lunes, 3 de febrero de 2014

"Sociofobia", 2013. César Rendueles

  El libro “Sociofobia” aborda en un principio lo que parecería un asunto sociológico “de actualidad” casi trivial, como es el “ciberfetichismo".

Se considera que la tecnología es una fuente automática de transformaciones sociales liberadoras. Por eso, más que de determinismo tecnológico, habría que hablar de fetichismo tecnológico o, dado que la mayor parte de esta ideología se desarrolla en el terreno de las tecnologías de la comunicación, de ciberfetichismo.

  Pero el autor lo relaciona con algo mucho más grave que sería la “sociofobia”, algo que tendría que ver con:

El pánico al vértigo de la innovación política

  y

 la destrucción de los lazos comunitarios

  El origen de todo esto se encontraría en el aparente doble fracaso de los movimientos políticos revolucionarios de justicia social, por una parte, y en el fracaso persistente del capitalismo en satisfacer las demandas humanas, por la otra.

  “Sociofobia” es un libro claramente posicionado en el anticapitalismo que rechaza que el sistema actual haya mejorado en absoluto desde los tiempos de la revolución industrial, tanto como que haya superado sus famosas contradicciones. Veamos su crítica a un capitalismo supuestamente moderado y más humano:

La idea del «dulce comercio» es una expresión que acuñó Montesquieu en el siglo XVIII para designar el modo en que los negocios podían fomentar un tipo de relación social superficial, pero amable y serena. Creía que el mercado era una alternativa a las grandes pasiones políticas y religiosas que habían convertido Europa en un inmenso campo de batalla en los inicios de la modernidad. (…) Era mejor optar por los vínculos sociales característicos de los comerciantes, de baja estofa y poco profundos, pero al menos tranquilos y cordiales. En el fondo, lo que proponía Montesquieu era fomentar la estabilidad política rebajando el listón de las expectativas sociales. La Unión Europea tiene un origen parecido. (…)En la era del capitalismo de casino, es difícil seguir manteniendo esta confianza en el poder social del mercado. Pero Internet se ofrece como un sustituto muy oportuno.

  No perdamos de vista el asunto de “Internet” (el subtítulo del libro es “el cambio político en la era de la utopía digital”)

La realidad es que la red (…) más bien es parasitaria de escenas convencionales ya existentes.(…) Existen ámbitos donde la euforia colaborativa y sin ánimo de lucro se enfrenta a límites sistemáticos.

No hace falta ser un apocalíptico para reconocer que algunas de las mentes más brillantes de nuestro tiempo están dedicando sus capacidades a actividades asombrosamente pueriles. 

   Pero si no somos apocalípticos, tenemos que justificar también por qué no se ve una mejora en los datos estadísticos que nos hablan de que, a pesar de las dolorosas crisis cíclicas de la economía de mercado que siguen persistiendo, parece observarse a nivel mundial una disminución de la pobreza y la precariedad, incluso de la violencia política en comparación con épocas anteriores:

La igualdad material —y no sólo la mejora de la situación de los que peor están o la igualdad de oportunidades— es una condición esencial de las relaciones sociales libres y solidarias.

No somos iguales. En realidad, somos bastante diferentes. La igualdad es el fruto de la intervención política, un producto contingente de la construcción de la ciudadanía y la democracia que es preciso cultivar sistemáticamente.

Hay razones para pensar que el desarrollo tecnológico mantiene una correlación positiva con el aumento de la desigualdad material a lo largo de la historia.

Las principales limitaciones a la solidaridad y la fraternidad son la desigualdad y la mercantilización. 

Si alguna lección deberíamos haber aprendido del capitalismo es que la alienación y la insolidaridad son perfectamente congruentes con estándares altos de nivel de vida y de educación.

   Es interesante partir de esta última idea, porque proclamar la demanda de “igualdad” quizá nos ayude a considerar que, en los últimos tiempos, la demanda social se había fijado más en la “igualdad de oportunidades” y el fin de la miseria. Evidentemente, que haya más oportunidades para el éxito social y que la miseria disminuya (hoy hay en el mundo más personas con sobrepeso que personas subalimentadas) no implica que haya más igualdad “en general”…

El igualitarismo profundo cree que ciertos niveles de desigualdad son aberrantes y nos impiden a todos llevar una vida buena, con independencia de la situación relativa de los que peor están o de nuestra propia situación personal.

