viernes, 15 de noviembre de 2019

“La construcción emocional de la moral”, 2007. Jesse Prinz

   El profesor de filosofía Jesse Prinz aborda la moralidad desde un punto de vista emocional. Si conceptualizamos la moralidad como el control mutuo del comportamiento prosocial o antisocial de los individuos, determinar su contenido exige una determinada visión de la participación social, de la constitución psicológica de cada individuo a la hora de abordar su consideración del bien común dentro de la sociedad.

  Reaccionamos emocionalmente ante la injusticia, y se hace inevitable que concluyamos que es de esta misma reacción de la que depende qué consideramos o no injusto.

Podemos definir las propiedades morales como poderes para causarnos emociones. Las emociones tienen fuerza motivacional, así que algo que causa emociones es motivador. (p. 89)

La división entre los teóricos que piensan que los sentimientos son esenciales para la moralidad y los que piensan que las emociones son incidentales es quizá la disputa más fundamental en la filosofía moral. Yo me alineo con los del primer campo (p. 13)

   Los que piensan que las emociones son incidentales son los kantianos: la moralidad superior sería consecuencia de un criterio racional. Como un juez sosegado e imparcial, en base a argumentos sólidos señalamos dónde está la falta y cuál es la corrección.

Muchos filósofos quieren encontrar un fundamento objetivo para la moralidad. No creo que tal fundamento exista (p. 164)

  La posición del profesor Prinz, un poco en la línea del viejo Hume, es clara: el relativismo moral. Lo moral es aquello que nos agita emocionalmente en uno u otro sentido en cuanto a la prosocialidad (lo que es bueno para el conjunto de la sociedad) pero, claro, nuestras agitaciones emocionales dependen del entorno en el que vivamos, de cómo nos hayamos formado emocionalmente a lo largo de nuestra vida.

La educación moral funciona en base a un condicionamiento emocional, y el condicionamiento puede alterar disposiciones afectivas previas. De la misma forma que podemos adquirir nuevas aficiones, miedos y caprichos mediante el condicionamiento, podemos también adquirir nuevas normas fundamentales. Dos personas que han sido condicionadas de forma diferente durante el desarrollo tendrán valores morales fundamentales diferentes (p. 195)

Tenemos moralidad para construir un grupo social coherente. Los valores morales nos llevan a cooperar y a prevenirnos de dañar a los miembros de nuestra comunidad (p. 185)

Creer que algo es incorrecto es tener una cierta disposición emocional con respecto a ello. Estas disposiciones son reconocibles. Podemos reconocer la ira, el asco y la vergüenza, por ejemplo. Estas emociones nos permiten determinar, con considerable confianza, si un miembro de otra cultura ha moralizado algo (p. 197)

    Por ejemplo, los ciudadanos de ciertos países se avergüenzan más de infligir las leyes en el pago de impuestos que los de otros países. A otros les escandaliza la falta de recato de las mujeres. O que los niños no se muestren respetuosos ante sus padres. Y aceptan y alientan que se asignen castigos y recompensas en base a ello.

   Ahora bien, ¿qué sucede cuando las diferencias de criterios morales se refieren a actos que dañan de forma evidente a terceros que no han incurrido en infracción voluntaria alguna? Ejemplos conocidos son la institución de la esclavitud o, todavía hoy, la circuncisión femenina. Aquí parece que se castiga a algunos individuos a los que se invita a que se resignen para el beneficio egoísta de otros sin que sean culpables de nada.

Los factores que hacen problemático imponer nuestros valores a aquellos que no abrazan estos valores no se aplican en el caso de víctimas no voluntarias. Las victimas no voluntarias de prácticas que condenamos también condenan tales prácticas. (p. 209)

   Si la cultura del lugar acepta que se dañe a algunos individuos inocentes por el bien común, los criterios mínimos de justicia no parecen cumplirse. Todo es ilógico en estos casos a pesar de que la ética –el control mutuo del comportamiento intencional por el bien común- es bien lógica.

    Por otra parte, llevando la lógica de la actitud ética hasta sus últimas consecuencias, también nosotros dañamos el bienestar, por ejemplo, de los delincuentes encarcelados, mientras que otra cultura -¿más avanzada?- podría responder al delito con medidas no represivas, por ejemplo, de orientación y ayuda psicológica, como sucede con los enfermos mentales (¿el delincuente como un enfermo mental leve, afectado de “antisocialidad transitoria”?).

