domingo, 25 de junio de 2023

“Innato”, 2018. Kevin J. Mitchell

   ¿Cuánto hay de innato en la naturaleza humana y cuánto puede ser transformado por la acción social?

Los descubrimientos genéticos y neurocientíficos que se describen en este libro nos permiten cambiar nuestra capacidad para controlar nuestra propia biología, tanto como nuestra visión de nosotros mismos y de la naturaleza de la humanidad (Capítulo 11)

  Controlar nuestra propia biología implica poder controlar nuestro comportamiento social que es lo que a todos nos interesa con respecto a los demás. En general, se piensa que la mejor forma de hacer esto es mediante la educación, y siempre se ha considerado que la recibida en casa cuando somos niños es la que más puede influenciar a un adulto. ¿Puede conseguirse esto realmente o estamos más determinados por nuestra herencia genética?

[Como padres] podemos no moldear la personalidad de nuestros hijos, pero ciertamente influenciamos la forma en que ellos se adaptan al mundo (Capítulo 11)

  Los descubrimientos al respecto continúan hoy. En su libro, el experto en genética y neurocientífico Kevin J Mitchell se inclina bastante por las que considera claras evidencias de que incluso pautas de comportamiento humano aparentemente tan maleables como el temperamento y las emociones podrían deber más a la herencia genética que al entorno social. Pero el que elementos clave de la personalidad parezcan hereditarios no debe hacernos renunciar a las esperanzas que nos ofrecen la educación y la modificación bienintencionada del entorno cultural.

Si bien los jóvenes cerebros son altamente plásticos y responden a los estímulos, estas propiedades disminuyen drásticamente más allá de cierta etapa de maduración (…) Esto limita la cantidad de cambio que esperamos lograr. Es ciertamente posible cambiar nuestros comportamientos (…) pero hay poca evidencia que apoye la idea de que podemos realmente cambiar nuestros rasgos de personalidad, que podríamos, por ejemplo aprender a ser biológicamente menos neuróticos o más conscientes. Puedes ser capaz de aprender estrategias de comportamiento que te permitan adaptarte mejor a las exigencias de tu vida, pero es improbable que estas cambien las predisposiciones mismas. Para los niños la situación puede ser diferente. Puede haber periodos en los cuales las intervenciones intensivas del comportamiento pueden alterar trayectorias de desarrollo. Por ejemplo, un niño con autismo puede ser enseñado a mirar conscientemente las caras de las personas cuando habla –esto puede mejorar su desarrollo lingüístico y social-. Pero incluso aquí las oportunidades para un cambio duradero son limitadas (Capítulo 11)

   Por otra parte, no se dan las condiciones sociales que nos permitirían mejorar mediante selección las cualidades humanas más benéficas para la sociedad en su conjunto (tal como se ha hecho con los animales domésticos), pero de todas formas interesa tener en cuenta cómo operan los cambios genéticos en relación con el comportamiento social y cómo cierto nivel de plasticidad en la estructura cerebral puede influenciar tal base genética.

La plasticidad sináptica puede ser desencadenada por los neuromoduladores. Esto proporciona un mecanismo para regular el aprendizaje basado en la experiencia subjetiva del individuo –no solo cómo de grande es una recompensa o castigo en un sentido objetivo, sino cómo de gratificado o castigado se siente uno en un sentido subjetivo-. Esto enlaza la toma de decisiones con las emociones, las cuales pueden ser vistas como señales heurísticas que el cerebro usa rápidamente para tomar decisiones aproximadamente óptimas con información incompleta o ambigua (Capítulo 6)

  La capacidad para alterar –mejorar- el comportamiento social está avalada por el conocimiento científico acerca de la estructura de nuestros cerebros.