  El problema es que, entonces, el problema de la “igualdad" puede parecer que se convierte en una elección personal. ¿Y si a la gente le empieza a preocupar cada vez menos el que unos sean más ricos que otros?, ¿cómo podrían los anticapitalistas igualitarios convencerles de que la desigualdad es también un perjuicio para aquellos que están satisfechos con la mera disminución de la miseria, la violencia y la falta de oportunidades?

  Quizá la cuestión debería plantearse en torno a qué ideologías favorecen las cualidades humanas más objetivamente valiosas, es decir, cuáles promueven la cooperación y el bien común. ¿Qué papel juega el deseo de igualdad?, ¿qué papel juega el altruismo, puesto que son cosas diferentes?

Un deprimente descubrimiento de la psicología cognitiva: somos mucho más compasivos con aquellas desgracias que nos afectan subjetivamente que con aquellas situaciones que consideramos objetivamente más graves. Es falso que disponer de más información aumente la solidaridad y el altruismo, en realidad casi siempre hace que disminuyan. Lo que aumenta la probabilidad de que nos preocupemos por otras personas son las situaciones en las que desarrollamos empatía: la imagen de un niño enfermo y no una estadística sobre el millón de niños que cada año muere de malaria. Eso parece indicar que, en la medida en que la sociabilidad no está restringida a las relaciones empáticas cara a cara, el altruismo (la preocupación individual por los demás) no es su base.

   Se puede responder que lo que hace la cultura es precisamente promover experiencias simbólicas que reproduzcan en la medida de lo posible los efectos emocionales de las “relaciones empáticas cara a cara”. No se trata meramente de “disponer de más información”, sino de vivir dentro de una cultura que hace uso de unas estrategias psicológicas de estímulo de la empatía que llevan reproduciéndose y mejorándose a lo largo de todo el proceso civilizatorio mediante “prueba y error” (por ejemplo: tomar como símbolo religioso un hombre  inocente que está siendo torturado hasta la muerte).  La “sociabilidad” está formada también por ese tipo de recursos que se ponen en marcha a partir de la base del altruismo “cara a cara”.

Lo que realmente se opone al egoísmo no es tanto el altruismo como el compromiso. La idea de compromiso alude al modo peculiar en que seguimos normas que no se pueden reducir a racionalidad instrumental. No tienen que ver siempre, ni siquiera a menudo, con graves decisiones morales. En un caso extremo, seguimos una regla sencillamente para seguir una regla. Por ejemplo, aceptamos las normas de etiqueta en la mesa sin preguntarnos demasiado para qué sirven. Hacemos eso porque eso es lo que se hace: las normas nos atan a determinadas conductas. Se siguen las normas con gusto o sin él, lo crucial es la obligación a la que nos comprometen y no el placer que nos reportan o incluso nuestras creencias asociadas a ellas. (…) En la etapa «madura» del comunismo (…) todo el mundo sabía que nadie creía en los principios de la ideología oficial, y sin embargo todo el mundo se veía obligado a hablar y comportarse como si lo hiciera (…) El motivo de los líderes para obligar a la gente a hacer absurdas declaraciones en público no era hacerles creer en lo que estaban diciendo, sino inducir un estado de complicidad y de culpa que socavara su moralidad y su capacidad de resistencia. En efecto, se encontraban tan vaciados de individualidad que, como dijo una mujer de la antigua Alemania Oriental, «no podía de repente “hablar abiertamente” o “decir lo que pensaba”. Ni siquiera sabía demasiado bien lo que pensaba» (…)Muchas relaciones de compromiso incentivan fuertemente el altruismo. Por eso a menudo se confunden ambas nociones.

