martes, 25 de febrero de 2020

“Hacer el mal”, 2019. Julia Shaw

[Este libro] es un estudio sobre la hipocresía humana, el absurdo del mal, la locura ordinaria, y la empatía. (Introducción)

    Parece que la doctora en psicología Julia Shaw pretende sermonearnos dado el carácter enfático de sus calificativos. Pero, por supuesto, en este libro encontramos contenidos basados en la evidencia, después de muchos siglos de indagación acerca de la moral. La indagación se ha hecho más precisa en los últimos decenios gracias a la psicología social. Ahora sabemos lo suficiente como para considerar que, a casi todos, las circunstancias del entorno pueden llevarnos a comportarnos mal, de forma antisocial, es decir, para perjuicio de nuestros semejantes y para perjuicio de la sociedad en su conjunto.

El hecho de que podamos ver cómo las circunstancias nos influyen de manera profunda, no significa que tengamos la justificación para comportarnos mal. Yo diría exactamente lo contrario. Arendt argumentaba que el mal es banal, y eruditos como Zimbardo y Milgram argumentan que todos somos capaces de hacer el mal si las circunstancias son las adecuadas. Yo voy más allá y sugiero que el hecho mismo de que sea algo tan común es lo que le resta valor a la integridad del concepto. Si todos somos malvados o todos somos capaces de ser malvados, ¿la palabra aún tiene el significado que se pretende que tenga? Si el mal no está reservado para el peor oprobio posible, ¿cuál es entonces su propósito? Los desafío a que pasen por la vida sin categorizar de malas las acciones o a las personas. En cambio, intenten fragmentar las atrocidades humanas y las personas que las cometen en partes separadas. Examinen cada parte con cuidado, como detectives. Busquen pistas sobre por qué sucedió y, quizá, qué información útil pueden recopilar que pueda ayudar a evitar que algo así suceda de nuevo en el futuro. Ahora que entendemos algunos de los factores que influyen sobre los malhechores, tenemos aún más responsabilidad de comportarnos en sintonía con nuestra moralidad. Al comprender conceptos tales como la presión de grupo, el efecto de los espectadores, la autoridad y la desindividuación, tenemos la responsabilidad de combatir estas presiones sociales cuando intenten atraernos hacia un comportamiento inmoral. Seamos cautelosos. Seamos diligentes. Seamos fuertes. Porque cualquier sufrimiento que causemos, directa o indirectamente, cae sobre nosotros. (Capítulo 8)

  La idea es, por tanto, que la estigmatización del “mal” o del “malvado” como un monstruo aberrante nos aleja de la realidad “situacionista”, el carácter decisivo de las circunstancias que nos empujan a obrar el mal o el bien. No es una idea inútil en absoluto. El mal está en nosotros. Todos podemos ser malvados porque el mal es banal y también lo son las circunstancias que llevan a que nosotros nos comportemos mal.

Cuando tengan una discusión al respecto con otra gente quizá descubrirán que lo que ustedes piensan que es un acto innegablemente maligno tal vez no lo sea para otras personas (Conclusión)

  Ahora bien, la interpretación de Shaw consiste en que eso nos debe impulsar meramente a “ser cautelosos”. Se trata de un llamado a la precaución, a la desconfianza, a la documentación. Pero ¿hay alguna circunstancia en que no sea recomendable ser cauteloso? Nos pide que no seamos conformistas, ¿hay alguien que nos pida que seamos lo contrario?

  Entonces, lo que nos ofrece no parece gran cosa. Es algo, pero poco. Somos arrastrados por las circunstancias sociales. En su momento, el nazismo era el bien. Ahora no solo el nazismo está estigmatizado como maligno –tanto como los “malvados” en general lo estaban- sino que se ha convertido en una imagen mítica del mal (lo que los convierte en un ejemplo solo relativamente práctico).  Sin embargo, eso no impide que, por ejemplo, los movimientos islamistas radicales, en sus circunstancias sociales, prediquen algo muy parecido al “mal” al que se hace pasar por “bien” entre ciertos amplios colectivos. También existen muchos otros movimientos ideológicos que, haciendo un esfuerzo de racionalidad, podemos ver como malignos… a pesar de que muchísima gente los ve como benignos. Y ellos seguro que afirman también que son cautelosos y no conformistas: cualquiera puede construirse una argumentación a favor de la violencia o cualquier tipo de abuso.