La variación en el señalamiento de caminos neuromodulatorios puede ser al menos parte de lo que subyace a las personalidades individuales (Capítulo 6)

No hay genes para el lenguaje, o para no obsesionarse con las cosas o para no hablar soezmente de forma incontrolable. Ninguna proteína controla directamente en qué clase de cosas estás interesado o tu talento musical o como de consciente eres. Estos rasgos de alto nivel son propiedades emergentes de complejos circuitos neuronales dentro del cerebro –circuitos que son reunidos por instrucciones de miles de genes y que funcionalmente implican los productos de miles de otros genes- (Capítulo 3)

  Es muy difícil determinar cómo podemos actuar prosocialmente a partir de estos conocimientos acerca de nuestra naturaleza hereditaria, cómo utilizarlos para el bien común. Ante todo, debemos evitar el resurgimiento del llamado “darwinismo social” o un determinismo fatalista en el sentido de que nada importante puede cambiarse en el comportamiento humano. Así, por ejemplo, el estudio de las supuestamente capacidades intelectuales innatas –IQ- se ha visto muy afectado por el descubrimiento del llamado “Efecto Flynn”, la demostración estadística de que el IQ promedio aumenta en determinadas poblaciones con respecto a los promedios de periodos anteriores.

Exactamente lo que está causando [el efecto Flynn] es asunto de debate, pero probablemente implica múltiples factores que han ido cambiando a lo largo del tiempo. Estos incluyen mejor nutrición y mejorada salud maternal e infantil, lo cual presumiblemente favorece un crecimiento y desarrollo cerebral óptimo. Entre estos factores también se incluye una mejor y más larga educación (…) Y, más en general, el efecto puede reflejar una creciente tendencia hacia hábitos abstractos en las sociedades modernas (Capítulo 8)

    Los datos de los cambios en promedios de IQ en Irlanda son especialmente significativos. En la década de 1970, el IQ promedio en Irlanda era apenas de 85, cuando en Reino Unido era el esperado 100. Para la década de 1990 se alcanzaba el 95 en Irlanda y poco después llegaría la equiparación con el Reino Unido. Está claro, por tanto, que este indicador no revela una característica innata hereditaria. De esa forma, lo que sí se revela es lo injustificable de los prejuicios contra determinados grupos nacionales a los que se atribuyen problemas sociales insolubles debido a sus promedios inferiores de inteligencia… y al mismo tiempo se demuestra la utilidad de la evaluación a partir del marcador “IQ”, que resulta representativo del progreso general de un país.

  Lo innato, por tanto, nos asimila a los animales, pero también nos da una visión realista de nuestras posibilidades

Definimos la naturaleza humana como un conjunto de capacidades o tendencias de comportamiento que son típicas de nuestra especie, algunas de las cuales pueden sin embargo ser compartidas con otros animales y que pueden ser expresadas o bien de forma innata o bien que requieren maduración o experiencia para desarrollarse (Capítulo 1)

   Si buscamos el perfeccionamiento de nuestra sociedad hemos de considerar las posibilidades reales y no otras… Y el caso es que este tipo de estudios sobre el innatismo del comportamiento humano se ven sometidos a numerosas influencias ideológicas y de todo tipo,  lo cual ha llevado a muchos errores. Veamos el caso de los estudios pioneros sobre sexualidad de Alfred Kinsey.

Alfred Kinsey (…) sugirió que la variación en preferencia sexual se disponía como un continuum –que la gente variaba en cómo de fuerte y exclusivamente eran atraídos por un sexo o el otro-. Trabajos más recientes argumentan fuertemente contra esta visión e indican en lugar de ello que la preferencia sexual es mucho más categórica tanto para heterosexuales como homosexuales (Capítulo 9)

  La condición humana puede no ser tan maleable como se pensó en otros tiempos, pero está claro que las capacidades humanas para crear un entorno cultural novedoso son incomparables con las de otras especies.

En algún momento de la evolución, el incremento de la habilidad para pensar en términos abstractos –para tener ideas- llevó a, y fue reforzado por, la emergencia del lenguaje (Capítulo 8)

En su núcleo, la inteligencia es la habilidad para pensar en formas cada vez más abstractas –ver una cuestión específica de algo y extraer mayores enseñanzas de ello, lo cual después puede ser aplicado a otras situaciones por analogía¬- (Capítulo 8)

  Otra observación importante sobre la naturaleza humana es que el ser humano no es una máquina perfecta que se comporta lógicamente en base a sus necesidades. Muy al contrario, en base a nuestra herencia animal, dependemos de impulsos biológicos a veces difícilmente controlables

Son aquellos llamados estados “afectivos” o emocionales los que impulsan las respuestas conductuales iniciales en los animales jóvenes o en los bebés (…) El dolor no es solo una señal acerca de daño a alguna parte del cuerpo -¡es doloroso!: ordena atención y exige una respuesta-. El hambre no es solo una señal de que necesitas comida, no puede ser ignorada –da lugar a una urgencia fuerte de buscar comida-. Y la comida no es solo nutritiva –es una recompensa, sienta bien- (Capítulo 5)

