miércoles, 15 de marzo de 2017

“La era secular”, 2007. Charles Taylor

   Charles Taylor es filósofo y su libro sobre “La era secular” aborda la cuestión de cómo se ha pasado de una sociedad en la que la existencia de Dios no era cuestionada, a una en la que la existencia de divinidades -o incluso de cualquier creencia trascendente- puede ser cuestionada de acuerdo con la elección personal de cada uno.
 
Mientras la organización política de todas las sociedades premodernas estaba en alguna medida conectada a, basada en, o garantizada por alguna fe o adherencia a Dios, o a alguna noción de realidad en última instancia, el estado occidental moderno está libre de esta conexión. (…) El cambio que quiero definir y rastrear es uno que nos lleva de una sociedad en la cual era virtualmente imposible no creer en Dios, a una en la cual la fe, incluso para el creyente más fiel, es una posibilidad humana entre otras (…) Creer en Dios ya no es axiomático. Hay alternativas.

La presunción de la no creencia [incluso] se ha hecho dominante (…) Tiene activa hegemonía en ciertos [ámbitos] cruciales, en la vida académica e intelectual

  En la Antigüedad la gente creía en la magia, desconocía la ciencia y tenía ideas por completo equivocadas acerca de las leyes que rigen la naturaleza. ¿El creer o no en Dios equivale a una diferencia equivalente? Parece un asunto más grave, porque afectaría a nuestras relaciones humanas, a nuestras costumbres más privadas en el día a día. De hecho, afectaría al elemento básico de la existencia social humana: la moralidad.

Necesitamos ver cómo se hace posible experimentar plenitud moral para identificar el centro de nuestra inspiración y capacidad morales más altas, sin referencia a Dios, dentro del ámbito de los poderes puramente intrahumanos

Lo que quiero hacer (…) es esbozar el cambio, el proceso por el cual la moderna teoría del orden moral se infiltra y se transforma gradualmente en nuestro imaginario social. En este proceso, lo que es originariamente solo una idealización crece hasta convertirse en un complejo imaginario mediante la absorción y asociación de prácticas sociales, en parte tradicionales, pero con frecuencia transformadas por el contacto. Esto es crucial para lo que llamo la extensión de la comprensión del orden moral.

  Por “imaginario” comprendemos aquí el conjunto de concepciones sociales o marcadores instintivos que nos sirven a cada uno de referentes a la hora de desenvolvernos en el mundo moral. Lo que es o no aceptable (puede relacionarse el “imaginario” también con el concepto de “ethos”).

  Y si hay una concepción de “progreso” humano viable –desarrollo civilizatorio- ésta tiene que estar directamente vinculada a la moralidad. Solo un desarrollo de la moralidad –la forma en la que armonizamos nuestros intereses privados con los de nuestros semejantes para el mutuo beneficio- permite que surja la confianza que hace posible las relaciones de cooperación eficiente entre los seres humanos a todos los niveles.

  Se considera que la religión ha sido un impulsor psicológico fundamental para el desarrollo de la moralidad, y las religiones de “Occidente” se han basado en un modelo de divinidad. Dios habría sido el impulsor de la moralidad personificado, el guía, garante e intérprete de los cambios morales que más han ayudado a extender la confianza mutua (prosociales): benevolencia, equidad y comprensión. Por otra parte, el “humanismo exclusivo” que hoy predomina en las naciones más desarrolladas, prescinde de intervención sobrenatural alguna. ¿Qué relevancia tiene este cambio?, ¿qué posibilidades abre para el futuro?

La ciencia, al ayudar al desencantamiento del universo [la eliminación de la imagen primitiva del mundo, poblada de poderes mágicos malignos o benignos] contribuyó a abrir el camino al humanismo exclusivo. Una condición crucial para esto fue un nuevo sentido del yo y su lugar en el cosmos: no abierto y poroso y vulnerable a un mundo de espíritus y poderes, sino lo que podría llamarse “protegido” o impermeabilizado. Pero era necesario algo más que el desencantamiento para producir el yo protegido; era también necesario tener confianza en nuestro propio poder para el ordenamiento moral.

