“Humanidad e inhumanidad. Una historia moral del siglo veinte”, pretende ser más que la historia de un siglo. Plantea una pregunta sobre los seres humanos. ¿Qué es lo que causa, en nuestra psicología, los actos de crueldad y violencia?
Puede mover a sospecha que se considere el siglo veinte como especialmente representativo de la crueldad y la violencia entre seres humanos. Probablemente los griegos que arrasaron Troya y los mongoles que hicieron lo mismo con Bagdad no fueron menos violentos que los belicistas del siglo veinte, pero existe una importante diferencia: los caudillos guerreros de épocas anteriores no conocían las ideologías humanistas, ni disponían de la tecnología que da lugar al avance económico actual. Hasta cierto punto, la violencia de la Antigüedad tenía su explicación por la precariedad y la ignorancia. La violencia del siglo veinte, en cambio, resulta hasta cierto punto perversa.
Este libro debate muchas causas de la guerra y la violencia. Aquí menciono tres. Una es el ciclo de la violencia creado por la reacción contra la derrota o la humillación. Otro es el camino de la guerra como una trampa en la que caen los grupos: en contra de los puntos de vista populares, la psicología de la agresión es mucho menos importante que la psicología de caer en la trampa. Y, tercero, parte de la trampa de la guerra llega de los límites de nuestra imaginación moral.
Aunque todavía se discute, muchos antropólogos consideran que la guerra es el estado natural del ser humano, igual que pensaba Hobbes. La guerra habría servido durante el paleolítico (el “estado natural” del ser humano que se encuentra codificado en nuestro código genético) para diversos fines adaptativos: selección de los varones más eficientes, apropiación de los limitados recursos económicos, control de la superpoblación y puede que incluso como motivación al altruismo de los individuos dentro del grupo en guerra con otros grupos.
Lo que ocurre es que con el desarrollo de la tecnología y el aumento de recursos económicos la guerra se habría hecho inútil y contraproducente si se la compara con una estrategia de cooperación ilimitada: los varones más eficientes son ahora los más inteligentes y cooperativos (cualidades que no coinciden con las de los buenos guerreros del paleolítico), los recursos económicos son potencialmente infinitos gracias al desarrollo tecnológico y contamos con multitud de métodos de control de la natalidad fáciles e inocuos. Si la guerra tuvo sentido cuando se codificaron nuestros genes, dejó de tenerlo con el desarrollo tecnológico y civilizatorio, y ahora resulta el peor de los obstáculos.
Fijémonos ahora en la idea de “trampa”. Esta trampa no es otra que la “trampa hobbesiana”.
El giro hobbesiano definitivo fue que la defensa parecía requerir un ataque
(...) [La] trampa fue señalada ya por Tucidides en "La guerra del Peloponeso": “lo que hizo inevitable la guerra fue el crecimiento del poder de Atenas y el miedo que esto causó en Esparta”
Grupos enteros pueden verse atrapados en una espiral de hostilidad que los lleve a la guerra. Comprender estas trampas es más importante que pensar acerca de cómo controlar la agresión
El filósofo Jonathan Glover utiliza ejemplos de la historia bélica del siglo veinte. Por ejemplo, las circunstancias, para la mayoría de los ciudadanos cultos de hoy, absurdas e incomprensibles, que llevaron a la devastadora primera guerra mundial.
La trampa psicológica de 1914 fue en parte creada por lo que fue visto como las exigencias del honor y el orgullo nacional
Otro aspecto psicológicamente significativo ha sido la escalada de violencia contra la población civil, totalmente contraria a la ética que se aireaba ya entonces, que en la segunda guerra mundial acabó llevando al lanzamiento de las bombas atómicas. El mariscal británico Harris fue el comandante en jefe del mando de bombardeo estratégico durante la segunda guerra mundial, el que desencadenó los terribles bombardeos terroristas sobre las ciudades alemanas. En un planteamiento típico de “pendiente resbaladiza” justificó la deliberada muerte de civiles que habitaban las ciudades:
El mariscal del Aire Harris citó el precedente: “La cuestión es que con frecuencia se dice que los bombardeos son malignos porque causan bajas entre los civiles. Esto es verdad, pero entonces todas las guerras han causado bajas entre los civiles. Por ejemplo, después de la última guerra [Primera Guerra Mundial], el gobierno británico editó un Informe Blanco en el cual se estimaba que nuestro bloqueo a Alemania [que impedía la importación de alimentos mediante transportes navales] causó casi 800.000 muertes”. El bloqueo hizo más fácil embarcarse en los bombardeos de zona. A su vez, los raids contra Hamburgo, Darmstadt y Dresden llevaron a que que hubiera relativamente menos quejas cuando la fuerza aérea americana emprendió el bombardeo incendiario de Tokyo. Y esto a su vez facilitó el camino a Hiroshima y Nagasaki
Para detener este tipo de escaladas implacables de violencia y crueldad, Hobbes propuso el monopolio del poder del “Leviatán”: si alguien tiene todo el poder, la guerra se hace imposible.
