viernes, 25 de diciembre de 2020

“¿Inclinados al altruismo?”, 2001. Alexander J. Field

Este libro considera la posibilidad de que la selección natural –el motor fundamental de la dinámica evolutiva- ha operado tanto a nivel de grupo como a nivel de individuo. La selección de grupo sucede cuando la selección recompensa de forma diferente a miembros de un grupo como consecuencia de algún rasgo propio [que se da en algunos individuos de ese grupo], por ejemplo, cuando los grupos en el que se dan individuos con mayor inclinación por el comportamiento altruista crecen más rápidamente. (p. x)

El modelo económico estándar (…) asume que la gente siempre actuará motivada para avanzar en su interés material. Mi posicionamiento considera que esta hipótesis es refutable. (p. 67)

  El economista Alexander J. Field asegura partir de la experiencia estadística, la cual no confirmaría que el individuo obre siempre por su propio interés egoísta. En concreto, aparte de los condicionamientos culturales, contaríamos con una base instintiva para el altruismo (la benevolencia activa). Y no solo entre parientes.

En cada uno de estos ámbitos experimentales [juegos del prisionero, ultimátum, dictador etc] la investigación proporciona repetida confirmación en el laboratorio de lo que está intuitivamente claro para la mayor parte de los humanos. Nuestros procesos conductuales de decisión no pueden ser gobernados enteramente por los modelos estándar que presume el tipo de elección económico/racional de la teoría de juegos. Otras predisposiciones son operativas, incluyendo algunas que se refieren a la descripción de rasgos altruistas, y si bien algunos de estos son más probables que se ejerzan hacia parientes, su expresión no está restringida a ellos.  (p. 39)

Supongamos que aceptamos la afirmación de que hay rasgos comunes de las sociedades humanas que podemos llamar “cultura universal”. Este libro argumenta que estas particularidades en común no son explicadas como consecuencia inevitable de la interacción de agentes racionales egoístas, como el modelo económico canónico habría hecho. (…) El fundamento de la cultura universal, tanto como el fundamento de la gramática universal, lo encontramos en el cableado evolutivamente diseñado [en el cerebro humano]. En ambos casos la modularidad cognitiva es central para la comprensión del funcionamiento de estos legados y (…) la selección de grupo es un mecanismo necesario en este proceso de diseño.  (p. 331)

  El modelo económico canónico es el del “Homo economicus”: ése es el que se refleja en las teorías de juegos y en particular en el famoso “dilema del prisionero”: que todos traicionaremos la confianza puesta en nosotros cuando así nos convenga de acuerdo con nuestros intereses. Habría que ver si este comportamiento tan lógico es el propio del ser humano, porque nuestro origen se halla en la evolución que nos ha diseñado, y no tanto en lo que nuestra cultura actual juzga como “lógico” o no.

Una ventaja de movernos a un marco evolutivo es que podemos dispensarnos de la cuestión de si un comportamiento es o no racional. Todo lo que ahora importa es si favorece la predisposición genética  (p. 49)

  Y lo que vemos entonces es que…

La evidencia de los experimentos del dilema del prisionero, tanto con dos jugadores como cuando son muchos jugadores, [y] en el juego de bienes comunes, confirma una extendida tendencia humana para cooperar, incluso en ausencia de cualquier anticipación de repetición. Esto no quiere decir que la gente que elige actuar así sea indiferente a lo que haga la otra parte  (p. 37)

  El modelo altruista generalmente conocido es el de la “reciprocidad”: uno actúa de forma generosa para labrarse una reputación que conlleva la expectativa de ser tratado generosamente en reciprocidad a corto o medio plazo (algo así como proclamar: “ya veis que soy un tipo en el que vale la pena confiar”). Pero si eso fuera cierto, en un encuentro entre dos extraños, la actitud inicial sería por completo egoísta y solo con la reiteración de los encuentros se tomaría nota de la reputación ganada por cada uno con vista a encuentros posteriores -anticipación de repetición-. La evidencia es que no es así, que hay actitudes altruistas ya en el primer encuentro y sin expectativa de que volvamos a interactuar más adelante con los mismos agentes (el “dar una propina en un restaurante de una ciudad a la que sabemos que nunca vamos a volver”).

