lunes, 5 de junio de 2023

“Los vicios ordinarios”, 1984. Judith N. Shklar

  El libro de la filósofa y politóloga Judith Shklar trata acerca de determinados vicios “clásicos” –catalogados ya por los moralistas de la Antigüedad- que, bien mirado, resultan hoy tan propios de una personalidad común que no nos queda más remedio que asumirlos como males necesarios. Eso no excluye la condena, pero urge la reflexión. Para empezar, la reflexión de por qué se ha producido tal cambio en la consideración de los vicios y virtudes.

Los vicios ordinarios son la clase de conducta que todos esperamos, nada espectacular o inusual (p. 1)

Crueldad, hipocresía, desdén, traición y misantropía todos comparten una especial cualidad: ambos tienen dimensiones personales y públicas  (p. 2)

    Estos son los cinco seleccionados en este libro, que se estudian sobre todo a partir de cómo se han visto reflejados en la literatura de los pasados siglos.

Hay muchas costumbres y actitudes significativas que no pueden ser fácilmente discernidos porque se expresan solo en la conducta, el ritual y las conversaciones casuales. Han de ser estructurados antes de que podamos hablar sobre ellos como parte de una discusión teórica. Sin los poetas en prosa y verso no sabríamos como abordar estos rasgos característicos de las personas o grupos. (p. 230)

  Hoy contamos con la moderna psicología, pero esta no es más precisa en general que la visión de un Montaigne o un Shakespeare en lo que se refiere a tales vicios ordinarios. Siguen siendo defectos de la personalidad que dificultan la convivencia, pero la forma de abordarlos ha cambiado mucho a lo largo de los tiempos. Hoy, por ejemplo, consideramos la crueldad la más horrible de las tendencias antisociales. Y sin embargo no era así en un principio.

Para ver cómo de relevante es poner la crueldad primero, basta mirar brevemente la teología moral, especialmente los siete pecados mortales. Todos los pecados son directamente o indirectamente ofensas a Dios. San Agustín pone la lujuria primero pero la crueldad viene segunda. Nerón es reprobado primero por su lujuria, después por su crueldad (…) Ni la mentira ni la crueldad son pecados capitales (p. 240)

  Puede considerarse esta trayectoria del vicio de la crueldad como una de las manifestaciones más evidentes de la evolución humanitaria.

La edad de reforma que comenzó en el siglo XVIII fue alimentada por un creciente rechazo a la crueldad  (p. 35)

  Considerar la crueldad como el peor vicio moral implicaba fijar la atención en la sensibilidad del individuo y mucho menos en el bien social de acuerdo con lo convencional.

Quizá la extensión de la crueldad divinamente sancionada hizo imposible pensar en la crueldad humana como un mal diferenciado y abominable (p. 8)

  Pero en las ricas sociedades mercantiles de Holanda e Inglaterra, especialmente, los mandatos eclesiásticos van perdiendo poder frente al esclarecimiento que suponen, en inconsciente alianza, el cristianismo reformado y el escepticismo ilustrado.

El humanitarismo secular había comenzado su extraordinaria carrera. Nunca dejó de tener enemigos. El rigor religioso, la teoría de la supervivencia del más apto, el radicalismo revolucionario, el militarismo, el [estereotipo] masculino y otras causas hostiles al humanitarismo nunca amainaron. Sin embargo, tomar la crueldad en serio se convirtió y se quedó como una parte importante de la moralidad aceptada en Europa (p. 8)

  En la Antigüedad, la crueldad no suponía un defecto moral. Si bien el acto cruel era sin duda dañino, se suponía que se hacía como mal menor y no contaminaba espiritualmente al ejecutor. De hecho, todavía hoy se mantiene el tópico del militarismo caballeroso extrapolado a todo tipo de áreas de actividad pública y privada, y según el cual la capacidad letal del agente de la justicia no es óbice para una discrecional compasión.

