miércoles, 15 de septiembre de 2021

“Envidia, desprecia”, 2011. Susan Fiske

  La envidia y el desprecio son dos rasgos del comportamiento que, al igual que la agresividad o el tribalismo (nacionalismo), son tan naturales en el ser humano como antisociales. Erradicarlos debe ser parte de la función del progreso civilizatorio. Lo primero de todo, por tanto, ha de ser llegar a conocerlos.

   La prestigiosa psicóloga social Susan Fiske nos ofrece una visión general tanto de la necesidad natural como de las lastimosas consecuencias igualmente naturales de este tipo de emociones irracionales, egoístas y agresivas. Pero antes de condenarlas y buscarles remedio, hemos de tener en cuenta que la envidia y el desprecio tienen su origen en la evolución humana y que, en las duras condiciones del “hombre en estado naturaleza”, sí tienen sentido.

Las emociones son adaptativas, son herramientas de la mente de uso diario, de modo que emociones tales como la envidia y el desprecio son perfectamente predecibles desde el punto de vista de su utilidad  (Capítulo 2)

Tanto la envidia como el desprecio identifican una distancia entre lo que tenemos y lo que algún otro tiene (Capítulo 2)

La envidia y el desprecio como emociones señalan la importancia de las metas de comparación social  (Capítulo 2)

Para ser nosotros mismos, debemos identificarnos con algunos grupos. Nuestra intensa necesidad de saber a dónde pertenecemos dentro de nuestros grupos pone el marco para la envidia y el desprecio que se ven mitigados al compartir las normas de pertenencia y de grupo  (Capítulo 6)

La envidia es persistente porque todos los sistemas sociales dan lugar a la desigualdad. La envidia persiste porque el sistema social persiste  (Capítulo 1)

Nuestros cerebros están alerta para hacer comparaciones hacia arriba, con el monitorizador de la discrepancia en el cortex cingulado anterior y el analizador personal del cortex prefrontal medio listos para reaccionar rápidamente. Nuestros cerebros responden a las comparaciones hacia abajo activando sistemas consistentes con el asco y otras alteraciones emocionales (ínsula). Y cuando nos sentimos superiores a aquellos por debajo de nosotros el sistema de recompensa del núcleo estriado del cerebro se enciende. Las comparaciones marcan el estatus mediante las emociones de envidia y desprecio que nos alertan (Capítulo 7)

  Y la comparación social se hace inevitable porque, como mamíferos superiores, estamos naturalmente predispuestos a integrarnos en jerarquías.

El estatus nos permite coordinarnos los unos con los otros en nuestros encuentros cotidianos sin conflicto (Capítulo 2)

La comparación –tanto individualmente, cara a cara el uno frente al otro, o en grupos- reduce la incertidumbre al conseguir información que podemos usar para protegernos a nosotros mismos y para permitir que nos unamos a otros que piensan como nosotros (Capítulo 7)

Aparentemente, incluso la vergüenza, la envidia, la inferioridad y la amenaza son mejores que la incertidumbre, el caos y el conflicto. Las interacciones son predecibles cuando un socio acuerda ser subordinado y el otro es dominante. (Capítulo 2)

  Cada uno en su sitio. Arriba los que mandan y abajo los que obedecen. De esa forma el cuerpo social ha podido desarrollarse y prosperar.

  Que esto sea algo a lo que los Homo sapiens nos vemos impulsados por la naturaleza parece claro si consideramos la dura jerarquización que también existe entre nuestros parientes simios. Pero que sea natural no lo hace precisamente feliz.

Los primates subordinados sufren mucho en las jerarquías de dominio estable. Deben estar pendientes de los de arriba y temer a los tipos importantes; los niveles altos de la hormona del estrés reflejan esta incertidumbre e incomodidad  (Capítulo 7)

  La felicidad no forma parte del plan de la naturaleza. La naturaleza lo que exige es la supervivencia de la especie, y la jerarquía, la envidia, la agresión, el desprecio, el estrés, el acoso y la intimidación forman parte del juego social de la vida natural.

  Por otra parte, este conocimiento nos ayuda a comprender por qué una idea racional de la justicia social no coincide con los hallazgos de la psicología social.

En los países ricos, los homicidios se incrementan con la desigualdad, no con la pobreza per se  (Capítulo 7)

Los psicólogos han comprendido hace mucho que la frustración dispara la agresión (Capítulo 7)

La ira originada por la inferioridad se centra en el afortunado porque afrontar nuestra propia vergüenza es intolerable (Capítulo 7)

La gente que está individualmente orientada a la comparación social carece de autoconfianza  (Capítulo 7)

  Conocer lo ilógico de tales reacciones debería ayudarnos a superar este estilo de vida ancestral. Resultará imprescindible si queremos vivir sin agresión y, sobre todo sin desconfianza ni amargura. Podrían incluso estudiarse los casos en que actitudes de resignación, humildad y benevolencia –que excluyen la envidia y el desprecio- han permitido poner en marcha actitudes más productivas en la comunidad. 

   En muchas ocasiones se hace evidente que el deseo de igualdad es más bien resentimiento y que la justicia encubre la venganza. Por otra parte, en muchas comunidades, las tradiciones conflictivas dificultan encontrar salidas amables y pacíficas.

  ¿Este estilo de vida infernal de desigualdad y conflicto, tan conectado con nuestros instintos ancestrales, tiene que perdurar?

  En realidad, no.

Sin cambiar el estatus relativo, podemos convertir el desprecio y el asco en simpatía y piedad cuando vemos desde la perspectiva de otra persona (Capítulo 7)

  Pues claro que sí. Pero ¿qué pasos han de darse en ese sentido?  

Reconocer la humanidad de los otros estigmatizados puede hacernos sentir más virtuosos, valiosos y seguros  (Capítulo 7)

  La propuesta, por lo tanto, es la empatía como solución. En realidad, cualquier camino por los diversos recursos de la benevolencia humana puede librarnos de las estresantes y antisociales emociones de la envidia y el desprecio.

  En muchas ocasiones las actitudes antisociales se inculcan desde la infancia, e incluso se estimula la desigualdad y la competitividad en las escuelas. 

   Hay quienes aseguran que la codicia y la sed de poder son la base del progreso económico, lo cual no es cierto. Más bien se ha producido progreso económico en aquellos entornos sociales donde los triunfadores han despertado menos resentimiento. Solo sociedades suficientemente pacificadas han permitido un desarrollo productivo de la desigualdad. No es que las naciones más exitosamente capitalistas como Inglaterra u Holanda llegaran a desarrollar el respeto a los derechos individuales universales a pesar de la codicia de sus emprendedores capitalistas, es que solo en una sociedad en la que se respeta a los individuos es tolerable el estímulo de la desigualdad.  La educación cívica basada en la tolerancia, la generosidad, la amabilidad, la comprensión y la simpatía, tenga o no origen cristiano, permitió flexibilizar e incluso domesticar los comportamientos de envidia y desprecio tan profundamente arraigados. Solo un cambio de comportamiento previo –que también puede interpretarse como cambio moral- permitió el posterior desarrollo económico y social hacia estilos de vida más apropiados para la confianza y la cooperación.

Lectura de “Envy Up, Scorn Down” en Russell Sage Foundation 2011; traducción de idea21

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