El propio Sócrates advirtió que una de las raíces de la tiranía es la soberbia a la que son susceptibles algunos filósofos: son ellos quienes orientan las mentes de los jóvenes y los conducen a un frenesí político que degrada la democracia. La única alternativa frente a esa intoxicación política es la humildad, fruto del autoconocimiento.
Este comentario figura en el prólogo de Enrique Krauze al libro de Mark Lilla que analiza seis casos de pensadores del siglo XX que acabaron dando su apoyo a visiones políticas totalitarias. De los seis casos, el más célebre es el del filósofo Martin Heidegger, militante nazi, pero aparecen también nombres más actuales, como Foucault y Derrida.
Con todo, la mejor y más genuina aproximación al tema es sin duda la que se refiere al sueño de Platón de ser el preceptor de un rey-filósofo. Sueño que se vio frustrado en el caso de Dionisio, el tirano de Siracusa.
Lo más interesante del joven Dionisio es que era un intelectual. Quizá fuese el primer tirano con semejantes pretensiones, pero es seguro que no fue el último.(…) Platón y Dión entendían que el impulso intelectual de Dionisio guardaba una relación importante con sus tiránicas ambiciones políticas y esperaban que al generar un cambio en lo primero podrían atemperar lo segundo de modo indirecto. En la realidad esto se mostró imposible. Dionisio se transformó en ávido consumidor de ideas de segunda y tercera mano, que regurgitaba escritos en los que «picoteaba» el pensamiento de Platón. Aunque Platón y Dión cometieron un error al albergar aquella esperanza, no estaban demasiado equivocados al pensar que lo que lleva a ciertos hombres a albergar el deseo de la tiranía era un impulso psicológico de la misma índole (pensaba Platón) que el que lleva a otros hacia la filosofía.(…) Esa fuerza es el amor, eros. Para Platón, se es humano cuando se es una criatura que lucha, alguien que no vive simplemente para satisfacer necesidades primarias, sino que intenta ampliar y en ocasiones elevar estas necesidades que después se transforman en nuevos objetivos.
Según Platón la describe, la vida filosófica no es una suerte de renuncia budista del yo, sino una vida erótica controlada que pueda alcanzar lo que inconscientemente busca el amor: verdad eterna, justicia, belleza, sabiduría.
No resulta difícil de comprender que los pensadores compartan las mismas pasiones que los hombres comunes, por no hablar de los políticos.
No necesitamos aceptar el mito narcisista de Sartre sobre el intelectual como héroe para entender lo que Platón vio hace tanto tiempo: que existe una conexión entre el ansia de verdad y el deseo de contribuir al «correcto ordenamiento de las ciudades y las familias». Precisamente porque Platón reconoció este impulso como impulso —como pulsión capaz de convertirse en pasión temeraria— pudo ver su potencial destructivo y tratar de aprovecharlo para una vida intelectual y política saludable.
El hecho de que dos de los filósofos más relevantes del siglo XX, Heidegger y Sartre, apoyaran el totalitarismo político (nazismo y stalinismo, respectivamente) no puede considerarse una casualidad. Ambos filósofos existencialistas habían asumido la responsabilidad de buscar alternativas al mundo teológico desaparecido por la irrupción del racionalismo durante el siglo anterior. Pero las respuestas al fin de la tiranía de la superstición teológica resultaron ser nuevas fórmulas de tiranía
Heidegger apoyó manifiestamente a los nazis al menos hasta finales de 1931; trabajó activamente para conseguir el cargo de rector; una vez conseguido, se empeñó con todas sus fuerzas en «revolucionar» la universidad y ofreció, por toda Alemania, conferencias de propaganda que siempre acababan con el preceptivo «Heil Hitler!». Sus actitudes personales no fueron menos despreciables. Cortó la relación con todos sus colegas judíos, incluido su mentor Edmund Husserl (a comienzos de los años cuarenta llegó a quitar la dedicatoria a Husserl de Ser y tiempo, para reponerla más tarde casi en secreto). Utilizó también su creciente poder para denunciar, por motivos políticos y mediante cartas secretas enviadas a funcionarios nazis, a su colega y futuro premio Nobel de química Hermann Staudinger y a su antiguo alumno Eduard Baumgarten. Incluso tras haber renunciado a su cargo, Heidegger firmó solicitudes de apoyo a Hitler y presionó al régimen para que le permitiesen establecer una academia de filosofía en Berlín.
