El primatólogo norteamericano Michael Ghiglieri nos ofrece en su libro tres contenidos diferentes: las evidencias psicológicas acerca del comportamiento humano violento (particularmente el de los humanos de sexo masculino), los paralelismos que pueden hallarse en el estudio de los primates (nuestros parientes más próximos de entre las especies animales)… y sus propias opiniones, muy extremadas y bastante discutibles, acerca de cómo controlar la violencia en el mundo de hoy con base a los conocimientos derivados de los contenidos mencionados anteriormente.
Para dominar la violencia, primero hay que entenderla y reconocer las emociones instintivas que hacen que los seres humanos cometan actos violentos. En cambio, es de locos pretender que los hombres no son violentos por naturaleza.
La naturaleza humana se presenta con contenidos de comportamiento. Y estos contenidos se ajustan a las funciones últimas de supervivencia y reproducción de los individuos.
En la actualidad, sabemos que, en lugar de ser un subproducto desafortunado de la civilización, la violencia humana tiene unas raíces mucho más profundas.
Tan profundas son las raíces de la violencia humana que resulta conveniente fijarse primero en su origen animal:
Los grandes simios nos permiten algo más que dar un siempre y sobrecogedor vistazo a los programas básicos de comportamiento de los que ha surgido la humanidad. También nos permiten comprender mejor los orígenes de la violencia humana y, por tanto, facilitan la comprensión de la psique de los machos de nuestra especie.
Sabemos que cada uno de los simios se relaciona con los demás, de forma agresiva o cooperativa, sobre la base de la decisión propia de cómo enfrentarse al asunto de la reproducción, lo cual presupone, de alguna manera, un ser social.
Es este asunto, el reproductivo, el que para Ghiglieri determina la agresividad masculina, tanto en el ser humano como en su antecesor homínido, probablemente no muy diferente a los grandes simios que sobreviven hoy. En la visión del autor de este libro en particular, predomina la teoría de la “inversión parental”.
El proceso de selección sexual realza las características propias de un sexo que ayudan a sus miembros a ganar a sus rivales sexuales. Funciona en ambos sexos y de dos maneras distintas. Entre los machos, una es la estrategia del “macho atractivo”. Los machos que triunfan con esta estrategia tienen más descendencia, pues las hembras los escogen más a menudo sobre la base de las características que ellas prefieren. La otra manera de funcionar es la “estrategia del macho muy viril”, gracias a la cual algunos machos se reproducen más que otros porque derrotan a los machos rivales o los excluyen del proceso reproductor. (…) La selección sexual del macho muy viril es la que lleva a la guerra, la violación y buena parte de los asesinatos que se producen en la naturaleza. El biólogo Robert Trivers ha explicado con detalle el desarrollo de este proceso y ha definido el concepto de “inversión parental” como “cualquier inversión realizada por el progenitor de una serie de individuos que haga aumentar la probabilidad de supervivencia de su prole (y, por tanto, del éxito de la reproducción) a costa de la capacidad del progenitor de invertir en otra prole”. (…) En los seres humanos cazadores-recolectores, las madres tienen que invertir entre cuatro y cinco años en cada uno de sus hijos (…) Durante este periodo, los hombres pueden tener cien hijos, ya que sus cuerpos no son necesarios para criarlos (…) Los mamíferos macho utilizan su “tiempo libre” para competir con violencia por las muy escasas oportunidades de aparearse una y otra vez (…) Cuanto mayor es la diferencia entre lo que tienen que invertir las hembras y lo que corresponde a los machos, más intensamente compiten los machos. (…) La selección sexual favorece los genes de los machos que tienen más descendencia, independientemente de la manera de conseguirla.
Aunque esta teoría también es discutida desde otros puntos de vista, en general se admite que, tanto entre los grandes simios como entre los cazadores-recolectores humanos que se han estudiado (el “fósil viviente” de nuestro origen genético), aquellos que alcanzan el más alto estatus mediante la violencia son quienes poseen mayor número de hembras (o mujeres) a su disposición para ser fertilizadas.
Pero si en las sociedades primitivas es de lo más frecuente que un varón influyente, normalmente el líder guerrero, tenga muchas mujeres, sin embargo
en el 99´5% de las culturas de todo el mundo las mujeres solo se casan con un hombre.
Lo cual hace pensar en la “reticencia femenina”, es decir, que mientras que los hombres tratan de aumentar su éxito reproductivo a toda costa inseminando tantas mujeres como pueden, las mujeres se interesan relativamente menos en el sexo, y más en seleccionar un buen padre para sus hijos (inversión parental), lo que daría lugar a otra desigualdad.
