viernes, 15 de mayo de 2020

“Empatía y desarrollo moral”, 2000. Martin L. Hoffman

  Como la mayoría de los estudiosos de la ética actuales, Martin L Hoffman aborda el comportamiento individual con respecto al bien común desde el punto de vista de la psicología. No se trata tanto de lo que la persona elige ser, sino de aquello que es capaz de elegir a pesar de los condicionamientos del inconsciente.

  El rasgo psicológico clave a la hora de contemplar las actuaciones morales es la empatía.

La empatía se define como una respuesta afectiva que es más apropiada a la situación de otro que a la de uno mismo (p. 4)

La empatía es la chispa de la preocupación humana por los otros, el pegamento que hace posible la vida social. Puede ser frágil pero ha perdurado a lo largo de la evolución y puede continuar mientras exista la humanidad (p. 3)

En este libro, pongo al día mi trabajo previo y lo encuadro en una teoría comprensiva del comportamiento y desarrollo moral prosocial que subraya la contribución de la empatía a la motivación y comportamiento morales pero que también asigna una importancia especial a la cognición. El objetivo es elucidar los procesos que subyacen a la aparición de la empatía y su contribución a la acción prosocial; arrojar luz en el camino que desarrolla la empatía, desde las formas preverbales que pueden haber existido en los primeros humanos y todavía existen en los primates, a las expresiones sofisticadas de preocupación por las emociones humanas complejas y sutiles. Mi meta es también examinar la contribución de la empatía a los principios de la justicia y asistencia altruista para resolver conflictos entre ellas, y para la contribución al juicio moral (p. 3)

  Lo “prosocial” es lo referente a la acción individual que busca el beneficio de nuestros semejantes, de cada uno y del conjunto de todos ellos. No todo acto de ayuda a desconocidos es indiscriminado.

La psicología evolutiva dice que elegimos ayudar a aquellos que comparten nuestros genes; la psicología dice que elegimos ayudar a los de nuestro grupo primario. Pero compartimos más genes con los de nuestro grupo primario (p. 19)

   Es decir, tenemos una tendencia a desarrollar relaciones de apego y benevolencia con quienes son próximos a nosotros, el “grupo primario”, pero cuál sea nuestro “grupo primario” en particular es siempre relativo. En un principio de la evolución de nuestros antepasados, lo componían solo nuestros parientes, quienes compartían nuestros genes. Pero con el desarrollo cultural, a los parientes "de sangre" se añaden parientes "adoptivos", hasta el punto de que se ha llegado a decir que "todos los hombres son hermanos"...

  La clave de la efectividad y extensión del comportamiento moral –prosocial- se halla en que éste no es una elección consciente tanto como una consecuencia de la previa “interiorización” de criterios de actuación.

La estructura moral prosocial de una persona es interiorizada cuando uno acepta y se siente obligado a mantenerse en ella sin preocuparse por las sanciones externas  (p. 9)

  La actuación “interiorizada” solo responde a nuestros propios impulsos, de la misma forma que sucede cuando seguimos un instinto, y esta es la mejor garantía de una actuación moral efectiva y continuada.

La interiorización moral (…) epitomiza el dilema humano existencial acerca de cómo la gente se enfrenta a los conflictos inevitables entre las necesidades personales y las obligaciones sociales (…) Si bien las normas pueden ser inicialmente externas y con frecuencia divergen de los propios deseos, [con frecuencia] acaban por convertirse en parte de nuestro propio sistema motivacional interno, sobre todo gracias a los esfuerzos de los primeros socializadores, en especial los padres, y ayudan a guiar el comportamiento incluso en ausencia de autoridad externa. Esto es, el control por otros es reemplazado por el autocontrol, y la acción moral se convierte en el intento del individuo por alcanzar un equilibrio aceptable entre los motivos egoístas y morales, residiendo ambos dentro de uno mismo.  (p. 121)

La interiorización sirve a la función de control social por hacer que la conformidad sea gratificante por sí misma (p. 123)

  Hoffman aborda la cuestión de la interiorización moral sobre todo en lo que se refiere a la educación de la infancia, que es el proceso más evidente de interiorización de pautas de comportamiento (morales y de todo tipo). La estructura más eficiente en mejorar el sentido moral de los niños es educándolos mediante la inducción de juicios y criterios prosociales, estimulando el sentido innato de la empatía pero poniéndolo al servicio de una creciente capacidad cognitiva. (Los adultos también pueden “interiorizar” pero este complejo proceso no es abordado apenas en este libro).

