El debate acerca de si el altruismo existe y en qué medida existe es central en la cuestión de la naturaleza humana por el mero hecho de que el altruismo es conveniente para los individuos: vivir en una sociedad donde la promoción del bienestar ajeno no fuera solo una circunstancia afortunada para los que se benefician de ello sino una necesidad psicológica para los que actúan supondría la solución a todos nuestros problemas, ya que la inteligencia humana en feliz cooperación puede ser capaz de casi cualquier cosa para garantizar el bien común a medio y largo plazo. No vivimos hoy, ciertamente, en una sociedad así… pero parece evidente que los cambios sociales últimos (¿”"proceso civilizatorio"?) van en este sentido, que el altruismo, la confianza y la cooperación eficiente han aumentado en las últimas generaciones en la mayor parte del mundo. ¿Se puede ir más lejos aún?, ¿cuáles son los límites al comportamiento altruista?, ¿y cómo podemos contribuir a que este desarrollo del altruismo, tan conveniente para cada uno de nosotros, continúe y dé mayores frutos?
David Sloan Wilson empieza por proporcionarnos en su libro una descripción realista de lo que es el altruismo:
Llamamos a un comportamiento egoísta si incrementa la adaptación relativa del individuo dentro del grupo y altruista cuando incrementa la adaptación del grupo pero sitúa al individuo en una adaptación de desventaja relativa dentro del grupo
Es decir: el altruismo se da cuando nuestros actos intencionados nos perjudican pero benefician a otros. Ahí vemos la obvia dificultad de que se produzca este tipo de conductas: el organismo vivo necesariamente ha de obrar en base al propio interés, y no en base al interés ajeno. Pero el caso es que un comportamiento cooperativo eficaz exige múltiples actos de este tipo porque si estamos dentro de un grupo, todos debemos hacer nuestra parte, y los buenos resultados para el promedio de individuos que integran el grupo dependen de la disposición de cada uno de nosotros a esforzarnos y aun a sacrificarnos por los demás en numerosas ocasiones. La sociobiología (o “psicología evolucionista”) estudia esta cuestión
Sucinto sumario de la sociobiología: (…) “El egoísmo vence al altruismo dentro de los grupos. Los grupos altruistas vencen a los grupos egoístas. Todo lo demás es comentario”
A primera vista, la mejor solución para el individuo es participar dentro de un grupo donde todos se sacrifican por todos… excepto uno mismo. De esa forma estás dentro del grupo que vence a todos los demás grupos, y tú vences a todos los demás dentro del grupo al sacrificarse todos por ti y tú no sacrificarte por nadie.
Y volvemos a lo mismo: si el interés propio es el comportamiento racional para cada individuo, ¿cómo puede llegar a existir el altruismo, por muy conveniente que sea sobre el papel, a nivel de grupo?
La evolución de la organización funcional a nivel de grupo no puede ser explicada en base a la selección natural que opera dentro de los grupos. Al contrario, la selección natural operante dentro de los grupos [el interés propio] tiende a socavar la organización funcional dentro del grupo
Pero el hecho es que
cuando el altruismo es definido en términos de acción y en términos de adaptación relativa dentro y entre grupos, éste existe en todas partes donde hay organización funcional a nivel de grupo
En suma, que sabemos que el comportamiento altruista existe simplemente porque su existencia nos consta a nivel funcional a nivel de grupo: no se habrían dado, si no, las relaciones cooperativas que conocemos y que permiten el desarrollo de los grupos como unidades de acción –“organizaciones funcionales”. No queda más remedio que aceptarlo como algo que está ahí a nivel de instinto, implantado en nuestro código genético, igual que están implantados en el castor los impulsos que le hacen construir presas en los ríos.
Comportarse de forma prosocial no necesariamente requiere tener el bienestar de otros en mente (…) Todo tipo de motivaciones egoístas pueden resultar en un deseo de ayudar a otros
Pensemos en la maternidad. Las madres sienten el deseo instintivo de sacrificarse por el bien de sus hijos (lo que podemos entender también como la “motivación egoísta” de satisfacer un impulso). Nadie discute esto. Y eso, por cierto, no quiere decir que a veces no existan madres egoístas y “malvadas” que maltraten a sus hijos, pero, en términos generales, el instinto altruista existe en muchísimas madres con respecto a sus hijos. Y vemos que también existe en muchísimos individuos, hombres y mujeres, y no siempre referido al bienestar de la prole. Pero este instinto altruista no se da en todas las ocasiones y no siempre se da de la misma manera, ni igual en cada persona.
