martes, 25 de marzo de 2025

“La religión invisible”, 1967. Thomas Luckmann

    En su momento, este estudio del sociólogo Thomas Luckmann cobró cierta fama, por ser de los primeros que abordaban la religión desde un punto de vista psico-social en el marco de la civilización occidental de hoy.

Para la teoría sociológica el problema de la existencia personal en la sociedad es esencialmente una cuestión de la forma social de la religión (p. 28)

  La religión es un fenómeno ancestral y nuestro estilo de vida contemporáneo, con haber evolucionado mucho, sigue dependiendo de las primeras formas religiosas.

  Muchos pueden pensar que en la vida cotidiana, la religión solo es importante para unos pocos. Pero en realidad no es así.

La prioridad histórica de la visión del mundo proporciona las bases empíricas para que los organismos humanos trasciendan «satisfactoriamente» su naturaleza biológica separándolos así del contexto de vida inmediato, e integrándolos, ya como personas, en el contexto de una tradición de significado. (…) La visión del mundo como realidad social «objetiva» e histórica, cumple una función esencialmente religiosa, y (…) podíamos definirla como una forma social elemental de religión. (p. 64)

Tanto Durkheim como Weber vieron en el estudio de la religión la clave para la comprensión de la ubicación social del individuo. Para Durkheim la realidad simbólica de la religión es el núcleo de la conciencia colectiva. (p. 26)

  La visión del mundo es lo que nos permite existir como seres sociales. Nos proporciona los valores, los significados, aunque no nos demos cuenta. Nos proporciona también a veces algo contra lo que rebelarnos.

  Ahora bien, la “visión del mundo” contemporánea ya no sería definible según las pautas de las religiones tradicionales, pues más bien se centra en el individualismo.

Estamos observando el nacimiento de una nueva forma social de religión que no está caracterizada ni por la difusión del cosmos sagrado a través de la estructura social ni por una especialización institucional de la religión. (p. 116)

Las bases sociales de la religión que está apareciendo en nuestros días hay que buscarlas en la esfera privada (p. 119)

En el cosmos sagrado moderno la autoexpresión y la autorrealización representan las expresiones más importantes del tema dominante de la «autonomía individual».  (p. 122)

   Como muchos pensadores de la modernidad, Luckmann desconfía del individualismo. Y es lógico que sea así, ya que todos los seres vivos existen socialmente y como individuos necesitamos compartir y convivir. Una visión del mundo centrada en el mero subjetivismo podría ser aberrante y llevarnos por mal camino.

¿Y cómo se establece si la nueva forma social de religión es «buena» o «mala»? Se trata de una forma radicalmente subjetiva de «religiosidad» que se caracteriza por un cosmos sagrado poco coherente, no obligatorio, y con un bajo nivel de «trascendencia» en comparación con las formas tradicionales de religión. ¿Es esto bueno o malo? (p. 129)

   Luckmann nos da elementos para sopesar esto. Recordemos que la religión, al fin y al cabo, la construimos los individuos, con nuestros pensamientos, emociones y preferencias.

El problema de la existencia individual en la sociedad es un problema «religioso». (p. 26)

  Las sospechas con respecto al individualismo y el subjetivismo en tanto que anulan la existencia humana en comunidad solo pueden resolverse si nos fijamos en el elemento religioso que más vincula la subjetividad y la creencia, que es la “trascendencia”.

La cuestión central de la sociología de la religión (…) ¿Cuáles son las condiciones en las que las estructuras «trascendentes», «ordenadoras» e «integradoras» de significado se objetivan socialmente? (p. 36)

El potencial humano para la trascendencia se realiza, originariamente, en procesos sociales que descansan en la reciprocidad de las situaciones frente-a-frente. Estos procesos llevan a la construcción de visiones objetivas del mundo (p. 81)

   Hay autores que se limitan a definir lo religioso como aquello a lo que atribuimos trascendencia mediante un lenguaje simbólico interiorizado. Lo trascendente o religioso supone la motivación última. Como consecuencia de tal interiorización de la trascendencia lo sagrado es aquello que nos despierta reverencia o rechazo de forma automática, parecida a como funcionan los instintos. Reaccionamos emocionalmente ante símbolos, ideas. Otros autores llaman a la religión “la educación de las emociones".