La inducción subraya tanto el malestar de la víctima como la acción del niño que la causó (…) Una inducción perceptible que alcanza el nivel cognitivo del niño y pone la presión justa en él para procesar la información de la inducción y considerar las consecuencias de su acción con respecto a la víctima puede llevar al malestar empático y al sentido de culpa (…) La cognición los capacita para comprender las perspectivas de otros, el malestar empático y la culpa  (p. 136)

  La inducción no es la única estrategia. Se señalan otras dos importantes: la aserción de poder y la retirada del amor. Veamos cómo puede llevarse a cabo la "aserción de poder" en combinación con las otras estrategias al tratar de controlar el comportamiento de un niño pequeño:

a) leve aserción de poder no cualificada: no debes tocar los juguetes mientras estoy fuera; b) la misma leve aserción de poder más decir que el adulto se enfadaría mucho si el niño toca los juguetes (moderada aserción de poder más retirada de amor); c) la misma aserción de poder más decir que el adulto estaría muy triste si el niño toca los juguetes (aserción moderada de poder más inducción) (p. 166)

La investigación ha documentado hace tiempo como más frecuente el poder de aserción y menos frecuente la inducción (y otros razonamientos) en el grupo socioeconómico de más bajo nivel  (p. 281)

   Lógicamente, el grupo socioeconómico de más bajo nivel es el menos sofisticado en el desarrollo  del sentido moral. Hay una relación evidente entre el desarrollo económico y el desarrollo moral. Algunos informes de psicología social nos ilustran relatando el promedio de palabras que utilizan los padres del grupo de bajo nivel al educar a sus hijos en contraste con el de los padres del grupo de alto nivel: Los padres de las familias asistidas [por la Beneficencia] hablan aproximadamente 600 palabras por hora a sus bebés, mientras que los padres con profesiones universitarias hablan más de 2000 palabras por hora a sus bebés.

   Ahora bien, la evidencia de que existe la condición natural –instinto- de la empatía siempre ha supuesto una gran esperanza para la mejora social de todas las clases socioeconómicas.

La versión británica del utilitarismo representado por David Hume, Adam Smith y otros, para quienes la empatía es un vínculo social necesario, encuentra expresión en la investigación actual sobre la empatía, la compasión y la moralidad del cuidado a otros.(p. 2)

   Pero no basta con que exista. Tenemos que utilizarla de forma correcta, porque muchas veces la empatía no tiene el efecto benévolo que todos desearíamos. Si la empatía, por ejemplo, genera culpa, será mucho más efectiva.

El primer desarrollo narrativo de la culpa vino de Freud. Extrañamente, la culpa de Freud no se debía a que se dañase a nadie, sino a un retroceso hacia el pasado inconsciente de la infancia basándose en la ansiedad ante el castigo o abandono de los padres. Cuando esta ansiedad se activa por sentimientos hostiles, primero hacia los padres y después hacia cualquier otro, se transforma en culpa incluso si los sentimientos hostiles no son expresados  (p. 114)

  La culpa de Freud –y la culpa en general- no es de índole empática ni prosocial. Si uno ha sido educado entre malhechores puede sentirse culpable si, por causa de la empatía, se ha desobedecido la orden, por ejemplo, de agredir a un inocente.

   Sin embargo, estamos más acostumbrados a que sea un comportamiento moral prosocial el que genere culpa. Esto puede producirse como consecuencia de determinada preparación moral, por la cual la prosocialidad es el resultado de diferentes condicionamientos cognitivos que generen culpa.

Defino la estructura moral prosocial de una persona como una red de afectos empáticos, representaciones cognitivas y motivaciones. Ello incluye los principios (uno debería ayudar a otros en problemas, la gente debería ser recompensada por sus esfuerzos), las normas de comportamiento (decir la verdad, guardar promesas, ayudar a otros, no mentir, robar, traicionar, herir, dañar o engañar a otros), reglas (el daño intencional provocado es peor que el daño accidental, no provocado), un sentido del bien y el mal y de cometer infracciones, imágenes de los actos de uno que han herido o ayudado a otros y la autoinculpación asociada. (p. 134)

  Principios, normas de comportamiento, reglas, sentido del bien y el mal, imágenes… y finalmente la culpa por la infracción… o incluso el temor a sentirse culpables. Interiorizar tales procesos a fin de que funcionen como “instintos” no es tarea fácil. Requiere un entorno condicionante muy preciso. Ese entorno suele dárnoslo la cultura, pero también condicionamientos de nuestro entorno más próximo (sobre todo la familia en la infancia).

  Además, Hoffman señala algunos puntos oscuros que tienen que ver con la empatía y la interiorización de pautas de conducta. Entre los más importantes, la sobreexcitación empática, la empatía interesada (discriminando entre individuos por grupos –“grupos primarios”) y los problemas de la aserción y la retirada del amor (estrategias de moralización diferentes a la inducción).

