Se dice que el ser humano es un ser político. Por lo menos, podemos decir que hasta hoy todas las comunidades humanas se han regido mediante estructuras políticas, sea esto imprescindible o no. ¿Y qué es la política? Ésta es la pregunta que, muy habitualmente y muy despectivamente, se hacen tantos ciudadanos.
Desde su aurora griega, el pensamiento político de Occidente ha sabido descubrir en lo político la esencia de lo social humano (el hombre es un animal político), encontrando la esencia de lo político en la división social entre dominadores y dominados, entre aquellos que saben y, por lo tanto, mandan sobre aquellos que no saben y, por lo tanto, obedecen. Lo social es lo político, lo político es el ejercicio del poder (legítimo o no, poco importa aquí) por uno o algunos sobre el resto de la sociedad (para su bien o su mal, poco importa aquí).
Sin embargo, Pierre Clastres tiene sus propias ideas acerca del poder y la dominación en las sociedades primitivas, las "sociedades sin Estado".
Las sociedades sin Estado son aquellas cuyo cuerpo no posee un órgano de poder político separado.
Veamos un poco cómo se organizan los pueblos que viven en “sociedades sin Estado”, los cazadores-recolectores, los "primitivos”.
El líder primitivo es principalmente el hombre que habla en nombre de la sociedad cuando circunstancias y acontecimientos la ponen en relación con otras sociedades. También se le acredita un mínimo de confianza garantizada por las cualidades que despliega precisamente al servicio de esa sociedad. Es lo que denominamos prestigio, que en general es erróneamente confundido con el poder.
Si hay prestigio y no poder, no se entiende cómo puede haber dominación. Quizá incluso debemos entender que también hay política sin poder.
¿Qué es una sociedad primitiva? Es una sociedad indivisa, homogénea, que ignora la diferencia entre ricos y pobres y a fortiori está ausente de ella la oposición entre explotadores y explotados. Pero esto no es lo esencial. Ante todo está ausente la división política en dominadores y dominados, los «jefes» no existen para mandar, nadie está destinado a obedecer, el poder no está separado de la sociedad que, como totalidad única, es la exclusiva detentadora.
Entonces, en la sociedad primitiva no hay dominación. Entonces, ¿hay o no hay política?
¿La separación entre jefatura y poder significa acaso que no se plantea en ellas la cuestión del poder, que son sociedades apolíticas?
Los trazos que de ordinario califican el modelo de la autoridad política, de la jefatura entre los indios [son]: talento oratorio o dotes de cantante, generosidad, poliginia, valentía, etc. Un jefe —dirigente o guía— no dispone sobre su gente de absolutamente ningún poder, salvo aquel —esencialmente diferente— que pueda inspirar su prestigio y el respeto que sepa ganar entre ellos. Que éste no abuse del poder (es decir del uso del poder) es una cuestión que afecta su prestigio como jefe. De lo contrario se lo abandona en beneficio de otro que sea más consciente de sus deberes.
El poder sólo existe en su ejercicio, (…) Un poder que no se ejerce no es nada.
La sociedad no permite que el jefe transforme su prestigio en poder.
Es decir, que no tiene ningún poder, pero sí el que inspira su prestigio, del que no debe abusar. Luego hay un poder abusivo y otro tolerable (porque existe, pero no se ejerce...). Curiosamente, el prestigio del jefe no se define por sus conocimientos, sino por una serie de cualidades psicológicas, como el talento oratorio, la valentía, la generosidad y hasta la “poliginia” (que disponga de muchas mujeres).
El discurso del jefe puede referirse legítimamente al respecto de las normas enseñadas por los Ancestros, a la necesidad de no cambiar en nada el orden de la Ley, a la Ley que funda para siempre la sociedad como cuerpo indiviso, a la Ley que exorciza al espectro de la división, a la Ley que tiene por misión garantizar la libertad de los hombres contra la dominación.
