Robert Hinde nos ofrece una reflexión acerca de los valores morales. Su libro no es una obra de erudición clásica a partir del gran patrimonio de la filosofía moral, sino más bien un estudio informado que tiene en cuenta los descubrimientos recientes en las ciencias biológicas y del comportamiento.
Voy a tratar (…) acerca de cómo sucede que la gente llegue a mantener los valores [morales] que mantiene (…) La cuestión de por qué la gente mantiene los valores morales implica diversos aspectos: implica preguntar cómo los individuos adquieren los preceptos morales de la sociedad o el grupo dentro del cual surgen; también implica preguntar de dónde vienen los valores culturales, y cómo se desarrollan y cambian con el tiempo
No hay necesidad de buscar una fuente trascendente de la moralidad (…) Contrariamente al punto de vista usual, sugiero que si los códigos morales han sido construidos en última instancia por la interacción entre la naturaleza humana y la cultura –lo cual es una cuestión científica- no hay necesidad de buscar ninguna otra fuente de deberes.
Naturaleza humana y cultura, esos son siempre los dos grandes elementos a considerar en lo que se refiere a las realizaciones sociales. La ciencia nos informa de que nuestra naturaleza es, esencialmente, la de unos homínidos excepcionalmente inteligentes que, al igual que los grandes simios contemporáneos, como los chimpancés, sobrevivieron mediante la caza y la recolección durante cientos de miles de años, y que solo hace relativamente poco tiempo se dedicaron a la agricultura y a crear civilizaciones. Pero los chimpancés no conocen la moral. Elaborar preceptos morales no es nada fácil para un animal. Excepto el ser humano, ningún animal social lo hace.
Las convenciones y preceptos morales son guías de comportamiento específicas (…) Han sido erigidas debido a que los individuos tienen propensiones que frecuentemente entran en conflicto
La moralidad se preocupa sobre todo del comportamiento prosocial, la cooperación y la justicia
Las propensiones prosociales han evolucionado debido a que aportan ventajas biológicas a los individuos que viven en grupos (...) Los preceptos son vistos como morales si conducen al “bienestar” de otros en la sociedad y a minimizar el conflicto en la sociedad como un todo
Nuestros primos chimpancés cuentan solo con los instintos para equilibrar sus propios intereses en grupo, y los usan para pelearse, calmarse y consolarse constantemente (usando el lenguaje gestual, sobre todo), gastando horas y horas en solucionar así los conflictos a fin de evitar que se produzcan las peores consecuencias en el enfrentamiento entre intereses particulares. Así, ciertamente, acaban por arreglárselas, pero no avanzan mucho en cuanto a desarrollar la cooperación. Carecen de nuestro recurso para crear representaciones psicológicas (simbólicas) de “lo bueno” y “lo malo”, representaciones que, una vez interiorizadas, nos permiten a nosotros elegir conductas menos conflictivas y así poner en marcha planes complejos de cooperación y ahorrarnos mucho tiempo en disputas ruidosas y apaciguamientos prolongados.
Pero desarrollar este "truco psicológico" –la moralidad interiorizada, las estrategias morales de cooperación- parece que supone poner en marcha una extraordinaria capacidad intelectiva. Quizá sea lo que más nos hace humanos.
El desarrollo moral implica la incorporación de preceptos dentro del “auto-sistema”, de modo que comportarse moralmente pueda ocurrir espontáneamente, sin reflexión (…) Adquirir moralidad no es meramente un asunto de recoger una serie de “haz” y “no hagas”: es parte del desarrollo del “yo” en un contexto cultural particular
Robert Hinde aporta así un concepto muy útil a la indagación: el auto-sistema moral.
Los preceptos morales son internalizados en los auto-conceptos de los individuos: esto es, son parte de cómo los individuos se ven a sí mismos (…) [El auto-sistema es] la visión que el individuo tiene de sí mismo, de sus relaciones, de la cultura (incluyendo el código moral), y de la sociedad. Los individuos luchan para mantener la congruencia entre sus auto-sistemas, sus percepciones de las propias acciones, y sus percepciones de cómo los otros los perciben. El auto-sistema, si bien maleable en algún grado, se forma en gran medida en la primera infancia, y las actitudes formadas durante el desarrollo tienden a persistir.(…) Si la congruencia no se mantiene, el actuante siente culpa y/o vergüenza
Con esta visión, Robert Hinde coincide bastante con otros autores que resaltan que el desarrollo de la moralidad probablemente está relacionado con el origen de la misma subjetividad humana (lo que nos hace “sentirnos” como personas, autoconscientes).
