El filósofo Philip Kitcher plantea este libro como una investigación para descubrir qué puede aportar una comprensión lúcida del fenómeno religioso al progreso ético que ambiciona el “humanismo secular”. El humanismo secular sería superior a la religión como sistema de progreso ético, pero esto ha de demostrarse tras compararlo con lo que sabemos acerca de la religión.
El propósito central de este libro es mostrar cómo una perspectiva totalmente secular puede cumplir muchas de las importantes funciones que la religión, en el mejor de los casos, ha abandonado. Espero explicar cómo un mundo secular no es algo que debamos temer, cómo éste podría ser satisfactorio incluso para aquellos que se tienen a sí mismos como muy vulnerables a las vicisitudes de la vida.
Porque está claro que la religión ofrece algo a las personas menos afortunadas, que supone una especie de reparación o consuelo al que es muy difícil acceder por otras vías.
Para cualquiera que ha vivido bajo el ámbito de la religión, el rechazo del compromiso religioso deja un vacío que demanda ser llenado.
Un mundo secular está supuestamente despojado de instituciones y formas de vida diaria que sostienen importantes pautas de conducta y comunidad. Sin las estructuras sociales que proporciona la religión, tipos valiosos de relaciones humanas desaparecen y frecuentemente no hay espacio para la persecución conjunta de bienes y valores compartidos (…) Se alega que [el humanismo secular] es incapaz de proporcionar confort frente a la muerte, de proporcionar significado a la vida humana y de capturar la riqueza y profundidad de la experiencia humana.
Puesto que el problema es real, se ha de abordar seriamente
Sugiero que el humanismo secular hace bien en prestar atención simpatéticamente a las versiones más ilustradas de la religión
El punto de vista de Kitcher pondrá un fuerte énfasis en una visión crítica, pero no hostil, de estas “versiones más ilustradas”. En particular lo que se llamará la “religión refinada”, cuyas diferencias con respecto a la religión convencional describe de la siguiente manera:
Primero, la religión no es comprendida como primariamente una colección de doctrinas sobre lo trascendente, sino como un sistema de prácticas y compromisos. Segundo, los presupuestos doctrinales que figuran en las prácticas religiosas y en las expresiones de compromiso no son interpretadas a través de las lentes de las implicaciones cotidianas –son tomadas simbólicamente, como alegorías o como que contienen profundas metáforas. Tercero, los compromisos fundamentales de las religiones son con los valores; el pensamiento de un “entorno trascendente” solo es importante a causa de su papel al articular esos compromisos.
[Los defensores de la religión refinada] quieren distanciar la religión que ellos respetan de afirmaciones particulares que se posicionan sobre sucesos del mundo natural, implicando el que Abraham, Jesús o Mahoma sean literalmente verdaderos
Aunque se extiende a una actitud ecuménica de todas las religiones, la religión refinada podría no juzgar todas las tradiciones como igualmente progresivas. La noción de progreso religioso señala más bien un conjunto particular de religiones como especialmente bien desarrolladas. Por ejemplo, aquellas iniciadas hace tres milenios (en la “era axial”)
Los humanistas seculares y los defensores de la religión refinada deberían reconocerse los unos a los otros como aliados, al menos en algunas batallas. Puesto que ambos reconocen la falsedad de las doctrinas sustantivas, deberían agruparse contra quienes insisten en que la religión requiere creencias en afirmaciones específicas sobre lo trascendente, tanto si los que insisten abogan por particulares doctrinas sustantivas o tanto si son críticos que toman el fin de la doctrina literal como la muerte de la religión.
Los partidarios del “humanismo secular” se diferencian de los de la “religión refinada” en que
los secularistas se resisten al pensamiento de que solo los mitos y prácticas de las religiones pueden abordar la condición humana. Seguramente estos elementos de la vida religiosa han sido muy importantes para nuestros antepasados, pero los humanistas seculares no los ven como irreemplazables o incapaces de mejora. Los secularistas contemplan un futuro ampliamente progresivo, no uno en el cual la religión desaparezca, sino uno en el cual se metamorfosee en algo diferente. Los proponentes de formas cosmopolitas de religión refinada toman pasos en esta dirección, considerando el abandono de las principales tradiciones hacia síntesis nuevas y eclécticas. Los humanistas seculares van mucho más lejos. Ellos consideran la aparición de sucesores de la vida religiosa contemporánea que arrastren un ámbito mucho más amplio de temas culturales (…) para desarrollar los sentidos de identidad y comunidad que tradicionalmente ha impulsado la religión.
