En la primera mitad del siglo XX, la antropología se reveló como una disciplina científica fiable y muy adecuada al progreso humanista. Si los antropólogos primeros del siglo XIX como Spencer o Frazier, no tan rigurosos como los que vendrían después, se adaptaban bien a los criterios de la época acerca del desarrollo humano en el sentido atribuido a Darwin de supervivencia del más apto o, todavía peor, a la naciente ciencia racial, los del principio del siglo XX incluyen a personas inteligentes y sin prejuicios como Franz Boas y sus discípulos que, al estudiar las transformaciones del ser humano por la cultura en la que es educado y en la que vive, descubren que ni existen diferencias raciales en el comportamiento, ni tampoco existen condicionamientos de brutalidad que alejen al individuo de las sociedades menos desarrolladas de las cualidades cooperativas que consideramos propias del hombre civilizado. Ruth Benedict fue una de las más destacadas alumnas y seguidoras de Boas y de sus teorías, conocidas en general como relativismo cultural.
La historia vital del individuo es ante todo la acomodación a los patrones y estándares que se le ha proporcionado a su comunidad.
El hombre no se encuentra condicionado para ninguna variedad de comportamiento por su constitución biológica. (
) La herencia cultural humana, para bien o para mal, no es transmitida biológicamente. El corolario para la política moderna es que no hay base para el argumento de que podemos confiar nuestros logros espirituales y culturales a ningún tipo de germen plasmático hereditario.
Si el comportamiento del individuo no está condicionado por la herencia (vaya por delante la advertencia de que no es exactamente así), esto nos garantiza igualdad entre todos los seres humanos por razón de origen, tal como nos prometían los ideales ilustrados, tanto si procedes de una sociedad primitiva (como los esquimales con los que convivió Franz Boas), como si eres judío (como el mismo Boas), como si eres una mujer (como Ruth Benedict y Margaret Mead, ambas alumnas y seguidoras de Boas).
Igualdad biológica e igualdad en nuestras potencialidades, pero, con todo, ¿hasta qué punto nos puede condicionar la cultura en la que nacemos y vivimos?
La mayor parte de la gente es formada por su cultura debido a la enorme maleabilidad de su condición original.
Algo que no se determina en este libro es cómo podemos liberarnos de este condicionamiento en tanto que individuos libres. Aunque en cuanto a llegar a averiguarlo, la antropología tiene algo que decir:
Podemos entrenarnos a nosotros mismos para juzgar los trazos dominantes de nuestra propia civilización.
Si estamos interesados en el comportamiento humano, necesitamos primero de todo comprender las instituciones que existen en cada sociedad.
Cualquier control cultural que nosotros podamos ejercer dependerá del grado en el cual podamos evaluar objetivamente los rasgos propios de nuestra civilización occidental que son favorecidos y promovidos tan apasionadamente.
Así pues, la antropología en particular, y todas las ciencias sociales en general (incluso la literatura), nos proporcionan una extraordinaria ventaja al permitirnos juzgar y evaluar racionalmente nuestro propio comportamiento. Bástenos con saber que nada está predeterminado por nuestra herencia y que, en tanto que individuos, nada está predeterminado por nuestra cultura. Un hombre primitivo puede llegar a comprender los valores básicos de la vida civilizada igual que un civilizado comprender a un primitivo. Esto no quiere decir que sea fácil de conseguir, pero vale la pena hacer el esfuerzo porque hay mucho que ganar en ello.
Gracias a la experiencia de otras culturas y gracias a la crítica racional de todas las culturas podemos llegar a idear innovaciones que nos faciliten afrontar los eternos problemas humanos que nunca terminan de quedar resueltos (sobre todo, el conflicto entre el interés privado y el interés común). Pensemos en el caso, no muy distinto, del delincuente en prisión que también puede ser capaz de reintegrarse en la sociedad. Poder, se puede, gracias a
diferenciar entre aquellos ajustes humanos que son culturalmente condicionados y aquellos que son comunes y, por lo que podemos ver, inevitables en la humanidad.