Para el individuo, el código moral no es algo que está ahí fuera, una inscripción en una tabla de piedra o un libro de leyes, sino que se encuentra en la mente como parte de la identidad del individuo
“Tener una mala conciencia” corresponde a una discrepancia entre los valores internalizados en el “auto-sistema” y las acciones que uno ve que está tomando.
La mejor estrategia para vivir en sociedad parece que sería renunciar a veces al interés propio teniendo en cuenta el bien ajeno, una actitud que permitiría el establecimiento entre todos los miembros del grupo de una gran confianza y un estado general de predisposición al altruismo. Estas pautas emocionales “prosociales” son las que promueven la aparición de normas y reglas de equidad y justicia.
Debido a que las relaciones equitativas y la vida en grupos requieren al menos un grado de comportamiento prosocial y cooperativo, estamos casi siempre inclinados por nuestra naturaleza a preferir preceptos que favorezcan un equilibrio en el cual la prosocialidad recíproca a los miembros del propio grupo predomine sobre el comportamiento egoísta.
Podemos hacernos una idea realista de cómo se reproducen los valores dentro del "auto-sistema":
El conformismo es importante, porque el éxito o no del comportamiento de otros es frecuentemente difícil de observar, pero copiar lo que hace otra gente es verosímilmente una buena estrategia (...) Actuar moralmente y de acuerdo con la convención tienen mucho en común
Uno tiende a imitar a aquellos que le gustan a uno, y porque a uno le gusta la gente que se comporta prosocialmente es verosímil que el comportamiento prosocial se haga más frecuente en la población
Hay predisposiciones a adjudicar sentimientos o etiquetas (inicialmente no-verbales) de “bueno” y “malo” a las acciones, bajo la influencia de no solo sus consecuencias, sino también, y más importantemente, de las respuestas de parientes u otras figuras de autoridad o de los iguales
De esa forma se incorporarían estas pautas de conducta, emocionalmente indicadas, al núcleo conductual (auto-sistema) del individuo. Pero queda por averiguar cómo se elaboran los contenidos morales en un principio, cómo llega a existir lo que luego será convencional a nivel cultural, lo que después es imitado y a lo que se pliegan los conformistas. Está claro que necesitamos cooperación, pero también que la prosocialidad rara vez se da en el más alto grado.
Algunos entornos alentarán el predominio de la prosocialidad, otros el comportamiento antisocial. Y estos efectos pueden ser bastante sutiles
Aunque el mayor grado de altruismo suponga racionalmente el mejor sistema moral, la racionalidad solo es una parte de lo que caracteriza al comportamiento humano. Los comportamientos primitivos de la reciprocidad directa o de la Ley del Talión eran juzgados como más acertadas en otras culturas. Esto dependía en buena parte de las condiciones concretas en que se desarrollaba la cultura en cuestión.
La estrategia de reciprocidad directa [yo te doy si tú me das] es poco probable que sea una estrategia exitosa en grupos grandes, donde la mayor parte de los individuos no se conocen unos a otros y donde la oportunidad de que un cooperador se encuentre y reconozca a otro están disminuidas
Es a partir de estas insuficiencias cuando comienza a comprenderse la necesidad y la dificultad del altruismo "desinteresado": encontrar una recompensa emocional al obrar por el beneficio material a otro individuo sin esperar recompensa material para uno mismo. Éste es el sistema ideal, pues no condiciona la cooperación de que se dé la situación óptima para la reciprocidad (se pasa del “yo te doy, si tú me das”, al “hoy por ti, mañana por mí”). Mientras que las prestaciones y compensaciones materiales son costosas y no siempre se encuentran a mano, las recompensas emocionales parecen muy baratas y están siempre a disposición de todo el mundo.
La reciprocidad puede tomar la forma de una expresión de gratitud, la cual puede implicar un retorno más sustancial en el futuro. El comportamiento en acuerdo con los valores y preceptos de la sociedad apareja estatus, lo que puede a su vez traer consecuencias en el futuro.
Sin embargo, un sistema de comportamiento altruista sin más recompensa inmediata que la gratitud del que recibe y el estatus para el que da plantea dos problemas: el del engaño (alguien que finge una actitud altruista para beneficiarse materialmente del altruismo del otro, pero que nunca corresponde) y el del valor real de las recompensas emocionales en comparación con las recompensas materiales.