El altruismo puede no ser necesario para sostener relaciones de reciprocidad. Pero el altruismo es necesario para que se originen (p. xi)

    Por otra parte, la reciprocidad y la costumbre de no aprovechar una ventaja sobre un extraño para beneficiarnos –actitud altruista pasiva, no activa- no suelen considerarse actos altruistas, pero tienen el mismo origen ya que se trata igualmente de privarse de algo que nos beneficia por el bien de otros.

Al considerar el reprimirse a golpear primero como un acto altruista, pronto se hace claro que, dentro de organizaciones sociales complejas, tal comportamiento no es necesariamente altruista en el sentido de que impone una desventaja de adaptación para el que actúa. (p. 118)

  El altruismo puede implicar ponerse en desventaja o renunciar a tomar una ventaja. Veremos también que altruismo es reprimir a los no altruistas. Todo va en el mismo sentido de favorecer la contribución individual al bien común dentro de una comunidad.

  Pero lo importante a considerar en esta visión de conjunto es que el comportamiento cívico de labrarse una reputación y ser tratado con reciprocidad nunca habría podido existir si no hubiera surgido previamente, en algún momento, una actitud propiamente altruista –altruismo activo-. Robert Trivers, en su teoría sobre el altruismo recíproco, especula que podemos lanzarnos al agua para rescatar a un extraño en apuros porque obrando así ganaremos reputación como individuo prosocial, lo que nos aportaría ventajas a nivel social (la gente confiaría en nosotros en tareas cooperativas de mutuo interés). Ahora bien, ¿cuándo comenzamos a darnos cuenta de que resulta rentable –por la reputación ganada- arriesgarse uno mismo por el bien de otros? Y, hasta entonces, ¿qué posibilidades había de que alguien actuase costosamente para beneficiar a un extraño?

¿Por qué tuvo lugar el primer rescate?  (p. 125)

  En el principio no podíamos considerar nuestro propio interés porque aún no habíamos constatado que éste acaba por beneficiarse –gracias a la reciprocidad- de nuestra actitud de ponernos en desventaja por el bien de otros…

Lo que inicia el altruismo, el interés puede ayudar a sostenerlo.  (p. 22)

  La explicación es que, para que el comportamiento humano haya evolucionado para adaptarse a la vida en grupos sociales más grandes, fue necesario que surgiesen determinadas actitudes que favorecían el bien ajeno a costa de cierto esfuerzo por parte de los individuos generosos. Quizá el origen de este altruismo fue la extensión del obrar por beneficio de nuestros parientes –la adaptación inclusiva- a quienes no eran parientes o que estaban en una “zona gris” entre la condición de “propios” y “extraños”. Quizá fue nuestra capacidad para la imaginación y el pensamiento abstracto la que llevó a asimilar la “adaptación inclusiva” de auxilio a los parientes con cierta propensión a la actitud de auxilio a los no parientes. Poco a poco, a medida que estos actos proporcionasen algunos beneficios al grupo como consecuencia de la reciprocidad, la actitud altruista se generalizaría y ganaría en complejidad.

  De esa forma, el comportamiento egoísta impulsivo –propio de la selección individual- sería menos adaptativo, y la selección por grupos habría llevado a la aparición de un “módulo de conducta altruista” hereditario (para parientes y no parientes) entre los rasgos innatos de conducta.

La selección de grupo permite deshacer la camisa de fuerza intelectual que de otra forma requiere el desechar la posibilidad de que las relaciones entre no parientes son impulsadas fundamentalmente por cualquier otra cosa que no sea la búsqueda eficiente del interés material propio (p. 296)

  En la selección individual, el individuo más egoísta sobrevive. En la selección por grupo, el grupo donde hay menos individuos egoístas sobrevive (porque la falta de egoísmo favorece la cooperación dentro del grupo y tal vez también la benevolencia recíproca de otros grupos). Por tanto, tiene sentido que, tras aumentar la interacción entre grupos, se seleccione a los individuos menos egoístas por el bien del grupo.  

   En un momento dado, el azar de la “deriva genética” dio lugar a la aparición de individuos altruistas para con los extraños. Circunstancias del entorno hicieron que esta actitud generara beneficios, lo que permitió que el rasgo genético correspondiente se heredase, prosperase y se extendiese a nuevas generaciones. Generación a generación, la selección de grupo asentó la persistencia de ciertos rasgos altruistas.

   Además, aparte de menos egoísmo y más altruismo, otro elemento es importante para facilitar el éxito del grupo en competencia con otros grupos: la detección y contención de los comportamientos antisociales ajenos, en particular los de aquellos individuos que se benefician del bien común pero que no contribuyen a éste; es decir, la represión de los tramposos o antisociales.