Portavoz de la Ley ancestral, el jefe no puede decir nada más sin correr los graves riesgos que supondría convertirse en legislador de su propia sociedad, sustituir la Ley de la comunidad por la ley de su deseo. ¿A qué podría conducir, en una sociedad indivisa, el cambio y la innovación? A la división social, a la dominación de unos pocos sobre el resto de la sociedad
¿Por qué las sociedades primitivas son sociedades sin Estado? Como sociedades completas, acabadas, adultas y no ya como embriones infra-políticos, las sociedades primitivas carecen de Estado porque se niegan a ello, porque rechazan la división del cuerpo social en dominadores y dominados.
Quizá esta aparente contradicción entre el poder del jefe de la sociedad primitiva que no ejerce tal poder (y que por lo tanto no sería tal poder) y la dominación que supuestamente tampoco ejerce, podamos comprenderla mejor si tenemos en cuenta que en la sociedad primitiva (necesariamente formada por poca gente) no cabe la creación de clases (la división social)… pero eso no quiere decir que no se creen situaciones de coerción, manipulación e intimidación por pequeños grupos dentro de la pequeña comunidad, lo mismo que sucede en muchas asociaciones humanas actuales que, teóricamente (de acuerdo con la Ley consuetudinaria), están formadas por iguales.
Por ejemplo, sucede así dentro de las bandas de delincuentes: el jefe es el jefe mientras cuente con el apoyo del resto de la banda, y para prolongar su dominio forma dentro del “grupo de iguales” su pequeña fracción con sus lugartenientes y ayudantes. Nada de eso supone una “división social” más que en la medida en que la psicología de grupo lo permite.
Lo que uno sospecha es que estas situaciones de jefatura “entre iguales” no solo pueden ser tan opresivas como las “divisiones sociales” establecidas de las sociedades no primitivas, sino que son mucho más inestables, y, sobre todo, que son inadecuadas para sociedades más pobladas que las de los cazadores-recolectores (se ha sugerido el número de ciento cincuenta individuos como máximo para una banda de cazadores-recolectores socialmente viable).
Veamos como Clastres admite que se acaban complicando las cosas:
Hay una circunstancia, no obstante, en que las sociedades indígenas toleran la unión provisoria de jefatura y autoridad: la guerra, tal vez el único momento en que un jefe acepta dar órdenes y sus hombres ejecutarlas.
¿Y es la guerra algo frecuente en la sociedad primitiva?
Tan sólo escapan a la guerra los Esquimales de Groenlandia debido, según ciertos autores del discurso economicista, a la extrema hostilidad del medio natural que les impide consagrar su energía a otra cosa que no sea la búsqueda del alimento: «La cooperación en la lucha por la existencia es, en este caso, absolutamente imperativa»
Pues si las cosas están tan mal y la guerra es casi inevitable, entonces no será muy excepcional que las sociedades primitivas toleren la unión provisoria de jefatura y autoridad. Y si la guerra (violencia entre grupos) es conocida por casi todos los pueblos, ¿también es habitual la violencia dentro de cada grupo?
La tribu le dice a sus niños: sois todos iguales, ninguno vale más que otro, ninguno menos, la desigualdad está prohibida porque es falsa, porque es perniciosa.
La sociedad primitiva carece de órgano de poder político independiente, e impide, de manera deliberada, la división del cuerpo social en grupos desiguales y opuestos.
Es decir, que parece que se está admitiendo que dentro de la sociedad primitiva existen tendencias autodestructivas. Y que existen por la misma naturaleza del individuo, ya que los adultos educan a sus niños en el autocontrol de tales instintos y ya que “se impide, de manera deliberada, la división del cuerpo social en grupos desiguales y opuestos”, lo cual parece que se produciría espontáneamente de no establecerse controles sociales para prevenirlo.