No parece haber una relación consistente entre la orientación moral y la retirada del amor (p. 165)

  Ciertamente, esto funciona de forma parecida al sentido de culpa. Como el caso de las esposas de los delincuentes que, por no perder el amor de sus maridos, cometen todo tipo de actos antisociales en beneficio de ellos.

  La sobreactivación empática, por otra parte, nos impulsa a evitar la proximidad al daño ajeno que nos resulta naturalmente desagradable. Apagar la tele cuando aparecen noticias trágicas.

[La] sobreactivación empática [implica] (…) los procesos que subyacen al cambio del malestar empático al malestar personal (p. 201)

   El malestar empático es imprescindible para disparar el comportamiento prosocial: si la proximidad del daño ajeno no nos afectase, lógicamente vamos a carecer de motivación para remediarlo. Pero la sobreactivación empática puede llegar a alterarnos en exceso, puede llevarnos a querer evitar la proximidad de los que sufren y, por lo tanto, a no actuar de forma prosocial.

  Por eso, el malestar empático debe ser también convenientemente estructurado (al igual que la culpa).

El nivel más avanzado de malestar empático implica distanciamiento: es en parte una respuesta afectiva a una imagen mental de la víctima, no solo su valor inmediato como estímulo  (p. 83)

  Si somos capaces de activar la empatía de forma meramente cognitiva, con el distanciamiento que ello requiere, la acción prosocial será más eficaz.  Esto aparece mucho en los dilemas morales: en un accidente con múltiples víctimas, un médico tiene cerca a un hombre muy gravemente herido, tan grave, que no tiene salvación, pero la empatía nos provoca que su gravedad nos haga darle preferencia, mientras que otras cinco personas heridas un poco más alejadas, cuyos casos son a todas luces más esperanzadores, pueden fallecer por no recibir a tiempo los cuidados. Por eso normalmente los médicos tienen muy asumido el distanciamiento empático. Y esto es porque tienen principios:

Los principios morales pueden reducir el sesgo empático y la sobreactivación empática  (p. 221)

   Ya hemos visto lo que es la sobreactivación empática. En cuanto al sesgo empático:

El sesgo empático puede convertirse en algo malo cuando la gente se ve impulsada a atacar a otros en defensa de su propio grupo (ira empática)  (p. 270)

  Recordemos la cuestión del “grupo primario”. Gracias a la cultura y a nuestro propio desarrollo cognitivo (extrapolaciones) existe una gran flexibilidad a la hora de extender numéricamente el “grupo primario “ (véase, por ejemplo, la teoría del “círculo expansivo”). Eso permitiría eludir el problema del sesgo empático si contamos con un principio moral según el cual nuestro propio grupo abarca todo el género humano

  Un principio moral  puede entenderse también como un criterio de distanciamiento que facilita una ideación cognitiva en un sentido prosocial y puede desactivar tanto el sesgo empático como la sobreactivación empática. En el ejemplo del médico en el accidente múltiple, el principio sería: socorre primero a aquellos que más fácilmente pueden salvarse, sin perder los nervios (sobreactivación empática) ni prestar más atención de la debida al que te afecta más personalmente (lo que abarca también el sesgo en beneficio del propio grupo).

Si el malestar empático impulsado por la situación de la víctima es intenso, un malestar empático menos intenso promovido por el principio [moral] disminuirá el malestar empático general del observador. Si el malestar empático impulsado por la víctima es débil, un malestar empático más intenso del observador impulsado por el principio [moral] intensificará el malestar empático general del observador. En otras palabras, cuando un principio moral cargado con afecto empático es activado, tiene un efecto estabilizador de elevar o bajar la intensidad del afecto empático del observador. La respuesta empática del observador es así menos dependiente de las variaciones de intensidad y lo marcado de la angustia de la víctima y la sobre-activación empática (o infraactivación) es menos probable.  (p. 239)

  Otra cuestión que aborda Hoffman es la culpa virtual, que parece un gran problema, pero no lo es tanto.

Sentirse culpable en cualquier momento en que se piense que se ha cometido una transgresión, incluso cuando no ha sido así. Llamo a esto culpa virtual, y el acto dañino presumido, transgresión virtual. En las transgresiones virtuales uno no ha causado el daño ajeno, al menos no conscientemente, pero se culpa a sí mismo igualmente  (p. 175)                         

  La parte buena es que la “culpa virtual” tiene como origen una fuerte predisposición empática. Nos dolemos y sentimos culpables de no haber ayudado a quien, de todas formas, no hubiéramos podido ayudar: así es como se suelen sentir las “buenas personas” en tales casos. Lo contrario nos estaría diciendo algo sobre la menor sensibilidad empática del que se muestra hasta cierto punto indiferente.

  Lectura de “Empathy and Moral Development” en Cambridge University Press, 2000; traducción de idea21

No hay comentarios:

Publicar un comentario