El paleoantropólogo Ian Tattersall nos pone al corriente de los últimos descubrimientos de restos fósiles de nuestros antepasados homínidos, lo que resulta en un apasionante viaje por el tiempo. Pero el autor hace mucho más que eso: nos muestra teorías sólidas acerca de cómo se generó el sorprendente fenómeno de la inteligencia racional humana.
Cada vez se hace más manifiesto que la adquisición de la sensibilidad excepcional de la que disfrutamos hoy fue un acontecimiento abrupto y reciente. Se produjo durante la dominación de la Tierra por parte de humanos que poseían un aspecto idéntico al nuestro. La expresión de esta sensibilidad recién adquirida se vio propiciada, casi con toda seguridad, por la invención de lo que quizá sea el rasgo más notable de los seres que somos en el presente: el lenguaje.
Incluso si pudiéramos ser objetivos con respecto a nuestra propia naturaleza, no dejaríamos de encontrar asombroso este cambio “abrupto y reciente”, como quiera que tuviese lugar, y sin embargo, en ello no habría nada que tuviese que ver con la idea de “destino” y tampoco mucho que ver con la de “evolución” en el sentido de perfeccionamiento.
El funcionamiento que tiene hoy nuestro cerebro no es obra de una puesta a punto acometida por la evolución con ningún fin concreto.
No cabe pensar en la evolución como en un proceso de afinación precisa (…) No todos los cambios evolutivos son obra de la selección natural. El azar –conocido técnicamente como “deriva genética”- constituye también un factor de tremenda importancia.
No, para las teorías modernas mayoritarias, el funcionamiento de nuestro cerebro no llegó a producirse porque la evolución exigiera que una especie animal dominase a todas las demás mediante la tecnología. El hecho es que los humanos que “poseían un aspecto idéntico al nuestro” ya se desenvolvían perfectamente en su medio sin necesidad de esta gran inteligencia que poseemos hoy.
No hay correlación entre la aparición de un homínido nuevo y la innovación tecnológica
La posesión de una mente evolucionada no estaba reñida con un estilo de vida “primitivo”
Y, con todo, el cambio resultó ser enorme:
Nuestros ancestros protagonizaron una transición, punto menos que inimaginable, de un modo no simbólico y no lingüístico de asumir y comunicar la información relativa al mundo, a la condición simbólica y lingüística que poseemos hoy. (…) Todo apunta a que ocurrió mucho después de que adquiriera nuestra especie la forma biológica que la caracteriza en nuestros días.
Así que se calcula que durante más de cien mil años los “Homo Sapiens” vivieron en el mundo contando con la misma capacidad intelectual que nosotros en lo que se refiere a la conformación de sus cerebros… pero sin hacer uso de ella.
Fijémonos ahora en un notable concepto evolutivo, la “exaptación”:
La mayoría de lo que denominamos adaptaciones empezó su andadura, de hecho, como “exaptaciones”, rasgos adquiridos mediante mutaciones aleatorias producidas en nuestro código genético y a los que posteriormente se asignaron funciones específicas.(…) Las aves, por ejemplo, llevaban millones de años dotadas de plumas antes de que las empleasen para volar.
El nuevo potencial simbólico del Homo Sapiens que se creó neurológicamente quedó a la espera durante una cantidad de tiempo nada desdeñable hasta ser descubierto, al fin, por su poseedor.(…) Esto no es más que un fenómeno por demás común en la historia evolutiva de la vida (…) Las novedades evolutivas persisten a menudo sin un fin concreto siempre que no constituyan un estorbo considerable.
Y esto nos lleva a la parte más fascinante de este libro: cómo pudo originarse este cambio cognitivo; cómo el ser humano hizo uso de la capacidad creadora de su cerebro. En un lenguaje muy de nuestra época, podríamos decir que, en un momento dado, el cerebro humano “se programó” y nos llevó a lo que somos: primates con pensamiento simbólico.
La aptitud simbólica es la capacidad para organizar el mundo que nos rodea conforme a un vocabulario de representaciones mentales que podemos recombinar en nuestra mente (…) Nos permite crear en la imaginación mundos alternativos. Las demás criaturas viven en el mundo más o menos como se lo ofrece la naturaleza, y reaccionan ante él de un modo más o menos directo. (…) Nosotros habitamos en gran medida en los universos que rehace nuestro cerebro.
El razonamiento simbólico está ausente en los grandes simios.
El pensamiento simbólico dio lugar a que estos simios –u homínidos- comenzasen a hacer “cosas raras”. La arqueología nos permite datar la época en que estas “cosas raras” llegaron a suceder: aparecen dibujos, objetos ornamentales, enterramientos… rastros de esos “universos que rehace nuestro cerebro”… Evidencias de conductas sin utilidad práctica (a diferencia de la mejora en las herramientas, la invención del fuego y la construcción de los primeros refugios) pero cuya consecuencia indirecta nos acabaría llevando al mundo civilizado actual.