Volvamos al jefe…
La contradicción entre la soledad del jefe y la necesidad de ser generoso se resuelve también por el sesgo de la poliginia: si en un gran número de sociedades prevalece ampliamente la regla monogámica, la pluralidad de esposas es, por el contrario, casi siempre un «privilegio» de hombres importantes, o sea, de los líderes. Pero mucho más que un privilegio, la poliginia de los jefes es una necesidad en tanto constituye para ellos el principal medio de actuar como líderes: la fuerza de trabajo de las esposas suplementarias es utilizada por el marido para producir el excedente de bienes de consumo que distribuirá en la comunidad.
Esto choca bastante con la idea de las sociedades más desarrolladas en las cuales el tener muchas mujeres no es tanto la causa de la riqueza, sino una consecuencia suntuaria de disponer previamente de ella: solo el rico puede permitirse mantener a muchas esposas. Sin embargo, para que la teoría de Pierre Clastres funcione tenemos que dar por sentado que el que el jefe tenga muchas mujeres no es un privilegio sexual, sino una forma de ofrecer la fuerza de trabajo de éstas para el beneficio de todo el grupo.
Lo que obtiene el big-man a cambio de su generosidad no es la realización de su deseo de poder sino la frágil satisfacción de su honor personal, no es la capacidad de mandar sino el inocente placer de una gloria que se afana en mantener. Trabaja, en sentido estricto, por la gloria.
Vemos de nuevo que esto nos muestra una sociedad primitiva que, al menos, internamente, parece bastante armoniosa: no se toleran ni los privilegios ni la realización del deseo de poder (que se reconoce que sí existe, incluso en los niños).
Además, la sociedad primitiva es más bien rica.
Hoy se piensa que la economía primitiva no solamente no es una economía de la miseria sino que, por el contrario, permite catalogar a la sociedad primitiva como la primera sociedad de abundancia.
La sociedad primitiva asigna un límite estricto a su producción y cuida de no franquearlo so pena de ver cómo lo económico escapa a lo social y se vuelve contra la sociedad, abriendo en ella la brecha de la heterogeneidad de la división entre ricos y pobres, de la alienación de unos por otros. Es una sociedad sin economía, ciertamente, pero aún mejor, es una sociedad contra la economía.
La sociedad primitiva no es el juguete pasivo del juego ciego de las fuerzas productivas sino que, por el contrario, es la sociedad la que ejerce sin cesar un control riguroso y deliberado sobre su capacidad de producción. Lo social regula el juego económico; en última instancia, lo político determina lo económico.
Cabe preguntarse por qué no se ejerce ese control riguroso no para limitar la producción sino para evitar que cause conflicto el aumento de producción (que podría perfectamente repercutir en el bien común, igual que sucede con la supuesta productividad de las esposas del jefe). También cabe preguntarse para qué sirve la guerra.
¿Cuál es entonces el motor de la historia? ¿Cómo deducir las clases sociales de la sociedad sin clases, la división de la sociedad indivisa, el trabajo alienado de la sociedad que no aliena más que el trabajo del jefe, el Estado de la sociedad sin Estado? Misterios.
Parece un misterio ciertamente, porque si en la sociedad primitiva se vivía en la abundancia y sin abusos ni violencia interna dentro del grupo, no había por qué cambiar nada.
Veamos, por otra parte, la explicación de por qué existe la guerra (recordemos que partimos del supuesto de que los primitivos viven en la abundancia y de que dentro de sus poblados reina la armonía).
La posibilidad de la guerra está inscrita en el ser de la sociedad primitiva. La voluntad de cada comunidad de afirmar su diferencia es lo bastante tensa como para que el menor incidente transforme rápidamente la diferencia deseada en diferencia real. La violación de un territorio o la supuesta agresión de un chamán vecino son suficientes para desencadenar la guerra. En consecuencia, el equilibrio es frágil.
Sin embargo, se nos ha hecho ver que internamente, cada comunidad sería armoniosa y el equilibrio no sería frágil, puesto que no existe el poder ni la dominación, ni nadie considera necesario que surja.