Una cultura, como un individuo, es un modelo más o menos consistente de pensamiento y acción. Dentro de cada cultura se dan finalidades características que no son compartidas necesariamente por otros tipos de sociedad. En obediencia a estos fines, cada pueblo consolida más y más su experiencia.
El problema de los valores sociales está íntimamente relacionado con el hecho del diferente amoldamiento de las culturas.
De esa forma, tenemos naturaleza humana y condicionamiento cultural. Para todos la misma naturaleza y para todos infinitos modelos de cultura.
Las culturas primitivas son la fuente a la que podemos dirigirnos. Son un laboratorio en el cual podemos estudiar la diversidad de las instituciones humanas.
Y siempre con la advertencia de que
no hay razón para suponer que alguna cultura haya alcanzado una cordura eterna y permanecerá en la historia como una solitaria solución al problema humano.
El que nada influya en nuestras potencialidades innatas ni el que seamos de la "raza" que seamos y ni el que hayamos nacido dondequiera que hayamos nacido y cualesquiera que sean los condicionamientos culturales que nos rodean, no implica, por supuesto, que cada individuo no nazca sin sus propias particularidades psicológicas. Las personas sanas se diferencian entre sí en tanto que individuos, y es precisamente esta variedad de los temperamentos individuales la materia prima a partir de la cual se desarrollan las peculiaridades culturales
El modelo cultural de cualquier civilización hace uso de un cierto segmento dentro del gran arco de potenciales propósitos y motivaciones humanos.
¿Cómo se forman las culturas?, ¿cómo llegan a tomar tan variadas formas?
El gran arco a lo largo del cual están distribuidos todos los comportamientos humanos posibles es demasiado inmenso y demasiado lleno de contradicciones para que cualquier cultura utilice siquiera una considerable porción de él. La primera exigencia es la selección.
La identidad como cultura depende de la selección de algunos segmentos de este arco. Cada sociedad humana en todas partes ha hecho tales selecciones en sus instituciones culturales.
En su libro, Ruth Benedict nos ilustra estos fenómenos de selección y desarrollo cultural al describir tres sociedades más o menos primitivas de características muy diversas. Una de ellas (los indios Pueblo, de Nuevo México) posee costumbres que no nos sorprenden demasiado para nuestra forma de vida, pero las otras dos (los melanesios Dobu y los nativos de la costa noroeste de América) se nos presentan con peculiaridades que nos hacen pensar en comportamientos antisociales y neuróticos.
Veamos un ejemplo de diferencia cultural con los indios Pueblo que, en general, parecen gente bastante buena, poco violentos, cooperativos y de carácter moderado, muy devotos de sus rituales religiosos:
He intentado hablar de la guerra a los indios de las Misiones de California, pero es imposible. Su incomprensión de la guerra es abismal. Ellos no tienen la base en su propia cultura sobre la cual esta idea puede llegar a existir, y sus intentos de racionalizarla reducen las grandes guerras al nivel moral que nosotros solemos dar a las reyertas en los callejones. Ellos no tienen un modelo cultural que distinga entre ambas cosas. Tenemos que admitir que la guerra es un rasgo asocial, incluso a pesar del relevante lugar que tiene en nuestra propia civilización.
Pero los Dobu
Los Dobu merecen el carácter que le asignan sus vecinos. Son indómitos y traicioneros. Cada hombre es el enemigo de cada hombre (
) Las formas sociales que existen en Dobu premian la mala voluntad y la traición, convirtiéndolas en virtudes de su sociedad.
Y los de la Costa Noroeste se hicieron famosos en el pasado por la práctica del Potlacht
La mayor gloria en la vida era el acto de completa destrucción de los bienes. Era un desafío, y era siempre hecho en oposición a un rival que debía entonces, a fin de salvarse de la vergüenza, destruir una cantidad igual de bienes valiosos. (
) Grandes fiestas Potlacht en las cuales se consumían grandes cantidades de aceite de pescado se consideraban competiciones de destrucción.