   Esto puede ser cierto en el ámbito de lo político, y es un acierto la descripción que se da. Pero podría objetarse que lo político y las “relaciones de compromiso” no son la única dimensión de la sociabilidad. Las normas políticas nos atan a determinadas conductas públicas (“relaciones de compromiso”), pero precisamente la inestabilidad de lo político viene de que hay corrientes culturales que también socavan la base psicológica de estos comportamientos (en el ejemplo dado, las “relaciones de compromiso” que ataban a los ciudadanos de Alemania del Este acabaron no siendo suficiente para mantener el sistema social que daba lugar a ellas). Las "relaciones de compromiso" serían costumbres, hábitos, impuestos desde el poder político. Lo que parece proponer el señor Rendueles es que el Estado imponga el altruismo como costumbre, ya que la elección moral libre (no coercitiva) es incapaz de hacerlo. Veamos hasta dónde llega con su propuesta en este libro.

Normalmente, nadie evalúa la cantidad que decido donar para una causa noble: desde el primer euro que dono empiezo a ser altruista. En cambio, la conducta cooperativa reglada suele tener umbrales mínimos. 

   Pero los umbrales mínimos de la “conducta cooperativa reglada” son arbitrarios, mientras que la conducta altruista cuenta con una base psicológica objetiva (el altruismo “cara a cara”). Yo puedo ser altruista en base a mi propio criterio y no en base a una imposición reglada o “relación de compromiso”, lo que ocurre es que el criterio altruista puede ser mediatizado por el entorno y la simbología cultural (también hay “umbrales mínimos” de la conducta culturalmente –no políticamente- condicionada). Ciertamente, hasta Heinrich Himmler podía ser altruista y empático con sus seres queridos, pero su apreciación emocional del resto del género humano se encontraba cognitivamente mediatizada por la cultura nazi (revelada en su doctrina simbólica). La conducta cooperativa políticamente reglada no posee tanta capacidad emocional como para contrarrestar una cultura arraigada en particular, razón por la cual el adoctrinamiento socialista y sus normas de conducta cívica (o “relaciones de compromiso”) eran incapaces de refrenar la corrupción, rapacidad y agresividad propios de la cultura convencional.

No sólo no existen concepciones de la vida buena hegemónicas, de modo que el contrato social debe limitarse a instituir un marco mínimo de convivencia que garantice la mayor libertad individual posible. Es que las propias concepciones individuales de la vida buena están desestructuradas, son una sucesión inconexa de preferencias. La idea de fondo es que nuestra identidad personal no tiene una estructura estable, como tampoco la sociedad

  Las concepciones individuales de la "vida buena" no son inconexas, sino que están estructuradas culturalmente. No existe “contrato social”, sino que los contratos son consecuencias de las transformaciones culturales: por eso los sistemas políticos democráticos originados en la Europa protestante suelen acabar dando lugar a “anocracias” en muchas naciones del Sur con otro trasfondo.  Lo que se propone al decir que  "el contrato social debe limitarse a instituir un marco mínimo de convivencia" es la imposición de la moralidad de arriba abajo... y no olvidemos que si la función del poder político es tan esencial para la convivencia individual, entonces le estamos dando al poder político una relevancia por encima incluso de la voluntad individual, que se revela inútil pues se dice que "las propias concepciones individuales de la vida buena están desestructuradas, son una sucesión inconexa de preferencias". Sea consciente o no de ello, el señor Rendueles está justificando el autoritarismo...

  Y sí podría ser factible una concepción de la "vida buena hegemónica". Podría darse, por ejemplo, una forma de vida basada en el estímulo de las compensaciones emocionales propias de la vida afectiva que a su vez promuevan relaciones mutuas de extrema confianza. La consecuencia automática de la plena confianza sería la plena cooperación (y esto, en buena lógica, también incentivaría fuertemente el altruismo). El problema a resolver sería encontrar (mediante prueba y error) estrategias psicológicas eficientes que estimulen la percepción de esas compensaciones emocionales propias de la vida afectiva (la vida afectiva suele ser la gran fuente de satisfacción privada), pero la base del cambio cultural siempre debe ser ideológica (un determinado ideal de la "vida buena”).