En el informe “Sex in America” se afirma que el 54% de los hombres piensa en el sexo por lo menos una o dos veces al día, frente a un 19 % de las mujeres.
Esta situación de desigualdad entre uno y otro sexo da lugar a todo tipo de situaciones violentas. La peor de todas es la violación:
La conducta de los orangutanes muestra que la violación es una estrategia reproductiva primaria para aquellos machos que son demasiado jóvenes para haber alcanzado una posición que les permita ser atractivos a las hembras. (…) La violación está muy extendida en el mundo animal.
Es probable que los violadores asesinen a menos de una de cada 10.000 víctimas de violación en Estados Unidos. Este alto índice de supervivencia ayuda a explicar por qué los hombres violan.
La monogamia es la única razón que protege a las mujeres de los demás hombres, que las violarían de no contar con marido-protector.
El hecho de que, gracias a una resistencia desenfrenada, tantas mujeres consigan evitar la violación que persigue un macho mucho más fuerte y a veces armado sugiere que la mayoría de esas agresiones lo que en realidad buscan es sexo y no son un acto de dominación o de odio.
Mientras la mayoría de las mujeres detesta la violación, a la mayoría de los hombres les produce cierta excitación (…) Heilbrun y Seif (…) mostraron fotografías muy explícitas a 54 varones adultos y quedaron enormemente sorprendidos al detectar en mucho de ellos un “efecto de sadismo global” que definieron como “una atracción sexual muy pronunciada hacia las mujeres sometidas a emociones angustiosas”.
Según Heilbrun y Seif, todos los jóvenes que no se excitaron sexualmente al mirar imágenes de violaciones, se excitaron después de beber alcohol o de creer que habían bebido alcohol, después de escuchar a una mujer, y no a un hombre, narrar la escena de la violación o después de que se les dijera que era normal excitarse durante una escena de violación.
Del lado de la psicología femenina, también parecen quedar algunos rastros de este comportamiento supuestamente instintual que incentivaría la violencia.
Pelletier y Herold entrevistaron a 136 mujeres solteras, todas ellas de ambientes universitarios. (…) La octava de las fantasías sexuales más frecuentes era tener relaciones sexuales a la fuerza con un hombre (51%). El número 19 de la lista consistía en tener relaciones sexuales a la fuerza con más de un hombre (18 %). (…) Bond y Mosher (…) gracias a un estudio realizado con 104 estudiantes universitarias que no habían sido violadas concluyeron que el número de las mujeres que imaginaron y se excitaron con una fantasía de violación “erótica” (hombre atractivo y mujer atrevida que incitaba al hombre, sobre el que podía influir, y permitía que la violase para su propia satisfacción) era mucho mayor que el de las que habían imaginado versiones más violentas y brutales (y ninguna de las que imaginó una violación real afirmó haberse excitado). Sin embargo, en la mitad de los casos de las que eligieron la “violación erótica”, también se sentían culpables y molestas por haber sido excitadas.
Lo que se sostiene en este libro, en general, es que el comportamiento masculino es básicamente violento por nuestras raíces genéticas: la lucha entre machos favorece la reproducción de la especie, tanto como la violencia contra las mujeres también puede favorecerla.
Entre los cazadores-recolectores, los hombres suelen asesinar para salvar la cara y por asuntos relaciones con mujeres. (…) Al haber matado una vez, los hombres se ganan la fama de feroces, lo que puede ayudarles a obtener recursos de otros hombres sin necesidad de entrar en conflicto con ellos. (…) Las afrentas a la autoestima desencadenan ira y agresividad, incluso en niños de dos años: es un instinto que no desaparece nunca.
¿Tiene esto solución? Es un hecho que la violencia ha disminuido en las sociedades más civilizadas y, si bien en las sociedades primitivas que se han investigado la violencia es siempre superior que entre los civilizados (aunque todavía existen partidarios de la teoría “rousseauniana”, de la existencia del “buen salvaje” primigenio), también las sociedades primitivas pueden ser más o menos violentas.
Según Ember, el 64 % de las sociedades de cazadores-recolectores hacían la guerra por lo menos cada dos años, el 26 % lo hacía con menos frecuencia y solo el 10 % no lo hacía o lo hacía muy pocas veces. (…) La guerra es una situación al mismo tiempo significativa y natural que surge periódicamente entre los grupos sociales de Homo Sapiens
Los semai de Malasia son considerados “no violentos” por los antropólogos, pero, reclutados por los británicos (…), mataban con frenesí a sus enemigos (…) De vuelta a casa, no obstante, volvieron a adoptar su comportamiento no violento.
