lunes, 22 de diciembre de 2014

“La vida en común”, 1995. Tzvetan Todorov

  Este libro del célebre filósofo Tzvetan Todorov busca, a través del análisis de autores tanto científicos como literarios, presentar una visión de la naturaleza humana con fines prácticos. A esta particular visión la denomina el autor “antropología general”.

La antropología general se sitúa a mitad de camino entre las ciencias humanas y la filosofía. (…) Aspira a poner en relieve lo que es común a campos de investigación separados (…) Se distingue de lo que habitualmente se denomina filosofía en que posee un objeto empírico, el ser humano (…) Se nutre de las observaciones y de las descripciones que encuentra en las ciencias humanas

  Sin embargo, estas observaciones y descripciones no se hacen exactamente a la manera de los antropólogos clásicos, más dados a la etnografía y la psicología, más dados a aplicar el método científico. El planteamiento de Todorov está más en la línea del posicionamiento ético desde el punto de vista de la sociedad occidental de su tiempo.

  Se parte del importante error de los grandes filósofos clásicos acerca de la vida en sociedad:

[Para] Aristóteles “el hombre que no tiene la capacidad de ser miembro de una comunidad (…) porque se basta a sí mismo, no forma parte de la ciudad, y en consecuencia, o es un bruto o es un dios”

  (Evidentemente, "ser un dios" resultaba muy atractivo para algunos)

Según los grandes moralistas de la época clásica (…) el ser humano está atrapado en la red de relaciones sociales, pero por debilidad (…) La aprobación que esperamos de nuestro prójimo no es más que una vanidad culpable (…) La sociabilidad es lo real, pero el ideal es la soledad

  La Ilustración rebatirá con acierto este error, y con ello se dará un paso fundamental

Jean Jacques Rousseau es el primero en formular una nueva concepción del hombre como un ser que necesita de los otros (…) La necesidad de ser mirado, la necesidad de consideración, estas propiedades del hombre descubiertas por Rousseau, tienen una extensión sensiblemente más grande que la aspiración al honor. La sociabilidad (…) es la definición misma de la condición humana. 

  Hasta entonces, pues, el ideal humano era la autosuficiencia a fin de evitar el sometimiento propio del hombre en sociedad (solo el hombre autosuficiente es “un dios”).

  Por otra parte, la errónea perspectiva del que aspira a la autosuficiencia tiene una lógica explicación:

Rousseau acepta que la sociedad nace de la debilidad del individuo 

La última causa de nuestra ceguera debería ser buscada en el amor propio, en este caso del pensador, sabio o filósofo. (…) Es halagador para el individuo pensarse como no debiendo nada a nadie y buscando solitariamente la verdad más que la aprobación de su público. (…) Están listos para confesar todo menos su dependencia, su necesidad de los otros

  El miedo a la debilidad, a reconocerse débil, pues, es lo que llevaba a idealizar la soledad autosuficiente. Pero, llegado el momento de la confesión de la propia debilidad, las consecuencias no parecen haber sido tan malas porque es a partir de entonces cuando comienzan a llegar las mejoras sociales de la época contemporánea.

  Y es entonces también cuando surge la formulación básica de la sociabilidad tal como la entiende Todorov:

[Según Hegel] lo humano comienza donde el deseo biológico de la conservación de la vida se somete al deseo humano de Reconocimiento. (…) El hombre  solo se revela como humano si arriesga su vida (animal) en función de su deseo humano (…) Aquiles, quien prefiere la gloria a la vida, es el primer representante auténtico de la humanidad y no solo un gran héroe. (…) El reconocimiento (…) no podemos otorgárnoslo mutuamente; es necesario que uno no lo posea para que el otro lo obtenga. 

  A un nivel más psicológico…

Hay dos niveles de organización en nuestras “pulsiones de vida”: uno que compartimos con todos los organismos vivos, satisfacciones del hambre y la sed, búsqueda de sensaciones agradables; y el otro, específicamente humano, que se funda en nuestra (…) naturaleza social

El reconocimiento puede ser material o inmaterial, riqueza u honores, que implican o no el ejercicio del poder sobre otras personas.

La frontera entre vivir y existir es la que distingue al hombre de los animales (…) También los animales existen, como el hombre, aunque sea en un grado menor (…) El reconocimiento de nuestra existencia, que es la condición preliminar de toda coexistencia, es el oxígeno del alma.

La ausencia de reconocimiento engendra la angustia

A mediados del siglo XVIII el antiguo sistema de honores, reservado para unos pocos privilegiados, comienza a caer en desuso y todos aspiran a su propio reconocimiento público, a lo que se llamará la dignidad.