El término “prosocial” se refiere a cualquier actitud, comportamiento o institución orientado hacia el bienestar de otros o de la sociedad como un conjunto. El término es agnóstico acerca de la cantidad de sacrificio requerido para ayudar a los otros o a la motivación psicológica
Prosocialidad: altruismo definido al nivel de acción
El que el instinto altruista -o “prosocial”- haya llegado a existir se lo debemos a una serie de confluencias evolutivas a nivel cognitivo. Nuestros cerebros son tan grandes, muy probablemente, debido a la enorme actividad cognitiva que exige la compleja vida social humana. Al cabo de la evolución, los cerebros humanos se han hecho muy diferentes a los de los no humanos, y el altruismo tal como lo conocemos hoy es probablemente una de esas diferencias.
Los chimpancés, nuestros parientes vivos más próximos, rivalizan e incluso exceden nuestra inteligencia en algunos aspectos, pero tienen déficits mentales que nos resultan extraños, tales como la habilidad de comprender la información que nos transmite el señalar.
Los chimpancés y los otros “grandes simios” también son en buena parte indiferentes al sufrimiento o necesidad de sus congéneres, no castigan a los niños traviesos para que se corrijan en lo sucesivo, nunca reparten la comida (comen solos) y su memoria no pasa de los acontecimientos de un día.
Y entre estas diferencias con la capacidad cognitiva humana, está también la de que solo en condiciones muy especiales, bajo presión de los estudiosos en sus laboratorios, pueden llegar, muy excepcionalmente, a comprender el lenguaje simbólico.
El pensamiento simbólico implica la creación de relaciones mentales que persisten en la ausencia de relaciones del entorno correspondientes. [Por el contrario] las ratas asocian la palabra “queso” con la comida en tanto que las dos están presentes en el mismo momentos y lugar, pero no en otro caso. (…) Los humanos incluso tienen símbolos de entidades imaginarias, tales como los “trolls”, que ni siquiera existen en el mundo real. (…) Cada secuela de las relaciones simbólicas motiva una secuela de acciones que pueden potencialmente influir en la supervivencia y reproducción en el mundo real
La triquiñuela del pensamiento simbólico parece haber sido fundamental a la hora de expandir el altruismo humano hacia formas más complejas de cooperación. En lugar de un comportamiento altruista limitado a las personas que tenemos en nuestra proximidad (prole y parientes, lo que tendría más sentido en términos evolutivos, pues compartimos la herencia genética con ellos), gracias al simbolismo podemos sacar partido de nuestro instinto para muchas otras situaciones (podemos, por ejemplo, llamar “hermanos” a quienes no son propiamente nuestros parientes, y hacer que nuestra conducta se vea afectada por este pensamiento, una vez “interiorizado”). Probablemente, todo el mecanismo religioso para la mejora del comportamiento social -"mejora" en el sentido de fomentar la prosocialidad- se basa en el uso sistemático del simbolismo.
Las religiones causan que la gente se comporte por el bien del grupo y que evite comportamientos egoístas a expensas de otros miembros de su grupo
Convertirse en un prosocial de nivel alto requiere más que consejos y aliento. Requiere construir entornos prosociales que causen que la prosocialidad tenga éxito en un mundo darwiniano.
Que se ha producido un espectacular incremento de la prosocialidad en la especie humana durante los últimos siglos ya nadie puede dudarlo: el número de homicidios ha bajado muchísimo, así como ha aumentado el cuidado de los débiles, discapacitados o desafortunados. Tales pautas de comportamiento benévolo generan confianza, y donde hay confianza la cooperación se acelera espectacularmente. No cada duda de que ser “bueno” es socialmente inteligente… aunque todavía consideremos al generoso, altruista y amable como básicamente ingenuo y destinado a ser decepcionado, engañado, explotado.
El gran problema de la vida humana es hacer eficiente la organización funcional a una mayor escala que nunca. La selección de las mejores prácticas debe ser intencional porque no podemos esperar a la selección natural y no hay proceso de selección de grupo a nivel planetario para seleccionar la organización funcional a escala planetaria. (…) La solución a este problema es experimentar con nuevos acuerdos sociales, monitorizar de forma natural las variaciones que suceden y adoptar con precauciones lo que funciona
Estas ideas recientes [sobre psicología social evolutiva] son tan fundacionales como las ideas asociadas con la ilustración y los primeros días de la teoría evolutiva.
Aún vivimos condicionados por la superstición de que el comportamiento prosocial, altruista –bondadoso-, es una cuestión moral, filosófica o incluso literaria, y no una cuestión científica. La idea de que el comportamiento moral se atiene a reglas psicológicas que pueden describirse científicamente aún nos parece extraña.
En realidad, hasta el mismo David Sloan Wilson sigue incurriendo en alguna contradicción al respecto.
