El enfoque de Harari es el de la tecnología: los avances científicos que nos esperan cambiarán nuestro mismo concepto de humanidad.
El tecnohumanismo (…) [implica que] debemos utilizar la tecnología para crear Homo Deus, un modelo humano muy superior
El ascenso de humanos a dioses puede seguir cualquiera de estos tres caminos: ingeniería biológica, ingeniería cíborg e ingeniería de seres no orgánicos.
Esta transformación futura podría suponer la desaparición (supuestamente, para mejor) de la misma concepción humanista de la cultura universal que predomina hoy. Tengamos en cuenta que lo que caracteriza al “humanismo” es que se trata de lo que viene después de la “muerte de Dios”. La desaparición –al menos, entre las élites intelectualmente más cultivadas- de la idea de los seres sobrenaturales significó también la desaparición de un determinado sentido de la existencia.
Es imposible mantener el orden sin sentido (…) [Pero] contra toda expectativa, la muerte de Dios no ha conducido al colapso social (…) El antídoto contra una existencia sin sentido y sin ley lo proporcionó el humanismo, un credo nuevo y revolucionario que conquistó el mundo durante los últimos siglos. La religión humanista venera a la humanidad. (…) Según el humanismo, los humanos deben extraer de sus experiencias internas no solo el sentido de su propia vida, sino también el sentido del universo entero. (…) Pensadores (…) políticos (…) y artistas (…) todos juntos convencieron a la humanidad de que el humanismo podía imbuir de sentido el universo
Así que primero se vivió en el mundo de la sobrenaturalidad –sin dioses ni metafísica: solo mitos- propio de los cazadores-recolectores, se pasaría después al mundo teológico de la Antigüedad –con dioses que gradualmente difunden la justicia y la virtud-, y de ahí, en la modernidad, al humanismo…
El valor supremo de la cultura contemporánea: el mérito de la vida humana. Se nos recuerda constantemente que la vida humana es lo más sagrado del universo.
Todas las sectas humanistas creen que la experiencia humana es el origen supremo de la autoridad y del sentido, pero interpretan la experiencia humana de maneras distintas.
El humanismo se escindió en tres ramas principales [liberalismo, socialismo, evolucionismo]
El “liberalismo” sería la opción humanista propia de nuestra cultura globalizada de primeros del siglo XXI
[El] Liberalismo [implica que] (…) cuanto mayor sea la libertad de que disfrutan los individuos, más hermoso, rico y significativo es el mundo (…) Los liberales creen que la experiencia humana es un fenómeno individual.
La Declaración Universal de los Derechos humanos adoptada por las naciones unidas después de la segunda guerra mundial (…) [es] quizá lo más cercano que tenemos a una constitución global
Partiendo de esta situación actual, la advertencia de este libro consiste en que
los nuevos proyectos del siglo XXI (alcanzar la inmortalidad, la felicidad y la divinidad) (…) podrían derivarse en la creación de una nueva casta superhumana que abandone sus raíces liberales y trate a los humanos normales no mejor que los europeos del siglo XIX trataron a los africanos (…) El liberalismo se hundirá
Refiriéndose a un futuro “poshumanista” y “posliberal”, Harari nos aporta dos invenciones: “tecnohumanismo” y “dataísmo”, que serían pautas culturales propias de la época por venir de las nuevas tecnologías, y que sustituirían nuestra actual ideología –que a veces Harari llama “religión”- humanista liberal. Precisemos, ante todo, que el “tecnohumanismo”, ya mencionado, habría derivado del “humanismo evolutivo” o “evolucionismo”.
Mientras que Hitler y sus acólitos planeaban crear superhumanos mediante la cría selectiva y la limpieza étnica, el tecnohumanismo del siglo XXI espera alcanzar el objetivo de manera mucho más pacífica, con ayuda de la ingeniería genética, de la nanotecnología y de interfaces cerebro-ordenador
El tecnohumanismo espera que nuestros deseos elijan qué capacidades mentales desarrollar y, por lo tanto, que determinen la forma de las mentes futuras. (…) No es fácil determinar nuestra auténtica voluntad
¿Qué le ocurrirá a la sociedad, a la política y a la vida cotidiana cuando algoritmos no conscientes pero muy inteligentes nos conozcan mejor que nosotros mismos?