   Habría que buscar criterios para distinguir el bien del mal sin limitarnos solo a los llamamientos a “ser cautelosos”.

Hacemos el mal cuando etiquetamos algo de esa manera. El mal existe como palabra, como concepto subjetivo. Pero creo con firmeza que no existe una persona, ni un grupo, ni un comportamiento ni una cosa que sea objetivamente malo. (Conclusión)

   Es cuando se precisa que nadie es objetivamente malo, atribuyéndose la conducta antisocial a las circunstancias, cuando se tendría que hacer un llamado a cambiar tales circunstancias, pues el llamado a la prudencia resulta insuficiente.

Comprender que todos somos capaces de hacer mucho daño debería hacernos más prudentes y diligentes. (Conclusión)

   Toda exhortación voluntarista a la virtud tiene escaso valor. Hay muchas formas de manipular la voluntad y bien conocemos lo débil que es ésta según las circunstancias. Creer que es el entorno el que da lugar a los comportamientos malignos, por otra parte, puede llevarnos a equívocos.

Tal vez los hombres matan más porque la sociedad cría a los niños para que sean más desinhibidos, agresivos y físicamente más activos que las niñas. (Capítulo 2)

  Esto resulta un poco difícil de creer porque no se conoce ninguna sociedad en la que los niños no sean más agresivos que las niñas. Si “la sociedad” tiene tanto poder para manipular la conducta, resulta extraño que en ninguna circunstancia haya utilizado ese poder para hacer, por ejemplo, que se críe a las niñas también para ser desinhibidas, agresivas y físicamente más activas. No se ha hecho nunca. Muy probablemente porque no es posible.

  Más importante es comprender que los comportamientos malvados existen, que pueden ser descritos, que pueden ser controlados y que todos no somos igualmente sensibles a la manipulación. El señalamiento de las circunstancias que actúan sobre nosotros –el situacionismo de los experimentos de Milgram y Zimbardo- es muy útil porque nos da pistas valiosas acerca de cómo podemos controlar el mal.

  Por ejemplo, el mal es sensible al discurso social. Un caso no tan lejano en el tiempo es el de la esclavitud.

La disonancia cognitiva debe ser tremenda: esclavizar a alguien y al mismo tiempo creer que eres una buena persona. Sin embargo, en lugar de cambiar sus comportamientos, parece que los dueños de esclavos prefieren cambiar sus creencias. (…)Se ven a sí mismos como personas que les quitan algo a sus víctimas pero que también les devuelven: en forma de alimentos, refugio y servicios básicos. Estas creencias ayudan a mantener las desigualdades de la sociedad (Capítulo 7)

  Pero no solo se trata de las creencias, sino de nuestra actitud psicológica a la hora de creer, dejar de creer o afrontar la realidad. Ahí entran cuestiones como el autocontrol o el autoengaño.

«La gente organiza sus conocimientos para mantener la creencia de que las personas reciben lo que merecen o que, por el contrario, merecen lo que tienen». La creencia en un mundo justo existe porque nos gusta tener la sensación de que tenemos el control de nuestro destino, ya que creer lo contrario es una amenaza. (…) Las creencias generalizadas de un mundo justo se han vinculado con muchas actitudes negativas, incluyendo las que se tienen hacia los pobres y las víctimas de delitos como la violación (Capítulo 7)

  Incluso la señora Shaw se olvida de uno de los pretextos predilectos de quienes ejecutan actos malvados: “si yo no lo hiciera, otro lo haría”. Aunque sí se acuerda del inteligente comentario de Hanna Arendt sobre las reacciones de los criminales nazis

En lugar de exclamar: ¡qué cosas horribles le hice a esa gente!, los asesinos decían: qué cosas horribles tuve que ver en el cumplimiento de mis deberes, cuán pesada fue la tarea que cargué sobre mis hombros (Capítulo 8)

  Quizá está observación podría ser complementada por algo que la doctora Shaw ignora: la relación que existe entre los comportamientos malvados y diversos valores de conducta que son encumbrados en la sociedad convencional, como la fortaleza de carácter, la “asertividad”, la competitividad, la impasibilidad… y por supuesto la masculinidad.

