En su indagación acerca del instinto social humano, la psicóloga Nichola Raihani parte de que éste es en buena parte equiparable al de otros animales sociales. Los humanos nos quejamos mucho de lo mal que funcionan las relaciones sociales, donde el interés egoísta de algunos (¿o de la mayoría?) con frecuencia bloquea el interés común de todos. Pero entre los animales sociales esto es la norma. Instintivamente cooperan, pero constantemente disputan por obtener la mayor ventaja posible a la hora de repartir los beneficios de la cooperación.
En un experimento donde los chimpancés podían decidir si elegir una opción que daba un premio en comida a ellos y a un familiar, o una opción que daba una recompensa solo a ellos, los chimpancés elegían cada opción al azar (Capítulo 14)
Los juegos del ultimátum y el dictador muestran igualmente diferencias entre la actitud moral de humanos y chimpancés. En realidad, los chimpancés carecen de moralidad.
Nos parecemos mucho a los chimpancés, y sin embargo, en esto somos diferentes.
Experimentos psicológicos mostraban que la gente puede estar suficientemente motivada por la preocupación empática incluso para ofrecerse a recibir dolorosos choques eléctricos uno mismo en lugar de mirar cómo los recibe un “extraño” (en realidad, un actor). Con frecuencia incluso disfrutamos ayudando a otros: ese sentimiento fugaz que tienes cuando haces algo bueno para alguien es algo que los economistas llaman "el cálido brillo del dar" y, de nuevo, es algo que podemos estudiar. Si pones a la gente en un scanner cerebral y les das la oportunidad de donar dinero para una buena causa, verás que las áreas del cerebro asociada con la recompensa se encienden. Son las mismas áreas que se activan cuando la gente come buena comida, tiene sexo o toma drogas recreativas como nicotina o cocaína (Capítulo 10)
En tal caso, las cosas no están tan mal. Los avances de la civilización hasta hoy, por mucho que nos parezcan escasos, demuestran una cooperación eficiente a ciertos niveles que no puede darse en otro tipo de animales.
¿Cómo podemos reconciliar el sacrificio personal con una visión darwiniana de la evolución, con su énfasis de individuos interesados solo en sí mismos? (Prefacio a Parte 1)
Podemos hacerlo una vez hemos comprobado que existe en el comportamiento instintivo humano algunas características que favorecen el altruismo y la cooperación. Lo que necesitamos son estrategias culturales que las expandan.
Es posible que el origen de muchas costumbres que seleccionan y mejoran los instintos más prosociales esté en las “instituciones”.
Las instituciones son una forma de cambiar las reglas, permitiéndonos convertir un escenario donde la mejor opción para todo el mundo es desertar [del esfuerzo por el interés común] en uno donde los individuos tienen éxito en la cooperación. Una de las más importantes instituciones para cambiar los incentivos en los dilemas sociales es el castigo (Capítulo 11)
Castigar a los que atacan el bien común parece que fue uno de los primeros rasgos propiamente humanos. Es otra diferencia más que tenemos con los animales. Sabemos que los Homo sapiens prehistóricos eran igualitarios, pero no existe un instinto igualitarista, sino que hay instituciones igualitarias (como el castigo al infractor).
La falta de dominio coercitivo en los humanos ancestrales y las sociedades forrajeras más modernas no parte de una aversión intrínseca a la jerarquía (Capítulo 17)
Los humanos –en esto sí como los chimpancés- tenemos tendencia a establecer jerarquías y a disponer de los bienes logrados en común para nuestro propio beneficio. Pero las instituciones, asentadas en las costumbres, combaten esas tendencias. Eso es civilización: las mismas jerarquías se someten a control si no obedecen a un cierto interés común.
Incluso en un ambiente tan aparentemente incivilizado como las prisiones donde se custodia a los antisociales, las jerarquías y las normas para el bien común se organizan con regularidad.