La misma idea de un uso económicamente racional de la crueldad era y es una fantasía psicológica y una parte de la ilusión de la eficiencia de la violencia. [Por el contrario,] la crueldad, el miedo y la venganza simplemente escalan (p. 213)

  Para tenerlo más claro, también hemos de considerar que, cuando menos, la crueldad sí es señalada gradualmente como un mal desde la Antigüedad, aunque tal condena se abre paso solo gradualmente. Sucede ya así en la tragedia griega, en el estoicismo y el Jesús del evangelio no castiga a la adúltera… aunque sí amenaza con el infierno.

  Y mientras que la crueldad era infravalorada, mucha mayor gravedad se encontraba antiguamente en la hipocresía, la traición y la misantropía, que hoy consideramos más bien debilidades que forman parte de lo que nos hace propiamente humanos.

Hay sociedades tan sórdidas en las que todo el mundo habitualmente traiciona a los demás (…) Menos drásticamente, la movilidad social, tan apreciada, también tienta a la gente para desertar a sus familiares y amigos menos exitosos (p. 141)

    La traición parece una consecuencia necesaria cuando se trata de la movilidad social, y eso que pudiera en otros tiempos ser tan reprensible –dar la espalda a tus orígenes e incorporarte a una clase social superior- hoy es considerado como consecuencia lógica del éxito social en general.

  Otra circunstancia que lleva de forma casi inevitable a la vulneración de la lealtad ya era observada hace siglos y tenía que ver con la opresión a la que nos vemos sometidos por un poder autoritario y despiadado.

El miedo público, incluso más que las circunstancias personales, nos convierte en traicioneros; y también nos excusa porque el peligro nos hace mirar por nosotros y nuestras familias. El heroísmo es muy raro y nadie está obligado a alcanzar tales alturas (p. 148)

  De esa forma, la reflexión sobre nuestra fragilidad no solo nos hace más realistas, sino también más comprensivos con los semejantes. Quizá se reprende menos el vicio, pero se practica con ello una mayor virtud.  

  Y la misantropía hoy parece incluso la base de nuestra predisposición para exigir garantías democráticas, mientras que en la Antigüedad se consideraba un comportamiento odioso.

Asumir misantrópicamente que los abusos del poder son inevitables a menos que sean cuidadosamente reprimidos es toda la base del (…) liberalismo (p. 218)

  A este respecto el libro se explaya acerca de cómo el maquiavelismo puede ser visto como una misantropía acorde con la comprensión de las debilidades humanas. Por una parte, tenemos la razón de estado que implica también el bien público.

Maquiavelo inspira pesadillas de ubicuas traiciones, consternándonos por ser éstas tan universales, [pero] la razón de estado las redujo de nuevo a una respetable ambigüedad (p. 171)

  Por otra parte, la debilidad humana exige acabar con las tiranías: solo donde hay justicia y una mínima prosperidad el individuo puede permitirse el lujo de practicar la virtud.

Sin libertad todo el mundo está intolerablemente paralizado o disminuido. A ojos de Montesquieu, el miedo es tan terrible, tan fisiológicamente y psicológicamente dañino, que no puede ser redimido. Es por esto que no se puede poner precio a la libertad. Para Kant, el despotismo reduce al sujeto a una infancia perpetua y esto quiere decir que no puede elegir su personalidad en absoluto  (p. 236)

El propósito de Kant era conseguir hombres libres del vicio a partir de un mundo maquiavélico (…) Necesitamos la más intensa fortaleza moral para combatir nuestros impulsos malignos y todas nuestras virtudes son, de hecho, evitaciones de los vicios (p. 234)

  Los vicios ordinarios, por tanto, al ser vistos en el contexto social resultan más excusables, pero su naturaleza es la de la debilidad humana y es esta el principal obstáculo a superar: no debemos  preocuparnos tanto por la condena, sino más por la reflexión y la propia corrección de la debilidad del individuo y de la malignidad del entorno que nos empuja al error.

Lectura de “Ordinary Vices” en Harvard University Press 1984; traducción de idea21

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