viernes, 25 de marzo de 2022

“Sobre la bondad”, 2009. Phillips y Taylor

   Bondad –Kindness- implica algo así como una acción afectiva; más funcionalmente aún: se trata de acciones altruistas que producen confianza e incluso placer tanto al dador como al receptor

Cuidar de los demás (…) es lo que nos hace completamente humanos. Dependemos los unos de los otros no para nuestra supervivencia sino para nuestro propio ser. El individuo sin apego por simpatía es o una ficción o un lunático. La sociedad occidental moderna se resiste a esta verdad fundamental, valorando la independencia por encima de todas las cosas. Necesitar a los otros se percibe como una debilidad. Solo a los niños pequeños, los enfermos y los muy ancianos se les permite depender de otros; para todos los demás, la autosuficiencia y la autonomía son virtudes cardinales (Capítulo 5)

  El psicoanalista Adam Phillips y la historiadora Barbara Taylor abordan la bondad como un fenómeno emocional innato que pasa de la vida privada a la vida cultural encontrando no poca resistencia.

Esto es un relato histórico sobre cómo y por qué a la gente se le ha hablado en contra de su bondad, pero también uno psicológico, esto es, una historia sobre cómo la vulnerabilidad se ha hecho traumática para la gente (Capítulo 1)

  La independencia, la fortaleza interior, la invulnerabilidad individual son, pues, ficciones, ya que el Homo sapiens, individualmente, y pese a su inteligencia, es un animal muy débil. La fuerza del Homo sapiens está, sin duda, en ser capaz de alcanzar complejísimas formas de relación social entre individuos altamente subjetivos –por tanto, con fuertes tendencias egoístas-, lo que implica alcanzar complejísimas formas de garantizar confianza.

La vida amable –la vida vivida en una identificación instintivamente simpatética con las vulnerabilidades y atracciones de los demás- es la vida que estamos más inclinados a vivir  (Capítulo 1)

  Sin embargo, esta inclinación se halla evidentemente estorbada por las otras inclinaciones instintivas que coexisten con ella y al tiempo la contradicen. Nadie puede negar que, al igual que los demás mamíferos, los seres humanos cuentan con poderosos impulsos agresivos y de competición por el estatus.

Podemos vivir solo porque inhibimos nuestra agresión, pero inhibir nuestra agresión nos enferma [Freud] (capítulo 3)

[Según Rousseau,] el hombre nace con el instintivo amor a sí mismo necesario para su supervivencia (amour de soi) pero se ve introducido en una sociedad con sus malignas desigualdades y rivalidades que transforman esta preocupación innata por uno mismo en amour propre, un egoísmo odioso e irascible basado en la comparación envidiosa del yo con los demás.  (Capítulo 2)

   La mención al amor propio se relaciona con los valores convencionales que se oponen a la bondad a pesar de los avances morales.

Una sociedad competitiva, una que divide a la gente en ganadores y perdedores, fomenta la falta de bondad (…) La bondad llega a nosotros naturalmente, pero también la crueldad y la agresión (Capítulo 5)

   Con todo, hay motivos para el optimismo porque el libro describe cómo ha evolucionado la concepción social y la vivencia de la bondad a lo largo del proceso de evolución moral

La bondad pagana se desarrolló contra un fondo de distinciones entre hombres libres y esclavos, ricos y pobres, hombres y mujeres, ciudadanos y extranjeros. Pocos pensadores, incluso entre los estoicos, desafiaron estas divisiones (Capítulo 2)

[En el] cristianismo post-agustiniano (…) la bondad se vio vinculada, desastrosamente, al autosacrificio, lo que la convirtió en un blanco fácil para los egoístas filosóficos como Thomas Hobbes, que podían fácilmente demostrar que el autosacrificio se practicaba rara vez incluso por sus más ardientes proponentes. (…) [Por el contrario,] los placeres de la bondad, tal como paganos de la Ilustración como Hume y Adam Smith iban a insistir más tarde, eran poderosos porque derivaban de la sociabilidad natural del hombre. La gente es amable no porque se les diga sino porque ello los convierte en completamente humanos. Amarse unos a otros era una expresión alegre de la humanidad propia, no un deber cristiano (Capítulo 2)

   La bondad llega a tomar una forma más plenamente emocional una vez se consolida la Ilustración.