  Ahora veamos lo que el autor parece proponer como base de una ideología anticapitalista (es decir, “de izquierda”) más coherente y eficaz: lo llama una "ética del cuidado"

La ética del cuidado relaciona explícitamente el tipo de personas que deberíamos aspirar a ser —un ideal de vida buena— con el tipo de relaciones sociales que podemos aspirar a llevar como animales racionales y dependientes y su incompatibilidad con características fundamentales del capitalismo, como la desigualdad material o el individualismo. 

  ¿Cómo se fundamenta un sistema político a partir de esta particular visión ética?

La codependencia no tutelada es la materia prima con la que podemos diseñar un entorno institucional amigable e igualitarista.

La ética del cuidado es fecundamente política. No porque la política se parezca a las relaciones familiares: en un sentido importante es justo lo opuesto a las relaciones familiares. Sino porque en el terreno de los cuidados resulta evidente hasta qué punto las normas que asumimos nos convierten en personas que pueden aspirar a ser de otra manera y en ocasiones sólo pueden hacerlo conjuntamente. La democracia no se puede fragmentar en paquetes de decisiones individuales porque tiene que ver con los compromisos que nos constituyen como individuos con alguna clase de coherencia, con un pasado y alguna remota expectativa de futuro. Y ésa es una realidad antropológica incompatible con el ciberfectichismo y la sociofobia.

  Es decir, releamos bien:

en el terreno de los cuidados resulta evidente hasta qué punto las normas que asumimos nos convierten en personas que pueden aspirar a ser de otra manera y en ocasiones sólo pueden hacerlo conjuntamente.

  Es decir, en la “ética del cuidado” no dependemos de la elección ética (el inútil altruismo), sino de la norma (por eso es político).

Comprometerse a cuidar de un niño implica olvidarse de los deseos o las preferencias y seguir la conducta aproximadamente adecuada de forma recurrente. (…) Si el cuidado de los demás tuviera que depender de la motivación, la sociabilidad sería imposible.

   Es decir, vivir en una sociedad armoniosa no habría de depender ni de nuestra voluntad ni de nuestra motivación, sino de asumir (sin motivación ni voluntad) un sistema de normas acordes con una determinada visión de la naturaleza humana. Una vez más, vemos que, en esta visión, el poder político (el que impone las normas) se sitúa por encima de la voluntad del individuo.

Estamos comprometidos con normas e instituciones que regulan nuestra conducta al margen de nuestras preferencias puntuales. Y ésa es la base de nuestra actividad social.

La conducta instrumental es individualista pero no necesariamente egoísta. No es muy importante si en mis razonamientos prácticos antepongo mis propias preferencias o las de los demás. Formalmente la estructura de la elección es la misma.

   Para esto, la izquierda tiene una respuesta:

Las organizaciones de izquierda no sólo tienen un plan alternativo al capitalismo, no siempre apetecible o razonable. También atesoran una historia de cooperación muy interesante caracterizada por un fortísimo compromiso prácticamente sin parangón en la modernidad.

  En suma, la alternativa de la izquierda al capitalismo pasa, no ya por crear un sistema político más justo y racional a partir de unos ideales éticos de superación personal, sino por aprovechar su propia naturaleza cooperativa basada en “un fortísimo compromiso prácticamente sin parangón en la modernidad” que, por sí mismo, sin necesidad de entrar en sentimentalismos de motivación inútiles, generaría un sistema de normas recurrente y eficaz que ha de garantizar la igualdad y los cuidados adecuados y recíprocos a todos y cada uno.

Si nos pensamos como seres frágiles y codependientes, estamos obligados a pensar la cooperación como una característica humana tan básica como la racionalidad, tal vez más.

Somos mucho más dependientes de los demás que, por ejemplo, los miembros de una banda de cazadores-recolectores, pero nos encanta imaginarnos como seres autónomos que picotean caprichosamente en la oferta de sociabilidad.

    Pero puede dar la impresión de que las elecciones éticas no son arbitrarias y por el contrario se fundamentan en el control cultural, y que las motivaciones son afectadas por la programación cultural que recibimos, y que, a su vez, sería esto lo que permitiría el seguimiento de las normas. Es decir, que para seguir las normas morales podríamos no necesitar del control político impuesto por una entidad difusa (la izquierda, la que goza de "un fortísimo compromiso prácticamente sin parangón en la modernidad" que parece darle una posición de privilegio para determinar las normas morales que los demás han de seguir).