En este libro quiero fomentar la curiosidad, la exploración de lo que es el mal y las lecciones que podemos aprender de la ciencia para comprender mejor el lado oscuro de la humanidad. (Introducción)

  Sin duda lo consigue, y queda mucho más por decir aún.

Lectura de “Hacer el mal” en Editorial Planeta S. A. , 2019; traducción de Álvaro Robledo

sábado, 15 de febrero de 2020

“Re-razonando la ética”, 2018. Hoffmaster y Hooker

   Las cuestiones planteadas por los filósofos Barry Hoffmaster y Cliff Hooker son de profundo significado, pero a la vez prácticas: los angustiosos dilemas de la bioética como la eutanasia, la asignación de órganos para trasplante o el nacimiento evitable de niños con taras genéticas. En medio de una sociedad altamente sofisticada, de repente nuestra lógica racional se encuentra en terribles atolladeros. Se pone a prueba nuestro juicio ético.

Las teorías morales se componen de principios, y el razonamiento moral consiste en aplicar esos principios a los hechos problemáticos para deducir respuestas correctas (p. x)

  En realidad, toda nuestra sociedad se basa en dilemas éticos mal resueltos, pero es en estos casos graves cuando nos encontramos con situaciones que no dan opción al aplazamiento. La ética racional convencional es insuficiente. Hay que re-razonar nuestros criterios.

  Los padres de un hijo enfermo comparecen ante el juez: los médicos han ofrecido una intervención quirúrgica con muy escasas posibilidades de cura y muchas de prolongar el sufrimiento.

El juez (…) apreció que una decisión sobre un trasplante “no puede reducirse a meras probabilidades matemáticas” [100% de muerte si no se opera, 70% supervivencia el primer año siguiente a la operación, pero con mala calidad de vida] (p. 41)

  ¿Quién decide? ¿El juez? ¿Por qué criterios?

La cuestión debería ser (…) no qué debe ser hecho, sino quién debería decidirlo, y esta determinación es central para el proceso de toma de decisiones (…) La cuestión moral clave es quién debe decidir sobre los cuidados del paciente (…) Los miembros de la familia bien intencionados, preocupados e informados están en la mejor posición para decidir lo que es mejor para el paciente (p. 45)

  Pero esto es una convención. ¿Bien intencionados, preocupados, informados…?

  En otros tiempos era mucho más fácil: el enfermo quedaba al amparo de los médicos y ellos ejercían sobre él todo el poder “de la vida y de la muerte”.

Un médico que simplemente expone ante el paciente una serie de “artículos para compra y venta”, y dice “adelante y elija, se trata de su vida”, es culpable de rehuir su deber, si no de mala práctica (…) Un médico debe tomar la responsabilidad de recomendar un curso de acción al paciente que sea moralmente comprensivo y satisfactorio (p. 123)

  Normalmente los hospitales cuentan ahora con servicios psicológicos y jurídicos específicos para tales cuestiones. Y no lo tienen fácil.

La pieza central de la bioética contemporánea es un principio de autonomía que autoriza a los pacientes a tomar decisiones sobre su salud en términos de sus propias creencias y valores (…) Hay cuatro componentes en la autonomía: autonomía como acción libre, autenticidad, deliberación efectiva y reflexión moral (…) [La decisión] auténtica (…) es consistente con las actitudes de la persona, valores y metas, esto es, el “carácter” de esa persona (p. 32)

  Se trata de “sustituir” a la persona. Incluso de “reconstruirla” cuando se puede deducir que, en una situación crítica, la persona ya no está capacitada para manifestar que sigue o no siendo fiel a su probada trayectoria vital previa.