Recordemos que las características peculiares que son luego objeto de exaptación no sirven en un principio para nada relacionado con su finalidad futura, pero el caso es que las “exaptaciones” suceden: un rasgo hereditario en nuestra fisiología aparece y más tarde o más temprano se le descubre una utilidad (o no). Trátese de las plumas de las aves antes de que estas volasen o del gran cerebro humano antes de que se lo utilizase para el pensamiento propiamente humano (simbólico) que nos permitiría al cabo desarrollar una formidable tecnología.
Lo fascinante no es tanto el por qué y para qué sucedió (que en realidad no tiene sentido) sino cómo. Ian Tattersall recoge varias teorías surgidas a partir del estudio de casos sorprendentes:
En el libro “Un hombre sin palabras”, Susan Schaller, experta en lenguaje de signos, ofrece una descripción de cómo tomó conciencia de que uno de sus alumnos sordomudo no solo era incapaz de expresarse por gestos, sino que ni siquiera había reparado en que otros usaban nombres para designar objetos. (…) De pronto, comprendió que todo tenía un nombre (…) Esto cambió por entero su percepción del mundo (…) Tal vez se nos ofrezca aquí un atisbo de la condición de los seres humanos inteligentes y sanos que se hallaban en su etapa prelingüística.
Jill Bolte Taylor sufrió una apoplejía que la privó de sus facultades lingüísticas (…) Se le borraron los recuerdos y se vio condenada a vivir, sin más, en el presente. (…) Experimentó una clara sensación de paz y una inusitada conexión con el mundo que la rodeaba. Al parece, la capacidad lingüística no solo le permitía distanciarse del entorno, sino que la compelía a ello; y es que ésa es la esencia de la función simbólica del ser humano, que nos confiere la aptitud para la objetividad y para desapegarnos de nuestro universo.
Conviene hacer la observación de que el trastorno neurológico mencionado como secuela de una apoplejía probablemente tiene mucho que ver con los estados de conciencia alterados producidos por la ingestión de ciertas drogas o por determinados ejercicios de meditación a los que se atribuye un valor místico. Para muchos, renunciar al “yo” consciente supone una liberación y una oportunidad de experimentar percepciones más vivas.
Nuestras habilidades simbólicas explican que tengamos raciocinio, en tanto que la intuición, que en sí constituye quizás una curiosa amalgama de lo racional y lo emocional, se encarga de nuestra creatividad.
La memoria funcional significa la capacidad para retener información en el pensamiento consciente mientras nos ocupamos en algún género de tarea práctica. Sin ella nos sería imposible llevar a término ninguna clase de operación que comportase asociar retazos diferentes de información.
Los cimientos del lenguaje se encuentran en la identificación discreta de objetos, es decir: en la acción de nombrarlos.
El lenguaje, pues, supone un mecanismo de desarrollo de la actividad mental que nos conduce a la experiencia humana por excelencia, algo que nuestros antepasados tardaron miles de generaciones en descubrir por sí mismos. Es interesante observar que, lejos de representar algo útil para la forma de vida del cazador-recolector (estos ya vivían perfectamente sin lenguaje), conlleva sorprendentes riesgos fisiológicos:
La capacidad en la anatomía para el lenguaje (…) comporta graves desventajas (…) como el riesgo de asfixia.
La posición de la laringe cambia de forma necesaria, y también sucede que el tamaño de los cerebros humanos exige un parto prematuro debido a la dificultad fisiológica de expulsar por el útero al recién nacido con un cráneo tan grande. Pero todos estos inconvenientes evolutivos acabaron dando lugar a algunas ventajas.
Compartimos un género muy refinado de actitud social –conocido como conducta prosocial- que parece no tener parangón. (…) Nos preocupamos, al menos en cierta medida, por el bienestar del prójimo (…) En el caso de los chimpancés (…) se ha llegado a ver a individuos de esta especie consolar a quien ha sido víctima de una agresión, lo que hace pensar que poseen alguna forma de empatía individual. Aun así, estas manifestaciones son diferentes del interés por los demás ligado al comportamiento prosocial, y son muchísimos los estudios experimentales que presentan a los chimpancés como criaturas que muestran una sorprendente indiferencia para con sus semejantes.
Sabemos lo que pensamos –lo que los psicólogos llaman “intencionalidad de primer orden”-, podemos suponer lo que piensan otros –“intencionalidad de segundo orden”-, y así sucesivamente. Todo apunta a que los simios han logrado alcanzar la primera de estas facultades y, de hecho, son los únicos primates no humanos que quizás estén en condiciones de encaramarse al segundo nivel. El hombre, por su parte, es capaz de llegar al sexto antes de que empiece a darle vueltas la cabeza –“él está convencido de que ella cree que él piensa que ella se ha dado cuenta…”-. Hay científicos que piensan que la evolución de nuestro extraordinario estilo cognitivo estuvo guiada por el desarrollo de una teoría de la mente cada vez más elaborada.