En su infame «Los comunistas y la paz», que comenzó a ser publicado por entregas a partir de 1952, Sartre no tomó en consideración las informaciones acerca del gulag y, tras un viaje a la Unión Soviética en 1954, declaró en una entrevista: «En la URSS la libertad de crítica es total»
No deja de ser terrible el hecho de que ambos filósofos, al final de su trayectoria, acabaron rechazando su actitud inicial de apoyo a nazis y comunistas… pero que esto no se debió a la continuación de un proceso intelectual que, mediante el análisis racional, les hiciese ver sus errores, sino, simplemente, a la derrota política de estos regímenes.
Heidegger decidió que los propios nazis habían destruido la «fuerza y la grandeza interior» del nacionalsocialismo y que, al no haber seguido el rumbo trazado por él, habían privado a los alemanes de su encuentro con el destino
En 1956 (según se cuenta), el mito de la Unión Soviética se hizo añicos en Francia, a causa del informe secreto de Jruschov de febrero en el XX Congreso del partido en Moscú y de la represión del alzamiento en Hungría.
Lo realmente grave, más allá de estos casos en particular, es que pueda resultar que el intelectual, aparentemente imprescindible en las culturas avanzadas como máximo exponente del progreso de la razón, se ha convertido, casi se diría que por necesidad, en promotor de la violencia política.
Hay dos formas opuestas de ver esto, por un lado:
Culpar de todo ello a un cruel racionalismo intelectual capaz de arrasar cualquier cosa que encuentre en su camino
Más extensamente:
La Ilustración no solo engendró tiranías, sino que fue propiamente despótica en sus métodos intelectuales: absolutista, determinista, inflexible, intolerante, insensible, arrogante, ciega. Esta retahíla de adjetivos está tomada de los escritos de Isaiah Berlin, que en una serie de brillantes y sugerentes ensayos sobre la historia intelectual publicados durante los decenios que siguieron a la posguerra ha desarrollado esta acusación de modo muy sofisticado: los filósofos de la Ilustración son los responsables de la teoría y la práctica de la tiranía moderna. Berlin sostiene que el rechazo a la diversidad y el pluralismo encontró su principal alimento en las más importantes corrientes de la tradición intelectual occidental que comienza con Platón y termina con la Ilustración, antes de dar sus frutos políticos en el totalitarismo del siglo XX. Los supuestos fundamentales de esta trayectoria vendrían a confluir en que todos los interrogantes morales y políticos tienen una sola respuesta verdadera, que todas esas respuestas son accesibles a través de la razón y que todas esas verdades son necesariamente compatibles unas con otras. Sobre estos supuestos se edificaron y defendieron los gulags y los campos de exterminio. En palabras de Berlin, la Ilustración brindó ese ideal «en cuyo nombre quizá se hayan sacrificado más seres humanos que por cualquier otra causa en la historia de la humanidad».
Y el punto de vista opuesto:
La razón se derrumbó ante las pasiones irracionales que pasaron de la religión a la política
Más extensamente:
La Europa continental alumbró dos grandes sistemas dictatoriales durante el siglo XX: el comunismo y el fascismo. Del mismo modo, también creó un nuevo tipo social para el que necesitamos un nuevo nombre: el del intelectual filotiránico.(…) Distinguidos profesores, talentosos poetas y periodistas influyentes unieron sus capacidades para convencer a todo el mundo de que los regímenes dictatoriales modernos eran liberadores y de que sus crímenes y excesos eran nobles, observados desde la óptica apropiada.
Jaspers vio a un nuevo tirano apoderarse del alma de su amigo Heidegger: ese tirano era esa pasión irracional que lo llevó a apoyar al peor de los dictadores y que lo sometió también al dictado de una suerte de hechizo intelectual.
Jacob Talmon sostuvo que el rasgo distintivo del pensamiento político europeo entre los siglos XVIII y XIX no fue el racionalismo, que podría haberse orientado en una dirección más liberal, sino un nuevo fervor religioso y unas nuevas esperanzas mesiánicas de las que se alimentaron las modernas ideas democráticas. En el frenesí de la Revolución francesa, la razón había dejado de ser razonable y la democracia se había convertido en un sucedáneo de la religión, sucedáneo en el que el hombre moderno vuelca su fe tradicional en el más allá. Talmon sostiene que solo si pensamos el ideal democrático moderno en términos religiosos comprenderemos por qué se convirtió en el sangriento sueño tiránico del siglo XX.
Puede discutirse si la religión no es, necesariamente, un vehículo de razonamiento tanto como lo es el intelectualismo laico, pero parece acertado que el “apasionamiento” forma parte de la expresión vital humana, y que tanto religión como ideología laica luchan para lograr el control de las pasiones invocando variadas fórmulas simbólicas que guíen al pensamiento racional. La naturaleza pasional del hombre (la insistencia en llevar a la realidad el deseo) conforma un impulso tan formidable que quizá haya que ser comprensivo con los notables fracasos a encontrar durante el camino a la iluminación racional.