  Sin embargo, Todorov pone una limitación a lo que pudiera parecer a primera vista un mecanicismo psicológico demasiado simple:

La asimilación de necesidades “sociales” a necesidades biológicas como el hambre, práctica común hoy en día, es profundamente desconcertante; describe la relación con las personas como si fueran relaciones con las cosas. (…) Nada comparable puede darse en mis relaciones con una persona (…) Gozar de ella no implica su destrucción, al interiorizarla no disminuyo su autonomía.

  Tal vez el que sea “desconcertante” ayuda a comprender ciertas valiosas verdades. La necesidad social también es biológica, en tanto que nuestra biología es social.

    Podría resultar útil el recurrir a descomponer el “estado de sociabilidad” en manifestaciones parciales de actuaciones concretas, en episodios interpersonales que podamos describir y asumir.  Recordemos el clásico experimento con la cría de mono que, después de saciada su hambre gracias a un frío biberón, se abraza a un muñeco de peluche que le proporciona sensaciones similares a las del cuerpo de una madre. Los seres humanos también podemos encontrar consuelos semejantes a la soledad y el desamparo (por ejemplo, viendo una película o leyendo una novela), y esto no implica las “relaciones con una persona” real. “Gozar” de una persona (un atento psicoterapeuta, un amable masajista) no implica tampoco su destrucción, y podemos aprender mucho de analizar por separado los elementos de la vida social que nos afectan y a veces nos satisfacen: los psicólogos han encontrado una gran utilidad en ello y los actores han desarrollado técnicas muy específicas acerca de ello. Si asumimos y aprehendemos este tipo de necesidades como si fueran “cosas”, es posible que esto nos permita descubrir nuevas fórmulas para mejorar nuestra vida social (si, por ejemplo, llegamos a ser capaces de disponer a nuestro favor de grandes estructuras de “cosas” afectivamente reconfortantes).

   Recibimos placer del reconocimiento de otros. Y lo recibimos en episodios aislados, que es como se goza del placer. Qué episodios, bajo qué circunstancias y cómo en concreto nos afectan son cuestiones de la mayor importancia.

  De momento, como base para nuestra capacidad para sentir ese tipo de bienes, se admite un condicionamiento bastante biológico, como es la afectividad en la primera infancia.

Si ha tenido en su primera infancia la certeza de ser amado –con ese amor incondicional que los niños reclaman a los padres- el adulto enfrentará con más serenidad las pruebas que lo esperan en la vida. El apego inicial, Bowlby ha insistido mucho sobre ello, es la única base sólida sobre la cual se puede construir la personalidad.

  Pero es después, al enfrentarse al mundo, cuando la mayor parte de los individuos se encuentra con problemas. Incluso aunque se haya contado con bienes afectivos fundamentales en la primera infancia, la vida en sociedad nos exige ese reconocimiento mencionado como base misma de nuestra existencia adulta.

Podemos ser indiferentes a la opinión que otros tienen de nosotros pero no podemos permanecer insensibles a una falta de reconocimiento de nuestra existencia misma

  Aparece entonces un importante concepto:

El amo del reconocimiento, ese juez interior que nos sanciona positivamente o negativamente nuestros actos (lo que Adam Smith llamaba “el espectador imparcial y bien informado”). 

Una precisión se impone: en el transcurso de la infancia absorbemos no solamente las órdenes y los ejemplos parentales, sino también las normas sociales, propias de la comunidad. Han sido interiorizadas en el transcurso de intercambios antiguos, cuyos protagonistas no son forzosamente individuos identificables.

  Este “amo del reconocimiento”, impersonal, abstracto en ocasiones, determina y limita nuestra libertad. Al ser aquello “que se interioriza” es algo que en consecuencia se apodera de nuestra propia naturaleza. Implica una dependencia que puede llegar a ser odiosa. De nuevo vemos que no tenía nada de extraño el que en la Antigüedad se idealizara la autosuficiencia. La esclavitud, la servidumbre, el clientelismo, son ejemplos de estructuras de sometimiento en la Antigüedad clásica. Se las juzgaba necesarias, pero a la vez se las sabía odiosas.

La historia de la humanidad no es más que la evolución de esta relación entre amos y esclavos.

  Con todo, incluso un esclavo, a veces, puede cambiar de amo, encontrar uno más benévolo. La realidad profunda es que la dependencia de unos de otros implica todo tipo de actividades, incluso el altruismo más desinteresado.