Hobbes pensó que la necesidad de escapar de la espiral de miedo y guerra hacía racional la aceptación de un dominador absoluto lo suficientemente fuerte como para imponer la paz. (…) [Pero] cuando la paz es impuesta, la intervención será vista como un mero ejercicio de poder y generará resentimiento. La superpotencia puede ser lo bastante fuerte, puede evitarse el baño de sangre, pero es probable que sea una semi-paz de violencia reprimida
Jonathan Glover, en cambio, se adhiere a otro planteamiento que hoy es también casi igual de clásico que el de Hobbes:
Este libro argumenta que deberíamos buscar la solución que proponía Kant como respuesta explícita a Hobbes. Kant defendía remediar la falta de autoridad moral. Proponía una federación mundial de naciones-estado. (…) Quería que las naciones dieran a la federación el monopolio de la fuerza militar.
Es decir, en lugar de un Leviatán, se otorgarían los poderes de Leviatán a una organización internacional. Para Jonathan Golver, ésa sigue siendo una propuesta razonable y, de momento, inalcanzable.
El caso de Yugoslavia, como el de Ruanda [o el de Siria], sugiere que el poder de la ley solo se impondrá a cargo de una poderosa fuerza de policía internacional. Se necesita que las autoridades intervengan cuando se rompe la ley, incluso sin el apoyo de las grandes potencias. Esto requiere algo por el estilo de una permanente, fuerte y propiamente equipada fuerza de las Naciones Unidas, junto con claros criterios para la intervención y una corte internacional para autorizarla.
Yendo más allá de los conflictos políticos, Glover examina también cuestiones relativas a la “agresión” y no solo a la “trampa”. Al fin y al cabo, de la misma forma que establecer grandes imperios no ha asegurado la paz a lo largo de la historia (si bien muy probablemente disminuyó el número y ferocidad de conflictos bélicos), una gran organización internacional dotada de autoridad coercitiva (unas “Naciones Unidas policiales” bien armadas y decididas que hoy por hoy no existen) tampoco eliminaría los impulsos belicosos en estado embrionario. Existe sin duda un impulso de agresividad gratuito, pero para funcionar a nivel de grupo exige mecanismos capaces de presentar alguna justificación. Uno de estos es la venganza.
El origen de la venganza se encuentra en que sirve para imponer respeto, para asentar una reputación de implacabilidad (no hay mucha diferencia entre “venganza” y “justicia”). Aunque muy conocido por la experiencia personal de cada uno, es un instinto que funciona tanto a nivel de individuo como de grupo y tiene sus propias y siniestras derivaciones, como la culpabilización de inocentes a modo de “chivo expiatorio”, la culpabilización de todo un colectivo, o la deshumanización del otro, equiparándolo a un animal, no ya un semejante.
La reacción [violenta de un grupo ante la humillación] depende de echarle la culpa a otro grupo como un todo. Caemos presas de la ilusión de la responsabilidad colectiva.
“Trampa” aparte, hay fenómenos humanos que aparentemente no son agresivos y que determinan claramente el origen de las guerras. Uno de ellos, terrible, es el “tribalismo”. La división en grupos (sesgo endogrupal) parece relacionada con nuestra codificación genética, supone, por tanto, un instinto: siempre queremos solidarizarnos con “los nuestros” frente a “los otros”, enemigos. De modo que, instintivamente, raza, lengua, religión u origen geográfico operan como marcadores arbitrarios a disposición de la demagogia interesada de los políticos.