Tratándose de las relaciones entre grupos, la situación, según Pierre Clastres, es completamente distinta a la supuesta armonía interna.
La hipótesis de la amistad generalizada es imposible. En primer lugar, a causa de la dispersión espacial. Entre cada banda o poblado se extienden sus respectivos territorios, lo que permite a cada grupo permanecer replegado sobre sí mismo. La amistad se lleva mal con el alejamiento.
La amistad de todos con todos entra en contradicción con el deseo profundo, esencial, de cada comunidad, de mantener y desplegar su ser de totalidad una, o sea, su diferencia irreductible en relación con todos los demás grupos. El intercambio de todos con todos supondría la destrucción de la sociedad primitiva: la identificación es un movimiento hacia la muerte.
La posibilidad de la violencia está inscrita de antemano en el ser social primitivo, la guerra es una estructura de la sociedad primitiva. La sociedad primitiva es el lugar del estado de guerra permanente. Para cada grupo local todos los Otros son Extranjeros: la figura del Extranjero confirma, para cualquier grupo dado, la convicción de su identidad como un Nosotros autónomo.
La sociedad primitiva, en su ser, quiere la dispersión, este deseo de fragmentación pertenece al ser social primitivo que se instituye como tal mediante la realización de esta voluntad sociológica. En otras palabras, la guerra primitiva es el medio de un fin político.
El problema constante de la sociedad primitiva no es con quién intercambiar sino cómo mantener la independencia. El punto de vista de los Salvajes acerca del intercambio es simple: es un mal necesario, puesto que hacen falta aliados, que éstos sean cuñados.
Uno de los objetivos de la guerra declarados con mayor insistencia por todas las sociedades primitivas es la captura de mujeres. Hay sociedad humana porque hay intercambio de mujeres, porque hay prohibición del incesto.
Ya no nos parecería un misterio “la división de la sociedad indivisa” (el “motor de la historia”) si sospechamos (como muchos registros etnográficos informan) que la violencia entre los grupos, la guerra, también tiene su equivalente dentro de los mismos grupos (¿no se admite que se educa a los niños para que repriman su propia agresividad?, ¿no se está reconociendo entonces que la agresividad es innata y por eso ha de ser reprimida culturalmente?). Entonces resultaría que la sociedad primitiva no es tan armoniosa, que la guerra es tanto una consecuencia del enfrentamiento contra los extranjeros para afirmar la propia identidad del grupo, como de la psicología agresiva del varón, así como de la violencia dentro de la sociedad, con división social o sin ella, y que tal vez por eso se buscaron nuevas fórmulas políticas, las cuales, aunque conllevaran el mal de la desigualdad, ofrecerían al menos una sociedad más ordenada y menos violenta en general. Mejor crear comunidades más estructuradas, incluso hasta el nivel del Estado, que seguir con las guerras intertribales.
Y más productiva quizá porque a lo mejor tampoco todas las sociedades primitivas vivían en la abundancia (se ha mencionado el caso de los esquimales, ¿por qué eligieron vivir en la precariedad?).
El estado de guerra permanente y la guerra efectiva aparecen periódicamente como el principal medio utilizado por la sociedad primitiva con vistas a impedir el cambio social. ¿Qué busca conservar la sociedad primitiva con su conservadurismo? Quiere conservar su propio ser, quiere perseverar en su ser. ¿Y cuál es este ser? Es un ser indiviso, el cuerpo social es homogéneo, la comunidad es un Nosotros. Para poder pensarse como un Nosotros, es necesario que la comunidad sea, a la vez, indivisa (una) e independiente (totalidad). ¿Cuál es la función de la guerra primitiva? Asegurar la permanencia de la dispersión, del parcelamiento, de la atomización de los grupos. La guerra primitiva es el trabajo de una lógica de lo centrífugo, de una lógica de la separación, que se expresa de tiempo en tiempo en conflicto armado.