  Para hacer evolucionar creativamente a una sociedad, entonces, nada mejor que una religión. Pensemos en las emociones morales. Aunque el fundamento último de toda religión no siempre es de tipo moral (recordemos las antiguas religiones de Roma y Grecia, que eran amorales), las religiones actuales sí que son de tipo moral. Una mejora religiosa puede mejorar a toda la sociedad si inculca un sentido trascendente de la moralidad. Si encontramos el significado último en la armonía moral perfecta (amor universal, altruismo, caridad).

Las representaciones religiosas sirven para legitimar la conducta en toda la gama de las situaciones sociales (p. 72)

   Con la Ilustración y el racionalismo surgieron intentos de crear formas deliberadas de religión que pudiesen ayudar al bien común. El culto al Ser Supremo de la Revolución Francesa o, de forma más encubierta, la visión del mundo del marxismo… que se esperaba que llegasen a ser trascendentes.

Los varios intentos de encontrar una fuente de significado «último» en los campos específicamente políticos y económicos no parecen haber tenido una influencia duradera sobre el cosmos sagrado moderno. Aun en aquellos países en los que las ideologías «seculares» con fines globales gozan del apoyo de las instituciones públicas primarias, tal como en la Unión Soviética [en 1967], parecen estar combatiendo una batalla perdida contra lo que localmente viene a definirse como «solipsismo», «individualismo» y otras formas de «decadencia burguesa». (p. 120)

  Hoy, el individualismo humanista es lo que nos queda (ideología política de las libertades y los derechos humanos), a la espera de una nueva formulación trascendente, con una cosmovisión y simbología que faciliten la mejora moral (interiorizándola en el ámbito de lo sagrado).

  Las características de una religión adaptada a las necesidades del humanismo perfeccionado (que fuese finalmente no-político, en el ámbito de lo sagrado) tal como es concebido hoy (autonomía del individuo en armonía con sus semejantes) tendrían que ser:

  -Cosmovisión basada en la emotividad afectiva universal.

  -Estrategias psicológicas de interiorización de pautas morales prosociales y de control de la agresión.

  -Lenguaje simbólico equivalente a una comprensión imaginativa de la racionalidad no dogmática.

  -Trascendencia de la subjetividad afectiva  basada en la experiencia privada de la conducta prosocial (amor universal).

  Esto equivaldría a una racionalización de los principios compasivos de las religiones de la “Era Axial” (budismo, estoicismo, cristianismo…la bondad absoluta) que pudiera formularse de forma comprensible (un simbolismo compatible con la lógica informada por la ciencia) y dar lugar a la interiorización trascendente de valores morales como consecuencia de implementar estrategias psicológicas de control de la conducta (educación de las emociones: formulación de lo sagrado en el ámbito moral, algo así como “la santidad”).

  Pero esto no se ha intentado aún.

Lectura de “La religión invisible” en Ediciones Sígueme 1973; traducción de Miguel Bermejo

sábado, 15 de marzo de 2025

“La evolución de la comprensión moral”, 2004. C.R. Hallpike

  La evolución moral es el principal factor de civilización. Incluso desde el punto de vista más materialista, sin avance moral no es posible expandir la cooperación humana, y sin cooperación no hay avances tecnológico ni económico.

 La moralidad es, por supuesto, un fenómeno natural. Al menos en los seres humanos. Y todos nos mostramos insatisfechos con el nivel moral de nuestros tiempos; siempre ha sido así. ¿Hay un camino de mejora moral? ¿Se evoluciona para bien?

Por lo que sé, este es el primer libro que usa los hallazgos de la psicología del desarrollo para iluminar los hechos etnográficos e históricos relativos al desenvolvimiento de la comprensión moral (p. 10)   

  Esta obra del antropólogo Christopher Robert Hallpike aborda la cuestión de la comprensión moral como la capacidad del individuo para adquirir nuevos valores morales, para interiorizarlos. ¿Y cómo evoluciona esta capacidad?, ¿de qué depende?

  Lo primero que tenemos que tener en cuenta es que la moralidad natural, el punto de partida, debe ser descartada como modelo de vida civilizada.