La cultura puede ser la causa de la moralidad, el efecto de la moralidad y la razón de la moralidad (p. 185)

   Damos hoy por sentado que existe el “progreso moral”, es decir, una visión dinámica de las relaciones morales entre individuos que, a lo largo de cientos de generaciones, tiende a una benevolencia universal y a una cooperación infinitamente eficiente por el bien común. Ahora bien, en el relativismo moral, todo sistema cultural es “bueno” en la medida en que los individuos que viven dentro de él lo aceptan como tal…

No podemos simplemente abandonar nuestros valores actuales. El racista no puede imaginar amar a los miembros de la raza vilipendiada más de lo que nos podemos imaginar deleitándonos en la tortura (p. 244)

  Es decir, el racista no es “malo” –moralmente reprobable- porque se le han imbuido –enculturación- unos valores morales determinados –“cada uno en su sitio”, por ejemplo-.

  ¿Cómo podemos conciliar esta visión con la del “progreso moral”?

Creo que el progreso moral es posible, pero no creo que podamos tener éxito en movernos hacia delante saliendo de nuestros valores actuales y sopesando alternativas (p. 289)

   Es decir, el progreso moral solo sería posible si aceptamos el mundo tal como es. Incluyendo los cambios que, no sabemos muy bien cómo, podrán tener lugar en el futuro… a la vista de los que ya han tenido lugar en el pasado.

   La pregunta que el profesor Prinz no responde es ¿qué podemos hacer hoy para promover el progreso moral futuro?

Podemos ejercer algún control en determinar el curso del cambio moral. Una vez reconocemos que existe la moralidad para servir a nuestros deseos y necesidades, podemos intentar ajustar nuestra moralidad actual a fin de que nos sirva mejor. No podemos hacer esto desde una posición trascendental (…) Los valores morales no pueden usarse para guiar el cambio moral porque los valores morales se autoafirman, siempre pensamos que nuestras convicciones actuales son nobles. Para hacer progresar la moral, necesitamos consultar nuestros valores extramorales (p. 307)

   Supongamos que yo quiero acabar con el castigo penal –encarcelamientos- de forma parecida a como otros quisieron en el pasado acabar con la tortura o la pena de muerte. Hoy por hoy, los ciudadanos de Europa Occidental no aceptarían que los culpables de delitos graves no fuesen encarcelados -igual que los ciudadanos de Texas no aceptan que se deje con vida a los que han perpetrado homicidios atroces- y semejante posibilidad la considerarían ella misma inmoral.

Si cada sistema moral es una construcción moral, y ninguna tiene un título mayor para la verdad absoluta, ¿qué fundamentos tenemos para decir que un sistema es mejor que otro? (p. 288)

  Aparentemente, no existen tales fundamentos. Demostrar que no existen los “valores extramorales” trascendentes es uno de los principales empeños del profesor Prinz en su libro. El progreso moral que él, con todo, ve posible, tendría que producirse por evolución muy lenta desde dentro del sistema moral vigente. Quizá con ello quiere decir que en lo que no cree es en las “revoluciones morales”

Los críticos pueden argumentar que a las mujeres [que aceptan voluntariamente la ablación] se les ha lavado el cerebro para aceptar esa práctica. Pero esta objeción es difícil de defender. En este contexto, el término “lavado de cerebro” es simplemente peyorativo para enculturación (…) [Pero] ellas adquieren sus valores de la misma forma que nosotros lo hacemos (p. 210)

   Observemos que no considera el hecho de que las mujeres de esos países eran niñas cuando comenzó a enseñárseles esos valores. Lo mismo se puede decir de cualquier otra creencia. “Enculturación” implica también el sometimiento psicológico en condiciones de desventaja.

  Y observemos otra contradicción

A los sujetos [de un estudio de psicología social] se les presentaron decisivos contraargumentos para cada argumento que dieron contra el incesto consensual [una historia feliz sobre un incesto libremente aceptado por dos hermanos mayores de edad]. Tendían a conceder que los contraargumentos eran exitosos, pero solo el 17% cambió su juicio moral inicial [negativo en un 80%]. Los otros típicamente se afirmaron en declaraciones no argumentadas y exclamaciones emocionales. ¡El incesto es repugnante! (p. 30)

   El hecho de que los contraargumentos sean exitosos en alguna medida no es anecdótico ¡los cambios comienzan siempre en pequeño número, sobre todo en los procesos evolutivos!

  Quizá el mismo profesor Prinz pueda aportarnos pistas sobre cómo hallar pautas para el progreso moral.

