“El miedo a la libertad” es un libro surgido en un momento crítico de la historia contemporánea, en plena segunda guerra mundial, cuando el resultado de ésta era aún incierto. Erich Fromm, un hombre culto, inteligente, sagaz y, por encima de todo, honesto y bienintencionado, nos muestra entonces una aproximación psicológica de la naturaleza humana en su contexto social e histórico que podríamos calificar de optimista
Como toda obra escrita en tiempos de guerra, “El miedo a la libertad” se posiciona rápidamente en defensa del bien contra las fuerzas del mal. El mal es el mundo de los totalitarismos, a los que se identifica con una determinada psicología de masas.
La vida posee una tendencia inherente al desarrollo, a la expansión, a la expresión de sus potencialidades. Si se frustra la vida, si el individuo se ve aislado, abrumado por las dudas y por sentimientos de soledad e impotencia, entonces surge un impulso de destrucción, un anhelo de sumisión o de poder.
Las ideologías que promueven estos sentimientos de soledad e impotencia en realidad son todas las que se han conocido hasta la aparición de los ideales contemporáneos de libertad, democracia y derechos humanos. Las ideologías de soledad e impotencia reaparecieron en 1941 bajo una nueva forma especialmente terrible.
Se diría que la humanidad siempre ha estado sometida a una condición infeliz, a pesar de que no parece muy difícil comprender en qué consiste la “buena vida” sobre la que ya discutían los filósofos atenienses.
La libertad positiva se identifica con la realización plena de las potencialidades del individuo, así como con su capacidad para vivir activa y espontáneamente.
La realización del yo se alcanza no solamente por el pensamiento, sino por la personalidad total del hombre, por la expresión activa de sus potencialidades emocionales e intelectuales. Estas se hallan presentes en todos, pero se actualizan sólo en la medida en que lleguen a expresarse. En otras palabras, la libertad positiva consiste en la actividad espontánea de la personalidad total integrada.
La actividad espontánea es libre actividad del yo e implica, desde el punto de vista psicológico, el ejercicio de la propia y libre voluntad. Al hablar de actividad nos referimos al carácter creador que puede hallarse tanto en las experiencias emocionales, intelectuales y sensibles, como en el ejercicio de la propia voluntad. Una de las premisas de esta espontaneidad reside en la aceptación de la personalidad total y en la eliminación de la distancia entre naturaleza y razón.
En la espontánea realización del yo es donde el individuo vuelve a unirse con el hombre, con la naturaleza, con sí mismo. El amor es el componente fundamental de tal espontaneidad; no ya el amor como disolución del yo en otra persona, no ya el amor como posesión, sino el amor como afirmación espontánea del otro, como unión del individuo con los otros sobre la base de la preservación del yo individual.
Debemos lograr una sociedad en la que la conciencia y los ideales del hombre no resulten de la absorción en el yo de demandas exteriores y ajenas, sino que sean realmente suyos y expresen propósitos resultantes de la peculiaridad de su yo.
Así pues, Erich Fromm tiene muy claro el ideal, y el hecho es que estas expresiones de “libertad positiva”, “autorrealización”, “potencialidades”, “amor” y “carácter creador” hoy nos suenan bastante, han logrado arraigarse en nuestra vida cotidiana como ideales que pueblan nuestras conversaciones, los espectáculos dramáticos, la publicidad y los manuales de autoayuda. Sin embargo, los comienzos de esta identificación entre determinados estados psicológicos y un ideal cultural universal no fueron fáciles. La idea de una vida libre, rica, independiente y autorresponsable tardó mucho en formularse y cuando Erich Fromm escribe este libro las ideologías totalitarias amenazaban con ahogar tal anhelo.
Y si la libertad es tan deseable, ¿por qué se ha eludido durante tanto tiempo?, ¿por qué genera miedo? Erich Fromm nos explica esto al referirse a que, en un principio, el “hombre primitivo” (es decir, nuestra base genética) podía
reconocerse a sí mismo sólo mediante la participación en el clan, no como ser humano individual. Esto impide el pleno desarrollo humano que sólo puede llegar mediante un proceso de individuación.
Y este estado que hoy nos parecería lamentable (no poder existir como "ser humano individual”) se debía a que el hombre primitivo se encontraba en un “vínculo primario con la naturaleza”.
Entonces ¿la evolución de la humanidad podríamos resumirla como un proceso de “individuación” hasta alcanzar una relación con la naturaleza que no contradiga la razón, tal como ha quedado dicho antes? Porque sin duda la razón señala el camino de la cooperación universal entre los individuos para el bien común, algo que está perfectamente al alcance de nuestras “potencialidades”. Una comunidad humana universal que coopere por el bien común a partir del libre uso de la razón podría hacer uso de la naturaleza sin grandes problemas, lo que nos daría recursos de todo tipo a fin de vivir nuestra “individuación” tan intensamente como se quiera. Habrá amor, felicidad e incluso placer para todos.
Una sociedad puede ser más o menos favorable o contraria a la felicidad humana y a la autorrealización de la personalidad.
