armonía en base a la observancia por cada individuo del interés común. Y la bondad humana –prosocialidad, empatía, altruismo y emociones de benevolencia- es la conclusión, lógica y funcional, de la evolución cultural –que no genética- la cual no tiene por qué coincidir con el “sentido común” de un período cultural dado. No coincide con el de Aristóteles ni tampoco con el de hoy.

Lectura de “Commonsesnse Darwinism” en Carus Publishing Company, 2008 ; traducción de idea21