Para la prevención del engaño se pueden utilizar medios culturales perfeccionados que sirvan para contrastar la reputación de cada individuo, si bien semejante cuestión implica profundos cuestionamientos acerca de nuestra forma de vida y particularmente del respeto a la privacidad (la solicitud de antecedentes penales, por ejemplo, sería solo la punta del iceberg de hasta dónde se podría llegar), pero la elaboración de las compensaciones emocionales para el comportamiento altruista es aún más psicológicamente compleja.
¿Son tales acciones [puro altruismo] meramente la superexpresión de una tendencia general a ser amable con los demás, de la misma manera que la glotonería es una sobreexpresión de la tendencia natural a comer?
Esta observación de Robert HInde (zoólogo de formación) podemos relacionarla con el concepto de los "estímulos supernormales": tales estímulos son una distorsión (o sobreexpresión) cultural de los instintos naturales (“estímulos normales”). Así, por ejemplo, el instinto nos ha provisto de una tendencia a la búsqueda de alimento (apetito) que nos ayuda a sobrevivir y, sin embargo, la cultura puede estimular ese apetito de forma exagerada hasta generar comportamientos de glotonería que nos hagan enfermar y morir: el estímulo es culturalmente manipulado para sobrepasar su función, la exhibición de sabrosísimos alimentos ricos en calorías y la institucionalización de los banquetes como centro de las celebraciones sociales nos lleva a comer mucho más de lo que nuestro organismo nos exige. Igualmente, la abundancia a nuestro alrededor de figuras femeninas con rasgos atrayentes muy marcados tiene la misma capacidad para sobreestimular el deseo sexual de los varones, pudiendo convertirlos en obsesos.
Lo interesante es que estas sobreexpresiones también tienen una vertiente positiva y pueden afectar a la moralidad, y particularmente al altruismo. El cristianismo y otras “religiones compasivas” han ensalzado la representación de la bondad hasta crear el concepto de “santidad”, en la cual un individuo religiosamente sobreestimulado es capaz de hundirse en las sensaciones naturales de empatía, afecto, generosidad, gratitud y comprensión hasta el punto de hacerlo inhábil para desenvolverse en una sociedad convencional donde las conductas altruistas se practiquen de forma mucho más restringida. No es sorprendente que las “religiones compasivas” inventaran el monasticismo, una modalidad de entorno comunitario especialmente seleccionado para llevar a cabo el autocontrol del comportamiento en un sentido extremadamente prosocial mediante la ejecución de especiales estrategias psicológicas de benevolencia y altruismo.
En algunas comunidades religiosas mostrar humildad puede llevar a un alto estatus (…) Si bien la cuestión es quizá todavía controvertida, la evidencia sugiere fuertemente que el estatus podría ser buscado como un valorado recurso por propio derecho, independientemente del acceso inmediato a cualquier recompensa física
Es decir, el individuo humilde y altruista obtendría su recompensa del estatus de santidad, que le proporcionaría bienes de tipo meramente emocional. De esa forma, manipulando los estímulos normales derivados de la actuación altruista que es hasta cierto punto reconocida en todas las culturas, puede lograrse un comportamiento altruista genuino que en lugar de exigir reciprocidad en bienes materiales, se basta tan solo con las compensaciones emocionales. Compensaciones que son por el estilo de las que corresponden al reconocimiento del estatus.
Quizá la naturaleza positiva de estos sentimientos [de obtención de estatus] es ella misma un producto de la selección natural, siendo indicativa de la prioridad al acceso a los recursos
Esto puede ser esperanzador: el deseo de estatus surgió con fines egoístas para asegurar la obtención en el futuro de recompensas materiales (hasta cierto punto, anticipando el disfrute de estas recompensas), pero en una cultura particular, al ser sobreestimulado en el sentido de la prosocialidad, podría quedar solo en función del comportamiento altruista: tendríamos comportamiento altruista genuino al que corresponderían compensaciones emocionales (reconocimiento de estatus) de tan alto valor que haría innecesaria la reciprocidad en compensaciones materiales. Hacer el bien sin esperar nada a cambio. Amar al enemigo, poner la otra mejilla, etc… Psicólogicamente y evolutivamente, todo esto podría tener sentido. Y sería extraordinariamente útil, pues garantizaría el comportamiento prosocial ilimitado a partir del reconocimiento de la extrema confianza en quienes obran el bien solo por las compensaciones de tipo emocional.
Este efecto decisivo de las emociones por sí mismas (y ya no tanto porque anticipen ganancias o pérdidas materiales) nos resultará más familiar si reflexionamos acerca de las experiencias de culpa y vergüenza.