Pero falta algo en el planteamiento de Fromm. Es cierto que partimos de un mundo primitivo en el cual la individualidad no tiene mucha cabida, porque el hombre originario vive sometido a la Horda, clan o tribu, y más tarde a los dioses, a los reyes, a los Estados o a las clases sociales, pero Erich Fromm parece que se olvida un poco de que el hombre primitivo tampoco es tan estúpido, y que si se somete es porque tiene sus buenas razones para ello, dadas las circunstancias.
Por ejemplo, una de las observaciones más interesantes de “El miedo a la libertad” es el criticismo con el que se analiza el avance en las libertades personales que supuso la Reforma Protestante.
Alemán expatriado, y además judío (Lutero fue un feroz antisemita), Erich Fromm señala con acierto que no todo era libertad y democracia en los ideales luteranos que se oponían al Papado y al Imperio. Sí, Lutero libera al hombre de la tiranía eclesiástica y exalta el valor de la Fe individual, pero, a cambio, como compensación, lo carga con el terrible peso de la conciencia del pecado que corresponde a la mísera existencia humana, y Calvino remata la faena al señalar la dureza de un Dios cuyas sentencias son inapelables, y ante las cuales el libre albedrío nada puede hacer por corregir nuestra propia flaqueza. Parece evidente que de ahí pueden surgir concepciones culturales aberrantes, neuróticas, violentas y oscurantistas como el militarismo alemán y el nazismo (esa sórdida rabia del reprimido pequeño-burgués).
Y, sin embargo, el que el individuo rechace la libertad y desee compensarla con la internalización de una propia tiranía psicológica tiene un origen que Fromm no considera: si tenemos miedo a la libertad es porque la libertad conlleva peligros, y son esos peligros los que se busca evitar.
Los peligros que Lutero quería conjurar mediante la internalización de la conciencia de culpa por nuestra naturaleza pecadora no son peligros imaginarios. Fromm compara la neurosis (individual y social) con el sentimiento de pánico, y esto es una comparación muy inteligente, pero no hay que olvidar que el pánico siempre se origina como consecuencia de un trauma real.
Los peligros de los que está llena la naturaleza humana y que se hacen más acuciantes en el “estado de naturaleza” nacen todos del enfrentamiento entre los intereses particulares y los intereses comunes, de la incapacidad de armonizarlos mediante un control racional de las emociones y los deseos. Sin el control social, sin la internalización de determinados miedos, la “espontaneidad” a la que se refiere Fromm sería, claro está, la “libre actividad del yo”, pero con la salvedad de que dentro de esa “libre actividad del yo” tendríamos que contar también el “pecado”, es decir, la agresividad humana, el deseo de dominación, la pasión sexual irrefrenable. Lutero no inventa el pecado porque nuestra naturaleza “espontánea”, nuestra “personalidad total”, incluye ya tales deseos destructivos. Erich Fromm no parece apercibirse de nada de esto cuando aborda la “destructividad”.
El grado de destructividad observable en los individuos es proporcional al grado en que se halla cercenada la expansión de su vida. Con ello no nos referimos a la frustración individual de este o aquel deseo instintivo, sino a la que coarta toda la vida y ahoga la expansión espontánea y la expresión de las potencialidades sensoriales, emocionales e intelectuales.
El grado de destructividad está en esos deseos instintivos mismos, y "las potencialidades sensoriales, emocionales e intelectuales" se nutren de tales deseos que pueden ser muy destructivos sin necesidad de que nadie haga nada por cercenarlos.
La educación conduce con demasiada frecuencia a la eliminación de la espontaneidad y a la sustitución de los actos psíquicos originales por emociones, pensamientos y deseos impuestos desde afuera
En suma, encontramos que Fromm, quizá como reacción al siniestro conservadurismo de Freud (que creía que “el hombre es lobo para el hombre”), cae en una especie de roussaunianismo o “buenismo” un tanto insatisfactorio e imprudente: el problema no serían los deseos del hombre, sino su represión…
Lutero, al señalar la maldad humana (el pecado), lo hacía también señalando la posibilidad de combatirla mediante la Fe, que sería la propia racionalización psicológica de la voluntad a partir de un esclarecimiento desencadenante. Esto fue un paso esencialmente positivo, igual que fue muy positivo que Erich Fromm describiese cuál es el ideal a alcanzar (una armonía entre naturaleza y razón). Lo que falta, aparentemente, es una formulación más exacta de la forma en que, desarrollando el autocontrol, podamos dejar de temer a la libertad porque dejaremos de temer a nuestra propia naturaleza.
Si la naturaleza humana no podemos ignorarla ni tampoco cambiarla, entonces tenemos que controlarla. Y hemos de hacer esto con métodos mejores que los de la sumisión del individuo a la tribu, a los Dioses, a la Iglesia, a nuestra propia obsesión por el pecado o a los líderes políticos que Fromm incluye dentro de la categoría de "auxiliadores mágicos".
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