Ciertas actitudes de caridad están cercanas al orgullo (…) La persona caritativa (…) se presenta a ella misma como alguien que no pide nada (…) Por el contrario, se propone dar sin contrapartida: su dinero, su tiempo, sus fuerzas; los beneficiarios serán los seres necesitados (…) Por supuesto, esto no es así; ella realiza un acto aprobado por la moral pública y se queda con los beneficios del reconocimiento indirecto, que son los mejores. El ser caritativo (…) hace como si el otro solo tuviera necesidad de vivir y no de existir; o de recibir, pero no de dar.  (…) Sabemos por los relatos de los beneficiarios de la caridad que se los pone en una situación muy difícil: son (…) desdichados por la debilitación de su existencia.

  No son raras las críticas a la caridad. El amor propio busca todo tipo de recovecos psicológicos para subsistir ante la abrumadora presencia del comportamiento prosocial.

  Una visión alternativa a ésta que presenta Todorov sería que el espectáculo del “reconocimiento indirecto” que la persona caritativa realiza podría ser inspiración para el que recibe la ayuda (testigo muy cercano del acto). Es posible que esta inspiración, que este “conocimiento cultural” sea más valioso que el auxilio material. Recordemos lo dicho de que “los beneficios del reconocimiento indirecto” (…) “son los mejores”, y este tipo de beneficios son también, en apariencia, muy asequibles. Hay que tener en cuenta que el que “da”, no solo proporciona bienes como “dinero”, “tiempo”, “fuerzas”: proporciona, sobre todo, una actitud altruista y prosocial por la que recibe a cambio los bienes del “reconocimiento indirecto” mencionado. Quizá no todos tengan dinero para dar, pero tiempo y fuerzas sí es posible, y, sobre todo, podemos formar parte del entorno cultural que genera este tipo de actitudes, cuando se trata, por supuesto, de un altruismo genuino, bondadoso y, por tanto, humilde. Todorov en ningún momento menciona la humildad como elemento psicológico constitutivo de la caridad, a la que parece definir solo como prestación (lo que aproxima su concepción más bien al nivel de la “limosna”).

  Quizá el inconveniente del amor propio pueda ser doble: por una parte, no se quiere recibir ayuda material, por la otra, no se quiere aceptar las pautas de comportamiento del que se conduce caritativamente pese a constatarse el beneficio doble que supone (bienes materiales y psicológicos –reconocimiento indirecto).

   Todorov considera que el rechazo a la aceptación del comportamiento caritatitivo no merece crítica, lo cual supone una particular visión de las relaciones humanas, sobre todo si se tiene en cuenta que se parte del hecho cierto de que se han producido cambios en el comportamiento cultural a lo largo de la historia en lo que concierne a la aceptación pública de la necesidad del reconocimiento (el paso de una "cultura del honor" a una "cultura de la dignidad", como estamos viendo ahora).

  El autor nos expone más juicios acerca de la vida emocional del hombre abocado a “la vida en común”

En la base de todo diálogo hay un contrato de reciprocidad (…) Para escuchar lo que él me dice, debo callarme, como él lo hará a su vez, cuando sea su turno. Hay allí un ritual complejo que todos dominamos sin reflexionar sobre el mismo. Una de las maneras de bloquearlo es sorprendente: parece que basta hacerlo explícito, volverlo consciente en los dos protagonistas,  para que ya no cumpla con sus funciones tan bien como lo hacía antes.

  Algunos antropólogos han observado que en ciertas culturas tradicionales los individuos no pueden dialogar durante más de dos o tres minutos sin que con esta frecuencia un interlocutor interrumpa al otro o le haga comentarios que revelan que le está prestando atención. Una persona que escucha a otra en silencio sin interrumpirla le causaría al que habla la impresión de que su interlocutor no siente el más mínimo interés, y podría tomar tal situación como una muestra de desprecio.

El odio de alguien es su rechazo; por lo tanto, puede reforzar el sentimiento de existencia. Pero ridiculizar a alguien, no tomarlo en serio, condenarlo al silencio y a la soledad, es ir mucho más lejos: la persona se ve amenazada por la nada. 

 Hay antropólogos que consideran que tal vez el origen de la risa esté directamente originado en el desprecio y la burla. Quizá vendría mejor una humanidad una humanidad más seria.

  Todorov aborda también la cuestión de los “paliativos” al reconocimiento.

Una forma de reconocimiento sustituto consiste en mantener la ilusión de reconocimiento. (…) Imaginamos que los otros nos reconocen, mientras que esto no sucede en absoluto. (…) El despertar puede ser doloroso (…) El escritor autor de ficciones está bien protegido; crea mundos imaginarios que pueden darle las satisfacciones deseadas, pero, en principio, no se cree personaje de la novela.