El punto de vista estándar para decidir qué se debe hacer por pacientes que ya no son competentes, tanto en derecho como en bioética, invoca dos principios sustantivos: un principio de juicio sustitutivo y un principio del mejor interés (…) El principio del juicio sustitutivo debe aplicarse primero (p. 43)

Una persona que decide acerca del cuidado que pediría un paciente que ya no es competente, lo primero de todo que debe preguntarse es lo que pediría si fuera capaz de comunicar su voluntad. Con frecuencia, sin embargo, un paciente no habrá expresado ni valores ni creencias aplicables a la precisa cuestión que necesita ser contestada, y tratar de extrapolar una respuesta de los valores o visiones de vida generales del paciente o de los rasgos de personalidad o carácter puede llevar solo a conclusiones equívocas y especulativas  (p. 43)

  Y eso no siempre es lógico, no según la “razón formal”

Si la racionalidad fuera toda y solamente razón formal, entonces nada más que la lógica y la matemática sería racional. Habría poca racionalidad en nuestras vidas (…) Un juicio es racional cuando emana de un proceso racional de deliberación. Llamaremos esta clase de racionalidad razón no formal (p. 5)

Re-razonar la ética es acerca de desarrollar y defender una concepción de racionalidad para la ética que es expansiva, flexible y efectiva. (p. 4)

La integridad moral no es la mera preservación de consistencia. La integridad moral es un ideal que ha de perseguirse, la virtud  (p. 156)

Re-razonar la ética es acerca de formar procesos racionales de deliberación que producen juicios racionales (p. 246)

   Hace ya tiempo que el experimento de Wason demostró que la razón humana no es lógica, sino que está adaptada a los comportamientos sociales. Y este descubrimiento ya es hora de incorporarlo a nuestra cultura y estilo de vida.

La idea de que la razón también debería (…) mejorarse a sí misma debe sonar extraña si la razón se piensa que es absoluta y conocida a priori, y aún puede sonar más extraña si se piensa que es unitaria. Pero una vez que se acepta la razón como una habilidad procedimental falible, organizada de forma compleja, interna, que puede ser aprendida y cuyos componentes pueden contribuir a mejorar a los otros, entonces la idea de automejora parece natural y encaja bien con la naturaleza social de la racionalidad (p. 99)

  Por ejemplo, el planteamiento de los dilemas resulta que pasa del planteamiento para resolver problemas a problema en sí mismo: concebir las elecciones morales como resolución de dilemas puede ser contraproducente

Más que aceptar lo ineluctable del problema de escasez de recursos y la búsqueda de una forma de resolverlo, [ha de alentarse] la posibilidad de disolver el problema haciendo desaparecer su causa (p. 136)

   Esto se da en muchas ocasiones: la situación es dramática, debemos resignarnos a elegir el procedimiento menos malo… Pero esta actitud de resignación con frecuencia genera inacción en todos los campos excepto en el que se refiere al angustioso dilema a resolver (resolver el dilema en sí, como dramático algoritmo, no resolver el problema que ha generado tal dilema). La resolución del dilema planteado -en términos muy precisos- absorbe en exceso nuestra atención. Muchas veces existen opciones creativas de respuesta que no tomamos en cuenta porque estamos demasiado centrados en resolver el dilema, y a lo mejor resulta que hay más opciones...

    En general, ¿cuál es el problema de la razón?

La razón es la capacidad organizativa para seguir el desarrollo de mejora y de reducción de imperfección. La racionalidad está localizada en el carácter del proceso de mejora mismo. El concepto formalista de racionalidad, en contraste, establece la racionalidad en el carácter del producto final producido (una verdad cierta). En nuestra condición adaptable, pero finita y falible, sin embargo, no tenemos ideales previos como metas y no estamos equipados para reconocer condiciones trascendentales como una verdad cierta, de modo que tal concepción de razón es inaccesible para nosotros. (p. xii)

  Es decir, la razón re-razonada, no formal, se considera como un proceso de mejora; mientras que la razón formal, que solo se desarrolla en el marco limitado del problema que se plantea, nos predetermina el fin –el fin nos lo da el encuadre previo del dilema-, algo más simple pero muchas veces contraproducente, pues la determinación de los fines suele ser arbitraria, una imposición del entorno que no es cuestionada por ese tipo de razonamiento insuficiente. ¿Prolongar la vida en condiciones indignas?, ¿imponer el sufrimiento y la muerte a otros por prejuicios culturales o religiosos? El “proceso de mejora”, en cambio, se basa en actitudes psicológicas que exploran y cuestionan todas las circunstancias: los medios dan forma a los fines (¿de verdad lo mejor para el enfermo irrecuperable es prolongar su sufrimiento para conseguir unos días más?, ¿de verdad merece la pena respetar supersticiones dañinas?). En eso es también en lo que consisten los comportamientos compasivos y altruistas complejos y trascendentes.