Los promedios de homicidio en las prisiones han caído al mismo tiempo que la prevalencia de las bandas carcelarias se ha disparado (Capítulo 12)
Las normas que imponen castigo disminuyen el conflicto. Pero ¿sigue siendo también la jerarquía necesaria para imponer las normas y favorecer el bien común? Es de suponer que sí es así en los animales sociales no humanos.
Asumimos que el liderazgo facilita la acción coordinada, queriendo esto decir que las sociedades agrarias son más productivas que las forrajeras (Capítulo 17)
Pero en realidad, no está demostrado del todo, ya que conocemos casos en que el control punitivo se ejerce de forma consensuada e incluso sociedades humanas sin control punitivo alguno. Lo que sí es un hecho es que históricamente las civilizaciones de más éxito han sido las más jerarquizadas.
La cooperación se ve favorecida si y cuando ofrece una forma mejor de competir. Un corolario de esto es que la cooperación frecuentemente tiene víctimas (Capítulo 18)
Si, por un lado, el éxito en la guerra es la consecuencia más relevante de una organización eficiente, no es menos cierto también que la guerra causa muchas víctimas. Ahora bien, una cosa es la guerra, y otras las peleas individuales, luchas familiares y reyertas... ¿Ahorra vidas la guerra con respecto a lo que sería dejar tal tipo de disputas a pequeña escala sin control?
¿Son las instituciones de coacción y jerarquía nuestra mejor esperanza?
También existen las reglas interiorizadas, que no requieren de sanción porque operan en cada individuo a modo de “instinto” culturalmente construido. En la amplia geografía planetaria se han formado diversas culturas, con variaciones de instituciones y costumbres cuya conexión con las normas interiorizadas no queda clara. Y las diferencias son apreciables.
En un famoso experimento de psicología social, se hicieron pasar por “extraviadas” unas carteras dejadas intencionadamente en la vía pública.
Era más probable que las carteras [extraviadas] fueran devueltas en países “universalistas” que las que se dejaron en países donde la gente tiene vínculos familiares más fuertes. (Capítulo 18)
Los “universalistas” son las sociedades occidentales, donde los vínculos familiares son ya menos importantes que la responsabilidad cívica. Sociedades donde ha arraigado en mayor medida una “honradez” abstracta que es contraria, en apariencia, a los intereses de la familia. Yo encuentro en la calle una cantidad de dinero por pura suerte… y no la entrego a mi familia, sino a la “honradez”.
Necesitamos usar (…) [nuestras] habilidades para crear instituciones efectivas –reglas, acuerdos e incentivos- que favorezcan la cooperación y una visión a largo plazo sobre el propio interés y el cortoplacismo. Podemos (…) diseñar las reglas de nuestras sociedades a fin de que la gente sea incentivada a cooperar. (Capítulo 18)
Nuestra enorme presencia e impacto en el planeta requiere que hoy vayamos más allá del instinto y cooperemos en formas diferentes, menos naturales (Capítulo 18)
El mundo primitivo ya nos ofrece algunas tradiciones (instituciones) en extremo cooperativas, como la hospitalidad.
Los individuos dan gratuitamente recursos a los que los necesitan, sin expectativa de reciprocidad. Tales relaciones interdependientes son comunes entre gente que vive en sociedades no industriales donde la disponibilidad de comida es con frecuencia esporádica (Capítulo 10)
Si pudiéramos añadir más tradiciones de este estilo, contaríamos con un mundo basado en una economía altruista, que garantizaría la cooperación efectiva hasta el más alto nivel. Pero las tradiciones tardan mucho en formarse, no sabemos exactamente cómo se consolidan… y también pueden perderse rápidamente.
Tal vez la jerarquía no sea la institución más conveniente (tal vez ni siquiera sea una institución, sino un instinto), la coacción punitiva (castigo) sí parece una institución beneficiosa para el interés común (y existe desde la prehistoria)… pero las normas morales interiorizadas son sin duda nuestra mejor opción. Naturalmente, es la más difícil de todas.
Lectura de “The Social Instinct” en Penguin Random House 2021; traducción idea21
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