Cuando se toman drogas se tiene el sentimiento de plenitud, de autosuficiencia, que permite no preocuparse ya por las reacciones de aquellos que nos rodean.

  El que Todorov señale las posibilidades de la intoxicación como medio de obtener un paliativo del reconocimiento y no añada ninguna crítica de tipo moral revela la gravedad del asunto. Una humanidad cuyos individuos profundamente subjetivos encuentran tanta dificultad para gratificarse emocionalmente podría cambiar por completo si las drogas estuvieran al alcance de cualquiera.

  El autor aborda otra posible solución que no sería un paliativo

¿Existe alguna manera de vivir el reconocimiento que escape a los inconvenientes de los paliativos? (…) Es posible admitir nuestra propia sociabilidad y, a la vez, la subjetividad del otro, aceptar al tú como semejante y al mismo tiempo complementario del yo. Podríamos designar esta modalidad con la expresión de asignación de turnos/roles. Esta fórmula significa, por una parte, que debemos esperar nuestro turno (la alternancia);  por la otra, que puede existir una repartición de roles. 

La asignación de turnos/roles no es una panacea. Acomoda nuestras necesidades de reconocimiento a la pluralidad de seres que forman la sociedad humana, pero es parcial y frágil. Partir de la necesidad de reciprocidad y de repartición es preferible a todos los paliativos contra el fracaso del reconocimiento, pues es más verdadero; sin embargo, esto no resuelve nada de manera definitiva.

  La asignación de roles no resuelve el problema porque la reciprocidad supone una especie de mercantilización del “reconocimiento”. Sin embargo, como ya se ha mencionado antes a propósito de la asimilación de necesidades “sociales” a necesidades biológicas como el hambre, este tipo de actitudes resultan reveladoras de la auténtica naturaleza de nuestra problemática. No, no es como el hambre, pero para concretar cuál es la diferencia tenemos que asumir también una descripción detallada y realista del fenómeno.

Desde el punto de vista psicológico, es verdad, egoísmo y generosidad no se oponen como la presencia o la ausencia de beneficios para el sujeto, como una preocupación por sí mismo o una preocupación por los otros; sino más bien como la elección de beneficios materiales inmediatos y limitados y la de beneficios psíquicos, indirectos pero esenciales.

  Esto nos devuelve de nuevo al asunto de la caridad, conducta prosocial por antonomasia. Si contemplamos la caridad como un mero episodio aislado dentro de una cultura basada en la idea de “dignidad”, podemos ver cómo el que recibe se rebaja ante el que da (la caridad que es equivalente a la limosna). Si lo contemplamos como un episodio aislado dentro de un entorno social complejo, entonces la plasticidad de los beneficios psíquicos de la caridad puede beneficiarnos a todos: también al que recibe, en tanto que puede llegar a formar parte de la misma realidad dentro de una cultura basada en comportamientos caritativos y no de reciprocidad. Recibo la caridad del que me auxilia, no me obsesiono por corresponderle, sino que acepto con humildad al que da por amor (hay una identidad en la benevolencia, en el “reconocimiento indirecto” que se comparte) y por consiguiente participo del mismo festín de conductas afectivas. La humildad del uno alienta la caridad del otro (principio universal de "imitación"), y ambos comparten el mismo “ethos”. Claro está que la caridad, en este caso, ya no equivale a la brutal limosna. La caridad sería algo mucho más profundo. Tanto como lo es la humildad.

   Ahora bien, ésta ya no sería tampoco una cultura basada en la “dignidad”. Recordemos que antes de la idea de “dignidad”, surgida a partir de la Ilustración, existía otro conjunto de pautas de comportamiento social, donde destacaban ideas como “honor” y donde la esclavitud estaba generalmente aceptada. Recordemos cómo Rousseau argumentaba que ”la necesidad de consideración (…) tiene una extensión sensiblemente más grande que la aspiración al honor”. Esta “necesidad de consideración” igualitaria no era otra cosa que la "dignidad", que supone una concepción humanista (y universal) que mejora sensiblemente el concepto de “honor” (solo para minorías) propio del ethos de la Antigüedad.

  Así que tal vez también existan alternativas mejores que el reparto de roles, y tal vez la “dignidad” pueda llegar a quedar, en una sociedad futura, tan desfasada como el “honor” si resulta que la “dignidad” entra en contradicción con la mucho más humanamente provechosa “caridad” (proliferación de beneficios psíquicos esenciales, propios del “reconocimiento indirecto” universal).

  Todorov no admite este escenario. Su actitud quizá es menos constructiva que eso. De hecho, desconfía del cristianismo en general, pues el cristianismo no solo crearía la alternativa del mecanismo de la caridad (que a él no le gusta) sino que también requiere del dualismo virtud/naturaleza.