Una ola de activismo humanitario barrió Gran Bretaña y América, enfrentando los males –tales como esclavitud, maltrato infantil y crueldad con los animales- que hasta entonces habían sido ignorados o defendidos. Los amigos de la humanidad marcharon por el paisaje social, dejando un rico legado ideológico e institucional (Capítulo 2)

Al final del periodo victoriano, la bondad había sido en gran medida feminizada, metida en el ghetto de una esfera de sentimientos y comportamiento femeninos donde se ha quedado desde entonces, con algunas notables excepciones (Capítulo 2)

  Más adelante los autores de este libro hacen una reflexión crítica sobre la psicología moderna y llegan a una conclusión:

Al preferir la pareja madre-hijo a la pareja sexual adulta, los psicoanalistas de la posguerra estaban, entre otras cosas, privilegiando la bondad sobre el deseo (…) La bondad, en este contexto, se convirtió en una extraña y más bien anticuada mezcla de un instinto natural en gran medida maternal con un imperativo moral (Capítulo 4)

  Es decir, se pasa de la visión de Freud en la que los sentimientos bondadosos son una represión –o inhibición- de la sexualidad, a tomar el amor maternal como la base psicológica de todas las emociones prosociales –de fomento de la benevolencia, la confianza y la cooperación-. Curiosamente, los autores de este libro ven tal cosa –la feminización- como una relativa debilidad de los vínculos sociales de confianza.

Los actos de bondad demuestran, de la forma más claramente posible, que somos animales vulnerables y dependientes que no tienen mejor recurso que los demás. Si la bondad previamente había de ser legitimada por Dios o los dioses, o focalizada en las mujeres y niños, es porque había de ser delegada; y había de ser delegada –y sancionada, y sacralizada e idealizada y sentimentalizada- porque viene de la parte de nosotros mismos por la que más nos sentimos perturbados (…) De modo que los placeres de la bondad (…) nunca podrían ser los placeres de la superioridad moral o de la benevolencia dominante o del conjunto de protección de los buenos sentimientos. Tampoco los actos de bondad pueden ser vistos como actos de voluntad o esfuerzo o resolución moral. La bondad viene de lo que Freud llamaba –en un contexto diferente- “pos-educación”, esto es, una revivida consciencia de algo que ya ha sido sentido y conocido. Y esta pos-educación (…) lleva al reconocimiento de la bondad como una continua tentación en la vida diaria a la que nos resistimos. No una tentación para sacrificarnos, sino para incluirnos a nosotros mismos con los otros. No una tentación para renunciar o ignorar los aspectos agresivos de nosotros mismos, sino para ver la bondad como ser en solidaridad con la necesidad humana y con el sentido muy paradójico de impotencia y poder que revela la necesidad humana (Capítulo 5)

  Ahora bien, donde no hay ninguna duda es en la preocupación acerca del punto de vista de una sociedad en exceso materialista que rechaza las sanas inclinaciones de la amabilidad. 

Lejos del ámbito de la libertad, el mercado privado es profundamente coercitivo, (…) forzando a la gente a situaciones que erosionan su altruismo natural (Capítulo 5)

    Cabe una reflexión más imaginativa con referencia a las relaciones de proximidad, es decir a la vivencia conductual. La bondad es un hecho material, no una entelequia numinosa o poética: puede ser descrita, medida, evaluada, clasificada y, por tanto, mejorada y potenciada.

En 2007, el gobierno de Blair emitió una instrucción a las enfermeras del Servicio Nacional de Salud para que sonrieran. Un portavoz del gabinete explicó: “una de las cosas que surgieron de las discusiones fue que no se sentía que las enfermeras diesen la impresión de que eran lo suficientemente consideradas. Sintieron, por ejemplo, que deberían sonreír más”. Esto fue seguido por el anuncio de que la sonrisibilidad de las enfermeras (consideración empática) sería medida y los resultados publicados en un índice compasivo online (Capítulo 5)

Los empleados [de diversas empresas de atención al público] son grabados y las grabaciones analizadas por su cuota de empatía (Capítulo 5)

  Este materialismo de la bondad supone algo más que una caricatura o reducción al absurdo: también contrasta con el convencionalismo:

Hoy solo la bondad entre padres e hijos es esperada, sancionada y de hecho [considerada como] obligatoria (Capítulo 1)

  La bondad puede ser un estilo de vida y puede crear su propio contenido cultural. Debe considerarse un bien público de primer orden, a un nivel parecido al de las grandes religiones morales de la Antigüedad.