Podemos encontrar muchos ejemplos de opinión moral que son o han sido mantenidos universalmente, especialmente fuera del Occidente liberal, y que los antropólogos no considerarían muy acertados, como que las mujeres son inferiores a los hombres (p. 34)

  Estas opiniones morales primitivas son en buena parte instintivas, pues coinciden muchas veces con la etología de nuestros parientes simios, y en sus formas más complejas aparecen una y otra vez en civilizaciones que nunca han tenido contacto mutuo. Instituciones nada benévolas como la esclavitud, los sacrificios humanos o las monarquías pueden parecernos sofisticadas, pero sus principios derivan de comportamientos de supremacía y explotación que también vemos en los chimpancés.

  Afortunadamente, la moralidad natural no es siempre negativa, pues incluye, por ejemplo, el cuidado de los niños y la protección mutua frente a enemigos externos, pero en cualquier caso la juzgamos como mucho menos valiosa que la que está basada en principios más propios de las civilizaciones desarrolladas. Y son estos principios, precisamente, el origen del cambio para mejor.

En el sentido explícito (…) todas las sociedades tienen una consciencia de algunos principios morales, tales como los requerimientos de reciprocidad, pero es la elucidación explícita de los principios morales lo que distingue a las civilizaciones importantes de la Antigüedad de los primeros estados y las sociedades tribales (p. 174)

  El ejemplo más conocido de principio moral civilizado es la regla de oro de “no hacer a los demás lo que no quieras que te hagan a ti”.

   El autor estudia los cambios morales desde el punto de vista histórico, pero también desde el punto de vista de la teoría de etapas de desarrollo psicológico individual, descrita por primera vez por Piaget y luego por la muy celebrada obra de Lawrence Kohlberg. Así que podríamos tener una perspectiva de cambio moral que se daría tanto a nivel de individuo como de civilizaciones. 

Para Kohlberg, no hay dos tipos de moralidad, heterónoma y autónoma [como en Piaget], sino tres –obligación, cooperación y principios- que corresponden a sus tres etapas fundamentales de desarrollo moral: preconvencional, convencional y en base a principios. (p. 123)

  La moral preconvencional y la convencional coinciden aproximadamente con la “heterónoma” de Piaget: nos dejamos llevar por las normas vigentes (que desde nuestro punto de vista pueden parecernos diversas y arbitrarias: heteronomía) y las cumplimos o bien por temor al castigo en caso de no hacerlo, o bien por integrarnos socialmente.

El deseo de ser como los demás, de encajar, de ser uno del grupo y verse estimado por él es fundamental para el hombre (p. 61)

  La moral más básica sería la de los niños y adolescentes… y también la de las sociedades primitivas. 

  La moral de principios –autónoma- aparece a partir de determinados cambios civilizatorios. Esta moral parte de una innovadora concepción psicológica del comportamiento social. 

   De entrada, la función de la moralidad es regular el comportamiento humano en sociedad para el bien común; el bien común se ve perjudicado cuando un individuo daña a otros por su mero interés egoísta; este daño exige reparación… y la reparación más inmediata y fácil de llevar a cabo es la que señala la responsabilidad objetiva. La Ley del Talión, que aparece en el código de Hammurabi, es un claro ejemplo de esto.

La explicación más simple [de que en los primitivos la responsabilidad penal sea objetiva y no subjetiva] es el deseo de gratificar emociones de duelo y rabia producidos por la muerte o sufrimiento de un pariente o amigo, y en tales casos las intenciones de las personas que lo han causado pueden ser desdeñadas. (p. 170)

   Si la exigencia primera es reparar el daño, entonces no nos preocupa tanto hallar al culpable real, sino aquel que satisfaga cuanto antes la exigencia de justicia (el chivo expiatorio).

  Es muy diferente a la concepción actual, pero ambos comportamientos son efectivos en sus sociedades respectivas.

  La responsabilidad subjetiva, que implica la intencionalidad y la culpabilidad, pertenece ya a un estadio más avanzado de principios morales. Algo que nos parece muy obvio, que es la responsabilidad moral en base a las intenciones del que actúa (para bien o para mal), no estaba tan claro en las primeras sociedades humanas. 