Quizá, si acaso, se trate de que la “religión refinada” haría síntesis de las tradiciones, mientras que el “humanismo secular” se desprendería de todas ellas. Pero lo más importante es que ahora tendríamos más claro cuál es el objetivo a cumplir por las religiones, particularmente por aquellas que se han denominado, de “la era axial” (que también suelen ser llamadas “religiones compasivas”): la religión es una estrategia humana ancestral para expandir el progreso ético.
¿Por qué existe la idea de un firme vínculo entre la religión y la ética, tan perennemente popular? La respuesta, sugiero, yace en la dificultad de producir cualquier discurso rival ético -o de valores en general- que no reduzca la vida ética a la expresión de actitudes subjetivas.
Los impulsos violentos en la voluntad humana simplemente no pueden ser domados por contratos, leyes y normas, ni por cualquier mecanismo con el cual estos puedan ser reforzados
¿Por qué pueden no bastar los contratos, leyes y normas, a fin de controlar los impulsos violentos?: porque en la base del comportamiento humano no se encuentra la mera coacción que representan los contratos, leyes y normas, sino una estructura mental de motivación más profunda, relacionada con la fe en creencias, valores y compromisos… Y ahí se señala la importancia de la religión…
En el centro de la actitud religiosa está la fe, comprendida como un compromiso con un orden objetivo de valores, un compromiso compartido por muchas tradiciones religiosas (aunque quizá no por aquellas que han fracasado en tomar pasos progresivos cruciales).
La ética es una creación del ser humano. Los seres irracionales no son éticos, y nuestra especie de homininos alcanzó el despertar ético a lo largo de un complejo proceso evolutivo.
La observación del proceso de “grooming” entre los grandes simios resulta reveladora de un mecanismo primitivo de fomento de la prosocialidad. El “grooming” básicamente consiste en un intercambio de señales de reaseguramiento mutuo mediante tocamientos constantes a fin de apaciguar los impulsos agresivos…
La vida social de chimpancés, e incluso de los más relajados bonobos, es tensa y frágil (…) No pueden vivir fácilmente juntos. [Suele producirse] el desperdicio de tres horas gastadas en grooming cada día, y seis horas dedicadas a gestos de reaseguramiento cuando se amenaza el orden social. Las posibilidades de empresas cooperativas no se realizan; el tamaño del grupo está limitado por las exigencias diarias de interacción cara a cara.(…) Lo que parece requerirse es algo que pueda operar más generalmente, a lo largo de una gran amplitud de circunstancias diarias, una ampliación universal de responsividad para aquellos en la proximidad, no un mecanismo construido para un propósito determinado
Los homínidos más evolucionados hubieron de buscar, pues, mejores soluciones
Nuestros antepasados homínidos extendieron una habilidad incipiente para el autocontrol, a fin de que su conducta quedara sometida a una guía normativa
De ahí que, desde el punto de vista puramente evolutivo, la creación de sistemas éticos resulte el elemento fundamental de la naturaleza humana (incluido el probable origen de la autoconciencia). La ética funciona como una representación y transmisión simbólica de la internalización individual de pautas de conducta cooperativas y no agresivas. Gracias al lenguaje y a la explotación de mecanismos cognitivos de interactuación, los individuos pueden asumir esas pautas de conducta a través de las representaciones simbólicas (representaciones simples de ideas complejas). A nivel social esto da lugar, por ejemplo, a alegorías míticas, fórmulas mágicas y ceremonias rituales. La ética deriva en religión cuando despliega todos los recursos emotivos capaces de afectar psicológicamente a los individuos en sociedad: la religión ha sido el instrumento de elaboración de sistemas éticos más importante de todos.
En el caso de la ética, el problema inicial es planteado por el dilema humano de que necesitamos vivir juntos, pero carecemos de la responsividad con respecto a los otros para hacerlo armoniosamente y de forma estable. El progreso en el proyecto ético consiste en abordar ese problema.
La “responsividad” equivale al fenómeno de reacción ante las necesidades y sufrimientos de nuestros semejantes. El comportamiento ético implica esa actuación.
Extender y expandir la responsividad está en el corazón de la vida ética
No cabe duda de que esta “responsividad” es la actitud que más favorece la cooperación plena, pero no parece fácil de promover. En base a nuestros intereses egoístas no puede ser alcanzable. Es preciso, de alguna forma, mirar más allá…
El ideal de extender el amor a todos, incluso si es prácticamente inalcanzable, proporciona una dirección inspiradora a nuestras actitudes y acciones. Para la gente que acepta este ideal y celebra la prioridad del segundo mandamiento del evangelio [amarse los unos a los otros], la fe es una conexión a algo más vasto, a lo trascendente que podría no solo intensificar el compromiso ético sino también llenarlo con esperanza de que las relaciones amorosas puedan ser incluso más extensamente realizadas.