  A quien le parezca ridículo que se pague a los empleados por sonreír le conviene reflexionar sobre el hecho cierto de que pagamos más a la niñera que más cariñosa es con nuestros hijos. La bondad genuina –que los psicólogos conductuales pueden describir perfectamente- es un bien altamente valorado… al tiempo que, como estilo de vida resulta incompatible con una economía mercantil (y por tanto egoísta y competitiva). Resolver esta contradicción puede llevarnos a hacer valiosísimos –y nada convencionales- descubrimientos para el cambio social.

Lectura de “On Kindness” en Farrar, Straus and Giroux 2009; traducción de idea21 

martes, 15 de marzo de 2022

“Castigo y sociedad moderna”, 1990. David Garland

  El fenómeno penitenciario es una institución social generalmente comprendida como medio para reducir los comportamientos antisociales más graves –incluidos los homicidios- y que, como institución social, forma parte de la vida civilizada. Y es una parte muy especial.

Durkheim presenta una poderosa y precisa interpretación del castigo. Considerar el castigo como un instrumento calculado para el control racional de la conducta es no percatarse de su carácter esencial, confundir la forma superficial con el verdadero contenido. La esencia del castigo no es la racionalidad ni el control instrumental -si bien estos fines le son superimpuestos-; su esencia es una emoción irracional, irreflexiva, determinada por el sentido de lo sagrado y su profanación. La pasión se encuentra en el corazón del castigo. Es una reacción emotiva que estalla ante la violación de sentimientos sociales profundamente valorados  (p. 49)

   En su libro, el penalista y sociólogo David Garland no pierde de vista que, naturalmente, la forma en que lo veía Durkheim (y tal como lo ven también muchos otros científicos sociales actuales) no es como lo ve el ciudadano común.

El tribunal es ahora el terreno en el que se realizan los rituales punitivos y se expresan los sentimientos morales, en tanto que las instituciones penales se manejan cada vez más conforme a criterios instrumentales y administrativos.  (p. 224)

   Pero sería una ingenuidad considerar esta creencia cívica como acorde con el sentir profundo de la cultura y con nuestras propias emociones. En el fondo, todos sabemos que no se trata solo de sentimientos morales y criterios instrumentales y administrativos. El castigo es, básicamente, venganza.

La teoría de Durkheim considera la emoción vengativa como la fuente inmediata del castigo (p. 58)

   El origen del delito se halla en insuficiencias de la vida social y en la fragilidad psicológica de los más desfavorecidos, y por lo tanto el castigo no es la solución, pero eso no quita que exista una base cierta –y honesta- del Derecho Penal moderno. De hecho, si el origen del delito es, naturalmente psicológico –y no una mera acción lógica en interés propio y contra el interés común-, se nos señala que el concepto de Derecho Penal surge, a su vez, a partir de ciertos descubrimientos en la psicología del comportamiento, centrados en el uso de la disciplina y el autocontrol.

En diversas situaciones disciplinarias, como el monasterio, la escuela o la fábrica, el individuo coopera con su adiestramiento porque, por lo menos hasta cierto punto, comparte las metas del proceso disciplinario (sobreponerse a la carne, adquirir educación, ganar un salario). El problema principal de la cárcel como forma disciplinaria es que el individuo preso tal vez no tiene la menor inclinación ni necesidad de tomar parte activa en el proceso. (p. 204)

   De modo que es probable que la aplicación de estas estrategias disciplinarias al caso de las conductas antisociales mediante el castigo acabara siendo un error. Claro que, en tiempos de precariedad, ¿qué otras opciones había? Reprimir para disciplinar parece de sentido común.

  En los tiempos modernos, nos queda afrontar la herencia del pasado. El pasado no solo de la represión del delito, sino, en general, el pasado de nuestra cultura. 

