El ensayista Denis de Rougemont escribió un libro clásico acerca de la aparición en la cultura occidental, durante la Edad Media, del esquema dramático del amor-pasión y el amor cortés (que no son lo mismo). No se trata de un ensayo sobre literatura medieval, sino de una reflexión informada acerca de las relaciones sexuales y amorosas en un momento crítico del proceso civilizatorio.
Describir el necesario conflicto entre pasión y matrimonio en Occidente, tal era mi propósito central; y lo sigo viendo como el verdadero tema, la verdadera tesis de mi libro tal como ha llegado a ser.
El "amor romántico" sigue siendo la más intensa experiencia privada en la vida individual, y el matrimonio en Occidente fue mucho más allá de los acuerdos económicos, familiares y sexuales que tenían lugar en la época grecolatina; gradualmente se llegó a la institucionalización de las emociones sentimentales más elevadas, algo parecido a lo que luego sería “el derecho a la búsqueda de la felicidad”.
Como paradigma de la conflictividad de la vida amorosa, De Rougemont toma el mito de “Tristán e Isolda” (y el autor se ve inspirado, por cierto, por la interpretación del gran artista Richard Wagner).
¿En qué se diferencia el roman bretón [género al que pertenece el mito de Tristán e Isolda] de la canción de gesta, a la que suplantó a partir de la segunda mitad del siglo XII con una rapidez asombrosa? En el hecho de que otorga a la mujer el papel que hasta entonces correspondía al señor y soberano. El caballero bretón, exactamente como el trovador meridional, se reconoce vasallo de una Dama elegida.
Subordinación a la mujer… cuando la mujer ha sido considerada inferior al hombre a lo largo de toda la Antigüedad.
Ni una sola de las grandes tragedias griegas –me refiero a las treinta que nos quedan- tiene el amor como tema. Ni una. ¿Eso no quiere decir nada?
La antigüedad no conoció nada parecido al amor de Tristán e Isolda. Es sabido que para los griegos y los romanos, el amor es una enfermedad en la medida en que trasciende la voluptuosidad, que es su fin natural. (…) ¿De dónde viene, pues, esta glorificación de la pasión (…)?
Es verdad que De Rougemont no menciona a Ovidio ni a otros autores grecolatinos que escriben acerca del amor, o, cuando menos, acerca de las expansiones eróticas, y que no faltan ambigüedades en el amor cortés, y particularmente en la leyenda de Tristán e Isolda, pero, de todas formas, no deja de ser un giro espectacular el que en el “amor cortés” el deseo sexual se ve sublimado, adorándose a la Dama (mujer no solo bella, sino también virtuosa y exquisitamente educada) como ser inalcanzable y digno de los mayores empeños masculinos. Y se trata de una situación angustiosa y trágica, particularmente en la pasión que arrebata a Tristán e Isolda, y causa su sufrimiento. En el drama -y ahí la coincidencia entre el mito amor-pasión y el amor cortés- nos encontramos ante un sufrimiento justificado. A diferencia de Paris y Elena, los amantes no traen desgracia más que a sí mismos. Sufren, pero no como consecuencia de un alocado error, sino por haber vivido los sentimientos más puros y elevados. Eso es lo que da lugar a una tragedia sublime, tanto como pueda serlo la de Antígona cuando desobedece la Ley Civil por obedecer la Ley Sagrada.
El carácter distintivo del “Roman” [la historia de Tristan e Isolda] es (…) que descansa en una falta contra las leyes del amor cortés, puesto que todo el drama nace del adulterio consumado.
Esta falta hace el drama más veraz y cercano, más próximo a quienes se conmueven por el sufrimiento de los protagonistas. Y más trascendente porque no deja de coincidir con el amor cortés en que quedan equiparadas, en la práctica, la religión y las pasiones humanas.
El sentimiento del amor humano se declarará y se cantará bajo formas y ritmos tomados de la liturgia. Y a partir de entonces no dejará de rivalizar ya con el sentimiento religioso.
A ese origen debe nuestra poesía su vocabulario seudomístico; y a su vocabulario acuden aún los enamorados de hoy para sacar, con plena conciencia, sus metáforas más corrientes.
Denis de Rougemont señala un origen concreto de este arquetipo del “amor cortés”
El mito [de Tristán e Isolda], en el sentido estricto del término, se constituye en el siglo XII (…) Se trata de contener (…) los embates del instinto destructor: pues la religión, al atacarlo, lo exaspera.