Los conflictos tribales en rara ocasión simplemente “estallan”. La hostilidad es inflamada por la retórica nacionalista de los políticos. Otros grupos entonces se sienten amenazados y reaccionan con su propio nacionalismo defensivo. La gente es empujada en la trampa por los políticos. Entonces, en formas psicológicamente más profundas, los grupos rivales se ven mutuamente atrapados por las respuestas que se dan los unos a los otros
Aquí no se trataría de ninguna “trampa”, sino de un instinto maligno con el que todos nacemos. La solución, por tanto, no está en “moderar el tribalismo”, como hoy se pretende, sino en erradicarlo o controlarlo de la misma forma que hacemos con los demás impulsos agresivos del individuo.
Quizá el tribalismo está vinculado a nuestra necesidad de crear algo coherente de nosotros mismos y de nuestras propias vidas. Si es así, estaría muy profundamente arraigado en nuestra psicología. Su eliminación puede ser imposible y, cuando menos, temiblemente difícil.
Hace unos cuantos siglos surgió una nueva forma de violencia guerrera, las “guerras de religión”. La religión aparece en el ser humano para unir a los individuos instigándoles comportamientos de una mayor moralidad mediante estrategias psicológicas diversas a nivel de grupo. En las civilizaciones más avanzadas tenemos religiones doctrinales que prometen el bienestar (en la tierra y/o en el cielo) gracias a la mejora del comportamiento por el compromiso personal con una ideología de alto valor ético. El cristianismo ha sido históricamente la más relevante de estas religiones, pero también estas ideologías éticas han sido arrastradas por las tendencias tribalistas y han acabado siendo causa inmediata de guerras.
En la modernidad, en la era de la ciencia y la tecnología, las ideologías democráticas y socialistas han llegado asimismo a funcionar como “religiones políticas”.
En una religión real la autoridad puede ser el Papa, la Iglesia o la Biblia, pero también hay religiones políticas
Cuando el fin es tan grande como el de cambiar la naturaleza humana, todos los medios necesarios pueden parecer aceptables
Los acontecimientos históricos del siglo veinte, hacen que Glover parezca rechazar las ideologías más éticamente ambiciosas
El mensaje obvio de la historia del estalinismo es la importancia de evitar grandiosos proyectos sociales utópicos (…) Hemos visto cómo, por ejemplo, el tribalismo hace posibles las atrocidades por arrollar los recursos morales. Entre tales disposiciones psicológicas, la creencia es al menos tan peligrosa como el tribalismo
Aquí merece atención el fenómeno de la creencia individual en las doctrinas salvadoras. La fuerza social de la creencia es que se comparte dentro de una entidad comunitaria, al tiempo que si logras que los demás también crean, entonces refuerzas tu propia fe. Si la comunidad de creyentes es de tipo político puede poseer una gran fuerza violenta, belicosa. Para mantener su fuerza, la creencia del individuo debe mantenerse a toda costa. De hecho, tiene que expandirse a nivel de grupo para seguir existiendo a nivel de individuo.
La creencia crea una urgencia de hacer nuevos creyentes
Los resultados de Asch [el experimento en el que, al ver unas líneas de distinta longitud, el sujeto identifica erróneamente la más corta como más larga por conformidad con la presión que ejerce el juicio –trucado- de otros sujetos que le acompañan] sugieren una profunda tendencia a la conformidad (…). La China de Mao, con sus oleadas de creencia y adhesión en masa es un recordatorio de los peligros de la conformidad intelectual. Tanto como sea posible, la conformidad debería ser provisional.
Sin embargo, no debemos caer en el engaño (otra “trampa”) de rechazar las utopías y las ideas. Los mismos planteamientos de perfección ética, de respeto a la dignidad humana, son planteamientos de este tipo (son creencias). De la misma forma que Glover duda con respecto a si el tribalismo puede moderarse o no (está claro que no, que debe ser combatido a todos los niveles), también emite un juicio poco fiable en cuanto a combatir las utopías. Y el hecho es que en parte se contradice cuando admite la fuerza de los ideales religiosos para sostener principios éticos.
Con frecuencia los valores que llevaban a la gente a tomar riesgos para ayudar a otros venían de su compromiso religioso
El pensamiento utópico no debe ser erradicado, pues hacerlo detendría el progreso civilizatorio. El utopismo sí que debe ser moderado (y el tribalismo erradicado).
La propuesta de Glover para combatir estas situaciones es el desarrollo de la “identidad moral” y las acciones consecuentes con ésta.