  En el caso de los terribles dilemas de bioética esto tiene su aplicación

[Una paciente que tiene que elegir un procedimiento de eutanasia] no creó sus ideales y valores de novo. Sus ideales y valores han emergido dentro de contextos históricos y sociales múltiples, la mayor parte de ellos influenciados por su familia y su religión, y han sido ya puestos de prueba en incontables interacciones sociales y adaptados a multitud de circunstancias sociales a lo largo de su vida. (…) Es razonable que (…) explore los límites sociales dentro de los cuales puede decidir. Esta búsqueda no debería ser malinterpretada como un abandono de su autonomía, más bien se trata de construir una estrategia realista para encuadrar y manejar sus propios problemas, lo que debería ser considerado como una expresión de tal autonomía.  (p. 127)

  En este terreno inseguro no solo abordamos cuestiones de gran importancia que implican el sufrimiento ajeno, también nos preparamos para afrontar circunstancias futuras en que puedan surgir nuevas estructuras sociales no convencionales. Entonces también tendremos que elegir y nos convendrá ser creativos, no resignarnos a los marcos preestablecidos y aplicar una razón basada realmente en la lógica, y no tanto, por ejemplo, en los condicionamientos culturales previos.

Lectura de “Re-Reasoning Ethics” en The MIT Press, 2018; traducción de idea21

miércoles, 5 de febrero de 2020

“El cuerpo y la sociedad”, 1988. Peter Brown

   Siempre será discutible hasta qué punto la irrupción del cristianismo en la cultura clásica del Imperio Romano fue innovadora, moralmente progresiva y acabaría dando lugar, indirectamente y muchas generaciones después, al pensamiento racional ilustrado. Lo que sí sabemos es que el cristianismo no surgió de la nada, que era una herejía del judaísmo, que coexistió durante siglos con otras escuelas de pensamiento, ética y espiritualidad del mundo grecolatino, y que acabó imponiéndose a ellas. ¿Por qué?

  El libro del historiador Peter Brown aborda algunos elementos característicos de la cultura cristiana en el momento en que se desarrolla su proceso de conquista de la Antigüedad. En este caso, el asunto central es la importancia dada a la abstinencia sexual.

En este libro estudio la práctica de la renuncia sexual permanente –continencia, celibato, virginidad prolongada como opuesta a la observación de periodos temporales de abstinencia sexual- que se desarrolló entre hombres y mujeres en los círculos cristianos durante el periodo que va desde un poco antes de los viajes misioneros de San Pablo, en los años 40 y 50 AD, hasta un poco después de la muerte de San Agustín, en el 430 AD. Mi principal preocupación ha sido aclarar las nociones de la persona y sociedad humanas implicadas en tales renuncias, y seguir en detalle la reflexión y controversia que generaron estas nociones entre los autores cristianos, sobre cuestiones tales como la naturaleza de la sexualidad, la relación entre hombres y mujeres, y la estructura y significado de la sociedad (p. XIII)

  Evidentemente, hoy no consideramos que la castidad sea la cuestión central del cristianismo. En general, se considera que los elementos cruciales del desarrollo moral cristiano son el pacifismo y la benevolencia (garantías de confianza y prosocialidad). Pero ¿lo entendían así los primeros cristianos y sus primeros y renombrados autores?

Lo más grande es la caridad. Un estilo de vida austero y dar limosna alcanzan una cota más alta de virtud que la virginidad. Porque sin virginidad, de hecho, es posible ver el Reino, pero sin dar limosna no es posible (p. 311)

    Esta era la opinión de Juan Crisóstomo, uno de los autores cristianos (muchos de ellos considerados "doctores de la iglesia") que se examina en este libro, y, cuando menos, no se encuentra testimonio alguno que diga lo contrario. Sin embargo, los pensadores más elevados de la moralidad pagana (estoicos o neoplatónicos) nunca mencionan nada sobre la limosna, la humildad o el mensaje social de la vida austera (sí alaban que el sabio se desprenda de las cosas materiales). En lo que sí se produce la coincidencia entre cristianos y paganos es en la alabanza de la castidad.