El sentimiento de vergüenza está directamente relacionado con el “yo” ("yo hice algo horrible"), mientras que con los sentimientos de culpa el enfoque negativo está en la acción (…) La culpa (…), si bien dolorosa, no afecta al núcleo de la identidad, sino que tiene que ver con el efecto en los otros. (…) La culpa puede ser mejorada por intentos de reparar un daño (…) [y] también puede ser aliviada por el perdón (…) [La vergüenza], a diferencia de la culpa, está relacionada con un mal ajuste psicológico (…) [que] quizá puede afectar al comportamiento a largo plazo
La culpa es considerada más moderna que la vergüenza, pero ambos estados emocionales suponen daños para el individuo que nada tienen que ver con la privación de los beneficios y perjuicios materiales propios del mundo animal. Y de forma similar funcionan también sus equivalentes gratificantes, como el honor y la dignidad (estatus).
De la misma forma que la vergüenza o la culpa pueden destruir a un ser humano sin que ello implique el sufrimiento físico o la pérdida de beneficios materiales, ahora el sentimiento del más alto estatus moral (por ejemplo, la santidad) puede construir la dicha del ser humano perfectamente prosocial que no requiere tampoco de las recompensas materiales que en un principio anticipaba la adquisición del estatus.
Otro ejemplo en el mismo sentido de preeminencia de lo emocional sobre lo material en cuanto a moralidad es la venganza:
La venganza puede ser vista como una forma de reciprocidad (…) No es una forma enteramente satisfactoria de resolver disputas por la dificultad de obtener acuerdos sobre lo que es una compensación justa
El placer de la venganza, el dolor de la culpa, la satisfacción que genera el honor y el estatus… La compleja elaboración psicológica de compensaciones emocionales condiciona nuestro mundo moral. Las gratificaciones emocionales que surgieron como mero anticipo de las gratificaciones materiales, pueden, pues, acabar convirtiéndose también en gratificaciones en sí mismas. En realidad, es a este tipo de sistemas de recompensa al que apunta el desarrollo civilizatorio.
El uso conjunto de las ciencias naturales y sociales y las humanidades un día nos capacitará para comprender las influencias mutuas por las cuales las propensidades psicológicas humanas son traducidas en códigos morales y nos ayudarán a cómo actuar en situaciones problemáticas.
Veamos una reflexión de Robert Hinde acerca de la transformación emocional de los valores
La sumisión puede en ocasiones haber sido un consejo pragmático para una minoría perseguida –y presumiblemente la admonición cristiana de “ofrecer la otra mejilla” es una extensión del valor dado a la humildad- pero no puede ser aplicable generalmente: si lo fuera, los bandidos no serían contenidos.
El planteamiento, sin embargo, puede ser reducido al absurdo: la sumisión y la humildad en teoría no pueden contener a los bandidos, pero si lo pensamos bien, la reclusión penal por un máximo de veinte años (lo que permite siempre, en alguna medida, la reforma y reinserción) tampoco podría contener al homicida múltiple. Para un texano típico, resulta incomprensible que los ciudadanos de Dinamarca o Francia no cometan muchísimos más homicidios siendo, proporcionalmente, tan leve el castigo con cuya amenaza se pretende supuestamente contenerlos. Pero la realidad nos muestra que es al revés: los texanos, que aplican metódicamente la pena de muerte a los homicidas, sufren niveles de crímenes de sangre mucho más altos (pues la contención del crimen no debe basarse únicamente en la amenaza del castigo). La evolución de la moralidad desarrolla criterios muy cambiantes, pero parece que siempre en el sentido de un mayor altruismo y una mayor abundancia de las gratificaciones emocionales en lugar de las gratificaciones materiales.
Los valores que ponemos en la confianza, la honestidad, la lealtad, la compasión, la comprensión, la responsabilidad y el amor han aparecido como consecuencias de lo que somos y de nuestra necesidad de vivir en una sociedad viable, y no deben ser descartados. Cualquier cambio que implique un cambio importante en el equilibrio entre prosocialidad y egoísmo asertivo, tal como un incremento en la competición entre individuos, debe ser cuestionado.
En suma, un examen cuidadoso de la evolución de la moralidad nos proporciona un conocimiento esencial: el que la manipulación cultural de nuestra naturaleza emocional en lo referente a las relaciones interpersonales de tipo moral puede llegar hasta niveles insospechados. De la reciprocidad hemos pasado a la elaboración compleja de actitudes emocionales que fomentan el altruismo para el bien común cuyas posibilidades aún están por ver. Hay una clara evidencia de que la extensión de la prosocialidad implica determinados valores de conducta (confianza, compasión...) y no otros (competitividad, aserción...).
No hay comentarios:
Publicar un comentario