El castigo puede ser al mismo tiempo políticamente necesario para la conservación de una forma particular de autoridad y poco eficaz para controlar el crimen (…) Esta sensación de ser simultáneamente necesario y estar destinado a cierto grado de ineficacia es lo que yo llamaría el sentido trágico del castigo (p. 104)

En algunos casos y para ciertas personas (por ejemplo los grupos para los que la ley es una fuerza superior, impuesta de manera coercitiva), el castigo es un ejercicio de poder brutal, mejor entendido en vocabularios como los proporcionados por Foucault o Marx. No obstante, en otros momentos y para otras personas -tal vez incluso en la misma sociedad y dentro de un mismo sistema penal-, el castigo puede ser la expresión de una comunidad moral y una sensibilidad colectiva, donde las sanciones penales son una respuesta autorizada a la infracción individual de valores compartidos (p. 331)

La intensidad de los castigos, los medios para infligir dolor y las formas de sufrimiento permitidas en las instituciones penales están determinados no sólo por consideraciones de conveniencia, sino también por referencia a los usos y sensibilidades del momento. (p. 230)

Se ha sugerido (…) que la fascinación que ejercen para muchos las hazañas del criminal -como lo demuestran los hábitos de lectura, la televisión y la insaciable sed de [prensa sensacionalista]- es una gratificación de las agresiones y deseos sexuales reprimidos que perviven en el individuo socializado (p. 86)

  La parte positiva es que los cambios en este estado de cosas reflejan también los avances morales en la sociedad. De ahí el progreso del Derecho Penal en el sentido de intentar corregir la conducta antisocial –reforma, reeducación, reinserción- y no tanto expresar ira, venganza o incluso tortuosas dobles intenciones políticas –ejercicio de poder brutal-.

[Al final del siglo XVIII] si el fin del castigo seguía siendo influir en los demás, ahora se dirigía a la mente racional del ciudadano y no a los temblorosos cuerpos de los atemorizados espectadores. Una cuestión de didáctica sutil, no de terror. A partir de ese momento, el castigo se convertiría en una lección, en un signo, una representación de la moralidad pública (p. 173)

En el siglo XVII una repugnancia creciente ante la vista del cadalso obligó a sustituir los patíbulos de piedra por estructuras temporales de madera que pudieran retirarse de la vista después de su uso.(…) Entre 1754 y 1798 diversas naciones abandonaron el uso de la tortura (…) La exposición de cadáveres también se abolió en el siglo XVIII (p. 266)

Los defectos de la prisión -su ineficacia para reducir el crimen, la tendencia de producir reincidentes, a organizar el medio criminal, a dejar en el desamparo a la familia del delincuente, etc.- se reconocen desde el decenio de 1820 hasta la fecha  (p. 272)

Los tribunales modernos insisten en que los individuos dirigen sus propias acciones, tienen capacidad de elección, voluntad, intención, racionalidad, libertad, etc., y los jueces procederán a tratar a los delincuentes conforme a estos términos.(…) Imponen las formas reconocidas en las que esta subjetividad y el control de la conducta del individuo son propensas a fallar, por ejemplo demencia, falta de responsabilidad, provocación, pasión, o cualquier otra  (p. 311)

  Los tribunales modernos no solo reconocen la subjetividad del infractor sino que en sus sentencias reflejan cómo evolucionan las costumbres. La jurisprudencia equivale a la formulación e incluso la instigación de las nuevas costumbres.

¿Deberían considerarse como homicidios las muertes en accidentes de tránsito, el infanticidio o el aborto?  (p. 77)

   Ahora bien, lo fundamental es que sabemos que el castigo no resuelve el crimen, que no es disuasorio. Sabemos que las mismas leyes en diferentes sociedades tienen diferentes efectos y también que hay una relación directa entre la conducta antisocial y las condiciones de vida en cada sociedad. Una nación próspera, con una cultura poco agresiva y buenos servicios sociales suele tener pocos delincuentes –digamos, Suecia-, mientras que la imposición de severos castigos –por ejemplo, Texas- no conlleva una menor delincuencia.

