viernes, 25 de noviembre de 2022

“La gran transformación”, 1944. Karl Polanyi

   Karl Polanyi fue otro de los pensadores de lengua alemana exiliados durante la segunda guerra mundial (como Horkheimer o Popper) que aprovechó esta coyuntura para reflexionar acerca de qué había ido mal en la civilización de su tiempo hasta el punto de llevarlos a tan desdichada situación. Dada la magnitud y trascendencia de la vida económica de la sociedad industrial de la época, no sorprende que encontrase la clave de todo ello en una perversión del sistema financiero.

Los orígenes del cataclismo, que conoció su cénit en la Segunda Guerra mundial, residen en el proyecto utópico del liberalismo económico consistente en crear un sistema de mercado autorregulador. Esta tesis permite, a mi juicio, delimitar y comprender ese sistema de poderes casi míticos que supone, ni más ni menos, el equilibrio entre las potencias, el patrón-oro y el Estado Liberal; en suma, esos pilares fundamentales de la civilización del siglo XIX, se erigían todos sobre el mismo basamento, adoptaban, en definitiva, la forma que les proporcionaba una única matriz común: el mercado autorregulador. Esta afirmación puede parecer excesiva e incluso chocante por su grosero materialismo.  (p. 65)

    El supuesto equilibrio natural –entre potencias políticas, mercados y divisas- se mantendría armoniosamente. Pero lo que sucedió en realidad fue una guerra espantosa que llevó la ruina a las naciones europeas. Así, parece más bien que la pauta económica y política de este periodo se veía condicionada por ciertas supersticiones imperantes en los altos círculos de poder

La creencia en el patrón-oro era el artículo de fe por antonomasia de la época.  (p. 58)

  Todavía hoy existen creyentes en el liberalismo económico, pero no cabe duda de que existieron muchos más en la época que señala Polanyi y que sus dañinas enseñanzas están conectadas con cuestiones civilizatorias más profundas y generales.

Una economía de mercado es un sistema económico regido, regulado y orientado únicamente por los mercados. La tarea de asegurar el orden en la producción y la distribución de bienes es confiada a ese mecanismo autorregulador. Lo que se espera es que los seres humanos se comporten de modo que pretendan ganar el máximo dinero posible: tal es el origen de una economía de este tipo. (p. 124)

La tesis defendida aquí es que la idea de un mercado que se regula a sí mismo era una idea puramente utópica  (p. 26)

  Parece que, en el fondo, el problema es moral.

El cambio institucional (…) se produjo de un modo brusco y repentino. Su fase crítica coincidió con la creación de un mercado de trabajo en Inglaterra, en el cual los trabajadores estaban condenados a morir de hambre si no eran capaces de conformarse a las reglas del trabajo asalariado. Desde el momento en que estas rigurosas medidas fueron adoptadas, el mecanismo del mercado autorregulador se puso en funcionamiento. Este mercado chocó tan violentamente con la sociedad que, casi de inmediato, y sin que se viesen precedidas por el menor cambio en la opinión pública, surgieron también poderosas reacciones de protección.  (p. 343)

  Se trata de la idea del “Homo economicus”: tal concepción parece que surgió del materialismo de finales de la Ilustración, con Malthus como precedente de Darwin más la influyente obra de economistas políticos como Smith y Ricardo. Antes de tan sombría etapa, imperaba, cuando menos en la protestante Gran Bretaña, un humanitarismo cristiano compasivo que a veces se denominaba el “derecho a vivir” y que implicaba que el Estado protegía a los más desfavorecidos con subsidios, de modo que el enriquecimiento de los propietarios gracias a la nueva tecnología –que muchas veces llevaba a reducir la necesidad de mano de obra- no empobreciera angustiosamente a los desfavorecidos.