En el siglo XXI el tercer gran proyecto de la humanidad será adquirir poderes divinos de creación y destrucción, y promover Homo Sapiens a Homo Deus
Vaya por delante que, en teoría, la ciencia racial de los nazis –la eugenesia- podía haber sido pacífica (incentivar la reproducción de los más aptos y desalentar la de los menos aptos puede conseguirse con propaganda y con gratificaciones económicas), y que el tecnohumanismo igualmente podría ser violento. Por otra parte, los nazis no eran filántropos, y el odio racial y el deseo de utilizar la demagogia racial en función del tribalismo o sesgo intergrupal –un impulso ancestral- eran motivaciones muy importantes para ellos. En realidad, para los nazis no se trataba de mejorar la raza, sino de afirmar el valor de la raza de su tribu –o nación- y manifestar el desprecio por todas los demás. Igualmente, alcanzar el “Homo Deus” podría ser también una forma de reafirmar la desigualdad de la élite dirigente con respecto a las masas, con el pretexto de que no iban a ser ellos, sino “algoritmos no conscientes” los que determinaran el curso de la civilización a seguir.
En cualquier caso, el ofrecimiento de maravillas por este “tecnohumanismo” resulta muy atractivo. Otra cosa es el “dataísmo”, en un principio fácil de comprender.
La economía global se ha transformado de una economía basada en lo material a una economía basada en el conocimiento
¿Qué puede sustituir los deseos y las experiencias como origen de todo sentido y autoridad? (…) La información. La religión emergente más interesante es el dataísmo, que no venera ni a dioses ni al hombre: adora los datos
El dataísmo sostiene que el universo consiste en flujos de datos, y que el valor de cualquier fenómeno o entidad está determinado por su contribución al procesamiento de datos.
Supuestamente iríamos así a disponer de las condiciones culturales para poder disfrutar de la felicidad, la eternidad y el conocimiento que nos ofrece la ciencia (ordenación de datos). Así que no habría nada “malo” –antisocial- en abandonar el liberalismo y el humanismo. Pero muchos no quedarán convencidos con este planteamiento.
Para empezar, no queda nada claro cuál es la motivación para tomar el camino “tecnohumanista”. Puesto que se nos presenta la posibilidad de que tenga lugar la creación de una nueva casta superhumana que abandone sus raíces liberales y trate a los humanos normales no mejor que los europeos del siglo XIX trataron a los africanos lo lógico es esperar que este curso de la historia hallará una fuerte resistencia por parte de los “humanos normales”. Actualmente, aparte del peligrosísimo régimen político chino (dictadura tecnocrática), las sociedades más políticamente poderosas son liberal-democráticas. Salvo que se produzca un escenario conspiratorio-distópico por el estilo de a los que estamos acostumbrados en las novelas de ciencia-ficción, no se tolerará que se constituya la nueva casta superhumana. Y por una buena razón, ¿a quién iba a favorecer este avance tecnológico, aparte de a los afortunados integrantes de la “nueva casta”?, ¿a la tecnología misma? Pero la tecnología carece de voluntad, de motivación. ¿Determinismo tecnológico? Eso es muy dudoso. En el imperio romano ya se conocía la máquina de vapor y los principios esenciales de la mecánica que hubieran permitido la aparición de la revolución industrial. Pero faltó el elemento cultural que lo impulsara.