Este libro postula que el castigo confunde y frustra nuestras expectativas porque hemos intentado convertir un profundo problema social en una tarea técnica encargada a instituciones especializadas. Asimismo, plantea que el significado social del castigo se ha tergiversado y que, si queremos descubrir formas de castigo más acordes con nuestros ideales sociales, es necesario analizarlo más a fondo. Con este fin, la obra construye lo que es, en realidad, una sociología del castigo desde el punto de vista legal, retornando el trabajo de teóricos e historiadores sociales que han intentado explicar los fundamentos históricos del castigo, su papel social y su significado cultural.  (p. 13)

Precisamente porque el castigo involucra la condena moral pero no puede producir un vínculo moral, sólo sirve para alienar a los trasgresores en potencia, más que para mejorar su conducta. El reproche moral genera culpabilidad, remordimiento y enmienda sólo cuando el trasgresor ya es miembro de la comunidad moral representada por la ley  (p. 97)

Sólo los procesos de socialización (moralidad introyectada y sentido del deber, inducción informal y recompensa por la conformidad, redes prácticas y culturales de expectativas e interdependencia mutuas, etc.) pueden fomentar una conducta adecuada de manera constante (p. 334)

Se puede influir en el índice de delincuencia únicamente si la sociedad está en posición de ofrecer a sus miembros ciertas medidas de seguridad y garantizar un nivel de vida razonable (p. 130)

  El mensaje ha de ser que los “ciudadanos honestos” no deben sentirse ajenos de las tragedias penitenciarias. El mundo represivo, las disciplinas inútiles y la brutalidad en la que todos participamos –más o menos conscientemente- forman parte de nuestra vida cotidiana; unos son más desdichados y les toca sufrirlas más que otros, pero todos participamos en esta forma de vida y solo cambiaremos el mundo cuando seamos conscientes de ello y actuemos en consecuencia.

Los espectadores de una ejecución pública en el siglo XVIII, los visitantes de una penitenciaría del siglo xrx y los observadores de una institución correccional del siglo xx interpretan de maneras distintas el significado del poder para castigar y la autoridad del Estado. Interpretarán retóricas diferentes, observarán formas simbólicas distintas y experimentarán modos diversos de organizar y legitimar el acto del castigo, y su compromiso con estos signos y símbolos conformará el significado específico que tiene la "autoridad" para ellos y su sociedad. (p. 310)

Si el castigo es inevitable, debería considerarse como una expresión moral, y no como algo meramente instrumental. (p.338)

   Y tampoco debemos cometer el error de considerar que, en tanto que el castigo no es el mejor medio para controlar la antisocialidad, debemos despreocuparnos hoy de la mejora del sistema penal. De momento, hasta que la mejora integral de la vida humana en comunidad no garantice la extinción de las conductas delictivas debemos seguir afrontando tales desastres de la mejor manera posible. 

Lectura de “Castigo y sociedad moderna” en Siglo veintiuno editores 1999; traducción de Berta Ruiz de la Concha

sábado, 5 de marzo de 2022

“El amanecer de todo”, 2021. Graeber y Wengrow

  El antropólogo David Graeber y el arqueólogo David Wengrow defienden en su libro una teoría sobre el origen de la civilización que ha sido muy contestada. Y lo hacen, además, con un sesgo polémico que evidencia intenciones políticas. Entre otras cosas, según ellos, las primeras civilizaciones –civilizaciones prehistóricas- no fueron urbanas, sino que abarcaban enormes extensiones de territorio –áreas culturales- donde convivían gran número de pequeñas poblaciones igualitarias dispersas entre las cuales podían moverse libremente los individuos. 

Las áreas culturales del paleolítico abarcaban continentes. Las zonas culturales mesolíticas y neolíticas cubrían áreas mucho más amplias que el territorio de la mayor parte de los grupos etnolingüísticos contemporáneos. (Capítulo 8)

[Se trataba de] “áreas culturales” o “zonas de hospitalidad” (…) [con] afinidades entre hogares y familias distantes [que] parecen haberse basado cada vez más en un principio de uniformidad cultural. En cierto sentido, está fue la primera era de la “aldea global” (Capítulo 10)

Se debería reconocer el término de “civilización” para las grandes zonas de hospitalidad  (Capítulo 12)

  Indicativo de ello es que las bandas de cazadores-recolectores igualitarios no estarían formadas por parientes tanto como se pensaba en un principio.