  Considerar que el altruismo es contingente y arbitrario es poner al individuo aparte del contexto cultural que le influencia y en el que vive. La cultura ha elaborado mecanismos psicológicos para desarrollar la percepción de la realidad a partir de los mismos instintos altruistas, de modo que las motivaciones resultantes varían, pero no son inconexas dentro de una cultura determinada. Yo puedo ser altruista dejándole fumar un cigarrillo a un condenado antes de pegarle un tiro y puedo también ser altruista ayudándolo a escapar. Solo que para el primer caso necesito haber sido adoctrinado como un nazi y en el segundo, pongamos, como un cuáquero. El contexto cultural ha cambiado en cada caso y con él, de manera sistemática, el filtro emocional por el que se percibe la realidad. ¿No sería éste el origen de la “historia de cooperación (…) caracterizada por un fortísimo compromiso”?

  Da la impresión de que lo que intenta imitar la izquierda –sin mucho éxito- es el comportamiento religioso, pues la religión elabora transformaciones culturales mediante la manipulación emocional de los instintos del individuo, y está claro que la izquierda se ha originado en un entorno religioso determinado (el cristianismo occidental posterior a la Reforma protestante). El método para esta transformación cultural es, como se ha dicho, simbólico (lo que equivale a desarrollar estrategias psicológicas que reemplacen el problema ya mencionado de las limitaciones propias del fenómeno de la  “empatía cara a cara”). La forma en que se aplique este método, la estrategia psicológica concreta para cada caso, dependerá siempre de una serie de procesos mediante “prueba y error”, puesto que lo que la religión determina es la meta ideológica, ya sea mediante una base doctrinal, o ya sea, tal como hacían las religiones ancestrales, mediante una historia mítica o, como suele suceder, con una mezcla de ambos recursos. El marxismo soviético y el maoísmo chino actuaron como religiones, poseían sus símbolos, su doctrina y su historia mítica. También poseían determinadas estrategias psicológicas (tipo ritual, propaganda o adoctrinamiento) si bien eran religiones bastante imperfectas (el autor alude al fracaso del intento de hacer un “hombre nuevo”).

El hombre nuevo es una manera folclórica de denominar la plasticidad infinita de la naturaleza humana, otro de los grandes mitos marxistas. Muchos socialistas creyeron que estamos totalmente determinados por condicionantes históricos y no hay ninguna estructura antropológica permanente. La aparición de una sociedad de individuos justos, felices, bellos, cooperadores, altruistas y saciados dependería exclusivamente de encontrar el cóctel adecuado de estructuras sociales, políticas y materiales. Era un proyecto heroico. 

   Por supuesto que sí existe una estructura antropológica permanente (la misma estructura dotada de malignos instintos a la que se refería Freud en "El malestar en la cultura", en cuanto a que el socialismo no podría cambiarla), pero lo que la religión hace es operar sobre los diversos resortes de esta estructura, reprimiendo unos instintos y estimulando otros mediante recursos de tipo psicológico. El error del marxismo era pretender que la “plasticidad infinita” del comportamiento humano (no de la naturaleza humana, pues lo que cambian son los estímulos y represiones que se operan sobre la misma naturaleza de siempre) podía ser afectada a largo plazo por una doctrina política muy poco utilizable para el trabajo religioso. Los comisarios políticos, la propaganda y el adoctrinamiento dieron algunos resultados durante algún tiempo (puede que permitieran, al menos, la derrota de los nazis en la segunda guerra mundial), pero, a la larga,  el "hombre nuevo” fracasó. Demasiada política en la religión diluye los cambios emocionales profundos.

  Así describe el profesor Loyal Rue el funcionamiento de la religión en su libro “Religion is not about God” ("La religión no es acerca de Dios"):

Las tradiciones religiosas pueden ser vistas como escuelas para educar las emociones. Las emociones pueden ser definidas y clasificadas en términos de su capacidad para regular las relaciones sociales por medio de sus funciones para comunicación y motivación. 