El mal comportamiento es fácil de explicar. La gente actúa mal porque el mal comportamiento con frecuencia conlleva una recompensa inmediata. Alcanzamos bienes gracias al robo y placer mediante actos sexuales condenables. El misterio más profundo es el buen comportamiento. ¿Por qué obedecemos reglas morales? (p. 82)

  Se contesta a sí mismo recordando que las personas actúan emocionalmente en base a cómo la sociedad –el contexto cultural- nos conduce a sentir vergüenza o culpabilidad con respecto a las normas impuestas. Pero ya ha dado por sentado que existe una sensibilidad a los argumentos racionales y, sobre todo, que el egoísmo es antisocial.

Hume enfatiza la simpatía. La simpatía nos lleva a cuidar de otros que están necesitados o angustiados. La simpatía puede definirse como una respuesta emocional al sufrimiento de los otros (p. 82)

  Es decir, hay principios morales en nuestras emociones y principios racionales en nuestro entendimiento. Por ello la evolución moral es posible y se produce en el mismo sentido. Cambios en el entorno –cambios sociales- pueden llevar a cambios en la actitud psicológica con repercusión en las emociones morales.

Algunos estudios han mostrado que la inducción de estados mentales de tristeza puede llevar a consideraciones más negativas sobre la gente (p. 28)

   Y asimismo

Se ha demostrado que el afecto positivo puede llevar al comportamiento prosocial (…) Los sujetos son mucho más dados a ayudar si previamente se les induce un buen estado de humor (p. 80)

   En suma, las circunstancias del entorno señalan también que la prosocialidad es viable allí donde el entorno no la coarta.

Nuestra forma ordinaria de pensar sobre la moralidad depende de las emociones (p. 42)

   Pero la forma ordinaria encubre nuestra predisposición a ciertos valores de prosocialidad, a la “simpatía” y otras manifestaciones innatas de altruismo. Igualmente, nuestra naturaleza racional nos hace sensibles a argumentaciones racionales (autocontrol del egoísmo para el bien común).

  Y también se promueve valorar la intencionalidad. De hecho, valorar la intencionalidad podría ser incluso innato.

La gente era más probable que se le reprochara las malas intenciones que fuesen alabadas por sus buenas intenciones (p. 80)

  Finalmente

Todos los buenos críticos [de arte] están de acuerdo en sus evaluaciones estéticas (…) La teoría moral puede ser interpretada siguiendo líneas similares (p. 142)

   Por tanto

Admitimos que se valora la reflexión cuidadosa, el completo conocimiento de los hechos y el desinterés cuando se decide lo que es correcto. Los sistemas legales así lo demuestran. Pero también consideramos los valores de los grupos a los que pertenecemos (p. 143)

   Lo uno no niega lo otro, y la experiencia cultural acumulada va solo en un sentido de expansión de la prosocialidad, control de la agresividad y desarrollo de la racionalidad. Si se reconoce la existencia del progreso moral, la base psicológica de la “simpatía” y la capacidad de la racionalidad para influir en los juicios morales, se explica que nunca haya sido suficiente la “enculturación” para que, por ejemplo, los esclavos acepten ser esclavos, o las mujeres acepten ser maltratadas o los pobres ser despojados. En realidad, la “enculturación” es siempre insuficiente en estos casos y la sociedad suele imponer sus criterios morales más “imperfectos” mediante la fuerza bruta.

  Hoy por hoy contamos con la posibilidad de utilizar criterios nuevos para seguir avanzando en el progreso moral. Estos nuevos criterios podrían incluir, por ejemplo, la acción deliberada sobre la motivación psicológica que da lugar a las “revoluciones morales”, es decir, podríamos aprender a sentir devoción o repugnancia  -reacciones emocionales- ante hechos antisociales que hoy asumimos por enculturación –por ejemplo, la pobreza, los castigos penales, la insatisfacción afectiva o sexual-. Podríamos “enculturarnos” a nosotros mismos siguiendo enseñanzas del tipo “educación emocional”… algo parecido a lo que, de forma tradicional y confusa, las religiones llamadas “compasivas” han estado intentando hacer en los últimos dos mil años (a partir de la llamada “Era axial”).

  Y “creer” –porque, en el fondo, solo se trata de una creencia- en el relativismo moral no ayuda al progreso moral. Más bien lo dificulta.

Lectura de “The Emotional Construction of Morals” en Oxford University Press Inc, 2007; traducción de idea21

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