El sistema salarial exigía imperativamente la abolición del «derecho a vivir» tal y como había sido proclamado en [la regulación del subsidio para pobres de 1795], pues en el nuevo régimen del hombre económico, nadie trabajaba por un salario si podía ganarse la vida sin hacer nada. (p. 137)

  En 1834 lo que se abolió concretamente fue el llamado "sistema de Speenhamland", que derivaba de disposiciones muy anteriores, de la época de la instauración del protestantismo en Gran Bretaña. La brutalidad del nuevo capitalismo exigiría que al ser humano –el asalariado- se le tratase como mercancía, con una desconsideración por el semejante no muy alejada de la de los esclavistas.

A medida que la producción industrial se hacía más compleja, eran más numerosos los elementos de la industria cuya previsión era necesario garantizar. De entre ellos, tres eran, por supuesto, de una importancia primordial: el trabajo, la tierra y el dinero (…)  Era preciso, pues, ordenarlo todo a fin de que pudiesen ser comprados en el mercado como cualquier otra mercancía. (…) Trabajo, tierra y dinero tenían que ser elementos puestos en venta. (…) El desarrollo del sistema de fábrica, que organizó como una parte del proceso de compra y venta al trabajo, la tierra y el dinero, se veía obligado, por consiguiente, a transformar estos bienes en mercancías con el fin de asegurar la producción. (p. 323)

El «derecho a vivir» fue abolido. La crueldad científica emanada de la ley de reformas [en Gran Bretaña], que tuvo lugar entre los años 1830 y 1840, chocó tan abiertamente con el sentimiento público y generó entre los hombres de la época protestas tan vehementes, que la posteridad se hizo una idea deformada de la situación. Es cierto que numerosos pobres, los más necesitados, quedaron abandonados a su propia suerte cuando fueron suprimidos los socorros a domicilio, y también es cierto que entre ellos los «pobres vergonzantes», demasiado orgullosos para entrar en los hospicios que se habían convertido en las residencias de la vergüenza, sufrieron las más amargas consecuencias. Muy posiblemente no se perpetró en la época moderna un acto tan implacable de reforma social.  (p. 143)

  Sin duda hay una relación entre el materialismo ilustrado y este sorprendente cambio moral

Bentham cree que la pobreza forma parte de la abundancia. «En el más elevado estado de prosperidad social, escribe, la gran masa de los ciudadanos poseerá probablemente escasos recursos al margen del trabajo cotidiano y, por consiguiente, estará siempre próxima a la indigencia...». (p. 198)

No queremos afirmar que la maquinaria fuese la causa de lo que después aconteció, pero sí insistir en el hecho de que, desde que se instalaron máquinas y complejos industriales destinados a producir en una sociedad comercial, la idea de un mercado autorregulador estaba destinada a nacer. (p. 80)

Como las máquinas complejas son caras, solamente resultan rentables si producen grandes cantidades de mercancías (…) Para el comerciante, esto significa que todos los factores implicados en la producción tienen que estar en venta, es decir, disponibles en cantidades suficientes para quien esté dispuesto a pagarlos  (p. 81)

[El ]trabajo, [la] tierra y [el] dinero(…) [no] han sido producidos para la venta, por lo que es totalmente ficticio describirlos como mercancías. Esta ficción, sin embargo, permite organizar en la realidad los mercados de trabajo, de tierra y de capital  (p. 130)

   Quedando todavía como un misterio –probablemente el misterio psicológico de un prejuicio fuertemente arraigado- el por qué se tardó tanto en lanzar la “sociedad de consumo” (cuya aparición se atribuye a la iniciativa de Ford en 1914)

Los economistas clásicos (…) ¿por qué estimaban que únicamente el aguijón del hambre era capaz de crear un mercado de trabajo que funcionase y no el deseo de amasar ganancias elevadas?  (p. 268)

  El paulatino ascenso de las “clases medias” ya negaba que el interés por atesorar bienes más allá de la mera supervivencia se limitase solo a las clases poseedoras tradicionales.

  En ese mundo donde se pretende condenar a la mayoría a la extrema pobreza pese a los avances tecnológicos que, obviamente, pueden con facilidad aliviarla, se cimenta una fantasía: “la mano invisible” que nunca existió. Las creencias en el mercado autorregulador en realidad venían siendo sostenidas por el poder político y no por fenómeno alguno propio de una naturaleza humana en libertad.