  Pensemos en los estímulos supernormales: obramos por impulsos innatos que van mucho más allá de satisfacer nuestras necesidades, igual que los animales, y por eso nos alimentamos de grasas y sales hasta el punto de enfermar siguiendo un impulso natural; y podemos actuar de forma violenta mucho más allá de lo necesario para defender nuestras vidas, igualmente porque seguimos un impulso natural. El control de nuestro comportamiento con fines prosociales no puede basarse, como pensaban en la Ilustración, en el mero razonamiento, sino que debemos comprender también nuestros impulsos irracionales, la imposibilidad de cambiar ciertas tendencias innatas. A partir de este conocimiento podemos intentar poner en marcha condicionamientos eficaces –arraigados culturalmente- lo más fácilmente comprensibles para el mismo individuo que participa en ellos. Pero jamás hemos de confiar en que nuestra naturaleza innata nos va a señalar automáticamente cuál es la conducta más conveniente. No funciona así.

  Lo humano nunca se podrá separar de lo animal.

Lectura de “Innate” en Princeton University Press 2018; traducción de idea21

jueves, 15 de junio de 2023

“Percepción y particularidad moral”, 1994. Lawrence A. Blum

   La evolución humana es evolución cultural, y la base de ésta es la evolución moral. La mejora de las capacidades de cooperación entre los seres humanos depende de nuestra concepción de las relaciones humanas: la forma de conciliar el interés privado y el interés común. 

  Este es un libro sobre la psicología de la moralidad. Al profesor de filosofía Lawrence A. Blum le preocupa más en qué consiste el comportamiento moral y no tanto los preceptos que desarrolla. Comportarse moralmente implica una acción que tiene efectos benéficos para otros individuos y la sociedad en general, ¿bajo qué condiciones podemos dar lugar a tales acciones morales?    

Las comunidades pueden modelar poderosamente el sentido de los miembros de acometer un deber y lo que ellos consideran que es razonable esperar. Las comunidades modelan así la capacidad de sus miembros para sostener un nivel de conducta virtuosa más allá de lo que en otros contextos se consideraría exigir demasiado (si bien quizá fuese bueno y admirable).  (p. 160)

Por “psicología moral” entiendo el estudio filosófico de las capacidades psíquicas implicadas en la agencia moral y la respuesta moral –emoción, percepción, imaginación, motivación, juicio-. Los filósofos morales han estado demasiado centrados en los principios racionales, en la imparcialidad, en la universalidad y en la generalidad, en las reglas y códigos de la ética (p. 3)

  La mejora moral implica la práctica de la virtud y ahí hay pocas dudas: la mejor virtud es la del altruista, la del sujeto que, sensible a las necesidades ajenas, actúa por el bien de otros. Una comunidad humana donde abundan los altruistas tiene garantizado el más alto nivel de cooperación eficiente posible; es allí donde encontramos motivos para la confianza, mecanismos de comunicación constructivos y criterios de cohesión social prácticamente universales. Ahora bien, la virtud del altruista no consiste tanto en que asimile una doctrina benevolente que aplica de forma imparcial, sino en que muestre un carácter sensible capaz de percibir el dolor ajeno, impulsar a remediarlo… y también, como consecuencia de todo ello, verse motivado a participar en cuestiones doctrinales y de principios. Pero primero se forma el carácter del sujeto moral.

La excelencia moral parece requerir, además de un propósito moralmente estimable, cierto grado de profundo compromiso en relación con los deseos, disposiciones y sentimientos que operan en la economía psicológica de la persona.  (p. 69)

Admiramos y deseamos emular una persona compasiva y atenta, tanto como una persona que es conscientemente responsable a las exigencias objetivas e imparciales [de moralidad].  (p. 27)

   El comportamiento empático y compasivo es la fuente del comportamiento moral, y no la mera disposición racional a cumplir reglas esperando de ello obtener beneficios. 