¿Puede el humanismo secular plantear una alternativa eficaz a los sistemas religiosos? Hace cien años, el filósofo William James abordó esta cuestión
Ser una persona religiosa es afirmar lo que es valioso; decir “sí” a las “cosas eternas” –donde éstas incluyen no solo los principios morales sino también los valores e ideales más profundos. En el núcleo de la religión, entonces, no hay un cuerpo de doctrina, una colección de descripciones de lo trascendente, sino un compromiso de los valores que son externos (o independientes) del creyente, y de hecho, de todos los seres humanos. La doctrina solo entra en forma de metáforas e historias, aptas para contener los valores más fundamentales y para guiar al devoto hacia su realización.
William James declara que, para aquellos que creen “en un mundo meramente humano sin Dios, el llamado a nuestra energía moral se queda corto en su máximo poder de estímulo”.
Tenemos la evidencia de la mejora en el comportamiento ético en los períodos más recientes del proceso civilizatorio. La prueba empírica de ello es, cuando menos, el descenso del número de homicidios y el avance tecnológico por el bien común (alimentación, cuidados médicos). También tenemos la evidencia de que las sociedades más éticamente avanzadas son también las más seculares. El problema es que estas sociedades se han convertido en seculares solo recientemente, y es un hecho que todas ellas proceden de culturas de una determinada tradición religiosa (la Reforma protestante cristiana, propiamente), lo cual no parece casual.
La conclusión, por tanto, de estudiosos ya antiguos como William James u otros más modernos como el mismo Philip Kitcher, es que el “método religioso” para la mejora de los sistemas éticos sigue siendo merecedor de la mayor atención. Tratemos de alcanzar algunas conclusiones al respecto:
En una lectura de Kant, adoptada por algunos de sus seguidores, el estándar [ético objetivo] es desplazado de lo trascendente, situándose en la “ley moral dentro de nosotros” –“interna” en un sentido, pero “externa” en el de que es independiente de nuestros sentimientos y preferencias; los principios éticos son descubiertos, no construidos por nosotros.
Esto quiere decir, por tanto, que el origen de las convicciones éticas procede de construcciones sociales. Es el entorno el que activa la “ley moral dentro de nosotros”.
Recordemos que somos meros individuos, a los cuales, en base a nuestros instintos de supervivencia, solo el propio interés debe movernos. Esta regla natural imposibilitaría la ética, que se basa en el comportamiento altruista. De ahí la importancia de lo “trascendente”, que implica que hay algo “más allá” de nuestro propio interés egoísta. Es este condicionamiento exterior a nosotros (“lo trascendente”) el que dispara, por su efecto psicológico, emocional, nuestros impulsos morales innatos. Para las religiones tradicionales era inevitable que se apelara a la existencia de un mundo sobrenatural de contenido ético. (Recordemos, por lo demás, que la creencia en lo sobrenatural no siempre implica un contenido ético: se dan supersticiones de toda clase que nada tienen que ver con lo ético)
Hay particulares tipos de emoción que dominan la actitud ante lo trascendente (…) Cuando las vidas humanas se ven despojadas de estas importantes emociones hacia lo trascendente quedan disminuidas, quizá por la pérdida de dimensiones de experiencia disponibles para el creyente, quizá por la inadecuación de cualquier disciplina puramente secular para gobernar los impulsos más oscuros que son intrínsecos a la naturaleza humana.
Aquí hay que señalar una sorprendente ausencia en el análisis de Kitcher, que parece oponer lo “trascendente” a lo secular, cuando ha habido también sistemas éticos seculares –no sobrenaturalistas- que han creado escenarios trascendentes. El marxismo es el caso más próximo a nosotros en el tiempo. El adoctrinamiento marxista era asimismo capaz de generar creyentes, lo cual conllevaba, junto con las ventajas, también los mismos inconvenientes que el trascendentalismo de corte sobrenatural…
La erección de un supuestamente nivel más alto de valores interfiere con una apreciación general de los seres humanos como fuentes de valor y obstruye una clara visión de nuestra relación con los otros.(…) Al tratar la vida humana como una proyección peculiar de un supuestamente reino superior, los seres humanos y sus problemas se hacen subordinados a algo supuestamente más vasto y más grande. El humanismo secular admite la posibilidad de lo trascendente, pero, hasta que se muestre en nuestras vidas, piensa que hacemos bien en que colapse el universo de dos niveles y nos concentramos firmemente en lo humano.