Los grupos residenciales [de cazadores-recolectores] resultan no estar hechos de parientes biológicos en absoluto; y el naciente campo de la genómica humana está comenzando a sugerir una imagen similar de los antiguos cazadores-recolectores en el Pleistoceno (…) Resulta que el parentesco biológico primario realmente compone menos del 10% del total de miembros de cualquier grupo residencial (Capítulo 8)

  Estas “zonas de hospitalidad” serían, en efecto, enormemente civilizadas, muy lejos de la pesadilla hobbesiana de la lucha de todos contra todos. Implicarían la libertad individual y el respeto a la seguridad de cada persona dentro de grandes territorios.

[Proporcionarían] la libertad para abandonar la propia comunidad, sabiendo que uno será bien recibido en tierras lejanas; la libertad para cambiar las estructuras sociales dependiendo de la estación del año; la libertad para desobedecer las autoridades sin consecuencia (Capítulo 4)

  Esto, evidentemente, no está al alcance de los animales superiores no humanos.

Mientras que los humanos sí tienen una tendencia instintiva a implicarse en un comportamiento de dominio-sumisión, sin duda heredado de nuestros antepasados simios, lo que hace a las sociedades distintivamente humanas es nuestra habilidad para tomar la decisión consciente de no actuar de esa forma. (Capítulo 3)

Los seres humanos tienen más decisión colectiva sobre su propio destino de lo que ordinariamente asumimos (Capítulo 5)

   Más adelante, estas civilizaciones no urbanas descubrirían poco a poco la vida urbana, pero esta seguiría siendo predominantemente igualitaria por decisión libre y razonada de los individuos.

Toda la evidencia sugiere que Teotihuacán había, en el punto más alto de su poder, encontrado una forma de gobernarse sin jerarcas aristócratas  (Capítulo 9)

  La misma capacidad del individuo en sociedad para decidir su propio destino habría llevado, sin embargo, a que, pese a las aparentes ventajas de las ciudades y grandes zonas de hospitalidad de coexistencia pacífica, igualitaria y cooperativa, también se hubieran dado ocasionalmente otras sociedades con gran variedad de organizaciones políticas

En algunas regiones, sabemos ahora, las ciudades se gobernaron durante siglos sin ningún signo de templos y palacios que solo aparecerían después; en otras, templos y palacios nunca aparecieron. En muchas ciudades antiguas, no hay simplemente evidencia alguna ni de una clase de administradores ni de ninguna clase de estrato de gobernantes. En otras, el poder centralizado parece aparecer y desaparecer. Se concluiría que el mero hecho de la vida urbana no implica necesariamente ninguna forma particular de organización política. (Capítulo 8)

  Naturalmente, uno se pregunta por qué hoy no se encuentran ya sociedades igualitarias en el mundo, ni ancestrales ni modernas, y por qué todo lo que sabemos sobre este asombroso pasado de la humanidad son conjeturas a partir de las excavaciones arqueológicas.

    Ello sin duda explica el sentir general y convencional de que los avances hacia el igualitarismo –libertad, soberanía, democracia- han sido muy lentos, de tipo lineal, y que el pasado de las civilizaciones urbanas, cuando menos, había sido en extremo autoritario. Sin embargo, se nos asegura que Teotihuacán, una de las ciudades más grandes del mundo en su tiempo –contemporánea del Imperio Romano y el imperio Han chino-, era la capital de una civilización igualitaria, sin autócratas ni aristócratas... y los autores aseguran haber constatado más casos como este, en China o en la India, siempre a partir del examen de los restos arqueológicos.

[En] Teotihuacán, en el valle de México, (…) la población de la ciudad, tras levantar las pirámides del Sol y la Luna, abandonó después tales gigantescos proyectos y se embarcó en lugar de ellos en un prodigioso programa de vivienda social, proporcionando apartamentos multifamiliares para los residentes (Capítulo 12)

  Así que habríamos venido de un pasado igualitario y ha sido el paso de los siglos el que nos ha empujado hasta el autoritarismo y la opresión... no sabemos por qué motivo.