[Tú puedes] percibir la injusticia –la violación del principio [moral]- sin percibir la indignidad para la persona que sufre la injusticia. (…) Es posible asir el error de una acción injusta sin realmente registrar la afrenta a la dignidad que sufre la persona objeto de injusticia (p. 56)

   Y, con todo, pueden cometerse errores morales cuando una persona amable no es moralmente perfecta en el sentido de objetividad: puede darse el caso del dilema moral en que para salvar a cinco hay que matar a uno, y no todos van a reaccionar con la requerida lógica en un caso tan difícil.  Pero si la persona no es sensible y benévola en primera instancia, la moralidad no podrá llegar a surgir nunca pues su origen está en la psicología empática –compasiva- de las personas.

La compasión es una entre un número de actitudes, emociones o virtudes que podríamos llamar “altruistas” debido a que implican una consideración por el bien de otras personas. Otras son la piedad, la actitud de ayuda o el interés por el bienestar ajeno (p. 173)

  No siendo la moralidad solo el juicio acerca de lo correcto e incorrecto para el bien común, sino el cultivo de un estado emocional de benevolencia que es la fuente de su conducta prosocial... y al depender la moralidad de la construcción emocional y psicológica del sujeto, también nos exponemos a ciertas debilidades.

Una persona que ha seleccionado de forma consistente la forma correcta de actuar pero que no puede resolver cómo desempeñarla con éxito estaría moralmente incompleta. (p. 61)

  Dependiendo de las circunstancias, una persona puede verse expuesta a elecciones morales y no actuar de forma correcta a pesar de comprender los principios éticos. Un pusilánime puede carecer de valor moral. O uno puede verse influenciado por el entorno (por ejemplo, racista o supremacista) o bien puede mostrarse débil ante la intimidación. 

  Peor aún: el defecto moral puede afectar a la misma sensibilidad y con frecuencia quedamos condicionados no solo para no resolver el juicio moral, sino para ni siquiera percibir la condición moral de lo que sucede (piénsese en el drama de la inmigración al que asistimos hoy a diario en un mundo arbitrariamente dividido por fronteras políticas). El autor diferencia entre un “altruismo especializado”, en el cual nos mostramos altruistas solo en un determinado entorno –nuestra familia, nuestra clase social, nuestra nación- y un “altruismo universalista” que es al que se refieren los ideales de imparcialidad.

El altruismo universalista es una forma más alta de altruismo que el altruismo especializado  (p. 130)

A su nivel más básico la moralidad siempre implica una posición de imparcialidad, requiriendo que el agente moral se sitúe fuera de sus intereses y apegos particulares, y considere a todo el mundo como de igual significancia moral. Los principios morales que se generan así no pueden confinarse meramente a las costumbres o reglas de una sociedad particular (p. 199)

   El problema con la “imparcialidad”, más próxima al ideal kantiano de la moral que se alcanza mediante la pura razón, es que, por menosprecio de la sensibilidad subjetiva, puede incurrir en los mismos errores en los que cayó Kant: puede sucumbir a las convenciones de la época y, por tanto, no ser lo suficientemente imparcial (recordemos que Kant, parcial ante tales convenciones, aceptaba la esclavitud, la sumisión de la mujer y la desigualdad económica extrema). Por otra parte, pensemos en la moralidad marxista, que rechazaba explícitamente los sentimentalismos –donde sus teóricos situaban la compasión, la empatía y la benevolencia- y basaba la acción moral en el seguimiento imparcial no solo de los principios marxistas sino también de los intereses de la acción política favorable al Estado o el Partido (a veces tomando caminos totalmente maquiavélicos, “el fin justifica los medios”).

   Por lo tanto, a pesar de los defectos del “altruismo especializado”, requerimos por encima de todo de una predisposición emocional para percibir el dilema moral, para enjuiciar moralmente –e imparcialmente- y actuar en consecuencia. La educación emocional con fines morales sería entonces el objetivo cultural básico y no tanto el cultivo de la teoría de los principios morales.

  Así el libro llega a abundar en el debate entre dos concepciones morales que no tienen por qué ser siempre contradictorias: la moral basada en principios y la basada en el “cuidado” (caring). La moral basada en el cuidado implica la actitud de benevolencia y equidad entre los seres humanos, que puede estar o no informada por principios.