Del mismo modo que las manufacturas de algodón -principal industria del librecambio- fueron creadas con la ayuda de tarifas proteccionistas, primas a la exportación y ayudas indirectas a los salarios, el propio laissez-faire fue impuesto por el Estado. Entre 1830 y 1850 se produjo [en Gran Bretaña] no sólo una gran eclosión de leyes que abolieron reglamentos restrictivos, sino también un enorme crecimiento de funciones administrativas del Estado, dotado ahora de una burocracia central capaz de desarrollar las tareas fijadas por los portavoces del liberalismo. (p. 231)

En 1933 [durante la Gran Depresión], adoptando un gesto instintivo de liberalización, Norteamérica abandonó el oro y desapareció el último vestigio de la economía mundial tradicional. (p. 62)

  La solución, una vez más, es de tipo moral. Una sociedad más moral es la que puede crear controles a la codicia individualista… y la que puede deshacer modernos mitos como el del mercado a modo de fenómeno natural, espontáneo, derivado de la condición humana ancestral (los filósofos de la economía liberal identificaban el mercado con el trueque de los primitivos, lo cual supone una gran exageración).

   En todos los ámbitos, el gran peligro de la economía social siempre ha sido el monopolio, que puede encubrirse de muchas formas. Todo el que busca el beneficio busca el monopolio (y no el mercado autorregulador de la mano invisible a la que guían, supuestamente, las leyes de la naturaleza). 

   El monopolio –la mafia- es la mayor, más rápida y más segura fuente de ingresos a alcanzar con el mínimo esfuerzo imaginable.

La posibilidad de que la concurrencia derivase en monopolio era un hecho del que se era bien consciente en la época; al mismo tiempo, el monopolio era entonces más temido que lo fue posteriormente, pues afectaba con frecuencia a las necesidades de la vida y se transformaba por tanto fácilmente en un peligro para la comunidad. El remedio administrado fue la reglamentación total de la vida económica  (p. 119)

  La falacia de que los intereses naturales humanos –la codicia- habían de equilibrarse de acuerdo con el conocimiento que tenemos de la ciencia natural era típicamente “ilustrada”. Si podía existir “el buen salvaje” –o si, tras Darwin, debíamos asumir con optimismo la lucha de los fuertes contra los débiles- también podía existir una salida natural a la codicia humana.

  Nada más equivocado. La codicia humana sí que es tan humana como la agresión es humana, pero mucho más humanos –en tanto que peculiares del Homo sapiens- son los elevados controles civilizatorios de nuestras tendencias más egoístas y por tanto antisociales –que pueden encontrarse también en muchos otros mamíferos superiores-. La codicia humana puede llevarnos a implantar un monopolio –una mafia- o puede llevarnos a promover un artificioso “mercado autorregulador” con la ayuda del poder político, pero ambas elaboraciones no por derivar de instintos naturales son armoniosas. 

  Por el contrario, el control civilizado de los instintos antisociales mediante mecanismos culturales –fiscalidad, control gubernamental, sindicatos, por ejemplo- no es menos natural que eso pero es mucho más propio de las capacidades del Homo sapiens y no tanto de otros animales sociales que carecen de nuestras capacidades intelectuales y emocionales.

Lectura de “La gran transformación” en Ediciones Endymion 1989 (edición digital Ediciones Quipu 2007); traducción de Julia Várela y Fernando Álvarez-Uría   

martes, 15 de noviembre de 2022

“El animal imperial”, 1971. Tiger y Fox

  ¿Por qué, dentro del reino animal, los antropólogos Lionel Tiger y Robin Fox consideran que el ser humano es “el animal imperial”?