Tanto paganos como cristianos, las clases altas del Imperio Romano en los últimos siglos vivían en base a códigos de restricción sexual y decoro público que ellos consideraban que eran continuadores de la austeridad viril de la Roma arcaica. La tolerancia sexual estaba fuera de lugar en el ámbito público. (p. 22)

  Antes del cristianismo ¿cuál era la religión de la Antigüedad? Ciertamente, había numerosos cultos divinos, pero las clases altas, los dirigentes, los influyentes, las personas que marcaban las pautas de la moral diaria, practicaban sistemáticamente la virtud siguiendo a los maestros estoicos, epicúreos o neoplatónicos. No había religión moralista de masas, pero sí una profunda moralización de la vida pública impuesta por las clases más elevadas. Se predicaba la virtud pública que solo podía proceder de la moderación y el autocontrol de los instintos. Y, a la vez, esta moralidad iba asociada a un misticismo muy depurado.

Judíos y paganos creían que la abstinencia de la actividad sexual, y especialmente la virginidad, hacían del cuerpo humano un vehículo más apropiado para recibir inspiración divina. (p. 67)

     Todos predicaban la castidad o, al menos, la profunda moderación sexual. De hecho, las religiones extranjeras que predicaban el autocontrol sexual ganaban mucho prestigio en el “mercado espiritual” del imperio romano. La religión judía ortodoxa ya estaba teniendo un gran éxito cuando aparecen los cristianos –básicamente, una herejía del judaísmo-.

Sabemos que los observadores romanos se sorprendieron por la presencia de colonias de célibes en Palestina. (p. 38)

El celibato atraía a la fe porque una persona que es una excepción en este punto será una excepción en todos los demás también. Al concentrar de una determinada manera la contención sexual y el heroísmo sexual, los cristianos del siglo II habían encontrado una forma de presentarse a sí mismos como los sostenedores de una religión verdaderamente universal (p. 60)

  Así pues, los cristianos obtuvieron parte de su éxito gracias a promover la castidad. De hecho, aunque nos sorprenda, hubieron de defenderse de acusaciones en sentido contrario.

Las comunidades cristianas eran grupos heterogéneos. Hombres y mujeres, y personas de entornos religiosos y sociales muy diferentes, se encontraban unos a otros de forma extraña en las asambleas de las iglesias. Su naturaleza sexual era una cosa que tenían en común. (…) Sus enemigos afirmaban que exploraban, mediante la promiscuidad, la naturaleza de “la verdadera comunión”. El rumor era bastante apropiado. No es impensable que algunos creyentes, afectados por tal diversidad, hubieran usado el fundamento común de su sexualidad compartida para explorar el potente ideal de una comunidad religiosa verdadera. (p. 61)

  Anecdóticamente, quizá hubo algunos cristianos “libertarios” en el sentido sexual durante este período, ya que más adelante se darían casos en el transcurso de determinados períodos de revolucionaria reforma del cristianismo. Pero lo que está claro es que la castidad prestigiaba al cristianismo dentro de la sociedad romana.

Muchos, tanto hombres como mujeres de edades de sesenta o setenta, que han sido discípulos de Cristo desde su juventud, continúan en inmaculada pureza (…) Es nuestro orgullo ser capaces de mostrar tales personas a toda la raza humana (p. 34)

  Esto aparece en una carta de Justino al emperador –por supuesto, pagano- Antonino Pío.

  Así que debatir la importancia de la castidad para los cristianos nos lleva también a debatir la importancia de la castidad para el pensamiento clásico en general.

Clemente [de Alejandría] se identifica totalmente con la noción estoica de apatheia, el ideal de una vida liberada de las pasiones (…) Las pasiones no eran lo que tendemos a llamar sentimientos: eran, más bien, complejos que estorbaban la verdadera expresión de sentimientos (p. 130)

   Para los antiguos, esto no era discutible: el control del deseo sexual era respetado y admirado. Permitía alcanzar estados místicos, garantizaba el buen orden familiar y era garantía de moderación cívica. Hoy en día esto puede resultarnos no muy comprensible y, desde luego, alejado de los tópicos acerca del supuesto hedonismo de la Antigüedad pagana.