La moralidad [avanzada] concierne a las intenciones y motivos como a los actos mismos (p. 82)

  Todavía hoy nos quedan principios “primitivos” de responsabilidad moral objetiva, como es el caso de la “suerte moral”: un conductor de tren negligente puede, al despistarse, causar heridas a algunos pasajeros; pero si un despiste equivalente causa docenas de muertes, entonces, pese a que la intencionalidad era la misma, la sanción legal es mucho más grave.

  La moralidad basada en principios cada vez más desarrollados supone un avance social porque genera relaciones sociales que causan menos discordia y fomenta mucho más la cooperación.

  El desarrollo de los principios llega a un punto en que la moralidad ya no coincide con el orden legal, sino que se convierte en el fundamento… y la refutación de éste, con un origen más elevado pero que no siempre puede realizarse en la vida cotidiana convencional.

Los principios morales generales se hacen diferenciables de la ley y la costumbre como un cuerpo de ideas explícito y articulado (p. 183) 

  Esta diferenciación entre la ley y los principios morales más elevados ya fue apercibida en la Grecia clásica (Orestes, Antígona…).

La rectificación o moderación del derecho estricto por aplicación de principios generales morales es generalmente referida como equidad (p. 338)

  Nos encontramos entonces con una concepción ideal de las relaciones humanas formulada en principios que coexiste con la realidad práctica de la justicia. La ética sitúa al ser humano en el mundo de la religión, de la filosofía, de la virtud y de los grandes hombres.

La más clara evidencia de progreso moral se encuentra en la gradual moralización de la religión (p. 174)

  Recordemos que en un principio las religiones no eran moralistas, ni menos aún compasivas, como lo serían a partir de la “Era Axial”. La función de las primeras religiones era unir a la comunidad en torno a una determinada concepción del mundo y de las fuerzas inaprensibles de la naturaleza (lo “sobrenatural”). Pero en las religiones de la “Era Axial” se establecen principios de comportamiento social excelente, ideas que no se encuentran en la naturaleza, sino que son elaboradas a partir del deseo de lograr una armonía entre los intereses particulares para el bien común.  

El desarrollo de ciertas excelencias de carácter y mente, o virtudes, tales como el control de los deseos físicos y las emociones, valor y especialmente la sabiduría es de importancia primaria. Son estas virtudes las que equipan a la persona para formarse como ser humano y alcanzar la felicidad (p. 298)

Las virtudes son sentimientos, esto es, familias de disposiciones y propensidades reguladas por un deseo de orden más alto (p. 84)

  Ideas virtuosas como la equidad, la caballerosidad, la cariad y la benevolencia aunque en un principio pueden parecer poco prácticas, atraen poderosamente la atención. Y son formuladas por personajes públicos de gran prestigio.

[Se produce la] aparición de una clase profesional de pensadores, una elite educada alfabetizada, con una educación formal (p. 145)

  Es en la Era Axial cuando surgen estas concepciones.

Por primera vez, el orden social mismo se refleja como un todo, sus valores son cuestionaos, los hombres han de formular más principios morales articulados y reflexionar más profundamente sobre la naturaleza humana, la virtud y sobre sus propios procesos de pensamiento. (p. 282)

  Los deseos de orden más alto, para que sean aceptados por los seres humanos, deben ser formulados y elaborados primero, e interiorizados después por los individuos mediante estímulos sociales de impacto, como, por ejemplo, los fenómenos religiosos.

La virtud (…) se convierte en un asunto de iluminación y sabiduría, resistencia a la tentación y resultado del adiestramiento de toda la vida (p. 183)

  Hoy seguimos sin haber llegado a la moralidad más avanzada. Ésta tendría que basarse en principios que garantizaran la mayor cooperación posible, y eso solo sucederá cuando la conducta humana justifique la extrema confianza entre los seres humanos. Lo podemos comprender también como control de la agresión y fomento máximo de la empatía, la benevolencia y el altruismo.

  El fenómeno de la comprensión moral tenemos entonces que verlo como la interiorización de los principios de forma práctica, más allá de los ideales formulados por las religiones o los grandes filósofos. Lógicamente, la vida cotidiana actual no es el espacio de los discursos morales en los que esforzadamente se formulan los más altos principios y se resuelven los dilemas éticos –como, por ejemplo, el de la “suerte moral”-. 