Los mitos traducen las reglas de conducta de un grupo social o
religioso. Proceden del elemento sagrado alrededor del cual se
constituyó el grupo.
La herejía cátara y el amor cortés se desarrollan simultáneamente, tanto en el tiempo (siglo XII) como en el espacio (sur de Francia) (…) ¿Qué especie de vínculos se pueden imaginar entre esos sombríos cátaros, a los que su ascetismo obligaba a huir de todo contacto con el otro sexo y esos claros trovadores, alegres y locos, se dice, que cantan al amor, a la primavera, al alba, a los vergeles floridos y a la Dama?
Trovadores y cátaros no pueden ser comprendidos separadamente fuera del gran fenómeno religioso (psicosocial, si se quiere) que los engloba y los lleva desde el siglo XII al XIV
Los cátaros. Herejes enemigos del Papado. ¿Qué eran realmente?
Se delinean dos grandes corrientes (…) en la mística universal (…) La de la mística unitiva: tiende a la fusión total del alma y de la divinidad (…) La de la mística epitalámica: tiende al matrimonio del alma y de Dios, suponiendo pues que se mantiene una distinción de esencia entre la creatura y el Creador.
Y los cátaros son devotos de la mística unitiva frente a la mística epitalámica del catolicismo. Para quien ambiciona la trascendencia espiritual, esta fusión completa es mucho más atrayente que una mera “relación” con el Espíritu. Pero no es el camino de Occidente, del cristianismo. Es el camino de las grandes tradiciones religiosas orientales.
Los orientales caracterizan a Europa por la importancia que da a las fuerzas pasionales. Ven en ello la herencia del cristianismo y el secreto de nuestro dinamismo. Y es cierto que esos tres términos, cristianismo, pasión y dinamismo, corresponden a los tres rasgos dominantes de la psique occidental. (…) [Pero] no es el cristianismo el que ha hecho nacer la pasión, sino una herejía de tipo oriental. (…) Es (…) el subproducto de la religión maniquea. (…) ¿Hay que concluir que la pasión sería la tentación oriental de Occidente? (…) Se dirá, ¿esas mismas creencias no produjeron los mismos efectos en los pueblos de Oriente? Es que no encontraron allí los mismos obstáculos. Así, nuestra dramática suerte es habernos resistido a la pasión con medios destinados a exaltarla.
La sabiduría oriental busca el conocimiento en la abolición progresiva de lo diverso. Nosotros buscamos la densidad del ser en la persona distinta, sin cesar profundizada como tal. (…) Esta actitud, que define a mi Occidente, define al mismo tiempo las condiciones profundas de la fidelidad de la persona, del matrimonio y del rechazo de la pasión. Supone la aceptación de lo diferente (…) El cristianismo toma al mundo tal como es.
Enfrentarse al catarismo habría sido entonces enfrentarse tanto a la potencia espiritual de Oriente como al sustrato último de toda religión pagana, el mundo autosuficiente de los "estados alterados de conciencia". Ante el espectacular desafío de la fusión total con Dios, el cristianismo toma su propio camino, y al hacerlo se produce una ruptura definitiva con la anterior concepción de la vida espiritual.
El amor-pasión apareció en Occidente como una de las repercusiones del cristianismo (y especialmente de su doctrina del matrimonio) en las almas en que aún vivía un paganismo natural o heredado
Podemos pensar que estamos en un momento crucial del desarrollo de la civilización. Caída Roma, espiritualizada la vida cotidiana con el cristianismo, que traslada la mística hasta las clases sociales más bajas, la sed espiritual descubre entonces la mística perfecta. La mística y la ética trascendente ya la conocían las clases altas (Buda, Pitágoras, Platón, Mani…), pero ahora se hace popular, como el cristianismo es popular, y al hacerse popular el misticismo se hace más leve, se relativiza el poder de la elevación religiosa: ya no hay filósofos o visionarios fuera del control de la Iglesia. A pesar de esto, unos siglos después aparece una iglesia de masas mística, los cátaros.
Los cátaros, en tanto que místicos perfectos, rechazaban la sexualidad, mientras que los cristianos la condenaban también, pero la asumían.