Los de la Costa Noroeste eran nativos más bien ricos (mucha caza, mucha pesca, muchos frutos), pero todo les resultaba poco cuando comenzaban sus fiestas Potlacht en la que se acumulaban riquezas para ser regaladas o destruidas
El comportamiento en la Costa Noroeste estaba dominado en cualquier punto por la necesidad de demostrar la grandeza del individuo y la inferioridad de sus rivales.
Como bien observa Benedict más adelante, mucho de estas actitudes nos recuerda los lujos suntuarios del capitalismo. Claro que los de la Costa Noroeste iban más allá, no les bastaba la posesión y la ostentación, y llegaban también a la destrucción directa de bienes, e incluso a sacrificar públicamente la vida de sirvientes con la más cruel de las arrogancias.
La tendencia megalomaniaca paranoide es un peligro en nuestra sociedad. Ella nos enfrenta con una elección de posibles actitudes. Una es la de considerarla como anormal y reprensible, y es la actitud elegida en nuestra civilización. El otro extremo es convertirla en el atributo básico del hombre ideal, y ésa era la solución en la cultura de la costa del Noroeste.
Con estos ejemplos, de lo que se trata es de demostrar que, partiendo de actitudes temperamentales contradictorias que se dan habitualmente en determinados individuos en todas las sociedades, se construyen pautas de comportamiento comunes a nivel social, modelos de cultura. La selección de unos rasgos de conducta en particular da lugar a culturas completamente diferentes.
Sabemos hoy que la agresividad y la competitividad son tendencias humanas innatas en muchos individuos, pero nuestra sociedad occidental (y también la de los indios Pueblo) rechaza la agresividad y encauza la competitividad en entornos más o menos inocuos como la vida económica y los deportes, valorando más a los no agresivos y cooperativos (como los santos cristianos de la Antigüedad o los responsables de las agencias humanitarias hoy). En cambio, sociedades violentas como la de los Dobu valoraban por encima de todo la agresividad individual.
Cómo se dan los criterios de selección a lo largo de la evolución social, el mecanismo de cambio cultural, es todavía algo desconocido que los antropólogos investigan. Muchos lo relacionan con el sistema económico, la riqueza o la pobreza, pero en el caso de los Dobu, por ejemplo, que eran muy pobres, se podría aducir que no se comportaban de forma muy diferente a la de los Mundugumor que pocos años después estudiaría Margaret Mead y que se consideraba que disponían comparativamente de bastantes riquezas.
En su libro, Ruth Benedict enfatiza también una dicotomía ideada por Nietzsche: lo dionisiaco como opuesto a lo apolíneo, una generalización que nos permite describir pautas culturales a gran escala:
El contraste básico entre los indios Pueblo y otras culturas nativas de Norteamérica es el contraste que es nombrado y descrito por Nietzsche en sus estudios de la tragedia griega. Él discute dos maneras diametralmente opuestas de llegar al valor de la existencia. El dionisiaco lo persigue mediante la aniquilación de los vínculos y límites ordinarios de la existencia, busca alcanzar sus más valiosos momentos escapando de los límites impuestos sobre él por sus cinco sentidos, alcanzando otro orden de experiencia. (
) Los apolíneos desconfían de todo esto, y frecuentemente tienen poca idea de la naturaleza de tales experiencias. Hallan la forma de expulsarlas de su vida consciente.
Este intento del estudioso de encontrar pautas generales en los modelos de cultura está relacionado con otra idea: la de que existen culturas más o menos integradas.