La tendencia imperial tiene sus raíces en los mecanismos a los que se recurre para mantener unidos a los grupos de los primeros humanos que de lo contrario se habrían dispersado. Las manadas de babuinos se dividen cuando se hacen demasiado grandes y se convierten en entidades por completo diferentes, potencialmente en conflicto entre ellas. Los grupos de cazadores humanos también pueden dividirse, pero debido a que hablan el mismo idioma, adoran los mismos antepasados, afirman descender del mismo animal mítico o consideran que proceden del mismo agujero del suelo, permanecen unidos. El vínculo no es necesariamente con las otras personas como individuos, sino con las otras personas con las que comparten los mismos símbolos (p. 217)

  La vinculación simbólica es lo que distingue a los imperios de los reinos. Un reino viene a ser como una familia extendida –una gran jefatura, el jefe de los jefes, el padre de los padres- pero en el Imperio son extraños que se unen por vínculos “imaginarios”, es decir, convenciones que llegan a hacerse simbólicas. Una convención solo puede mantenerse por la voluntad de quienes la han fraguado, pero una convención simbólica apela a valores emocionales. Una vez se fragua el simbolismo, este va más allá de la voluntad inicial de acuerdo.

Si somos animales imperiales, parte del imperio que afirmamos y adornamos está en nuestras propias cabezas (p. 151)

  El Imperio austrohúngaro era más que el reino de los austriacos o de los húngaros. Húngaros y austriacos no eran la misma familia, no compartían un vínculo ancestral. Lo que los unía era el simbolismo de su Kaiser, su benévolo emperador cristiano y civilizado que los aglutinaba frente al peligro de los bárbaros turcos o eslavos. Esta simbología de civilización encarnada en la venerable persona del Kaiser puede parecer un vínculo más vago que la familia extendida de los reinos en los que comparten sus antepasados –mitológicos, claro- pero es mucho más efectivo en extender su ámbito a más pueblos, sociedades y colectivos. El animal imperial es el que conoce el valor del simbolismo político. En ese sentido, la Unión Europea es un ejemplo muy significativo de “imperio”.

  Como todo estudio inspirado por el principio evolutivo, el de estos autores señala nuestro origen simio.

Hemos intentado observar rasgos bastante generales de la estructura y proceso sociales que son verdaderos en todas las sociedades humanas como productos finales de la evolución del comportamiento social de nuestra especie. Construyendo sobre estos rasgos generales que mantenemos en común con nuestros parientes más próximos (y algunos más distantes), hemos examinado las consecuencias para la biología del comportamiento que siguieron a la revolución de la caza y la transición a la humanidad civilizada. Lo que hemos examinado es la transición de la vida sencilla a la vida simbólica. Pero al tiempo que progresamos hasta esas vastas estructuras de símbolo y fantasía que llamamos cultura humana, los hombres retuvieron mucho de su herencia primate. El antiguo cerebro primate no se perdió, sino que aumentó. El antiguo comportamiento primate no se abandonó sino que se reestructuró, amplificó y suplementó gracias al cerebro prefrontal humano que se expandía rápidamente (p. 232)

  Las conclusiones están en la línea de la psicología evolutiva que surge por la época en que este libro y otros semejantes se dan a conocer. Todos ellos contribuyen a una visión más lógica y equilibrada de la naturaleza humana, pero, al igual que sucedía con “El mono desnudo”, en estos primeros libros aún encontramos ciertos deslices.

Ser varón quiere decir esencialmente hacer cosas varoniles. Si a los varones se les impide hacer estas cosas –algunas de las cuales están profundamente integradas en nuestro cableado cerebral- queda la sombría posibilidad de que serán incapaces de llevar a cabo de forma efectiva sus funciones de protección, provisión e incluso procreación (p. 175)

  Los autores parecían caer un poco en la “falacia naturalista” que desconfía de que desaparezcan los muy marcados roles de varón y mujer en la prehistoria (de hecho, hoy en día hay incluso quienes dudan de que estos roles estuvieran tan marcadamente diferenciados entonces). La falacia naturalista implica aceptar, simplemente –demasiado simplemente-, que lo que antes funcionaba no tiene por qué dejar de seguir haciéndolo.