  Para saber mejor dónde estamos en esta etapa del proceso civilizatorio –el episodio “secularizador”- conviene saber cómo se llegó hasta aquí. Charles Taylor especula con que se produce, paso a paso, un proceso de individualización de la existencia humana en sociedad, un proceso que facilita la moralización al desarrollarse la conciencia individual con su sentido propio de culpa y responsabilidad. Este proceso comenzaría en la Edad Media, preparando el terreno al humanismo del siglo XVI y a la Reforma protestante.

El concilio de Letrán de 1215 estableció el requerimiento de confesión auricular para todos los laicos, al menos una vez al año. Junto con esto se hicieron esfuerzos para capacitar a los sacerdotes, y se hicieron manuales a fin de que los clérigos pudieran formar mejor la conciencia de los fieles

La devoción [ideada por Kempis, el autor de la “Imitación de Cristo”] ponía más énfasis en la oración privada, en la introspección; incluso animando a que se llevara un diario (…) La gente estaba buscando una vida religiosa más personal, quería un nuevo tipo de oración, quería leer y meditar la Biblia por sí misma

Al final de la Edad Media hubo un fuerte movimiento hacia más devoción interna, esto es, donde el foco era la autoconsciencia en Dios y su bondad. Más tarde la piedad erasmista acentuó que lo que importa es el espíritu, la intención, no la práctica externa.

  Los protestantes enfatizan el poder puro de Dios sobre el alma humana. Ese poder puro implica que es la conciencia individual la que está en contacto directo con Dios. Se trata algo de una gran intensidad espiritual (psicológica) en el sentido de que permite que toda actividad humana quede vinculada a la divinidad moralizadora… Pero al meter a Dios en todas partes, eso significa que se lo “seculariza”. No hay “encantamiento”, no hay “magia blanca”, no hay “milagros”… Si Dios está en todas partes del mundo secular, entonces no tardaremos mucho en concluir que no hay diferencia entre lo secular y lo divino.

Ha sido frecuentemente señalado que la secularización ha ido pareja a la intensificación de la fe religiosa. El mensaje y la fuerza impulsora tras la Reforma y Contrarreforma era que la religión estaba en camino de convertirse en un asunto de intensa decisión personal

El desencantamiento, la Reforma y la religión personal iban juntos. De la misma forma que la Iglesia era cada vez más perfecta cuando cada uno de sus miembros se adhería a ella por su propia responsabilidad individual (…) Así la sociedad llegaba a ser reconcebida como hecha por individuos. El gran desencuadramiento, como propongo llamarlo, implícito en la revolución axial, alcanza así su conclusión lógica.

  Esa conclusión lógica es el ateísmo propio del “humanismo exclusivo”, del que se espera que proporcione la estructura espiritual –moral- que sustituya al mundo de la divinidad. Si nuestra concepción de la divinidad ha evolucionado en el sentido de hacer a ésta garante de nuestra individualidad, el “humanismo exclusivo” cuenta con el atractivo añadido de que parte de la libertad total del individuo dentro de la sociedad. Así, la individualidad se ve reforzada al máximo. Pero entonces tenemos un problema, que es siempre el problema inherente a la libertad y autorresponsabilidad, ¿quién nos garantiza que la libertad y autorresponsabilidad de los otros no nos dañe por la inevitable búsqueda del propio interés por parte de cada uno de los otros individuos igualmente libres y autorresponsables?

    Solo el altruismo, la capacidad para actuar por el bien del semejante de forma espontánea, supone una garantía para la convivencia. Si los individuos son altruistas sí tiene sentido que se les permita ser libres y autónomos. ¿Puede el “humanismo exclusivo”, tal como se lo conoce hoy, darnos buenas garantías de promover el altruismo?

En el siglo XIX uno de los valores clave se comprendía que era el altruismo. A este respecto el humanismo exclusivo podría afirmar ser superior al cristianismo. El cristianismo ofrece recompensas extrínsecas para el altruismo en el más allá, mientras que el humanismo hace de la benevolencia su propia recompensa

George Eliot, por ejemplo, estaba inspirada por Feuerbach, y creía que tenemos el poder dentro de nosotros mismos para sostener un amor que todo lo abarque. En un cierto nivel de desarrollo, podemos tomar este poder y así llegar a reconocer que lo que hemos previamente atribuido a lo divino es realmente una capacidad humana.