Se ha propuesto que hay dos significados del término moral, uno relacionado con la justicia y el otro con el cuidado y la beneficencia (p. 212)

La atribución de compasión (una virtud de “cuidado”) y justicia (una virtud basada en principios) se refieren a algo que está dentro de la conciencia del agente (…) El agente compasivo no necesita pensar de sí mismo como que actúa compasivamente a fin de obrar así, mientras que el agente justiciero debe verse como que actúa justamente (una instanciación de la virtud de justicia) a fin de obrar así. (p. 209)

  La virtud de los principios parece limitada a aceptar reglas sociales y no emanaría de la expansión emocional del altruismo del individuo. Aquí corresponde una importante observación que señala contra el convencionalismo:  

La ética no debería ser meramente un análisis de la conducta mediocre común, debería ser una hipótesis sobre la buena conducta y sobre cómo esta puede alcanzarse (p. 169)

    La “conducta mediocre común” es simplemente la actuación que es aceptada convencionalmente en nuestro medio social. Pensemos, por ejemplo, en ciertos entornos delincuenciales, donde la violencia y el abuso de los débiles no están mal vistos, pero sí la traición o el abandono de las obligaciones familiares (esta moral “delincuencial” también se observa en muchos casos de pueblos cazadores-recolectores).

   La conclusión es que, de las conocidas tres tendencias éticas (utilitarismo, deontología y ética de la virtud) es la ética de la virtud la que mejor se adapta a tener en cuenta tanto principios como comportamiento benévolo mutuo (ética del “cuidado”).

Una tradición reconocible dentro de nuestro propio pensamiento conecta el término “moral” más próximamente con la excelencia y pureza de un estado motivacional interno que con la realización del bien. En un cierto sentido este es un punto en el cual el énfasis kantiano sobre la motivación interna se une con el énfasis aristotélico en el carácter individual, virtud y estado motivacional (p. 78)

  La fuente de toda benevolencia estará siempre en la psicología del individuo, y cómo se forma esta dependerá en buena parte del entorno social y de los estímulos intelectuales y ejemplos morales que reciba.

La extendida asunción de un vínculo entre comunidad y virtud puede deberse en parte a las raíces aristotélicas de la ética de la virtud (…) Se enfatiza la naturaleza fundamental social de la virtud –la forma en que formas particulares de la vida social están vinculadas con las virtudes particulares-. (p. 144)

Una persona de verdadera excelencia moral es más probable que tenga la generosidad de espíritu y amor a los otros del que es capaz de aceptar simultáneamente a los otros por lo que son, y hacerles sentirse responsables por cómo eligen vivir, si bien les alienta en esforzarse para mejor.  (p. 93)

  Por lo tanto, la acción moral requiere tanto de la percepción del hecho moral como de la capacidad emocional y los criterios o principios éticos. Todo ello es siempre condicionado por el entorno pero hasta cierto punto nosotros podemos actuar en base al “libre albedrío” con nuestro juicio racional informado. Podemos actuar incluso para condicionarnos a nosotros mismos si buscamos donde influenciarnos participando en una comunidad de perfeccionamiento moral (función que tradicionalmente han cumplido las religiones moralistas). Compartir un idealismo moral también implicaría un aprendizaje emocional. Recordemos que una moral mediocre, convencional, se desencamina de lo que propiamente es la actitud moral.

Lo que podría parecer abierto a todos (…) es adoptar ciertos ideales, y así comportarnos directamente como idealistas (p. 95)

[Hay actitudes valiosas que pueden] ser aprendidas de los ejemplos morales y que pueden afectar los propios valores y modo de vida, y emular los ejemplos morales puede ser una fuerza para el propio crecimiento moral (p. 95)

La moralidad basada en principios se preocupa solo por la acción moral; pero la moralidad es más amplia que eso. Incluye la circulación de actitudes, sentimientos, emociones con respecto a la otra persona, los cuales informan y son expresados en las acciones tomadas (…) Implica una sensibilidad para las otras partes implicadas  (p. 211)

  ¿Cómo se construye una “ética de la virtud”? Dentro de un contexto social, que es el que nos marca la virtud a seguir. Para el racionalismo de Kant esto puede parecer muy insuficiente, pero los errores de Kant vistos en perspectiva demuestran las limitaciones de su pura razón (¡la razón no siempre es lógica!). De lo que se trata es de comprender nuestra propia constitución moral, cómo nuestra moralidad requiere, antes de llegar a la consagración de principios inmutables, la construcción de un carácter virtuoso. Requerimos de sensibilidad compasiva, de capacidad perceptiva, de propensión al idealismo (inconformismo) y de una inteligencia suficiente para comprender la también necesaria imparcialidad y racionalidad a la hora de dirimir dilemas.