A la hora de considerar el origen de la organización social compleja, una predisposición para practicar el altruismo a la primera, apoyada por unas propensidades de razonamiento especializadas en el ámbito de la interacción social, es tan importante como un módulo dedicado a la detección de los tramposos  (p. 300)

   A la acción represiva contra los antisociales, recordemos que se suma también a veces la inacción, el NO actuar en defensa de nuestros intereses egoístas - el reprimirse a golpear primero como un acto altruista-. 

La mayor parte de las discusiones sobre el altruismo humano se centran exclusivamente en la ayuda afirmativa, una práctica que ha oscurecido la importancia de la inhibición fuertemente arraigada a dar el primer golpe, altruista en un sentido evolutivo (p. 216)

  Un “módulo de comportamiento” –que en este caso incorporaría el altruismo, el no egoísmo y la represión del egoísmo ajeno- sería como una modalidad sofisticada de instinto. O una predisposición instintiva a asimilar una pauta de conducta. El ejemplo más evidente de que existen este tipo de “módulos” es el efecto Westermarck.

La aversión a mantener relaciones sexuales entre niños que se han criado juntos [recibe el nombre de efecto Westermarck]. Al programar estos módulos en el cerebro humano, la evolución nos ahorra la necesidad de tratar de aprender estas lecciones de nuevo cada generación  (p. 66)

  Con el “efecto Westermarck” se evitan los males de la endogamia. Aquel grupo donde surgiesen rasgos contrarios a los emparejamientos sexuales entre adultos que de niños se criaron juntos habría logrado una ventaja clara –evitación de la endogamia- sobre los grupos donde tal rasgo no se diese…  Una fórmula parecida se repetiría en el caso de la conducta altruista o prosocial.

Hemos nacido con un sistema de archivo preformateado para organizar la interacción social y con un conjunto de profundas reglas estructurales para gobernar la interacción social. Estas reglas impulsan elementos universales de la cultura humana. La aversión al incesto entre aquellos con quienes se ha sido criado entre la edad de dos y ocho años, y la propensión a castigar a los asesinos (con la única posible excepción del infanticidio) de miembros del propio grupo no representan triunfos de la evolución cultural sino más bien son universales humanos que tienen un importante componente biológico  (p. 242)

La vida en pequeños grupos sociales mutuamente dependientes y estables (…)  era un rasgo de la existencia en el Pleistoceno. Añadiría que probablemente lo era también de los antepasados hominoides y antropoides. Pero si los grupos de estos iniciadores se extendían más allá de la familia inmediata, debemos preguntarnos cómo la interacción continuada podía haber emergido sin el beneficio de la propensión a cooperar en interacciones en el primer encuentro con un comportamiento altruista con los no parientes que, por definición, habrían sido seleccionados contra la selección a nivel individual  (p. 124)

Si los grupos [de los hombres prehistóricos] eran lo suficientemente pequeños y aislados el altruismo podía evolucionar por casualidad, esto es, mediante el mecanismo de la deriva genética, hasta la fijación dentro de algunos grupos, y tales grupos podían entonces competir ventajosamente al persistir más tiempo y así colonizar nuevos territorios  (p. 95)

  Aunque la selección de grupo parece una realidad evidente que ya entrevió el mismo Darwin, todavía hoy es puesta en duda. 

  Tener en cuenta una predisposición innata al altruismo puede ser esperanzador también a otro nivel: debidamente manipulado por la cultura, este “módulo” puede permitir desarrollos de los comportamientos prosociales aún más amplios. Desconocemos los límites del altruismo y de la cooperación eficiente, pero sí sabemos que sus efectos siempre serán beneficiosos para el progreso humano en su conjunto.

Lectura de “Altruistically Inclined?” en The University of Michigan Press, 2001; traducción de idea21

martes, 15 de diciembre de 2020

“La idea de la justicia”, 2009. Amartya Sen

  El premio Nobel de Economía Amartya Sen analiza la idea de la justicia en el mundo de hoy. Perfectamente al tanto de las modernas teorías éticas y jurídicas, considera sin embargo que la realización de la justicia exige una aproximación práctica que puede poner en cuestión el idealismo trascendental.