  Así, la integración de los sexos masculinizaría a la mujer y afeminaría al hombre. La pérdida de masculinidad siempre ha preocupado a muchos varones por motivos que suelen tener muy poco que ver con la ciencia. Por otra parte, este punto de vista conservador –la falacia naturalista- también supone un obstáculo para la mejora social cuando se da por sentado que no solo los roles sexuales no pueden desaparecer, sino que tampoco pueden desaparecer –ni ser significativamente controlados- los roles de dominio y agresión.

La agresión en la especie humana es lo mismo que la agresión en cualquier otra especie animal (…) Tiene que haber competición a fin de que tenga lugar la selección natural. Un animal ha de luchar para desplazar a otros a fin de obtener los mejores territorios, comida, parejas sexuales, lugares para anidar o dominio del grupo en general de modo que la selección pueda darse. La selección puede por supuesto favorecer [excepcionalmente] la timidez cuando una especie se orienta hacia el camuflaje o la ocultación o el comportamiento de huida, [pero] solo la inspección del comportamiento de una especie puede decirnos hacia qué lado se orientará el péndulo. En el caso de los exitosos y gregarios mamíferos superiores (entre otros) se ha orientado decididamente a favor de la agresión (p. 209)

  Sin embargo, en el mismo libro se argumenta el poder de la civilización para establecer costumbres y hábitos que combatan los instintos, incluidos los de la agresión.

El proceso de aprendizaje tiene que hacer algo muy curioso: ha de instilar dentro del organismo patrones de comportamiento que son, en sus efectos, equivalentes a los instintos. Deben ser generales para toda la población, relativamente inmodificables y relativamente automáticos. En general llamamos costumbres a estos patrones, y el inculcarlos es de lo que trata sobre todo la educación. (p. 150)

  Y esto entra en contradicción con la negación de los idealismos. Lo que sí establece son los parámetros dentro de los cuales los idealismos son posibles.

El idealismo utópico puede solo ayudar a hacer la miseria más insoportable al ilusionarnos al pensar que podemos, por simples actos de voluntad y actividad racional, hacer del hombre una criatura diferente, o simplemente por desear que desaparezcan las tensiones que emanan de su prematuro salto a la civilización (p. 239)

  Simples actos de voluntad no pueden cambiar nuestro estilo de vida, pero la civilización implica una extraordinaria posibilidad de manipular el comportamiento social más allá de los instintos primarios que hemos heredado de nuestros antepasados gracias precisamente a la capacidad para instilar dentro del organismo patrones de comportamiento que son, en sus efectos, equivalentes a los instintos. En qué medida esto sea factible no es fácil de saber.

El propósito de este libro es doble: describir lo que se sabe sobre la evolución del comportamiento humano, y después intentar mostrar las consecuencias de esta evolución que afectan nuestro comportamiento hoy. Para hacer esto debemos recurrir a la zoología, biología, historia y genética (p. 2)

  Por tanto, nada que objetar a que se plantee la evolución humana desde el mismo punto competitivo que parece tan evidente en otros mamíferos superiores. De lo que se trata es de nunca dejar de tener en cuenta la capacidad humana de manipulación cultural. Al fin y al cabo, así es como llegamos a ser “animal imperial”.

La competición por el estatus es al proceso social lo que la atracción sexual es a la reproducción. Que sexo y estatus estén conectados no debería sorprendernos (p. 32)

  Lógicamente, el de mayor estatus tiene más parejas sexuales propagando sus características físicas y psicológicas en alguna medida.

  Ahora bien, conseguir estatus también puede lograrse por métodos que no sean autodestructivos para la comunidad, como sería si mantuviéramos los instintos de nuestros parientes primates al mismo nivel de intensidad.

Si los babuinos estuvieran equipados con granadas de mano (que ellos podrían aprender fácilmente a utilizar) entonces probablemente no quedarían muchos babuinos en África. La razón de que los babuinos sobrevivan y florezcan es que les es realmente muy difícil matarse unos a otros (p. 210)

 De ahí que, en buena parte, se obtenga estatus –en el mayor estado de civilización- de acuerdo con la contribución que se haga al bienestar común dentro de una sociedad en particular y no tanto por la mera violencia ejercida en la lucha por el dominio.