Jesús consideraba que los dos principales mandamientos eran 1) amar a Dios y 2) amar a nuestro prójimo como a uno mismo, pero los seguidores de estos dos mandamientos eran recompensados con la vida eterna. ¿Dónde está el altruismo en esto?
Esta opinión es ingenua y desinformada, porque la recompensa de vida eterna, aun suponiendo que fuese creíble (¿dónde está la evidencia de que tal portento es cierto?), funcionalmente no requiere para nada del mandato altruista previo de “amar a nuestro prójimo como a uno mismo”. ¿No podía una religión rival al cristianismo prometer la vida eterna a cambio de cualquier otra cosa? Por ejemplo: “ama a tu rey y emperador, combate a tus enemigos, respeta las leyes de tu patria y se te dará la vida eterna” (en cierto modo, los antiguos egipcios lo planteaban así… pero la escéptica cultura griega logró conquistar Egipto ya antes de que apareciera el cristianismo con una promesa de vida eterna... que la ya vencida religión egipcia tradicionalmente conocía de mucho antes). Como veremos, al pretender menospreciar el idealismo altruista cristiano por causa de la promesa de vida eterna, parece que David Sloan Wilson aún se halla condicionado por el prejuicio contra la evolución moral religiosa. Y aquí es donde debemos tener en cuenta la observación del mismo autor que reconoce que
los primeros tratados de tamaño libro acerca de la religión desde una perspectiva evolutiva moderna no aparecieron hasta el comienzo del siglo XXI
Entre los estudiosos actuales se encuentran los que consideran que existe una conexión psicológica entre la doctrina altruista del cristianismo y el ofrecimiento de la vida eterna (que no parece haberse dado en la misma medida en el antiguo Egipto teocrático). Esta conexión se hallaría en el énfasis altruista en la unidad y valor del alma individual (lo que refuerza la idea de que ha de ser inmortal), y en la benevolencia extrema (si este Dios se preocupa tanto por el bienestar de los débiles, humildes y necesitados, ¿cómo va a dejar olvidados a los muertos en sus tumbas?). Este planteamiento ya aparece en Platón… pero no tanto en la antigua religión judía, lo que demuestra lo compleja que es la evolución moral de las religiones, al combinar elementos simbólicos de todo origen.
David Sloan Wilson sí está atento a fenómenos más próximos de comportamiento prosocial, rigurosamente observados. En su libro se explaya en la cuidadosa medición del comportamiento prosocial y antisocial llevada a cabo en una comunidad norteamericana (la localidad de Binghamton) que demostraría algo que siempre se ha sospechado: que los comportamientos prosociales se expanden “por contagio”, en situaciones de proximidad.
El resultado [del experimento, que medía la prosocialidad de jóvenes y situaba en un mapa sus domicilios, lo que mostraba que los más prosociales vivían cerca unos de otros] era una correlación entre el individuo y la prosocialidad general del entorno vecinal con un coeficiente de 0.7 (en una escala de -1 a 1). Aquellos que informaban de actos de generosidad efectuados por ellos mismos también informaban de haberlos recibido, lo cual es el requerimiento básico para el altruismo definido en términos de acciones que tengan éxito en un mundo darwiniano
Y, naturalmente, existe el contrario de esto
Cualquier programa de intervención que implica reunir individuos antisociales en grupos –y hay miles de ellos- es probable que empeore el problema.
Aparte de la proximidad, otro factor de la prosocialidad es el mero adoctrinamiento, lo que sin duda tiene que ver con el desarrollo del pensamiento simbólico ya mencionado.
Gente que está de acuerdo con afirmaciones como “creo que es importante ayudar a la gente” realmente ayudan a la gente y trabajan hacia metas comunes más que la gente que expresa indiferencia hacia la misma situación. En la mayor parte de los casos, no existe mano invisible que desplace la mentalidad de las personas poco prosociales hacia actividades prosociales.
La prosocialidad parece una actividad cultural que exige una explotación intelectual sistemática del instinto altruista
Convertirse en un prosocial de nivel alto requiere más que consejos y aliento. Requiere construir entornos prosociales que causen que la prosocialidad tenga éxito en un mundo darwiniano.
En suma, aunque pueda parecer poco, ya sabemos algunas cosas sobre cómo ayudar a expandir el altruismo: que la base del comportamiento altruista es innata (igual que hay “psicópatas” que no experimentan empatía, existe también su contrario), que es influenciable por el entorno y que es sensible al uso del lenguaje simbólico y otros adoctrinamientos por el estilo de los que las religiones (y las escuelas de filosofía práctica) han estado usando desde siempre. Falta, quizá, un enfoque organizado de este punto de vista científico en el sentido de promover la prosocialidad. Y señalar esta carencia tiene algo que ver con que el autor de este libro llame la atención acerca de lo novedoso de estos estudios.
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