  Por encima de todo, necesitamos integrarnos en una comunidad moral que nos aliente a construirnos como emocionalmente virtuosos e intelectualmente racionales e idealistas. Y si esa comunidad moral aún no existe, debemos de alguna forma actuar para que llegue a existir.

Lectura de “Moral Perception and Particularity” en Cambridge University Press 1994; traducción de idea21

lunes, 5 de junio de 2023

“Los vicios ordinarios”, 1984. Judith N. Shklar

  El libro de la filósofa y politóloga Judith Shklar trata acerca de determinados vicios “clásicos” –catalogados ya por los moralistas de la Antigüedad- que, bien mirado, resultan hoy tan propios de una personalidad común que no nos queda más remedio que asumirlos como males necesarios. Eso no excluye la condena, pero urge la reflexión. Para empezar, la reflexión de por qué se ha producido tal cambio en la consideración de los vicios y virtudes.

Los vicios ordinarios son la clase de conducta que todos esperamos, nada espectacular o inusual (p. 1)

Crueldad, hipocresía, desdén, traición y misantropía todos comparten una especial cualidad: ambos tienen dimensiones personales y públicas  (p. 2)

    Estos son los cinco seleccionados en este libro, que se estudian sobre todo a partir de cómo se han visto reflejados en la literatura de los pasados siglos.

Hay muchas costumbres y actitudes significativas que no pueden ser fácilmente discernidos porque se expresan solo en la conducta, el ritual y las conversaciones casuales. Han de ser estructurados antes de que podamos hablar sobre ellos como parte de una discusión teórica. Sin los poetas en prosa y verso no sabríamos como abordar estos rasgos característicos de las personas o grupos. (p. 230)

  Hoy contamos con la moderna psicología, pero esta no es más precisa en general que la visión de un Montaigne o un Shakespeare en lo que se refiere a tales vicios ordinarios. Siguen siendo defectos de la personalidad que dificultan la convivencia, pero la forma de abordarlos ha cambiado mucho a lo largo de los tiempos. Hoy, por ejemplo, consideramos la crueldad la más horrible de las tendencias antisociales. Y sin embargo no era así en un principio.

Para ver cómo de relevante es poner la crueldad primero, basta mirar brevemente la teología moral, especialmente los siete pecados mortales. Todos los pecados son directamente o indirectamente ofensas a Dios. San Agustín pone la lujuria primero pero la crueldad viene segunda. Nerón es reprobado primero por su lujuria, después por su crueldad (…) Ni la mentira ni la crueldad son pecados capitales (p. 240)

  Puede considerarse esta trayectoria del vicio de la crueldad como una de las manifestaciones más evidentes de la evolución humanitaria.

La edad de reforma que comenzó en el siglo XVIII fue alimentada por un creciente rechazo a la crueldad  (p. 35)

  Considerar la crueldad como el peor vicio moral implicaba fijar la atención en la sensibilidad del individuo y mucho menos en el bien social de acuerdo con lo convencional.

Quizá la extensión de la crueldad divinamente sancionada hizo imposible pensar en la crueldad humana como un mal diferenciado y abominable (p. 8)

  Pero en las ricas sociedades mercantiles de Holanda e Inglaterra, especialmente, los mandatos eclesiásticos van perdiendo poder frente al esclarecimiento que suponen, en inconsciente alianza, el cristianismo reformado y el escepticismo ilustrado.

El humanitarismo secular había comenzado su extraordinaria carrera. Nunca dejó de tener enemigos. El rigor religioso, la teoría de la supervivencia del más apto, el radicalismo revolucionario, el militarismo, el [estereotipo] masculino y otras causas hostiles al humanitarismo nunca amainaron. Sin embargo, tomar la crueldad en serio se convirtió y se quedó como una parte importante de la moralidad aceptada en Europa (p. 8)

  En la Antigüedad, la crueldad no suponía un defecto moral. Si bien el acto cruel era sin duda dañino, se suponía que se hacía como mal menor y no contaminaba espiritualmente al ejecutor. De hecho, todavía hoy se mantiene el tópico del militarismo caballeroso extrapolado a todo tipo de áreas de actividad pública y privada, y según el cual la capacidad letal del agente de la justicia no es óbice para una discrecional compasión.