El pensador, el sabio, por uno u otro motivo, se ve tentado por las circunstancias (sobre todo por la influencia de los otros con los que convive) para comprometerse políticamente, y dada esta presión del entorno, le es difícil darse cuenta de que el problema está en la política en sí misma, y no en la "mala" o "buena" política (distinción importantísima para el hombre corriente, pero que no debería serlo tanto para el pensador). El auténtico sabio debería preocuparse por encontrar formas de superar el “estado político” de la sociedad, ya que, precisamente, la política es una expresión de la imperfección humana, incluyendo su misma naturaleza pasional. Se ponga como se ponga, la política consiste en coaccionar a los ciudadanos mediante la violencia (más frecuentemente, mediante la amenaza de ésta) a fin de que su comportamiento se ajuste al convencionalismo social del momento.
Por cierto, que la visión de la política como mera violencia entra dentro del juicio de uno de los pensadores examinados en este libro. El filósofo político nazi Carl Schmitt cuya coherente trayectoria nos da una nítida demostración del mal intrínseco del hecho político mediante la reducción al absurdo:
Schmitt cree que cada excepción muestra que todo es potencialmente político, porque todo (moral, religión, economía, arte) puede, en casos extremos, convertirse en un instrumento político, en un encuentro con un enemigo, y transformarse en una fuente de conflictos.
La respuesta que nos alejaría del totalitarismo sería, por tanto, que la tarea del pensador fuese contribuir a crear fórmulas de convivencia no políticas. Pero esto sitúa el futuro de la especulación razonada en una utópica lejanía, ¿puede el pensador, como individuo que participa en sociedad, resistir la tentación de aportar soluciones para el aquí y el ahora? El problema es que, si cede a la tentación, entonces se equivocará…
Aunque no sea el tema central del libro, encontramos aquí algunas reflexiones en este sentido que nos pueden ser útiles:
La verdad antropológica fundamental del cristianismo fue el descubrimiento de la primera caída del hombre respecto de la sofía y la posibilidad de recuperarla en la historia, que está representada por la Encarnación. El teísmo de la cristiandad llevó la Encarnación al centro de la historia, para rezar a continuación por la imposible Resurrección. Hegel corrigió este error colocando la Encarnación en el comienzo del fin de la historia.
Fin de la historia, obviamente, es el fin también de la política, el fin de la naturaleza conflictiva de la vida social. Un buen objetivo para una religión, una buena tarea para los pensadores y los científicos… y la negación de la política misma.
Para terminar, este libro nos ilustra también acerca de un caso dramático de alucinación racional, como fue el caso de Michel Foucault. Foucault tuvo la genialidad de rastrear precisamente los excesos del racionalismo y detectar cómo se utilizaba éste a modo de coartada para determinados abusos.
El control social, que se solía ejercer de manera directa y brutal, no se moderó hasta el siglo XIX, en que se volvió más perverso e insidioso, indirecto, y sobre todo psicológico, como muestra la disciplina de los colegios, las prisiones o los hospitales. Este nuevo tipo de control es peor que el anterior, no porque sostenga y perpetúe el poder (el poder está en todas partes) ni porque lo apoye un grupo más que otro (algo inevitable), sino porque actúa en los secretos meandros del alma, en lugar de dejar en el cuerpo una marca que todos puedan ver.
Esta denuncia lo llevó a un posicionamiento extremo.
Foucault descubrió la posibilidad de explorar personalmente aquello que se encuentra más allá de las fronteras de las prácticas burguesas más comunes, en la búsqueda de lo que denominó «experiencias límite»: erotismo, drogas, locura, sadomasoquismo e incluso suicidio.
El criticismo de Foucault le haría a éste dudar sistemáticamente de la misma comunidad científica por considerarla ideológicamente manipulada, incluso en un caso tan grave como el de la pandemia del Sida, dándose
El profundo escepticismo de Foucault respecto de las crecientes pruebas científicas acerca del sida: «Je n’y crois pas», le dijo a un amigo en San Francisco, para a continuación quejarse del activismo gay que, al pedir ayuda científica, volvía a reforzar el «poder médico». (…) Su desconfianza con respecto a los «discursos» de la enfermedad y la «mirada» médica lo habían hecho insensible a cualquier diferencia entre un hecho biológico y su interpretación social. Es fácil autoconvencerse de una cierta invencibilidad si se cree que cualquier «discurso» acerca de la enfermedad es una construcción del poder social, y que estéticamente es posible inventar un «contradiscurso».
Michel Foucault moriría de Sida.
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