Las emociones secundarias (incluyendo la culpa, el orgullo, los celos, la envidia, el remordimiento, la compasión y otras) están más allá del alcance de la experiencia de los primates que carecen de la capacidad humana para la memoria funcional (working memory). 

La memoria funcional está condicionada genéticamente para procesar información que ha sido almacenada recientemente o repetidamente en los sistemas de memoria, o que ha sido marcada por experiencias inusualmente emotivas. 

El desafío último para cualquier tradición cultural es, en consecuencia, encontrar un medio práctico y simbólico para asegurar que las virtudes emocionales adquirirán los marcadores de prioridad adecuados. 

  La tarea consiste en hacer que la memoria funcional dé prioridad a las virtudes emocionales, asegurando que prevalezcan en el proceso de confrontación, y los hechos culturales describen el comportamiento en tanto que éste se encuentra organizado por información codificada en símbolos. 

  No se pueden almacenar sentimientos en la memoria, pero se pueden almacenar imágenes que producen sentimientos. Y una vez almacenadas en la memoria pueden ser llamadas a participar en la construcción de nuevos objetos mentales de manera que evoquen algo muy similar a la experiencia original. Operaciones como ésta son, por supuesto, altamente adaptativas. En consecuencia, no es la conciencia lo que es adaptativo, sino más bien el poder para crear, almacenar y reencontrar imágenes secundarias. La misma conciencia es meramente un interesante efecto secundario de esta operación. 

  Es del mayor interés subrayar que la religión puede ser apolítica (tanto como puede ser atea), y que, con seguridad, la única religión futura que podría cumplir la esperanza socialista del “hombre nuevo” (no cambiando la estructura antropológica del individuo, sino manipulándola de forma racional y eficiente) tendría que ser de tipo racional, e independiente de las coacciones políticas (es decir, de las coerciones físicas de tipo legal –y penal- que son las que caracterizan “lo político”). Entre los efectos de este cambio cultural se encontrarían también, por supuesto, las “relaciones de compromiso” o normas cívicas propias de la “conducta instrumental”, menos dependientes de la motivación (algo que recuerda al “Proceso de civilización” que describe Norbert Elías en su libro) pero que se impondrían de forma en apariencia "espontánea" (como hábito, o incluso como "moda") en lugar de imponerse políticamente como "relación de compromiso". Se trataría entonces de encontrar la “religión pura” (“pura”, en tanto que sin implicaciones políticas) capaz de servir de herramienta psicológica para el cambio cultural profundo. ¿No sería ésa quizá la auténtica alternativa al conformismo con el capitalismo y a la “sociofobia”?, ¿y no podría ser ése un proyecto ilusionante para las nuevas generaciones de jóvenes idealistas, que nunca faltan?

  Una reforma cultural en el sentido de la “religión pura” permitiría resolver el problema de la motivación para el altruismo también  en el sentido que el autor de “Sociofobia” parece identificar erróneamente con una visión incompleta del “dilema del prisionero

La conducta altruista individualista está tan sujeta al dilema del prisionero como la egoísta. Por ejemplo, una pareja de enamorados atraca un banco, son detenidos e incomunicados. La policía sólo tiene pruebas circunstanciales contra ellos y si no confiesa ninguno de los dos sólo podría condenarlos a un año de cárcel. Si uno confiesa y el otro no, el que confiesa será condenado a diez años y el otro saldrá libre. Si los dos confiesan, el fiscal está dispuesto a ser benévolo y pedir sólo cinco años de cárcel para cada uno. La pareja se ama apasionadamente y la prioridad de cada uno es que el otro salga libre sin parar mientes en sí mismo. En esta situación, ambos serán condenados a cinco años. Haga lo que haga cada uno, la mejor opción del otro es confesar. Pero de este modo obtienen un resultado peor para el otro de lo que hubieran conseguido cooperando para salvarse.