Naturalmente, queda la opción –que Harari ve poco probable- de que el conjunto de toda la humanidad se beneficie de tales maravillas futuras, pero ¿tendrá esta humanidad futura los mismos deseos, aspiraciones y gustos que la actual? Es decir, ¿empleará esas posibilidades de la tecnología en un sentido acorde con nuestros deseos de ahora (tal como parece presuponer Harari)? Lo probable es que el inicio de estos cambios tecnológicos (y cambios sociales de todo tipo) impulsen cambios culturales profundos, que afectarán naturalmente a los deseos y motivaciones. Quedarían abiertas muchas más opciones, y estas no vendrían dadas por el efecto de la tecnología en sí sino, siguiendo el curso conocido hasta ahora del proceso civilizatorio, por el efecto de la creación de nuevas fórmulas sociales a las que históricamente han solido subordinarse los avances tecnológicos. ¿Para qué la humanidad? Si ya no tenemos Dios, y pronto podrían desaparecer nuestras tradiciones humanistas actuales, habría que inventar algo nuevo que diese ese “sentido de la existencia” ya mencionado.
El punto de partida de Harari es el de que el avance tecnológico implica beneficios proporcionales para los individuos. Esto no ha sido nunca así: el incremento de la productividad del trabajo humano gracias a la tecnología no se ha correspondido en absoluto al incremento de la felicidad y en poco al aumento de la longevidad y a la disminución de la violencia antisocial –el auténtico problema humano que Hariri no aborda-. Tampoco es cierto que el “humanismo liberal” implique meramente la asignación de bienes a un individuo en constante competencia con sus semejantes. Antes bien, ha sido la expansión cultural de la consideración a la individualidad mutua –empatía y simpatía- lo que ha permitido que se extienda gradualmente una red social de confianza que es la que, a su vez, ha permitido –al fomentar la cooperación eficiente- el progreso económico.
Desde una perspectiva liberal, es perfectamente correcto que una persona sea multimillonaria y viva en un lujoso castillo mientras que otra sea campesina, pobre y viva en una choza de paja. Porque, según el liberalismo, las experiencias únicas del campesino siguen siendo tan valiosas como las del multimillonario.
Cabe preguntarse qué idea de “humanidad” y de “liberalismo” es ésta, en la cual el sufrimiento de la persona resulta indiferente a los demás y solo importa la “experiencia” (no parece que en ese sentido fuese el cambio de las costumbres que llevó al liberalismo). Lógicamente, Harari tampoco acierta mucho a la hora de definir el “socialismo” en otros pasajes del libro. El socialismo es, precisamente, la concepción humanista en la cual el deseo de igualdad económica –derivado de la empatía- impulsa cambios políticos en ese sentido. En cualquier caso, si el liberalismo implicase desigualdad e indiferencia por el sufrimiento ajeno, este liberalismo no sería aquel al que se refiere la ya mencionada Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Y hay más problemas con el enfoque del libro, y de notable envergadura:
El capitalismo procesa datos mediante la conexión directa de todos los productores y consumidores entre sí (…) La Bolsa de Valores es el sistema más rápido y más eficaz que la humanidad ha creado hasta ahora
Sin duda es el más eficaz hasta hoy a nivel económico, pero no estaría de más señalar lo absurdo de las crisis cíclicas del capitalismo y lo insuficiente de la distribución de la riqueza. Antes de pensar en una tecnología tan futurista (con ciborgs e inteligencia artificial), habría que prestar atención a este problema, que es cultural, y no tecnológico. Si se reconoce que
es peligroso confiar nuestro futuro a las fuerzas del mercado, porque estas fuerzas hacen lo que es bueno para el mercado y no lo que es bueno para la humanidad o para el mundo
convendría entonces ver qué solución a esto proporcionan las nuevas tecnologías. Más bien parece que ninguna, y lo mismo se puede aplicar al avance económico en general: si el mercado no garantiza un uso racionalmente beneficioso del incremento de la riqueza, tampoco la tecnología lo hace por sí sola. A lo más, el incremento del conocimiento suele relacionarse de forma indirecta con la prosocialidad (menos agresión, más cooperación), probablemente porque entre la información acumulada y procesada se incluye también información detallada sobre las relaciones humanas, lo cual estimula la empatía.