Un verdadero sistema social comienza a emerger cuando los animales desarrollan roles diferentes pero complementarios dentro del grupo (p. 26)

  La división del trabajo sirve a la vez a la prosperidad colectiva y a la tarea de asignación de estatus. La búsqueda de la eficiencia económica implica reconocer la diversidad de los rasgos humanos así como de sus intereses particulares.

Un verdadero sistema social (…) comienza cuando los animales responden de forma diferenciada a otros miembros de la especie como individuos. Comienzan seleccionando a otros miembros para tipos específicos de interacción relativamente permanente (p. 59)

  Hay sociedades no humanas –animales sociales- pero es la creatividad simbólica la que permite al ser humano construir todo tipo de mecanismos civilizatorios de forma que la asignación de estatus puede resultar menos conflictiva.

Los grupos humanos también se separan [como los primates] (…) Pero su capacidad para hacer símbolos los capacita para algunas cosas adicionales. Pueden, por una parte, continuar trazando las relaciones genealógicas los unos a los otros, y permanecer unidos como estirpe, incluso si se han dividido en unidades ecológicas (p. 34)

   La tarea más importante es el control de la agresión. La capacidad para instilar dentro del organismo patrones de comportamiento que son, en sus efectos, equivalentes a los instintos puede permitirnos ser mucho menos agresivos y para ello se recurre precisamente a los instintos afectivos propios de nuestra especie (los patrones de comportamiento vinculados a la maternidad pueden suponer un contrapeso antiagresivo).

El vínculo madre-hijo es la instrucción básica del programa humano de creación de vínculos, y la regla básica de la biogramática humana [instintos sociales] (…) Lo que [se] aprende esencialmente es la capacidad de establecer vínculos afectivos exitosos en general (p. 66)

El hombre es el supermamífero (…) de todos los mamíferos es el hombre el que capitaliza la mayor parte de las particularidades biológicas de su especie. Esto quiere decir que exagera las características conductuales –un incremento en la capacidad para aprender dependiente del mayor tamaño y complejidad del cerebro, un incluso más pronunciado periodo de dependencia madre-hijo, una mayor inestabilidad emocional, una sexualidad más elaborada, juegos más complejos, una agresividad más espectacular, una mayor propensidad al vínculo afectivo, un sistema más extendido de comunicaciones, etc-. Pero todo descansa sobre los cimientos del vínculo madre-hijo que es un producto de su forma de nacimiento –el síndrome de lactancia que es la característica definitoria de la especie zoológica a la que pertenecemos- (p. 61)

  Por todo ello parece injustificado que se infravalore la capacidad de las civilizaciones para regular nuestra vida social en el futuro. 

No podemos esperar utopías. Es natural para el hombre crear jerarquías, atarse a causas simbólicas, intentar dominar y coaccionar a otros, recurrir a la violencia de forma sistemática o lunática, afirmarse enérgicamente, coaccionar, seducir, explotar (p. 238)

   Una vez más, la falacia naturalista…

   Los logros civilizatorios sí son posibles, pero siempre dentro del conocimiento de cuál es nuestra naturaleza. Si un imperio es una unión más allá del grupalismo propio de las manadas de animales porque reúne a los individuos mediante simbolismos intelectualmente elaborados, el mayor imperio humano posible habría de ser el que reúna a todos los individuos de la especie para alcanzar el más alto grado de cooperación efectiva.

Lectura de “The Imperial Animal” en  Routledge-Taylor & Francis Group 2017; traducción de idea21

sábado, 5 de noviembre de 2022

“¿Nos espera un futuro mejor?”, 2016. Rudyard Griffiths (Editor)

  El origen de este libro es un debate en la televisión canadiense entre expertos en ciencias sociales, el 6 de noviembre de 2015, que fue moderado por el economista y polítólogo Rudyard Griffiths, acerca de si tenemos derecho a ser optimistas acerca del futuro de la humanidad –Do Humankind´s Best Days Lie Ahead?-. El contenido resulta un poco banal a veces, no muy exhaustivo en su conjunto… y el debate tuvo lugar antes de la pandemia de la covid-19 (2020) y de la impensable invasión de Rusia a Ucrania en 2022.