  Pero el “dilema del prisionero” puede examinarse de muchas formas, asumiéndose diversas perspectivas que lo cambian todo al situarlo en el contexto de la realidad social, tal como aparece en el libro "Supercooperadores", de Martin Nowak:

Hay cinco mecanismos básicos para favorecer la cooperación a pesar de las tendencias egoístas de la selección natural: reciprocidad directa (quid pro quo), reciprocidad indirecta (reputación), selección espacial (los cooperadores son favorecidos al formar redes y agrupamientos), selección multinivel (selección entre grupos, donde los grupos de cooperadores superan en eficiencia a los grupos de desertores) y selección por parentesco (tendencia a cuidar unos de otros en clave genética: favorecer a los parientes).  

  Quizás esta visión del autor de “Sociofobia” a favor del formalismo de la “conducta instrumental”, las “relaciones de compromiso” y las “normas e instituciones que regulan nuestra conducta al margen de nuestras preferencias puntuales” tenga algo que ver con algunas observaciones de tipo político:

En un sistema alternativo seguramente algunos megarricos deberían prescindir de sus yates con asientos tapizados en piel de pene de ballena, tal vez la clase media japonesa se vería obligada a aceptar que una vida sin inodoros domóticos es digna de tal nombre y los estadounidenses podrían tener que asumir que los carriles bici no son un anticipo de la llegada del Anticristo. Pero, por otro lado, en torno a mil millones de personas podría dejar de pasar hambre y un número similar podrían aprender a leer y escribir. 

  Puesto que en los últimos decenios ya se han producido fenómenos como los de que más de mil millones de personas han dejado de pasar hambre y lo mismo se podría decir sobre el incremento de la alfabetización, se diría que el “sistema alternativo” ya ha tenido lugar…  si es que un “sistema alternativo” a lo que aspira realmente es a producir esas mejoras en la situación de miseria. Porque si lo que el “sistema alternativo” lo que busca es la desaparición de la desigualdad (el autor ya ha explicado antes que “la alienación y la insolidaridad son perfectamente congruentes con estándares altos de nivel de vida y de educación”), o si lo que el “sistema alternativo” lo que busca es el perfeccionamiento ético (mediante transformaciones culturales) en un sentido exacto de alcanzar una “vida buena” en particular (una comunidad planetaria de individuos que, experimentando una plena confianza, operen socialmente en plena cooperación: una “comunidad de santos”), entonces no tenemos por qué manifestar aspiraciones tan moderadas como conformarnos con que unos cuantos millones de habitantes más dejen de pasar hambre al hacer renunciar a algunos caprichos a los "megarricos". Es decir: o bien nos preocupamos exclusivamente por remediar la miseria (y nos es lo mismo cuántos ricos pueda llegar a haber), o bien nos preocupamos exclusivamente por establecer la igualdad (y entonces no caben ni “megarricos”, ni “grandes ricos”, ni “mediorricos”, ni ricos de ninguna clase).

La ética del cuidado relaciona explícitamente el tipo de personas que deberíamos aspirar a ser —un ideal de vida buena— con el tipo de relaciones sociales que podemos aspirar a llevar como animales racionales y dependientes y su incompatibilidad con características fundamentales del capitalismo, como la desigualdad material o el individualismo. 

  Desde este punto de vista, el “sistema alternativo” no se define por su capacidad productiva de bienes (bienes que incluirían algunos que pueden ser imprescindibles para el cuidado mutuo), sino por el tipo de relaciones sociales que se dan. Las relaciones sociales propias de un “sistema alternativo” pueden establecerse, o bien a partir de actitudes éticas innovadoras, o bien, si no se cree en ellas (como postula el autor, que no cree en el “hombre nuevo”), a partir de “la conducta instrumental (…) individualista pero no necesariamente egoísta” (¿y no era el individualismo una característica fundamental del capitalismo incompatible con el ideal de “vida buena”?). Pero si nos centramos en los cambios psicológicos, entonces  tenemos la consecuencia necesaria de que no podría haber desigualdad de ningún tipo si se ha producido un cambio en la conducta de tal calibre. Podemos ser moderados a la hora de aceptar el capitalismo y la desigualdad e imponer impuestos a las grandes fortunas (por ejemplo), pero es preciso insistir en que, si lo que pretendemos es, nada menos, que sustituir “las características fundamentales del capitalismo” por la "ética del cuidado”, entonces no cabe ahí moderación alguna: un “sistema alternativo” ha de ser totalmente transformador y cambiar por completo la base del comportamiento social.