En suma: el proceso civilizatorio consiste en una extensión cada vez mayor de los sistemas éticos (lo ideal sería una comunidad universal de individuos altruistas) pero para que los individuos internalicen estos sistemas éticos se hace necesario un entorno que condicione su comportamiento. Los adoctrinamientos a partir de escenarios trascendentes (ideales que nos conmueven por tratarse de realidades que se consideran superiores a nosotros mismos) tienen valor en la medida en que pueden impactarnos psicológicamente. El mundo de los seres sobrenaturales tenía ese poder. El marxismo demostró tenerlo también durante algún tiempo y en cierto grado. No es tan difícil, pues, crear “niveles más altos” de la existencia que influyan en nuestro comportamiento ético.
Ahora bien, la creencia en valores trascendentes no es la única estrategia capaz de hacernos desarrollar el comportamiento ético:
Algunos lectores victorianos de “Bleak House” revisaron sus actitudes con respecto a la justicia del trato que recibían los pobres en la ciudad. Apreciando el hecho de que Dickens había escrito una novela, no un tratado sociológico, ellos no leyeron acerca de hechos nuevos –ya conocían, al menos en teoría y puede que empíricamente, que la vida en ciertas partes de Londres era brutal y escuálida- (…) [pero] sus sentimientos fueron permeables a oír las voces de la novela, voces que valoraban las instituciones que se hacían cargo de los desposeídos. Haciéndose eco de las previas declaraciones de los mismos lectores, las voces resonaban en sus consciencias. (…) Dickens los persuadió –de forma razonable- para sentir mayores simpatías por la reforma social. No solo los hechos, sino incluso la ficción, puede hacer trabajo ético, filosófico.
Esta revelación del valor ético de determinadas formas de literatura moderna (propiamente, la novela), nos proporciona una pista acerca de cómo puede tener lugar el proceso psicológico de interiorización de pautas éticas. Este tipo de estrategias no es ajena al adoctrinamiento religioso en absoluto (recordemos las parábolas del Evangelio) pero revela un posible camino por el que podría profundizarse en “lo trascendente” de una forma que excluya lo totalitario.
Atendamos primero a las conclusiones de Kitcher para el “humanismo secular”:
Mi propuesta insiste en una redistribución de los recursos materiales poseídos colectivamente por nuestra especie, una redistribución suficiente para sostener las bases material y social cuya actual ausencia condena a muchos de los pueblos del mundo a la ansiedad, a la mala salud, a la ignorancia, a la opresión y a la falta de elección. Entre los desafíos éticos primarios de hoy está la tarea de reconfigurar las instituciones políticas y económicas que actualmente interfieren con tal redistribución.
Aquí lo que tenemos es una propuesta ética basada en el igualitarismo social. No es diferente a la del socialismo.
Veamos ahora lo que se refiere a la emotividad subjetiva:
Algunas vidas tienen significado porque sus obras perduran a lo largo de muchas generaciones, quizá en la forma de palabras que continuarán siendo leídas con provecho y alegría, quizá en forma de objetos materiales o estructuras institucionales, enriqueciendo así las vidas de muchas personas que, cuando ocasionalmente piensen en ellos, estarán agradecidas por aquello que han heredado
También parece una propuesta socialista, incluso marxista, según la cual el individuo encuentra una proyección de sí mismo en el entorno mediante la obra realizada en tanto que valorada socialmente.
Las comunidades de creyentes conectan a sus miembros, proporcionándoles un sentido de pertenencia de estar juntos unos con otros, de compartir problemas y de trabajar cooperativamente para hallar soluciones. La implicación religiosa no proporciona meramente ocasiones para hablar de cosas importantes –aunque esto es valioso en sí mismo- sino también para una acción conjunta. Compartir una religión, tanto si literalista o refinada, puede promover el acuerdo en las metas, no necesariamente centrada en la liberación o el progreso socioeconómico de los fieles. Comprometerse en una búsqueda común de un bien apoyado por compañeros luchadores y hacer la propia parte en el esfuerzo común puede ser la fuente de las mayores satisfacciones.
También se considera que esto puede alcanzarse en la sociedad secular.
La religión no tendría que ser el principal vehículo de la vida comunitaria. En las sociedades seculares pueden contenerse estructuras que capaciten a la gente a entrar en relaciones simpatéticas los unos con los otros para alcanzar la solidaridad con sus semejantes, para intercambiar puntos de vista sobre asuntos que les conciernen en el mayor grado, para trabajar juntos a fin de identificar metas que importan a todos los miembros del grupo y para perseguir estos fines a través de esfuerzos cooperativos.