Todos condenan el matrimonio (…) que el papa-monje Gregorio VII acababa de prohibir a los sacerdotes
A ese flujo poderoso y como universal del Amor y del culto a la Mujer idealizada, la Iglesia y la clerecía no podían dejar de oponer una creencia y un culto que respondiesen al mismo deseo profundo, surgido del alma colectiva (…) De ahí las tentativas multiplicadas, desde comienzos del siglo XII, de instituir un culto a la Virgen. (…) El monje es “caballero de María” (…) El culto a la Virgen respondía a una necesidad de orden vital para la iglesia amenazada
Casi todas las damas [de las ciudades cátaras] (…) eran creyentes y sabían –aunque estuviesen casadas- que el matrimonio estaba condenado por su Iglesia. (…) [Los trovadores] cantaban para castellanas cuya mala conciencia había que apaciguar con canciones y que les demandaban no tanto una ilusión de amor sincero como una antípoda espiritual del matrimonio al que habían sido obligadas.
Es la tendencia ascética, oriental –el monacado viene de Oriente- ; es la tendencia herética de los “perfectos” [cátaros] lo que inspiró a la poesía cortés. Dicha tendencia contaminó poco a poco, por medio de una literatura idealizante, a la élite de la sociedad medieval.
El giro que toma la civilización occidental al enfrentarse a la arremetida del misticismo de masas que representa el catarismo es trasladar el misticismo al mundo amoroso real, al erotismo, y ahora lo que se cuenta (y se canta) es que incluso el amor carnal puede suponer una vivencia mística. Y por tanto, el lugar del amor es el mundo.
Cuando los mitos pierden su carácter esotérico y su función sagrada se resuelven en literatura.
La oscuridad corresponde (…) al misterio de su origen y (…) a la importancia vital de los hechos que el mito simboliza. Si esos hechos no fueran oscuros, o si no hubiese interés ninguno en oscurecer su origen y su alcance para sustraerlos a la crítica, no habría necesidad de mito. (…) El mito aparece cuando resulta peligroso o imposible reconocer claramente cierto número de hechos sociales o religiosos o de relaciones afectivas, que se insiste sin embargo en conservar o que es imposible destruir.
Conflictos de este tipo (espiritualidad mística versus espiritualidad humana) ya se vivieron en el primer cristianismo –el gnosticismo-, pero la resolución que se produce entre los siglos XII y XIV es la definitiva: lo que la Iglesia de Roma exige es menos misticismo y más religión. En el fondo, se está creando el escenario adecuado para el Renacimiento, y con el Renacimiento vendrá la Edad Moderna.
Pensemos: el hombre civilizado sabe que las pasiones son destructivas, enemigas de la vida social, y la mística supone, psicológicamente, el apaciguamiento supremo, la cura de toda pasión. Mediante determinadas estrategias místicas (la mística, en psicología, coincide más o menos con una instrumentalización sistemática de los “estados alterados de conciencia”) se da por sentado que la pasión puede ser contenida. Tanto como se da por sentado que existe un Dios y que éste puede ceder a nuestras oraciones.
Sin embargo, la evidencia inconfesable es que no podemos confiar solo en la oración ni en la bondad de Dios. La evidencia inconfesable es también que las estrategias místicas tampoco son tan efectivas (igual que la brujería tampoco es efectiva). Entonces, el auténtico camino de avance de la civilización implica rechazar la mística (¿también rechazar a Dios?). El Papado arrasa con los cátaros para salvar la civilización, porque sabe que el camino místico es inviable. Ahora bien ¿cómo se va a reconocer públicamente esto?, ¿cómo van a reconocer las instituciones de la civilización cristiana de Occidente que es preciso negar el poder de la divinidad para cumplir el plan de Dios?
Entonces, uno de los recursos civilizatorios para lograr el aplacamiento de la pasión sin necesidad de exaltar una vía mística ilusoria pudo haber sido el sacralizar la vida erótica, en lugar de negarla. Porque el deseo sexual conlleva pasión: violencia, egoísmo, bestialidad. Si pudiera erradicarse, como desean los cátaros, seríamos iguales a los ángeles, pero sabiendo el Papado que eso es imposible, en lugar de ello tolera e incluso impulsa una nueva versión del deseo: un deseo sexual idealizado. Amar a las mujeres ya no equivale a pecar. Incluso, dadas las virtudes del sexo de la Virgen María, se equipara a la santidad.
Así, en el siglo XII surge el amor cortés, Tristán e Isolda son compadecidos y no despreciados, y en el siglo XIV Beatriz guía a Dante hasta el mismo Cielo. La humanidad ha desechado la estéril mística metafísica como expresión amorosa de las masas y ha abierto sus puertas a una nueva forma de amor igualmente idealizado pero mucho más realista, más próximo y asequible. Algo que va a poder seguir evolucionando, mientras que el fanatismo cátaro probablemente se hubiera estancado en alguna forma de totalitarismo oscuro y teocrático.
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