  Aquí conviene señalar dos importantes cuestiones. Una de ellas es el riesgo de que el “humanismo exclusivo”, que hoy muchos creen que es una fórmula por completo viable, acabe devolviéndonos al punto de partida del cristianismo que fue la victoria sobre su gran rival en el mundo pagano de Roma: el estoicismo. La otra cuestión nos lleva a señalar que el “vacío” dejado por el fin de la divinidad en la ambición de trascendencia altruista del individuo civilizado no ha sido llenado aún desde el punto de vista psicológico. En suma, que el deseo de libertad y autonomía aún no está garantizado por nuestras capacidades de autocontrol y que, en términos generales, y si bien a muchos puede no parecer así, aún “se echa de menos a Dios”.

  Veamos primero el estoicismo…

Hay dos chocantes diferencias entre cristianismo y estoicismo en el ámbito ético. A) El cristianismo nos ve como necesitados de la gracia de Dios, como que necesitamos la ayuda de Dios para liberar la buena voluntad que es potencialmente nuestra, mientras el estoicismo apela puramente a nuestros poderes de razón y autocontrol B) El cristianismo ve la más plena realización de la buena voluntad en nosotros en el ágape, el amor por nuestros semejantes; el estoicismo ve la persona sabia en quien ha alcanzado la apateía, una condición más allá de la pasión.

  El estoicismo tiene sus equivalentes en el mundo secular de hoy. Por ejemplo, en el auge actual del budismo (que es, en cierto modo, su origen remoto, pues los estoicos se vieron inspirados en la Grecia helenística por las noticias que llegaban del pensamiento religioso de la India), pero también Charles Taylor nos recuerda el conmovedor compromiso moral de un Albert Camus, muy representativo del mundo que surgió de la II Guerra Mundial.

Hay [en el existencialismo de Camus] un inspirador ideal de valor, similar al estoicismo (…) que encontramos renovado en numerosas formas en nuestro tiempo. Uno lucha por el bien, sin garantía de éxito; de hecho, incluso con la certeza del fracaso final (…). Es lo más alto de la moralidad humana porque está en el vértice de una auto-autorización no fundamentada, totalmente comprometida con la rectitud, incluso frente a una derrota cierta.

  Pero el estoicismo –como el budismo- no supera moralmente al cristianismo, a pesar de la gran fuerza evocadora de su renuncia a la recompensa. Por eso fue desechado en su pugna ideológica con el cristianismo al final del Imperio Romano. Veamos cómo es esto.

[En los estoicos y otros filósofos de la Antigüedad] la idea dominante de virtud era la de un alma en armonía. La idea esencial era la de una forma que ya estaba en funcionamiento en la naturaleza humana y que la persona virtuosa había de ayudar a emerger, más que la de un patrón impuesto desde el exterior. (…) [En el cristianismo] la virtud requiere una fuerte voluntad, una que pueda imponer el bien contra una poderosa resistencia

Para los [estoicos], las pasiones son falsas opiniones. Cuando alcanzamos la sabiduría, nos liberamos de ellas. Desaparecen, como las ilusiones que son.

    El estoicismo es la culminación de la sabiduría precristiana y el peligro de la era de la secularización sería no crear nada mejor que esto (Charles Taylor, por cierto, y a pesar de lo extenso de su libro, se olvida de incluir la filosofía china “confucionista”, muy relacionada también con esta misma visión). Básicamente, de lo que se trata es de reprimir las pasiones y promover un autocontrol racional inspirado por una supuesta armonía de la naturaleza dentro del ser humano, armonía que ha de encarnarse en las virtudes de la benevolencia, equidad y afección. El cristianismo, en cambio, exalta las pasiones… pero las pasiones piadosas.