Escrito este libro a finales de los años 90 del pasado siglo, el autor, basándose en ciertos estudios sobre la criminalidad en los Estados Unidos, presenta algunas propuestas de políticas que podrían disminuir la violencia en la sociedad.
Las prisiones francesas siguen teniendo pequeñas celdas oscuras, aisladas del mundo exterior y sin ningún tipo de comodidades. En los años ochenta, el gobierno francés solo dedicó 200 dólares anuales por recluso. La tasa de reincidencia de los reclusos franceses es del 1 por ciento. En cambio, Estados Unidos invierte unos 19.000 dólares anuales por recluso y se perpetúa una tasa de reincidencia de pesadilla, del 82%. (Según Anthony Robbins)
Un aumento del número de policías y una mejor formación de estos han contribuido a mejorar la situación de la criminalidad en algunas ciudades. (…) El extraordinario crecimiento del sistema penitenciario en Estados Unidos parece relacionado con una disminución del número de delitos.
Un estudio demuestra que entre los caucásicos no hispanos, las tasas de asesinatos son las mismas, a pesar de la facilidad de disponer de armas en Estados Unidos y de su prohibición, desde hace tiempo, en Canadá. (…) Japón, un país sin armas, y Suiza, un país fuertemente armado, presentan tasas idénticas de asesinatos.
¿Ejecutar a uno de cada mil o dos mil asesinos evita que se cometan más asesinatos? Posiblemente no. En cambio transmite el mensaje de que asesinar es una apuesta razonablemente buena. (…) Para acabar con la violencia tenemos que decidir que nuestra justicia es una justicia basada en la pena del talión.
Puede resultar chocante que se considere que más armas, más cárceles (y peores) y más pena de muerte vaya a ayudar a tener una sociedad menos violenta, y, además, Ghiglieri también asegura que hay datos que demuestran que la pobreza y la exclusión social no están relacionadas con la criminalidad violenta. Asimismo, puesto que se consideran correctos los estudios según los cuales los violadores buscan sexo y no violencia, anima a las mujeres a resistirse con todas sus fuerzas a los agresores sexuales a fin de disuadirlos, ya que de este modo los asaltantes buscarían otro tipo de desahogos sexuales y la resistencia no incrementaría el riesgo de sufrir daño.
En general, da la impresión de que el juicio acerca de la violencia masculina no parece muy alejado de la realidad.
¿Son los hombres letalmente violentos por naturaleza? La respuesta es afirmativa. (…) Un equipo holandés incluso ha identificado un gen de la hiperagresividad (…) Los hombres son más violentos que las mujeres. Las estadísticas sobre homicidios confirman esta conclusión.
El 90 % de los asesinos son hombres
Pero más importante es tener en cuenta que, al fin y al cabo, todo indica que en la sociedad humana han ido disminuyendo los niveles de violencia con el proceso civilizatorio… aunque probablemente no por las causas que señala el autor de este libro.
Las leyes solo funcionan si hay un número suficiente de personas que colaboran entre sí para hacerlas cumplir. (…) Tenemos que decidirnos a colaborar para que la violencia criminal no solo no salga a cuenta a los depredadores sino que les suponga una penalidad.
La realidad parece ser más bien que la violencia disminuye porque la sociedad en general se hace menos violenta (tanto entre los “depredadores” como entre las “personas que colaboran entre sí”), y que las sociedades donde menos criminalidad existe son también aquellas donde las leyes penales son más leves y menos vengativas. Que en la pacífica Suiza todo el mundo tenga armas en sus casas es pura casualidad, pues se trata de un mandato legal sin vinculación alguna con los hábitos de comportamiento, y es un hecho que los suizos no son tan aficionados a los deportes competitivos ni a los espectáculos violentos como los norteamericanos. Encontrar las causas de por qué las sociedades se hacen menos violentas podría ayudar a mejorar la situación también en el caso de los Estados Unidos, que, entre las naciones cultas y desarrolladas, es una rareza en lo que se refiere a la alta criminalidad, la abundancia de armas en manos privadas y la aplicación de la pena de muerte (¡que al señor Michael Ghiglieri le parece todavía en exceso indulgente!).