La misma idea de un uso económicamente racional de la crueldad era y es una fantasía psicológica y una parte de la ilusión de la eficiencia de la violencia. [Por el contrario,] la crueldad, el miedo y la venganza simplemente escalan (p. 213)

  Para tenerlo más claro, también hemos de considerar que, cuando menos, la crueldad sí es señalada gradualmente como un mal desde la Antigüedad, aunque tal condena se abre paso solo gradualmente. Sucede ya así en la tragedia griega, en el estoicismo y el Jesús del evangelio no castiga a la adúltera… aunque sí amenaza con el infierno.

  Y mientras que la crueldad era infravalorada, mucha mayor gravedad se encontraba antiguamente en la hipocresía, la traición y la misantropía, que hoy consideramos más bien debilidades que forman parte de lo que nos hace propiamente humanos.

Hay sociedades tan sórdidas en las que todo el mundo habitualmente traiciona a los demás (…) Menos drásticamente, la movilidad social, tan apreciada, también tienta a la gente para desertar a sus familiares y amigos menos exitosos (p. 141)

    La traición parece una consecuencia necesaria cuando se trata de la movilidad social, y eso que pudiera en otros tiempos ser tan reprensible –dar la espalda a tus orígenes e incorporarte a una clase social superior- hoy es considerado como consecuencia lógica del éxito social en general.

  Otra circunstancia que lleva de forma casi inevitable a la vulneración de la lealtad ya era observada hace siglos y tenía que ver con la opresión a la que nos vemos sometidos por un poder autoritario y despiadado.

El miedo público, incluso más que las circunstancias personales, nos convierte en traicioneros; y también nos excusa porque el peligro nos hace mirar por nosotros y nuestras familias. El heroísmo es muy raro y nadie está obligado a alcanzar tales alturas (p. 148)

  De esa forma, la reflexión sobre nuestra fragilidad no solo nos hace más realistas, sino también más comprensivos con los semejantes. Quizá se reprende menos el vicio, pero se practica con ello una mayor virtud.  

  Y la misantropía hoy parece incluso la base de nuestra predisposición para exigir garantías democráticas, mientras que en la Antigüedad se consideraba un comportamiento odioso.

Asumir misantrópicamente que los abusos del poder son inevitables a menos que sean cuidadosamente reprimidos es toda la base del (…) liberalismo (p. 218)

  A este respecto el libro se explaya acerca de cómo el maquiavelismo puede ser visto como una misantropía acorde con la comprensión de las debilidades humanas. Por una parte, tenemos la razón de estado que implica también el bien público.

Maquiavelo inspira pesadillas de ubicuas traiciones, consternándonos por ser éstas tan universales, [pero] la razón de estado las redujo de nuevo a una respetable ambigüedad (p. 171)

  Por otra parte, la debilidad humana exige acabar con las tiranías: solo donde hay justicia y una mínima prosperidad el individuo puede permitirse el lujo de practicar la virtud.

Sin libertad todo el mundo está intolerablemente paralizado o disminuido. A ojos de Montesquieu, el miedo es tan terrible, tan fisiológicamente y psicológicamente dañino, que no puede ser redimido. Es por esto que no se puede poner precio a la libertad. Para Kant, el despotismo reduce al sujeto a una infancia perpetua y esto quiere decir que no puede elegir su personalidad en absoluto  (p. 236)

El propósito de Kant era conseguir hombres libres del vicio a partir de un mundo maquiavélico (…) Necesitamos la más intensa fortaleza moral para combatir nuestros impulsos malignos y todas nuestras virtudes son, de hecho, evitaciones de los vicios (p. 234)

  Los vicios ordinarios, por tanto, al ser vistos en el contexto social resultan más excusables, pero su naturaleza es la de la debilidad humana y es esta el principal obstáculo a superar: no debemos  preocuparnos tanto por la condena, sino más por la reflexión y la propia corrección de la debilidad del individuo y de la malignidad del entorno que nos empuja al error.

Lectura de “Ordinary Vices” en Harvard University Press 1984; traducción de idea21