Si algo fue terriblemente mal en la historia humana (…) quizá sucedió precisamente cuando la gente comenzó a perder la libertad para imaginar y realizar otras formas de existencia social, hasta tal grado que algunos ahora sienten que este particular tipo de libertad nunca ha existido, o que apenas se ejerció durante la mayor parte de la historia humana  (Capítulo 12)

  No se nos explica cómo se ha producido semejante retroceso (el perder la libertad para imaginar y realizar otras formas de existencia social). Lo que los autores sí tienen claro es que no tiene que ver con la agricultura y el surgimiento de una civilización urbana.

Es incorrecto asumir que plantar semillas y tener ovejas lleva necesariamente a sentirse obligado a aceptar normas sociales de desigualdad simplemente para evitar la “tragedia de los comunes” (Capítulo 7)

Simplemente no hay razón para asumir que la adopción de la agricultura en periodos más remotos también implicara el comienzo de la propiedad privada de la tierra, la territorialidad o un irreversible abandono del igualitarismo de los cazadores-recolectores. Puede haber sucedido así a veces, pero ya no puede considerarse como una asunción por defecto. (Capítulo 7)

La evidencia arqueológica muestra que [el igualitarismo en las primeras ciudades] ha sido un patrón común sorprendente, que va contra las asunciones evolutivas convencionales sobre los efectos de la escala en la sociedad humana  (Capítulo 8)

Cualquiera que estudie las sociedades agrarias sabe que la gente inclinada a expandir la agricultura de forma sostenible sin privatizar la tierra o entregar la tierra a una clase de supervisores siempre ha encontrado formas de hacerlo (Capítulo 7)

  Pero otros historiadores, antropólogos y arqueólogos han discutido las presuntas evidencias de las que hablan los autores. Por ejemplo, no todo el mundo está de acuerdo con que la república de Tlaxcala que Hernán Cortés conoció fuese más igualitaria que su contemporánea, la república de Venecia.

  Pero, en cualquier caso, este libro sí nos muestra importantes rasgos del proceso civilizatorio que nos hacen dudar de la versión convencional de un trayecto unidireccional desde las bandas nómadas de cazadores recolectores hasta las grandes civilizaciones urbanas capitalistas y democráticas. El proceso sin duda fue mucho más tortuoso.

[Los hombres prehistóricos] iban hacia adelante y hacia atrás entre arreglos sociales alternativos, construyendo monumentos y cerrándolos de nuevo, permitiendo la aparición de estructuras autoritarias durante ciertos tiempos del año y después desmantelándolas; todo, parecería, en la comprensión de que no hay un orden social particular que sea fijo o inmutable  (Capítulo 3)

  Tiene sentido que el hombre primitivo no contase con costumbres arraigadas y esto parece una ventaja, al destacarse así una presunta capacidad originaria del individuo para razonar libre e imaginativamente acerca de la problemática social… mucho antes de que surgiera la filosofía racional tal como fue conocida en la antigua Grecia. Entonces, ¿cuánta autonomía intelectual ha tenido “el hombre en estado de naturaleza”  a la hora de tomar decisiones políticas? Algunos autores consideraban que la mente primitiva no podía pensar racionalmente con la facilidad con la que lo hace una persona educada de la era moderna.

Incluso los que viven cazando elefantes o recolectando flores de loto son tan escépticos, imaginativos, pensativos y capaces de análisis crítico como los que viven operando tractores, dirigiendo restaurantes o presidiendo departamentos universitarios  (Capítulo 3)

  Por otra parte, no hay ninguna duda de que las crónicas y los testimonios personales de los exploradores, misioneros y colonos franceses entre las culturas nativas de América del Norte tuvieron un cierto impacto en la Francia del siglo XVIII. Se menciona el caso de la obra de teatro “L´arlequin sauvage”, escrita por De la Drevetiere en 1721, que fue un gran éxito y contaba la historia de un indígena norteamericano que llega a Francia, un poco en la línea de las “Cartas persas” de Montesquieu, pero también dando una imagen positiva de la libertad, tolerancia e inteligencia que podía llegar a darse entre los nativos. Pero recordemos que ya mucho antes Thomas More había situado su “Utopía” imaginaria en el Nuevo Mundo, de modo que podemos sospechar que el salvaje de la obra de De la Drevetiere tendría mucho de imaginario también.