  Lo más llamativo de la recopilación publicada (que incluye también entrevistas previas y juicios posteriores al debate televisivo) es la celebridad de los participantes: los “optimistas” Steven Pinker y Matt Ridley, y los “pesimistas” Alain de Botton y Malcolm Gladwell.

La cura para las falacias cognitivas son los datos, y las tendencias son inequívocas. De promedio, las personas están viviendo más tiempo, más saludables, más ricas, seguras, libres, más alfabetizadas y más pacíficamente. DO HUMANKIND’S BEST DAYS LIE AHEAD? –STEVEN PINKER

  Por lo tanto, la evidencia muestra una tendencia positiva de mejoras materiales para la vida humana en el conjunto del planeta (también en los países comparativamente más pobres). 

   Por supuesto, se levanta entonces la objeción de que el sentido de la vida humana no consiste solo en proveerse de bienes materiales. Que incluso en los países más ricos mucha gente se siente infeliz e incluso desfavorecida en lo que a bienes materiales se refiere. Tal objeción, sin embargo, parece contar con poco apoyo según los estudios de economía política y psicología social.

La idea de que la riqueza no se correlaciona con la felicidad, que es la premisa de la paradoja de Easterlin, está equivocada. Angus Deaton acaba de ganar el premio Nobel hace un par de semanas por demostrarlo. DO HUMANKIND’S BEST DAYS LIE AHEAD? –STEVEN PINKER

  Al cabo del debate televisivo, una encuesta entre los espectadores demostró que, partiendo de una opinión pública en general optimista, el intercambio de pareceres había incrementado levemente ese optimismo: resulta imposible resistirse a la fuerza de los datos.

  Ahora bien, los escépticos –o pesimistas- cuentan con cierta lógica en su planteamiento.

Muchos de los peores movimientos en la historia han surgido en las mentes de la gente que creía en el perfeccionismo –científicos, políticos y otros que pensaban que podíamos enderezar las cosas de una vez por todas-. Y esta es una filosofía de vida increíblemente peligrosa. Los perfeccionistas entre nosotros son aquellos que con frecuencia arruinan y destruyen el mundo. El verdadero progreso humano es con frecuencia la obra de gente que es mucho más modesta, que acepta sus defectos y los defectos de otros y que no intentan crear un paraíso en la tierra. DO HUMANKIND’S BEST DAYS LIE AHEAD? -ALAIN DE BOTTON

  Y

Las mismas cosas que pueden crear un cambio dramático en el progreso de ciertos tipos de cambio pueden también crear un incremento paralelo en riesgos DO HUMANKIND’S BEST DAYS LIE AHEAD?  -MALCOLM GLADWELL

  Estas dos objeciones al optimismo son acertadas y merecen atención (aunque podemos añadir más objeciones). ¿No es perjudicial el optimismo? ¿y no supone una amenaza el hecho de que estemos sometidos a cambios tan espectaculares –que no siempre tienen por qué ser positivos-?

La razón por la que estamos hablando sobre la posible extinción de los seres humanos es precisamente porque estamos tan conectados. Esto hace posible que cualquier increíblemente letal organismo o virus se expanda por todo el mundo muy muy rápido HUMANKIND’S BEST DAYS LIE AHEAD?  -MALCOLM GLADWELL

  Antes de la covid-19 ya se había vivido la prolongada catástrofe del Sida. La facilidad con que las comunicaciones y el transporte modernos son capaces de ayudar a difundir pandemias es solo un ejemplo de los cambios repentinos que pueden producirse en un mundo donde las mejoras tecnológicas se suceden unas a otras. 

    Otro cambio que se aproxima y que supone una de las más importantes expectativas de la humanidad es el desarrollo de la inteligencia artificial. Hoy por hoy es una cuestión que solo parece interesar a los especialistas… pero lo mismo se podía haber dicho hace siglos sobre los primeros avances científicos que tenían que ver con la electricidad, los antibióticos o la energía atómica.