  ¿Cómo podría ser una “ética del cuidado” anticapitalista compatible con el mantenimiento de la forma de vida basada en la desigualdad y el individualismo, apenas limitado por algunas reformas políticas por el estilo del límite a las grandes fortunas (los excesos de los bienes suntuarios de los “megarricos”)? Esto no parece un "sistema alternativo" coherente. Por un lado se rechaza toda desigualdad con un planteamiento que parece basarse en la envidia y el resentimiento (da igual que haya igualdad de oportunidades y se erradique la miseria: solo importa que hay desigualdad entre ricos y menos ricos), y por el otro se promueve una moderación sorprendente pues lo que se propone es solo que los "megarricos" prescindan de algunos lujos... ¿pero no seguiría entonces manteniéndose la desigualdad?

  Otra observación que requiere una lectura atenta es ésta:

El mito fundacional de los llamados estados del bienestar afirma que fueron el resultado de la prudencia, el consenso, el aprendizaje de los errores pasados y el altruismo. En realidad, formaron parte de una estrategia inteligente y ambiciosa, capitaneada por Estados Unidos, para minimizar el atractivo de la vía soviética en Europa.

  Se puede argüir que la base de los “estados del bienestar” se puso antes de que surgiese la Unión Soviética, cuando ya antes de la primera guerra mundial la presión de los movimientos de lucha de clases y los de tipo más democrático llevó a la gradual aceptación de leyes sociales, sindicatos legales y participación en el parlamento de los partidos políticos de base obrera (si es que el origen no estaba ya en el cambio cultural humanitarista que comenzó a tomar forma en el siglo XVIII, tal como relata Lynn Hunt en su libro “La invención de los derechos humanos”). Por lo demás, si el problema hubiera estado en “el atractivo de la vía soviética” la mejor estrategia contra esta amenaza habría sido dar a conocer lo horrible de tal sistema político (purgas, hambre y Gulag)… solo que lo que la vía soviética fuese o no en realidad, a nadie le importaba en el fondo: lo que motivaba a sus apoyos en Europa era algo que poco tenía que ver con los beneficios sociales, sino más bien con el rechazo airado a la desigualdad capitalista.

  Y esto:

Seguramente Washington ha causado más muertos fomentando los intereses comerciales estadounidenses que Roma en su expansión imperial, pero los prisioneros de guerra estadounidenses acaban en cárceles y centros de tortura secretos y no crucificados a lo largo de la Ruta 66.

   Obviamente, la población del mundo en nuestra época es mucho mayor que la de la época del Imperio Romano. Por lo demás, Roma arrasó Cartago, y Estados Unidos arrasó Alemania y Corea con consecuencias muy distintas en cada caso, lo que equivale a decir que la realidad histórica muestra que las secuelas de los “intereses comerciales estadounidenses” y las de la “expansión imperial” romana fueron de tipo muy diferente. (Con todo, algunas regiones del mundo también se beneficiaron de la expansión imperial romana y de eso tenemos también testimonios históricos).

  En cualquier caso, el libro “Sociofobia” supone una magnífica oportunidad de aprender y reflexionar acerca de cómo persiste hoy el debate anticapitalista de los movimientos de izquierda y sus sucesivas adaptaciones a las sucesivas decepciones. La imperfección del capitalismo, la experiencia de la historia y el largo debate de las ciencias sociales, así como la esperanza en la perfectibilidad de la cultura, nos ofrecen todo tipo de enriquecedores contrastes que a su vez podrían permitirnos especular en el futuro con nuevas soluciones más imaginativas.

1 comentario:

  1. Los libros mencionados en esta reseña están a su vez reseñados en otras "entradas" del blog:

    “La religión no es acerca de Dios” 14 de abril de 2013
    “El malestar en la cultura” 26 de agosto de 2013
    “Supercooperadores” 28 de abril de 2013
    “El proceso de civilización” 3 de marzo de 2013
    “La invención de los derechos humanos” 30 de septiembre de 2013

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