Hay una razón por la que tantos pensadores claves de la Ilustración insistieron en que sus ideales de libertad individual e igualdad política fueron inspirados por fuentes y ejemplos de nativoamericanos: porque era cierto (Capítulo 2)

  Por poco creíble que resulte la especulación sobre lo fácilmente que los hombres del neolítico habrían podido construir civilizaciones igualitarias e incluso libertarias, la reflexión sobre el papel activo del individuo a la hora de tomar decisiones políticas racionales en todas las épocas bien vale la pena.

  En consecuencia el igualitarismo (¿socialismo democrático?) sería perfectamente accesible. 

Simplemente no es verdad que si uno cae en la trampa de la “formación del Estado” no hay salida (Capítulo 11)

[Convencionalmente vemos] la violencia y desigualdades de la sociedad moderna como que de alguna forma surgen naturalmente de las estructuras del control racional y el cuidado paternalista: estructuras diseñadas para poblaciones humanas que, se nos pide que creamos, repentinamente se hicieron incapaces de organizarse a sí mismas una vez que su número se expandió por encima de cierto umbral. No solo tal visión carece de una base sólida en la psicología humana, también es difícil de reconciliar con la evidencia arqueológica de cómo realmente comenzaron las ciudades en muchas partes del mundo: como experimentos cívicos a gran escala, que con frecuencia carecían de los esperados rasgos de la jerarquía administrativa y el mando autoritario (Capítulo 12)

Tenemos poca o ninguna idea de lo que el mundo será incluso en 2075, por no decir 2150. ¿Quién sabe? Quizá, si nuestra especie dura, y si un día miramos hacia atrás desde ese aún desconocido futuro, aspectos del remoto pasado que ahora parecen anomalías –digamos, burocracias que funcionan a escala de comunidad, ciudades gobernadas por concejos de vecinos; sistemas de gobierno donde las mujeres mantienen una preponderancia en posiciones formales, o formas de gestión de la tierra basadas en el cuidado más que en la propiedad y extracción-, parezcan la ruptura realmente significativa; y que grandes estatuas o pirámides de piedra parezcan más curiosidades históricas.  (Capítulo 12)

   Supuestamente, en cuanto a gobiernos democráticos y de economía social, todo estaría ya inventado, y, a lo más, ahora estaríamos redescubriendo la democracia, libertades e igualitarismo que ya conocían las civilizaciones de la prehistoria, incluso civilizaciones urbanas como Teotihuacán. Desde luego, es una visión que recuerda a ciertos planteamientos muy conocidos.

  Hay además, otras valiosas aportaciones en este libro, como es la referencia a la cismogénesis, que puede explicar chocantes casos de culturas vecinas pero muy diferenciadas en lo cultural.

La cismogénesis (…) describe cómo sociedades en contacto quedan dentro de un sistema común de diferencias, incluso que intenten distinguirse las unas de las otras. Quizá el ejemplo histórico clásico (…) serían las antiguas ciudades-estado griegas de Atenas y Esparta  (Capítulo 5)

  También es de interés lo que se refiere al origen de la propiedad privada, que podría estar relacionada con la reverencia a lo sagrado. También la burocracia estatal puede tener un origen parecido.

Los artículos sagrados son, en muchos casos, las únicas formas importantes y exclusivas de propiedad que existen en sociedades donde la autonomía personal es llevada a un valor máximo, o que podríamos simplemente llamar “sociedades libres” (Capítulo 4)

Las primeras formas de administración funcional, en el sentido de conservar registros de listas, bienes, procedimientos de contabilidad, inspección, auditores y archivos parecen emerger en el contexto de rituales: en los templos de Mesopotamia, los cultos de antepasados en Egipto, la lectura de oráculos en China etc (…) Los burócratas no comenzaron simplemente como una solución práctica a los problemas de manejo de información cuando las sociedades humanas avanzaron más allá de un particular umbral de escala y complejidad (Capítulo 10)

Lectura de “The Dawn of Everything” en Penguin Random House 2021; traducción de idea21