Esto, de momento, ya en el siglo XXI, no parece estar realizándose… Y obsérvese que Kitcher no ha mencionado en el párrafo anterior las recompensas afectivas. Solo se ha referido a “solidaridad”, “intercambio de puntos de vista”, “identificación de metas” y consecución de “fines”. Es decir, una unión con objetivos prácticos. Pero la religión –sobre todo las llamadas “religiones compasivas”- busca también beneficios meramente afectivos…
Si los resultados iniciales parecen pálidas imitaciones de los prototipos religiosos, que carecen de los poderosos ritos con sus resonantes palabras y emotiva música, vale la pena recordar que las religiones han tenido siglos de práctica. Los humanistas, tanto como los críticos que piensan que una perspectiva secular no basta, deberían recordar que los experimentos requieren tiempo para hacerlos funcionar, y deberían perseguir la importante meta práctica con paciencia y perseverancia.
Y se añade una curiosa precaución:
No haré una simple exhortación a experimentos seculares. Porque los experimentos a veces son peligrosos, y especialmente los experimentos sociales.
Para empezar, podríamos decir que los experimentos sociales, incluso los peligrosos, suelen ser inevitables si queremos profundizar en el progreso social…
Una valoración crítica del punto de vista de Philip Kitcher nos hace incidir en dos puntos fundamentales: la necesidad del progreso ético mediante la creación de estructuras ideológicas y estrategias psicológicas a nivel social (religiones, creencias…), y el peligro que suponen las ideologías basadas en lo trascendente como origen de sistemas sociales totalitarios.
Ya hemos visto que parece un callejón sin salida: sin unas creencias en algo superior al interés individual no podemos poner freno al egoísmo y fomentar el altruismo, pero al enaltecer lo que es superior al individuo, podemos convertir a éste en víctima de sistemas totalitarios…
Sin embargo, hemos visto también cómo el fomento del altruismo puede lograrse mediante estrategias psicológicas específicas: las religiones compasivas de la “era axial” (por ello consideradas “más progresivas”) y la gradual educación del individuo para el altruismo que se da, por ejemplo, al expandirse ciertas formas literarias a nivel universal.
Lo ideal, entonces, sería promover el altruismo por el fomento de ideologías “religiosas” que no puedan verse afectadas por tendencias totalitarias. Es posible que el éxito del cristianismo se encontrase en que fue la religión que más se aproximó a este ideal. Al fin y al cabo, al presentarse, en teoría, como una ideología por completo pacifista y centrada en el amor mutuo, habría de haber tenido consecuencias solo igualitarias y altruistas. Sin embargo, la idea de un Dios todopoderoso que además asignaba recompensas en el mundo de lo sobrenatural (por muy contraintuitivo que esto nunca ha podido dejar de ser) implicaba unas tendencias totalitarias inevitables.
¿Sería posible un “cristianismo ateo”, una ideología interiorizada solo en el sentido del mutuo altruismo? Si esto fuera posible, tendría que estar en consonancia con lo demás que sabemos que es propio de la experiencia religiosa: sentido de comunidad, emotividad, fe de los creyentes (compromiso ético). Recordemos que con una ideología de este tipo nos desentenderíamos del materialismo de una justicia social meramente centrada en la producción de bienes y servicios, y podríamos, por el contrario, convertir en el objeto de nuestro afán la asignación de recompensas afectivas, que son las más propias de las “comunidades de creyentes”. Lo demás se daría por añadidura.
Philip Kitcher no contempla esta posibilidad, limitándose a poner sus esperanzas en que el humanismo secular pueda alcanzar en el futuro el nivel de adhesión de las religiones convencionales (o “refinadas”)… aun a sabiendas de que éstas tampoco han logrado colmar las necesidades humanas de un mayor altruismo e igualdad… Lo peor de todo es que pasa de puntillas sobre la cuestión de las compensaciones emocionales derivadas del cambio ético que son propias de las comunidades religiosas. Al centrar el interés del humanismo secular en el reparto de bienes y servicios está obviando lo que es probablemente lo más valioso del desarrollo ético propiamente religioso, que son las recompensas afectivas propias de la convivencia entre personas que han interiorizado valores éticos más prosociales…
De todas formas, es un gran paso adelante que el autor de este libro no se limite al rechazo a la religión identificándola con la creencia en seres sobrenaturales (como hacen otros), sino que reconozca que, equivocado o no, este sistema ancestral de control del comportamiento humano obedece a necesidades vitales que siguen siendo de actualidad.
Una visión del mundo secular debería ser forjada en el diálogo, incluso en una interacción apasionada, con todo lo que ha sido pensado de la forma más profunda sobre lo que ha de ser humano, incluyendo lo que pueda ser refinado de las tradiciones religiosas.
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