La "teoría de la mente" consiste en entender que otros individuos tienen creencias, deseos, intenciones y necesidades hasta cierto punto semejantes a los nuestros, algo que nos permite prever mejor la conducta de los demás en mayor medida que si careciéramos de esa capacidad.
El origen de estos cambios intelectuales quizá tuviera algo que ver con que nuestros antepasados más remotos necesitaban agruparse para defenderse de los depredadores en terrenos ya no muy arbolados (los árboles suponen una defensa más segura), y para ello fue conveniente desarrollar grupos más grandes y organizados. El roce social probablemente llevó, como consecuencia, a que apareciera el lenguaje al cabo de muchísimas generaciones de ausencia del “yo consciente”, pero el mecanismo exacto que dio lugar a ello sería muy difícil de determinar hoy.
Es atrayente la idea de que el primer lenguaje tuvo que ser invención de los niños. (…) El monólogo infantil que llaman los psicólogos endofasia habría constituido un conducto para la conversión de intuiciones en ideas articuladas que, a continuación, podrían ser manipuladas con espíritu simbólico.
Parece probable que la conciencia simbólica fuese una modificación fortuita del cerebro ya sometido a exaptación, sumada a algún juego infantil, lo que llevó a la emergencia de un fenómeno destinado a cambiar el mundo.
El juego, en efecto, es un comportamiento que se da en todos los animales y que, por su variedad, su misma despreocupación e inocuidad, y su azaroso desarrollo, permite que aparezcan novedades. Los primeros homo sapiens pudieron utilizar sus grandes cerebros para jugar con ellos, y estos juegos podrían haber acabado arraigando también en la vida social de los adultos. Más adelante tendría lugar la exaptación de esta actividad en un principio inútil, fortaleciendo los lazos sociales y mejorando la cooperación.
Hagamos la observación de que éste podría haber sido asimismo -y muchas generaciones después de haberse inventado el lenguaje y el pensamiento simbólico- el origen de la cultura civilizada: no una necesidad económica, sino una necesidad social: el sedentarismo precede al descubrimiento de la agricultura y la ganadería, y la civilización no surgió, como muchos piensan, a fin de mejorar la vida material y producir más bienes, sino como una consecuencia de haber querido extender las actividades sociales incrementando el tiempo de vida en común y el número de actuantes en la vida social (vida sedentaria y en poblaciones más numerosas). De hecho, hoy sabemos que los primeros agricultores estaban peor alimentados que los cazadores-recolectores, de modo que no se beneficiaron materialmente por el cambio de estilo de vida. Lo que sí obtenían era una vida social más rica (expresada también en la vida religiosa: aparición de templos y santuarios). Y para tener más vida social, también comenzaron a disminuir las conductas violentas (desarrollo de conductas prosociales).
Surge de todo esto una pregunta: ¿podemos experimentar nuevos cambios de la conducta de origen genético, por el estilo de los experimentados al producirse los cambios que luego fueron objetos de “exaptaciones” evolutivas (cerebros más grandes y mejor capacitados)? Parece que no.
Nuestros ancestros evolucionaron en poblaciones diminutas y, en consecuencia, inestables en lo genético. (…) Estas condiciones eran ideales para que apareciesen especies y poblaciones nuevas.
Si no media un cambio dramático en nuestras circunstancias demográficas, estamos condenados a quedar estancados en nuestra turbia condición. (…) [Pero] el futuro no ha dejado de ser infinito en el plano de lo cultural.
En efecto, la "deriva genética”, los cambios genéticos fruto del mero azar, sigue unas reglas de probabilidades muy simples, poco proclives a acomodarse a poblaciones grandes.
El azar –conocido técnicamente como “deriva genética”- constituye un factor de tremenda importancia. (…) Las poblaciones tenderán a divergir aun en ausencia de fuerzas selectivas. Esto es cierto en particular si dichas poblaciones son pequeñas, pues cuanto menor sea la muestra, mayor será la probabilidad de que exista un error (si se lanzan solo cuatro veces monedas al aire, podría darse una desigualdad entre las “cara” y las “cruz” muy superior a que si se hace cien veces) (…) Un cambio insignificante en el genoma mismo puede tener resultados de envergadura que tiendan a ramificarse.
Quedémonos, pues, con las posibilidades de la cultura, que son inmensas. Los cambios culturales a partir de la inteligencia racional y simbólica los tenemos a la vista en la Historia de la humanidad. Lo que quede por delante ahora, en el momento histórico que vivimos, puede superar cualquier especulación que intentemos hacer, aun haciendo uso de los mismos cerebros de los cazadores-recolectores… cerebros que durante miles y miles de años debieron de permanecer inactivos en cuanto a desarrollar las capacidades intelectuales específicas que hoy relacionamos con lo propiamente humano.
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