El carácter de una persona, como ya vio Aristóteles, se crea en parte por sus decisiones y acciones individuales (…) Podemos respetar la lealtad o detestar la crueldad cuando la vemos en otros. Esto nos deja un residuo de compromiso personal (…) Pocas personas pueden darnos una lista de cuáles son sus propios compromisos. Podemos reconocerlos cuando son desafiados. Pero estos compromisos, incluso si apenas son conscientes, suponen el núcleo de la identidad moral. En situaciones de extrema dureza, un sentido de identidad moral puede darnos fuerza y valor. (…) El sentido de identidad moral y las respuestas humanas consecuentes son parte de nuestra psicología, con independencia de cualquier metafísica externa. El sentido de identidad moral es importante, pero en la prevención de atrocidades es fiable solo cuando está arraigada en las respuestas humanas. En el corazón de la ética humanizada están las respuestas humanas
Si bien la mayor parte de la gente puede hacer poco por su propia educación o por la cultura en la que vive, la robustez del sentido de la identidad moral no está enteramente fuera del propio control de la persona. Hay un ámbito para una parcial auto-creación.
“Identidad moral” implica afirmar principios de comportamiento flexibles y a la vez seguros, capaces a la vez de individualizar nuestra persona y de capacitarnos para vivir en sociedad. En las sociedades primitivas la persona no se identifica con su comportamiento moral, sino con sus vínculos con la comunidad, la tribu, y la moralidad es rígida y nos viene dada por las costumbres ancestrales, apuntando sobre todo al bien del grupo.
En la Era Moderna, el desarrollo psicológico de la moralidad nos fuerza a un constante equilibrio entre intereses propios y ajenos (entre individuos diferenciados, no ya entre individuo y comunidad como un todo), y esto nos lleva a un comportamiento más benévolo y altruista, diferente de las viejas tradiciones de moralidad primitiva.
Si me veo como un individuo capaz de enfrentar mis propias elecciones morales, tengo forzosamente que ver también a los demás como otros individuos con equivalente sensibilidad y capacidad. Así, el desarrollo de la identidad moral conlleva un desarrollo de la prosocialidad en general (conductas que generan confianza). No solo hemos de sortear los dilemas morales más graves y notorios, sino que consecuentemente con ello hemos de tomar en todo momento actitudes benévolas y consideradas.
Actos pequeños [gestos amables para los necesitados] refuerzan las decencias humanas ordinarias de cada día, de las cuales surgen los grandes actos heroicos
El desarrollo de la identidad moral, de los compromisos con el comportamiento prosocial, ha sido promovido sobre todo por las estrategias religiosas con altas miras éticas, ya mencionadas. La pertenencia a comunidades de individuos donde existen compromisos para adoptar determinadas actitudes de comportamiento moral, la interiorización de simbologías de índole moral con un gran poder emocional, la utilización de recursos psicológicos que nos faciliten la resolución de dilemas morales, el alcanzar estados de ánimo antiagresivos… tales son los elementos básicos de la religiosidad, sobre todo de la religiosidad “compasiva” que aparece con las grandes religiones de la "Era Axial" (budismo, judaísmo, cristianismo…).
Es impactante cuántas protestas contra la atrocidad y actos de resistencia contra ésta han venido desde el compromiso basado en principios religiosos (…) El declive de este compromiso moral sería una enorme pérdida. Si el declive de la religión significa esto, entonces (…) el preocupante pensamiento de que si no tienes Dios tu código moral es el de la sociedad, podría ser verdad.
El aparente declive de la religión, en tanto que las religiones tradicionales se basan en creencias supersticiosas acerca de la sobrenaturalidad, no tendría por qué disminuir el compromiso moral. Incluso aunque la sociedad laica actual sea incapaz de alcanzar mayores desarrollos prosociales de los alcanzados por las últimas versiones del cristianismo (hay pocas dudas de que el humanismo laico contemporáneo tiene su origen inmediato en el cristianismo reformado), todavía es posible que evolucionen las estructuras religiosas prosociales (las que promueven el altruismo, la benevolencia y la racionalidad) más allá de las caducas tradiciones esotéricas. Podrían alcanzarse formas nuevas de “religión” de índole racional que fuesen más completas que las religiones compasivas tradicionales. Al menos, esa opción futura es teóricamente posible.
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