  La sabiduría ética, la comprensión moral, opera en el individuo como virtud, y la virtud puede verse también como un fenómeno psicológico de interiorización de pautas de conducta capaz de resistir la fuerza de los instintos más antisociales –esos que se reflejaban a veces en la moral primitiva.

    De ahí la importancia histórica de la religión moralista, porque la religión supone un compendio de estrategias -mecanismos cognitivos y emocionales- capaces de convertir determinados ideales de comportamiento expresados en principios en pautas de conducta efectivas “sagradas” o “blasfemas” (emotividad moral). 

  Ante lo reverenciable y ante el tabú –ámbito de “lo sagrado”-, el individuo reacciona en determinadas situaciones con aceptación –incluso epifanía- o con rechazo de forma parecida a como sucede con los instintos. El ideal prosocial sería que, de la misma forma que un cristiano del siglo XVI reaccionaba con repugnancia e indignación si un infiel escupía a una imagen de Nuestro Señor, hoy un ciudadano occidental creyente en el humanitarismo universal perdiera el apetito cuando, durante la comida, contemplara en el informativo de la televisión el sufrimiento causado por una hambruna en África.

  Todavía no estamos ahí.

Lectura de “The Evolution of Moral Understanding” en Prometheus Research Group  2004; traducción de idea21

miércoles, 5 de marzo de 2025

“La gente de la montaña”, 1972. Colin Turnbull

   Este es probablemente uno de los más sorprendentes y polémicos libros de antropología de campo (o etnografía) que se conocen. También es el más amargo. Después de haber convivido con los pigmeos Mbuti, el antropólogo Colin Turnbull decide desplazarse de la selva africana a las zonas montañosas y áridas de una región fronteriza entre Sudán, Uganda y Kenia, donde se encuentra con el pueblo, poco numeroso, apenas desarrollado y muy empobrecido de los Ik

[Estas] gentes eran tan inamistosas, desconsideradas, inhospitalarias y mezquinas como ningún pueblo pueda ser. (p.32)

  Tal cual. Durante más de un año, Turnbull vive con ellos, aprende su lengua y recolecta datos individuales, muy personalizados y detallados sobre los habitantes de las pequeñas aldeas. La conclusión es terrible. El relato, los episodios narrados, las anécdotas, los sucesos dramáticos, es todo ciertamente espantoso.

  Pero siempre hay que tener presente un factor fundamental: el hambre. En plena sequía, las pobres cosechas fracasan y el recurso de la caza se ve limitado por las prohibiciones gubernamentales.

[Un leopardo mató a su hijo] y la madre estaba encantada. Se había librado del niño y no tendría ya más que llevarlo y alimentarlo, y todavía eso [suponía una buena noticia porque] quería decir que ahora sabían que había un leopardo [en la zona] e iba a ser fácil cazarlo. Los hombres encontraron al animal que había consumido todo el niño excepto parte de la cabeza, mataron al leopardo lo cocinaron y se lo comieron, con el niño y todo. Esta es la economía de los Ik (p. 136)

  También se cuenta de un hijo que pide comida para alimentar a su padre y una vez la obtiene se la queda para sí y deja morir a su padre de inanición. O unos padres que, fastidiados por las quejas de una hija por el hambre que pasa, la encierran hasta que finalmente muere igualmente de inanición. Y hay más. Mucho más. En la misma línea. 

Debo confesar que al principio de mi trabajo de campo escribí que no podía creer que estaba estudiando una sociedad humana, era más bien como estar observando a una singularmente bien organizada comunidad de babuinos (p. 236)

Los Ik (…) no valoran la emoción por encima de la supervivencia y viven sin amor (p. 237)

  ¿Hombres que se comportan como animales?, ¿seres embrutecidos? A Turnbull pronto se le ocurre relacionar lo que está viendo con los testimonios de los supervivientes de los campos de exterminio…

Es ciertamente difícil establecer cualquier regla de conducta mediante el estudio del comportamiento Ik que pudiera ser llamado social, siendo la máxima de todo principio Ik que cada uno haga lo que quiera y solo debería hacer aquello a lo que es forzado. Que la misma palabra que significa “querer” es la misma que “necesitar” ya ilustra bastante  (p. 183)

  Ni que decir tiene que, al igual que ha sucedido con otros relatos polémicos de antropólogos, el de Turnbull sería después muy contestado. Pobreza y lucha por la supervivencia es una cosa, pero la degeneración psicológica supone algo diferente.