Las emociones tienen su propio lugar en el amor a Dios [en el cristianismo, no en platonismo o estoicismo], donde el amor describe la naturaleza de la comunión. Pero también subyace en todos los otros cambios: la comunión tiene que integrar las personas en sus verdaderas identidades, como los seres corporales que establecen sus identidades en sus historias, en las cuales la contingencia tiene su lugar. (…) La tremenda dificultad era conectar al Jesús de la cruz, gritando de dolor, con un Dios una de cuyas características definitorias era la apatheia (en estoicismo y platonismo).

  Sin esta exaltación emocional es poco viable que se desarrolle una psicología prosocial activa, humanamente comprometida (ágape), ya que el reconocimiento de la individualidad (integrar las personas en sus verdaderas identidades) es un elemento imprescindible para la empatía. El cristianismo afronta el reto de vivir en el mundo emocional propio del reconocimiento mutuo de la subjetividad, en lugar de rechazarlo. Encender la emotividad del individuo, de su conciencia privada, implica riesgos, pero es la única forma de identificar la fuente de los impulsos prosociales, los que pueden estimular la acción altruista efectiva.

  Pero entonces llegamos a la segunda cuestión, ¿cómo puede darse lugar a esa conciencia privada, a esa existencia emocional de la moralidad en nosotros? De momento, parece que requiere una especie de “autoridad” sobre la conciencia humana en general: algo que ejerza un poder benevolente que proporcione su propia recompensa. Ese sentimiento de “plenitud” que es esencial en la vida religiosa.

Todos vemos nuestras vidas, y/o el espacio donde vivimos nuestras vidas, como que tiene una cierta forma moral/espiritual. En alguna parte, en alguna actividad, o condición, yace una plenitud, una riqueza; esto es, en ese lugar (actividad o condición), la vida es más rica, más profunda, con más valor, más admirable, más como debería ser. (…) Hay simplemente momentos en que las profundas divisiones, distracciones, preocupaciones, tristezas que parecen arrastrarnos se disuelven de alguna manera, o se ven de una forma ordenada, de modo que nos sentimos unidos, movidos hacia delante, de repente capaces y llenos de energía (…) Estas experiencias, y otras que no pueden ser enumeradas aquí, nos ayudan a plantear un espacio de plenitud, al cual nos orientamos moral o espiritualmente. Pueden orientarnos porque nos ofrecen algún sentido de lo que son: la presencia de Dios, o la voz de la naturaleza, o la fuerza que fluye a través del todo, o el orden en nosotros del deseo y el impulso para darle forma. Pero también con frecuencia son inquietantes y enigmáticas.

  Ésta es la pieza que falta y que el estoicismo/budismo/humanismo exclusivo no puede satisfacer. Hasta que no se complete, la secularización seguirá siendo imperfecta, no habrá sustituido –ni mucho menos mejorado- las religiones de la divinidad, cuyas poderosas fantasías de entes sobrenaturales tienen un poder tan grande para conmovernos.

  Recordemos que la esencia del cristianismo no se halla tanto en su alta moralidad, sino en el mecanismo psicológico que usa para desencadenarla: la compasión por el sufrimiento humano. Un sufrimiento que genera a la vez rechazo y piedad, dolor y consuelo, y la producción del consuelo (el gran agente motivador de la conducta altruista y compasiva) solo es posible a su vez con un agente externo que consuele. El estoicismo no lo proporciona: busca insensibilidad y autosuficiencia, no generar consuelo (¿con qué iba a generarlo?).

El paso paradigmático más allá del ágape, la encarnación y sumisión a la muerte de Cristo no está motivada por una comunidad o solidaridad preexistente. Es un don de Dios. Esta beneficencia activa, trascendente a la comunidad, se refleja en las psicologías morales del humanismo moderno exclusivo, en la con frecuencia recurrente idea de que los seres humanos están dotados de una capacidad de benevolencia o altruismo que emergerá si no es sofocada por condiciones desfavorables. 

   El error del estoicismo y la carencia del “humanismo exclusivo” actual tienen que ver con el mecanismo de recompensas. La propaganda estoico-humanista (¿y tal vez el confucionismo chino?) exaltan el amor propio cívico del individuo que busca el consuelo dentro de sí mismo al hacer el bien. Obrar virtuosamente siempre implicará sacrificio y conllevará cierta desesperanza ante un mundo material hostil. El héroe estoico, como los héroes de Albert Camus, es un solitario… igual que la existencia humana en sí es siempre solitaria (el inconveniente de exaltar la individualidad como forma de vivir en libertad).