Vivir en sociedad no es “superar nuestras inclinaciones” (la exigencia que Kant le destinaba a nuestras acciones morales) (…) La moral no nos obliga a combatir nuestra naturaleza, contrariamente a lo que enseñan tanto Kant como el cristianismo. 

La moral común, de origen cristiano, (…) considera el placer como la obra del Maligno (…) [Se] cree que es necesario pertenecer a la casta de los malvados, de los seres crueles y profanadores, para tener derecho al placer.

   La cristiandad, sin embargo, ha construido también la alternativa de la virtud como variedad prosocial del placer (un placer que no es de “explotación”, que no se obtiene a costa de otro). Pero la virtud no es exactamente un bien de la naturaleza, sino que más bien se trata de una cuidadosa elaboración cultural que ha necesitado de cientos de generaciones para llegar a surgir y que está lejos de haberse extendido en el mundo. En opinión de muchos, el combate contra la naturaleza humana (los instintos genéticamente heredados del hombre prehistórico) ha estado justificado y seguirá estándolo. Nadie puede negar que las prestaciones sexuales, percibir la sumisión de los demás y desahogar la agresividad en otros son fuente de placer (en unos individuos más y en otros menos). Ése es el placer del Maligno. Pero la elaboración cultural de las virtudes permite el surgimiento de placeres alternativos.

  Al fin y al cabo, ¿no está Todorov mismo reconociendo esta realidad?

Tomar conciencia de que la meta del deseo humano no es el placer sino la relación entre los hombres puede permitirnos que nos reconciliemos con situaciones que aparecerían como insatisfactorias bajo la vara de otros criterios

  Sin olvidar que, propiamente, toda motivación humana se fundamenta en el placer (que incentiva la acción), de modo que el virtuoso que opta por la relación entre los hombres en lugar del placer egoísta y destructivo, al fin y al cabo, también está optando por un tipo de placer alternativo

  Finalmente, queda un elemento último, del que no podríamos decir si se trata de un paliativo

La realización prescinde de toda comparación, es presencia pura. De esa manera se emparenta con lo bello (…) La realización es todavía más extraña al mundo animal que el reconocimiento; presupone la naturaleza social del hombre, aun cuando no se sirva de ella

El indicio que permite distinguir entre realización de uno mismo y reconocimiento, incluyendo las formas solitarias (“orgullosas”) de éste, es la presencia o la ausencia de mediación: el reconocimiento está necesariamente mediatizado por el otro, aunque sea otro anónimo, impersonal o exterior; la realización es inmediata, produce un corto circuito en el proceso de reconocimiento y contiene en sí misma su propia recompensa.

  Probablemente, la “realización” no sea algo muy distinto del “reconocimiento indirecto” ya mencionado, y que tan útil puede ser si logra asociarse a comportamientos prosociales tan explícitos como el altruismo y la caridad. Claro que, por otra parte, lo que nos está diciendo Todorov de la “realización” es que podría funcionar también de forma parecida a la de la autosuficiencia del sabio de la Antigüedad. Y si la medida de la "realización" es solo la propia satisfacción del que actúa, bien pudiera ser que algunos se consideraran “realizados” al ejecutar actos en perjuicio de otros. Actos antisociales.

  En su recorrido por lo que se sabe de la problemática humanísima de la “vida en común”, Todorov lo que reconoce es, por encima de todo, la elaboración cultural, a lo largo de la historia, de nuevas fórmulas para la convivencia. Una elaboración que no tendría por qué haber ya finalizado.

2 comentarios:

  1. Es curioso, pero Todorov sigue siendo uno de los autores más populares (aunque modestamente) entre los ensayistas extranjeros que se publican en España, según asegura hoy Babelia. Me han entrado ganas de volver a leer "La vida en común", después de acercarme a este resumen tan impecable. Yo lo hice hace veinte años, cuando salió más o menos. No estaría mal que Todorov lo retomara y añadiera su opinión acerca de las nuevas redes sociales y su influencia en nuestra idea de reconocimiento social.

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  2. Pues a mí me ha parecido este ensayo del año 1995 como un poco anticuado con respecto a los psicólogos evolutivos de hoy (y de entonces) en lo que se refiere a explicar la "naturaleza humana". Eso del "reconocimiento" parece más claro cuando se explica en base a instintos y estímulos del entorno. Viene a ser lo mismo, pero más claro y más completo. Pero está bien que se trate de un autor tan conocido. Por eso lo he incluido aquí.

    En cuanto a las nuevas redes sociales, a mí no me parecen aún tan decisivas...

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