Por otra parte, los avances tecnológicos no van tan deprisa como algunos presumen: ni siquiera hemos descubierto cómo acumular toda la energía eléctrica a la que tenemos acceso, ni obtener agua potable del mar de manera rentable. Y la idea de que los cambios tecnológicos de la electrónica y la informática transformarán la cultura mundial tampoco es nueva.
Si el objetivo de la humanidad es producir “el mayor bien para el mayor número”, hace siglos que la tecnología ya habría sido suficiente para acabar con la pobreza. Tiene razón Harari en que alcanzar la inmortalidad o fusionarnos con la inteligencia artificial superior (convertirnos en dioses, ciertamente) podría lograrse gracias a tecnologías futuras (¿y por qué no prometer también la resurrección de los muertos?), pero ya hoy es materialmente posible que nadie sufra precariedad ni violencia (¡y hace cien años también lo era!), y el que no se haya conseguido no es por causa de la cortedad del desarrollo tecnológico.
El insuficiente logro en este aspecto debería mover a buscar fórmulas culturales nuevas y no a fiar todo de la tecnología, que ya ha hecho mucho más por nosotros de lo que nosotros llevamos hecho por nuestros semejantes. Si tenemos en cuenta la aparente dirección del proceso civilizatorio –expandir relaciones sociales de confianza, fomentar la racionalidad y controlar la agresividad- lo lógico es esperar alternativas sociales en las que la cooperación deje de implicar los actuales efectos secundarios de conflictividad, competitividad y materialismo. Hasta ahora, el progreso social ha ido en ese sentido: culturas que cada vez han dado más relevancia al altruismo y la mutua introspección de la privacidad individual en un entorno de seguridad benevolente.
Y este tipo de ideas no ayudan:
La democracia ha salido vencedora porque en las condiciones únicas de finales del siglo XX el procesamiento distribuido funcionaba mejor. En otras condiciones (las predominantes en el antiguo Imperio romano, por ejemplo), el procesamiento centralizado tenía ventaja, razón por la que la República romana cayó y el poder pasó del Senado y las asambleas populares a las manos de un único emperador autócrata. Esto implica que a medida que las condiciones de procesamiento de datos vuelvan a cambiar en el siglo XXI, la democracia podría decaer e incluso desaparecer
A menudo imaginamos que la democracia y el mercado libre ganaron porque eran “buenos”. En realidad, ganaron porque mejoraron el sistema global de procesamiento de datos.
Naciones como China, Corea del Sur y Chile alcanzaron un mayor crecimiento económico en tiempos recientes gracias a formas políticas autoritarias (¿procesamiento centralizado?). Otra cosa es que tales fórmulas puedan mantenerse a largo plazo, porque parece que existe un paralelismo en el desarrollo ético y el desarrollo económico (cuando la vida se hace menos embrutecedora, se aprecia más el bien común). Y este fenómeno de fomento de la empatía gracias a un gradual desarrollo económico sí equivale a que la democracia gana por ser “buena”.
Al ignorar la dimensión ética del desarrollo civilizatorio, Harari actúa como un pequeño Marx. También Marx ponía todo el énfasis en el desarrollo de las estructuras de producción económica que llevaría al progreso social. Harari lo hace con la tecnología. Marx se equivocó, y el pequeño Marx probablemente también se equivoca. Es el progreso ético, instrumentalizado en concepciones novedosas de las relaciones humanas culturalmente transmitidas, el que permite el auge gradual de la cooperación eficiente que a su vez lleva al desarrollo económico y tecnológico. Los reyes no toleraron la riqueza de las ciudades libres porque quisieran hacerse ricos cobrándoles impuestos, y los nobles feudales no renunciaron a su poder porque el rey fuese capaz de forzarlos a permitir la libertad de las ciudades: los reyes ya eran ricos y los nobles feudales nunca carecieron de poder, solo cambiaron de estilo de vida a partir de un cambio cultural que estaba teniendo lugar y del cual ellos no eran del todo conscientes.
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