Algunas culturas toman sus patrones para la manipulación de la riqueza de un área cultural y parte de sus prácticas religiosas de otra (
) Sin embargo, a pesar de tal extrema hospitalidad para las instituciones ajenas, su cultura da una impresión de extrema pobreza. Nada es llevado lo suficientemente lejos para dar cuerpo a una cultura
Si esta consideración de la incoherencia e incompletitud de determinadas sociedades primitivas la sumamos a lo que parece un juicio universalmente negativo para determinadas culturas, como es el caso de los violentos Dobu o los casi paranoicos megalómanos de la Costa Noroeste, llegamos a una conclusión que en un principio parece sorprendente, y es que las sociedades primitivas son inestables y están sujetas a terribles tensiones que dan lugar a grandes transformaciones, probablemente cíclicas. No es la idea habitual que se tiene de las civilizaciones ancestrales, a las que en un principio atribuimos una sabiduría asentada sobre la experiencia de cientos de generaciones.
Sin duda que los antepasados de los Dobu no fueron siempre tan agresivos y que los de la Costa Noroeste tardaron en llegar a los extremos de despilfarro de recursos en las fiestas Potlacht de las que se guarda memoria. Hay ciertas conductas sociales que parecen objetivamente más racionales y recomendables
Se ha dicho que la explotación de los otros en las relaciones personales y la autoalimentación del ego son malas mientras la absorción en actividades de grupo es buena; que un temperamento es bueno si no busca satisfacción ni en el sadismo ni en el masoquismo, y desea vivir y dejar vivir...
Sin embargo, el relativismo cultural nos llama a ser precavidos, porque nos falta la suficiente perspectiva para aceptar los defectos de nuestras propias sociedades, y a este respecto Benedict es tajante:
En nuestros tiempos, arrogantes y desbocados egoístas como padres de familia, agentes de la ley y hombres de negocios han sido retratados una y otra vez por novelistas y autores dramáticos, y nos son familiares en toda comunidad. Como el comportamiento de los puritanos radicales de Nueva Inglaterra, sus cursos de acción son con frecuencia más asociales que los de los presidiarios. En términos del sufrimiento y la frustración que ellos esparcen por doquier probablemente no hay comparación.
Lo que lleva a una conclusión:
El reconocimiento de la relatividad cultural lleva sus propios valores (
) Tan pronto como la nueva opinión sea aceptada por las creencias y las costumbres, formará parte de los principios de una buena vida. Llegaremos entonces a una fe social más realista, aceptando como bases de esperanza y como bases para la tolerancia la coexistencia e igual validez de patrones de vida que la humanidad ha creado por sí misma de las materias primas de la existencia.
Esto nos crea expectativas de que, gracias al conocimiento, seremos en el futuro capaces de crear culturas genuinas altamente cooperativas, plenamente integradas y donde los individuos puedan desarrollar sus potencialidades de una forma racional. No es aún la sociedad occidental de hoy, ni mucho menos lo era cuando Ruth Benedict escribió su libro.
No puede dejar de destacarse una anécdota de cómo la aceptación lúcida de la arbitrariedad de los convencionalismos culturales (el relativismo cultural) permite vivir experiencias humanas más ricas. Franz Boas fue el mentor de las dos antropólogas más prestigiosas de la primera mitad del siglo XX, Ruth Benedict y Margaret Mead, seguidoras las dos de su teoría del relativismo cultural. Ellas no solo fueron colaboradoras y amigas durante toda su vida, sino que también fueron amantes durante cierto tiempo (también estuvieron casadas con hombres). Resulta difícil no considerar este hecho moralmente mal aceptado por la cultura convencional de su época a modo de ejemplo de cómo, gracias al conocimiento y a la experiencia, fueron capaces de valorar de forma racional la inutilidad de los prejuicios que se oponen a una vivencia sincera y profunda de los sentimientos.
me encanta tu blog! gracias por ayudarme a pasar el semestre de teoría etnológica
ResponderEliminarGracias a ti por tu atención. Llevo ya tiempo observando que las reseñas sobre autores clásicos como miss Benedict son las más populares. A ver si me acuerdo de pillar alguno más en adelante...
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