  Consuelo de esta soledad y desesperanza en el cristianismo era no solo la creencia en lo sobrenatural, sino también los bienes afectivos de la comunidad de creyentes en la compasión, el altruismo y la benevolencia. Inspirados por el amor de Cristo, fortalecidos también por la fuerza sobrenatural ilusoria que creen percibir, los cristianos superan a los estoicos a la hora de generar comportamientos de mutua confianza y acción altruista. Y, además, lo logran entre las masas populares, menos cultivadas, algo que para los estoicos -y para los budistas hoy- siempre será mucho más difícil.

[Se percibe] una simpatía universal que solo necesita las condiciones correctas para desarrollarse y convertirse en virtud. La fuente de este amor ya no es vista aquí como que reside en una razón desapasionada, o en nuestra asombrosa capacidad para actuar en base a principios universales. Yace profundamente en nuestra constitución emocional, pero ha sido suprimida, distorsionada, cubierta por las condiciones falsas y desnaturalizadoras que se han desarrollado en la historia. Nuestra tarea es encontrar las condiciones que pueden liberarla. Rousseau en particular, con su noción de piedad, es uno de los autores inspiracionales en este sentido. Otra visión que aparece un poco más tarde es la visión Feuerbachiana de que los poderes que hemos atribuido a Dios son realmente potencialidades humanas. Este rico tesoro de inspiración moral puede ser redescubierto dentro de nosotros.

    El proceso de secularización en el sentido correcto es hacerse cargo de esas emociones moralizadoras y activas que el cristianismo había logrado desarrollar más allá del un tanto inane estoicismo. Hasta que el humanismo exclusivo no proporcione recompensas equivalentes no podremos contar con emociones consoladoras de plenitud que sostengan e impulsen una moralidad totalmente prosocial.

Alcanzar estos estandares [morales, solidarios] se ha hecho parte de lo que comprendemos como una vida humana civilizada, decente. Vivimos en base a ello hasta el punto que lo hacemos porque estaríamos avergonzados de nosotros mismos de no hacerlo. (…) Pero sentimos inmediatamente lo frágil que es esta motivación. Hace nuestra filantropía vulnerable al cambio de la moda de la atención de los medios

  Una sugerencia que se nos puede ocurrir es que se desarrollen estructuras autónomas de exaltación emocional en el sentido de la moralidad prosocial. La existencia emocional compartida que genera consuelo se manifiesta a la vista del mundo por la moralidad, y la moralidad puede servir también de referente de hacia dónde hemos de llevar nuestros esfuerzos para desarrollar una mejor existencia emocional compartida –el ethos de un altruismo universal.

  A lo largo de los siglos, la cultura humana ha utilizado mecanismos simbólicos para la cohesión social, y los más poderosos y fundamentales se han desarrollado a partir de narrativas de la divinidad. Las “religiones políticas” del marxismo tuvieron durante algún tiempo un moderado éxito a la hora de desarrollar sus propias narrativas moralizadoras, pero fracasaron a la hora de generar consuelo, afección y “plenitud” espiritual. Quizá sería viable desarrollar narrativas mejores, más allá del “humanismo exclusivo” que conocemos. No se trata de imitar a las viejas religiones, sino de acertar en los mecanismos emocionales que desencadenarían, dentro de nuestra cultura del siglo XXI, el comportamiento de benevolencia, afección, equidad y consuelo que los antiguos cristianos lograron alcanzar más que ocasionalmente. La fórmula cristiana tradicional está obsoleta, ya que las ilusiones de lo sobrenatural carecen de credibilidad en el mundo secularizado, pero una nueva simbología que ponga énfasis en la vivencia emocional del comportamiento moral y sus correspondientes recompensas afectivas dentro de una comunidad de “ágape” podría tener más efecto que el humanismo exclusivo que parece coincidir con el viejo estoicismo en que lo mejor es siempre reprimir las emociones.

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