  Podemos interpretar por nuestra cuenta que, simplemente, el deseo sexual es muy sospechoso de antisocialidad. Lo es porque implica la utilización del cuerpo ajeno para un placer propio e intransferible (explotación sexual), porque supone un artículo de consumo muy altamente valorado, bien suntuario escaso que es disputado y cuya disputa, lógicamente, crea conflicto (harenes de concubinas, uso de prostitutas, obtención de mujeres vírgenes y altamente cotizadas) y porque se trata de una actividad lúdica que puede llegar a ser absorbente y que apartaría a muchos de contribuir solidariamente al bien común. En una época de abundancia y tolerancia como la de hoy quizá nos resulte esto más difícil de comprender, pero los antiguos lo tenían muy claro.

  Ahora bien, la castidad cristiana implicaba ciertas peculiaridades. Para empezar, partía de un modelo femenino, algo muy extraño y sin precedentes en la época.

Las monjas recluidas, las femeninas “esposas de Cristo” y no los héroes barbudos del desierto [eremitas], se han convertido en las representantes estereotípicas de la noción de “virginidad” de los lectores occidentales (p. 262)

Para sus críticos paganos, el cristianismo era una religión notable por su estrecha asociación con las mujeres (p. 141)

El estado virginal de la mujer se veía como norma integritatis: era el pináculo y el modelo de pureza sexual que los hombres, y especialmente los miembros del clero, deberían esforzarse en alcanzar (p. 359)

Oh, vosotros hombres, que todos teméis las cargas impuestas por el bautismo. Os vencen fácilmente vuestras mujeres. Castas y devotas, es su presencia en gran número la que hace que la Iglesia crezca [San Agustín] (p. 342)

  Tampoco se olvidaba la referencia que tenemos en el Evangelio sobre la pureza infantil

Simplicidad, candor y falta de afectación del niño, eran cualidades que Clemente [de Alejandría] apoyaba de corazón. Para Clemente, la noción condensaba un programa social y moral completo (p. 72)

  En suma, lo que subyace a todo esto es un mensaje psicológico completamente diferente a la concepción de la castidad pagana y judía. Para paganos y judíos, la castidad había de ser “viril”; de alguna forma, la energía sexual se guardaba para la afirmación de la virilidad por el bien común (y el correspondiente prestigio). Esto correspondía tanto a los estoicos como a los antiguos judíos.

En el mundo romano (…)  había que aprender a ser masculino: un hombre había de luchar para ser viril. Había de excluir de su carácter y de la actitud y temperamento de su cuerpo todo rastro de blandura que pudiera traicionar, en él, el estado a medio formar de una mujer. Los ciudadanos notables del siglo II se observaban unos a otros con miradas duras y claras. (p. 11)

La comunidad que aparece en los rollos del Mar Muerto parece haber exigido que un cierto número de sus miembros varones debería vivir bajo un voto de celibato por un periodo indefinido. Parece que se consideraban a sí mismos guerreros de Israel, sujetos a votos de abstinencia que unirían a los hombres mientras durase una guerra santa (p. 38)

  Lo que tenemos es una expresión conductual que incluye la actitud sexual. Antes del cristianismo todos coinciden en que hay que moderar el impulso sexual por el bien de la sociedad, pero no a costa de arriesgar la virilidad. El cristianismo pone esto en cuestión y aquí probablemente se da una revolución psicológica decisiva.

Con Tertuliano tenemos la primera declaración consecuente, escrita para los cristianos educados y destinada a tener un largo futuro en el mundo latino, de la creencia de que abstenerse del sexo es la técnica más efectiva con la cual alcanzar claridad del alma (p. 78)

La vida en el desierto [de los monjes] revelaba, si acaso, la inextricable interdependencia del cuerpo y el alma. (…) Era posible humillar al cuerpo –por el trabajo físico, ayuno y vigilia- de manera que uno realmente pudiera llevar humildad al alma (p. 236)

El cristiano se caracteriza por su compostura, tranquilidad, calma y paz (…) En nosotros, no solo el espíritu debe ser santificado, sino también nuestro comportamiento, forma de vida y nuestro cuerpo [Clemente de Alejandría] (p. 127)