La desgracia de los otros era su mayor alegría (p. 260)

 Sabemos que hoy los Ik siguen existiendo a pesar de que uno pensaría que un pueblo no puede sobrevivir si, entre otras cosas, no cuida de los niños.

A los niños no se les permite dormir en la casa después de que son echados de ésta, lo que sucede a los tres años, cuatro a lo sumo. De entonces en adelante deben dormir en el patio (p. 121)

  Al final de su relato, Turnbull nos informa de que la terrible sequía que dejó a los Ik al borde de la extinción (de la que los salvó la llegada de ayuda alimentaria) había sido sucedida por una época de buenas lluvias que hizo prosperar sus huertos, pero… 

Si ellos habían sido ruines, rapaces y egoístas antes, cuando no tenían nada, ahora que tenían algo habían alcanzado la excelencia en lo que para un animal habría sido un insulto llamar bestialidad (p. 280)

  Turnbull incluso aboga por la aniquilación de los Ik: que los niños sean llevados a orfanatos y los adultos dispersados por todo el país (¡recomienda un etnocidio!). 

  Supuestamente, al haber sido forzados por el gobierno a abandonar su antiguo modo de vida de caza y recolección, y no habiendo dado buenos resultados ni la agricultura ni la ganadería, el posterior periodo de desarraigo y hambruna los habría aniquilado como sociedad. En cuestión de unos pocos años habrían degenerado de forma irremediable y el residuo físico de la antigua sociedad resultaba ya solo una anormalidad biológica. 

En la crisis de supervivencia que enfrentaban los Ik, la familia fue una de las primeras instituciones en desaparecer, y [sin embargo] la sociedad Ik había sobrevivido. Insistían en vivir en pueblos incluso si los pueblos no tuvieran nada que pudiéramos llamar estructura social (p. 133)

  Es importante señalar que algunos interpretan este chocante testimonio en el sentido de que los seres humanos pueden vivir en sociedades “deshumanizadas”, pero Turnbull no lo considera así: los Ik tienen un pasado y, de hecho, su lengua es muy diferente a la de los pueblos vecinos, lo que demuestra su singularidad; hubo, pues, un tiempo en el que fueron una sociedad viable con costumbres que podríamos llamar acordes con los criterios universales de humanidad.

Por lo que he llegado a saber, su forma de vida había sido muy diferente del que era hoy (p. 20)

  Pero en el período en que Turnbull los conoce, ya no tenían religión, ni tradiciones, ni organización representativa…

  Ni siquiera los ritos funerarios se conservan.

En los viejos días, las posesiones personales a veces eran enterradas con [el cadáver], cosas que el muerto había amado en vida. Hoy nadie ama nada, y el cadáver es despojado de toda la ropa y ornamentos. (p. 196)

  Y a veces no hay entierro, se abandona los restos humanos entre los arbustos sin ceremonia alguna.  

   El relato es tan impresionante que inspiró una obra teatral y se ha leído en ámbitos literarios como una especie de ensayo de temática existencial.

Para toda la humanidad, el amor no es una necesidad en absoluto, sino un lujo, una ilusión. Y si no se da entre los Ik, quiere decir que, sea lujo o ilusión, la humanidad puede perderlo (p. 237)

Los Ik nos enseñan que nuestros muy alabados valores no son inherentes a la humanidad (p. 294)

   Algunas de las conclusiones de Turnbull resultan sospechosas, al relacionar esta descomposición moral con el individualismo de la sociedad urbana contemporánea. Uno puede pensar más bien que fue testigo de lo que parecía entonces el proceso de extinción de un pueblo. La historia nos cuenta acerca de muchos casos de pueblos que se extinguen, pero nadie nos había relatado la fase final de descomposición.

Lectura de “The Mountain People” en Simon and Schuster 1987; traducción de idea21