La inteligencia artificial es el sueño actual (…) Pero es precisamente en el caso del tipo más avanzado de inteligencia artificial que finalmente dejaremos atrás al Homo sapiens. Si esto sucede no será la raza humana la que llegue [a la perfección], nos habremos convertido en otra cosa. ALAIN DE BOTTON IN CONVERSATION WITH RUDYARD GRIFFITHS

   Aunque tampoco parece algo tan desusada la expectativa de convertirnos en otra cosa, puesto que coexistimos con creencias ya antiguas que se refieren a la capacidad para trascender a estados sobrehumanos –la iluminación búdica o la beatífica existencia celestial cristiana-.

  Sorprendentemente, ninguno de los pesimistas de este debate menciona el peligro de una inteligencia artificial “maligna” y fuera de control.

  De todas formas, a estas expectativas se puede responder con que la creatividad humana será capaz de afrontar sus efectos más perversos. No podrá hacerse esto, desde luego, si primero no nos preocupamos –e incluso nos alarmamos- al respecto –de ahí los peligros de un optimismo que desarme nuestro sentido de alerta- pero además, existe también el riesgo de minimizar la incapacidad social de sacar partido a esta creatividad: todavía existen demasiados intereses particulares contrarios a una acción común efectiva a nivel planetario.

  Los intereses particulares en contra del progreso social pueden ser de tipo privado –codicia personal, consumismo, beneficios empresariales- o de tipo sectario –nacionalismo, integrismo religioso-.

El gran sueño de la Ilustración era que mediante la educación, la gente abandonaría el prejuicio, las ideas podridas y los malos impulsos, y que estas cosas se fundirían como la niebla en un día soleado bajo la luz de la razón. No ha sucedido. Hemos visto conflicto tras conflicto en poblaciones educadas, de modo que la educación no es una panacea ALAIN DE BOTTON IN CONVERSATION WITH RUDYARD GRIFFITHS

  Esta importante objeción –la educación convencional es insuficiente- no es contestada por nadie en el curso del debate. Quizá podría demostrarse que la educación convencional sí ayuda en algo a abandonar el prejuicio y las tradiciones irracionales, y quizá de ello podría derivarse algún nuevo descubrimiento de cómo orientar el perfeccionamiento intelectual y moral de los seres humanos.

  En un momento dado se menciona que el progreso implica un aumento de la sabiduría, ¿por qué no hablar directamente del progreso moral? Por el contrario, se señala otro importante prejuicio que, para muchos, puede dar lugar a un infundado optimismo:

La ciencia es la versión secularizada de la narrativa cristiana sobre la perfección de la humanidad ALAIN DE BOTTON IN CONVERSATION WITH RUDYARD GRIFFITHS

  Se puede objetar que quizá necesitemos más perspectiva científica y no menos. La ciencia promete un análisis objetivo de las causas y los efectos. Esto se puede aplicar también a la moralidad.

  En suma, en este debate se podía haber añadido muchas otras valoraciones y muchos cuestionamientos con respecto a la forma en que se enfoca el progreso de nuestra cultura. Sí es correcto concluir que lo que se suele cuestionar es el avance tecnológico y el buen resultado que pueda dar la insistencia en la misma dirección: educación, comunicaciones, ciencia. 

  Si la tecnología y la difusión del conocimiento no son suficientes para asegurar un futuro armonioso, entonces tendríamos que explorar otros caminos. Una posibilidad es profundizar –adaptándolos a nuestra época- en los mecanismos de desarrollo moral descubiertos en la Antigüedad; quizá sería posible reemplazar las antiguas religiones por otro tipo de estructuras intelectuales para el desarrollo moral que sean más eficientes y más coherentes con la racionalidad científica. Lo que muchos individuos han hecho cambiando los consejeros espirituales por psicoterapeutas tal vez pudiera hacerse a nivel de masas... y con más acierto.

Lectura de "Do Humankind’s Best Days Lie Ahead?" en House of Anansi Press Inc 2016; traducción de idea21