Los grandes profetas religiosos no inventaron el valor supremo de la colaboración. Charles Darwin apuntaba: “los instintos sociales- el principio básico del ser moral del hombre- ayudados por las capacidades intelectuales activas y los efectos de la costumbre conducen de forma natural hacia la regla de oro”
Esto es un tremendo error, comprensible en alguien poco informado acerca de las peculiaridades del comportamiento social humano a lo largo de la Historia, como era el caso de Darwin hace casi doscientos años, pero que no es aceptable hoy. La “regla de oro” de “trata a los demás como quisieras que te trataran a ti” carece de lógica alguna si partimos del punto de vista del interés individual, ya que podemos darle la vuelta muy fácilmente en la forma de “no permitas que los demás te traten como tú en su lugar los tratarías a ellos”.
Nuestros genes nos programan para ser egoístas, pero colaborar con aquellos en los que podemos confiar es actuar en nuestro propio interés.
Pero ¿cómo confiar?, ¿en base a qué criterios?, ¿a qué garantías?, ¿cómo podemos evitar que se abuse de nuestra confianza? Los simios cuentan con ciertos instintos sencillos, y aun así conocen el conflicto. Para el complejo ser humano, ni instintos ni costumbres nos permiten llegar “de forma natural” a la “regla de oro”. En realidad, hemos necesitado una larguísima elaboración de cambios cognitivos de tipo ético transmitidos de generación en generación, y una larguísima evolución de las costumbres para poder alcanzar mejoras en nuestros sistemas sociales de control del comportamiento. Y en este proceso, ”los grandes profetas religiosos” han sido de una importancia capital. Claro que podemos decir que ellos también formaban parte de la naturaleza… pero que llegaran a manifestarse llevó su tiempo, mientras que la manifestación de los instintos es inmediata.
Para finalizar, hay un aspecto de la teoría de la “inversión parental” que todavía mueve a duda:
El doble rasero (se tolera la promiscuidad masculina, pero se rechaza la promiscuidad femenina) ha evolucionado porque, en el caso de la mujer, las relaciones sexuales promiscuas arrojan dudas sobre la paternidad.
Cada mujer se benefició de disponer de un macho dedicado a proteger a sus hijos de otros machos infanticidas. El precio de ese apoyo fue la pérdida de libertad. (…) La inversión adicional hacia los hijos por parte de los hombres habría incrementado el éxito reproductivo de ambos sexos por encima del de todas las demás poblaciones de homínidos cuyos machos invertían poco. (…) Esta ventaja hizo aumentar la obsesión del hombre por la paternidad y dio lugar a los intensos sentimientos de celos hacia sus mujeres.
El asesinato en el seno de la especie está muy extendido en la naturaleza, pero lo significativo es que los machos matan a las crías de otros machos, no a las suyas propias
Hasta aquí, la teoría de la “inversión parental” tiene sentido. Pero resulta que, según una teoría diferente, la idea de paternidad, e incluso el vínculo sexo-reproducción, sería un descubrimiento cultural moderno. Es decir: los homínidos macho (igual que los chimpancés o gorilas macho hoy) no habrían tenido forma de saber qué cría ha sido engendrada por ellos en cada hembra, puesto que ni siquiera estarían al tanto de que las crías “se engendraban” como consecuencia del acto sexual; así que, ¿cómo podría saber el macho dominante que la cría que está matando no es suya, sino de otro?
En el caso de la humanidad primitiva, así lo explica Peter Watson en su libro “La gran divergencia":
El conocimiento del funcionamiento de la reproducción debió de ser terrible: los seres humanos no surgen de una milagrosa fuerza divina, sino del acto sexual. Esta es la razón de que el hecho se considere una Caída. El vínculo entre el coito y el nacimiento produjo un cambio germinal en las actitudes hacia los ancestros, el papel del varón, la monogamia, la intimidad y la propiedad. (…) El hombre prehistórico hace entre catorce mil y ocho mil años experimentó un profundo cambio psicológico-ideológico, una revolución religiosa que fue de la mano de la domesticación de animales y plantas.
Existe sin embargo la pauta de comportamiento de "mate guarding" (o "custodia de la pareja") que se relaciona con la competencia espermática. Es decir, los animales irracionales machos también parecen experimentar "celos" para impedir que la hembra con la que copulan sea inseminada por otros, lo que supondría una protección inconsciente de la propia estirpe. Si este comportamiento se diera también instintivamente en los seres humanos no tendría, por tanto, nada de extraño y explicaría el comportamiento celoso e infanticida, y en tal caso pondría en cuestión las teorías "rousseaunianas" acerca de la libre promiscuidad sexual en la prehistoria.
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