Una paradoja sorprendente: por un lado la guerra permite que la comunidad primitiva persevere en su ser indiviso; por otra parte, se revela como el posible fundamento de la división en Señores y Súbditos.
En realidad, no tiene por qué ser una paradoja, igual que el surgimiento de la división social tampoco sería un misterio: la “sociedad indivisa” no sería ningún paraíso, sino una tensa alianza entre individuos naturalmente agresivos que a la vez se agrupan contra otras tensas alianzas entre individuos agresivos.
La sociedad primitiva no permanece al margen del conflicto dinámico, de la innovación social o, para decirlo de otro modo, de la contradicción interna.
Ahora veamos aspectos aún más interesantes de esta capacidad para la innovación social:
Una sociedad guerrera podría dejar de serlo si un cambio en la ética tribal o en el entorno socio-político moderara el gusto por la guerra o limitara su campo de aplicación.
Esto es muy valioso, y se relaciona tanto con lo mencionado con respecto a los esquimales no violentos y con respecto a la educación de los niños: se admite el poder de la cultura para cambiar las pautas de violencia entre grupos... y entre individuos. ¿No era la guerra una estructura? La violencia individual también lo es y, sin embargo, puede ser controlada mediante la ideología ética (educación).
¿Cómo actúa la ideología ética dentro de una sociedad primitiva?: por lo menos, mediante la religión y sus elementos separables.
El «sentimiento» religioso tiene principalmente una expresión pública
Los mitos constituyen el discurso de la sociedad primitiva sobre sí misma, encubren una dimensión socio-política.
El rito es una experiencia privilegiada de la vida social primitiva. El rito es la mediación religiosa entre el mito y la sociedad
La visión de Pierre Clastres muestra las contradicciones de la sociedad primitiva en su dimensión política (poder, violencia y guerra), y muestra también las contradicciones de los estudiosos que, durante un determinado periodo de nuestro pasado reciente, trataban de interpretar la cultura primitiva de acuerdo con sus necesidades políticas del momento (¿prejuicio?). Por una parte, se intentaba prestigiar la política como alejada de las estructuras de poder y dominación (la política de las sociedades primitivas serviría de ejemplo), pero al mismo tiempo no se podía dejar de reconocer el hecho cierto de que la guerra en las sociedades primitivas implicaría la existencia de estructuras de poder también dentro de ellas. Si el jefe exige autoridad para la guerra, es difícil de creer que no se convierta en dominador dentro del grupo siempre preparado para la guerra omnipresente. Y a medida que la situación bélica se complica, también se complicará la estructura de poder dentro de la sociedad. Pero estas complicaciones implicarán ciertas mejoras. Aparece la división social instituida, sí, pero las guerras se hacen menos frecuentes y letales… se trata, básicamente, del esquema que aparece en el “Leviatán”, de Hobbes: el monopolio de la violencia organizada para moderar el caos de la violencia desorganizada.
Finalmente, en el libro de Clastres aparece la descripción de un sorprendente fenómeno cultural de tipo ideológico que parece haber tenido lugar en ciertas sociedades primitivas.
Diversos investigadores recogieron en la segunda mitad del siglo XIX entre las poblaciones (hoy extinguidas) establecidas a lo largo del curso inferior y medio del Amazonas, un conjunto de textos muy diferentes del corpus «clásico» de mitos. La inquietud religiosa, mística, que allí se manifiesta sugiere en esas sociedades la existencia no ya de narradores de mitos sino de filósofos o pensadores destinados a un trabajo de reflexión personal, en contraste rotundo con la exuberancia ritual de las demás sociedades selváticas. Esta particularidad que, repitámoslo, es rara en América del Sur, se ha desplegado en extremo entre los tupí-guaraní.