  Estoicos y platónicos tenían un modelo de virtud viril que incluía la contención del deseo sexual (con fines místicos y también sociales) con consecuencias conductuales que eran compatibles con un fuerte compromiso cívico: para los platónicos, el modelo de conducta es el guerrero (los “guardianes” de la República); para los estoicos, un poco al estilo de los mandarines confucianos, el ideal es el del administrador público y magistrado… pero para los cristianos, tales ideales coexisten con otros completamente nuevos: la santidad, la renuncia, la caridad…

  Al igual que sucede con los estoicos –sin duda, el elemento pagano que más influenció en el judaísmo reformado que a su vez dio lugar al cristianismo-, los cristianos construyen un ideal psicológico de moderación y contención de las pasiones, un estereotipo de prosocialidad.

Nos encontramos con el cristiano a la mesa: mantiene la mano y la barbilla sin manchas de grasa, tiene la gracia de una apariencia impasible y no comete indecoro al tragar. Erupta con suavidad, se sienta correctamente y no se rasca las orejas. La organización del cuerpo y el alma debe reflejarse en el instrumento más delicado de todos –en la voz. [Clemente de Alejandría] (126)

     Pero además el ideal cristiano incluye apuntes conductuales que nos resultan muy actuales

[Clemente de Alejandría] escribe con genuina ira sobre aquellos que llaman a sus esclavos chasqueando los dedos: negar a los esclavos el contacto mediante las amables armonías de la voz humana era negarles su humanidad (p. 127)

   En suma, no había novedad en la promoción de la castidad por parte de los cristianos, pero sí en el fondo psicológico que desarrollaba esta pauta de conducta.

  Observemos, sin embargo, que las peculiaridades de la prosocialidad cristiana se vieron en todo momento limitadas por las necesidades de la participación cívica. El cristiano ideal es un santo pacífico, manso, humilde y caritativo, que toma como referentes psicológicos de su conducta nada menos que la dulzura femenina y la inocencia infantil. Pero este estilo de vida no es muy compatible con el ideal de conducta del buen ciudadano.  La Iglesia llegará a un compromiso a este respecto, utilizando una estrategia descubierta ya por el budismo: el monasticismo. Hacia el siglo IV muchos cristianos comienzan a hacerse “renunciantes”, es decir, monjas y monjes que llevan una vida de santidad alejada de las ciudades –es decir, de la participación cívica-. De esa forma pueden vivir según su ideal e influenciar indirectamente con su ejemplo a quienes quedaron atrás.

    Mientras tanto, en el mundo convencional, todo sigue más o menos igual: los jóvenes ambiciosos aspiran a ser magistrados, estadistas, jefes militares, ganando con ello prestigio social. En este mundo convencional, del que han sido excluidos los admirados santos y santas de los monasterios, la Iglesia cristiana subsiste y ha de cumplir un papel que sea compatible con sus demostraciones de virtud. Y, precisamente, una de estas demostraciones disponibles que es compatible con los deberes cívicos es la castidad.

De los clérigos en las provincias más inseguras y belicosas del Imperio Romano Occidental [finales siglo IV] no se podía esperar que evitaran la violencia y las tentaciones del poder en el curso de su carrera previa: era, de hecho, su efectividad como forjadores del poder lo que los hacía deseables como obispos. Pero una vez ordenados podía al menos esperarse que abandonaran el sexo  (p. 359)

  Con todo, el cambio se ha producido: un nuevo concepto de virtud prosocial se ha abierto paso, y tuvo consecuencias no solo para los santos del desierto y monasterios, ya que fue gradualmente permeando a la sociedad convencional e impulsó actitudes gradualmente más compasivas, democráticas e incluso ilustradas. Puede parecernos escasa la diferencia, pero los cambios siempre se dan por evolución, que es “copia con modificación”. El aristócrata cristiano copiaba al aristócrata pagano, pero había introducido ya pequeñas y significativas modificaciones en su conducta. Un aristócrata romano cristiano podía no renunciar a participar en el poder político, ni a defender su honor masculino ni a que el trabajo de los más desfavorecidos lo enriqueciera, pero, por ejemplo, podía renunciar a asistir a espectáculos de gladiadores, así como a llamar a sus esclavos chasqueando los dedos…

Lectura de “The Body and Society” en Columbia University Press, 1988; traducción de idea21