Los karai de los tupi-guaraní se desplazaban sin cesar, yendo de poblado en poblado para arengar a los atentos indios. Estos hombres se situaban total y exclusivamente en el campo de la palabra, hablar era su única actividad: hombres de discurso que afirmaban estar enviados para proferirlo en todo sitio. Se trata de un profetismo salvaje del que la etnología no ha recogido equivalente en ningún otro lugar. Los karai eran acogidos en todas partes con fervor y nunca eran considerados enemigos.
Lo más fascinante de todo esto es que, según Clastres:
Nació entre los indios mucho antes de la llegada de los blancos, aproximadamente hacia mediados del siglo XV. Se trata, por lo tanto, de un fenómeno autóctono que nada debe al contacto con Occidente y que por ello mismo no estaba orientado contra los Blancos. Se trata de un profetismo salvaje del que la etnología no ha recogido equivalente en ningún otro lugar.
Esto demostraría que los cambios culturales pueden ser estimulados por la existencia de una capacidad innata del ser humano, incluido el hombre primitivo, para producir innovaciones ideológicas.
El discurso profético de los karai puede resumirse en un juicio y una promesa: por una parte afirmaban sin remilgos el carácter profundamente malo del mundo; por otra, expresaban la certeza de que era posible la conquista de un mundo bueno. «¡El mundo es malo!, ¡La tierra es fea!», decían, «¡abandonémosla!», concluían. He aquí una sociedad primitiva que, como tal, tiende a perseverar en su ser mediante el mantenimiento resuelto y conservador de las normas en vigor desde los albores del tiempo humano. De esta sociedad surgen, enigmáticos, hombres que proclaman el fin de esas normas, el fin del mundo que depende de tales normas y que está ordenado de acuerdo con ellas.
La sociedad tupí— guaraní, bajo la presión de diversas fuerzas, estaba en proceso de dejar de ser una sociedad primitiva, es decir, una sociedad negada al cambio, que rechazaba la diferencia. El discurso de los karai demostraba la muerte de la sociedad. ¿Qué enfermedad había corrompido hasta ese punto a las tribus tupí-guaraní? Por el efecto conjugado de factores demográficos (fuerte crecimiento de la población), sociológicos (tendencia a la concentración de la población en grandes poblados en lugar del proceso habitual de dispersión), políticos (emergencia de jefaturas poderosas), llegaba a esta sociedad la innovación más mortal: la división social, la desigualdad.
Los karai frente a esta amenaza social exhortaban a los indios a abandonar ywy mba' emegua, la mala tierra para alcanzar ywy mara ey, la Tierra sin Mal. Esta última es, en realidad, la estancia de los dioses, el lugar en que las flechas van solas de caza y el maíz crece sin que uno se ocupe de él. Su llamada al abandono de las reglas no dejaba ninguna de lado y englobaba explícitamente el fundamento último de la sociedad humana, la regla del intercambio de mujeres, la ley que prohíbe el incesto: ¡de ahora en más, decían, dad vuestras mujeres a quien queráis! Bajo la conducción de los profetas, los indios abandonaban por millares los poblados y los huertos, ayunando y danzando sin tregua; convertidos en nómades, se ponían en marcha hacia el este en busca del país de los dioses. Una migración de más de diez mil indios partió así de la desembocadura del Amazonas a principios del siglo XV. La última migración en busca de la Tierra sin Mal tuvo lugar en 1947: condujo algunas decenas de indios Mbya a la región de Santos en Brasil.
Por lo tanto, no debemos perder la esperanza de que el cambio ideológico, algo a lo que el ser humano sería tan propenso, incluso en sociedades poco avanzadas, pueda todavía proporcionarnos modos de superación de nuestra conflictividad social.
El ser humano tal vez sea un “ser político” y, por tanto, condenado a sufrir las pulsiones innatas en pos de la dominación, el poder y la violencia, pero es también un “ser cultural”, capaz de creaciones ideológicas y éticas que podrían acabar por resolver sus contradicciones entre lo antisocial y lo prosocial, es decir: acabar con la política.
Nie
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