En contraste con casi todas las modernas teorías de la justicia, que se concentran en la «sociedad justa», este libro es un intento de investigar comparaciones basadas en realizaciones que se orientan al avance o al retroceso de la justicia (Introducción)

  Una “sociedad justa” sería una formulación utópica no solo inasequible, sino también peligrosa. Lo “trascendental” no parece que lleve a la realización de la justicia.

[El] «institucionalismo trascendental” (…) concentra su atención en lo que identifica como justicia perfecta, más que en comparaciones relativas de la justicia y la injusticia (…) Al buscar la perfección, el institucionalismo trascendental se dedica de manera primaria a hacer justas las instituciones, por lo cual no se ocupa directamente de las sociedades reales. (Introducción)

La distancia entre los dos enfoques, el institucionalismo trascendental, por una parte, y la comparación basada en realizaciones, por la otra, resulta crucial. (Introducción)

Tenemos que buscar instituciones que promuevan la justicia, en lugar de tratar a las instituciones como manifestaciones directas de la justicia, lo cual reflejaría un cierto fundamentalismo institucional. (Capítulo 3)

Los debates sobre la justicia, si van a ocuparse de asuntos prácticos, no pueden ser sino sobre comparaciones. (Capítulo 18)

  Claro que en el esquema comparativo necesitaremos un criterio de comparación…

Fue el diagnóstico de la esclavitud como una injusticia intolerable lo que hizo de su abolición una prioridad arrolladora, y esto no exigía la búsqueda de un consenso sobre cómo debería ser una sociedad perfectamente justa. (Introducción)

  La concepción de “injusticia intolerable” solo puede darse a partir de una reacción emocional en un contexto cultural –histórico- dado.  Y el contexto apropiado para que una idea de la justicia llegue a realizarse es el de la democracia y el juicio equitativo.

La democracia (…) ha de verse, de modo más general, en función de la capacidad de enriquecer el encuentro razonado a través del mejoramiento de la disponibilidad de información y la viabilidad de discusiones interactivas. La democracia debe juzgarse no sólo por las instituciones formalmente existentes sino también por el punto hasta el cual pueden ser realmente escuchadas voces diferentes de sectores distintos del pueblo. (Prefacio)

El éxito de la democracia no consiste únicamente en disponer de la más perfecta estructura institucional imaginable. Depende ineludiblemente de nuestros patrones reales de conducta y del funcionamiento de las interacciones políticas y sociales (Capítulo 16)

No ha habido nunca una hambruna en una democracia funcional con elecciones periódicas, partidos de oposición, libertad de expresión y medios de comunicación relativamente libres (aun cuando el país sea muy pobre y se encuentre en una situación alimentaria muy adversa) (Capítulo 16)

La equidad es la base de la justicia (la noción de equidad se considera fundacional y aspira a ser en cierto modo «previa» al desarrollo de los principios de justicia.) (Capítulo 2)

¿Qué es (…) la equidad? Esta idea básica puede asumir diversas formas, pero uno de sus elementos centrales es la exigencia de evitar prejuicios en nuestras evaluaciones y tener en cuenta los intereses y las preocupaciones de los otros, y en particular la necesidad de evitar el influjo de nuestros intereses creados, o de nuestras prioridades, excentricidades y prevenciones. En general, puede verse como una exigencia de imparcialidad. (Capítulo 2)

  Pueden parecer conclusiones conservadoras, en tanto que la justicia no podría basarse en criterios universales –trascendentales- y que tenemos que conformarnos con comparaciones basadas en nuestras recientes tradiciones racionales y democráticas. El resultado es relativista, pero solo hasta cierto punto, porque sí que existen, cuando menos, estilos de pensamiento que pueden dirigirnos con cierta seguridad a un criterio mundial de justicia.

La elección de principios básicos de justicia es el primer acto en el despliegue de la justicia social (…) La primera etapa conduce a la siguiente, la etapa «constitucional», en la cual se seleccionan instituciones reales en consonancia con el principio escogido de justicia y con las condiciones de cada sociedad en particular (Capítulo 2)

Sería un error esperar que cada decisión problemática para la cual la idea de la justicia pueda ser relevante fuera efectivamente resuelta a través del escrutinio razonado. Y también sería un error asumir (…) que puesto que no todas las disputas pueden ser resueltas mediante escrutinio crítico, no tenemos fundamentos suficientemente seguros para emplear la idea de la justicia en aquellos casos en los cuales el escrutinio razonado produce un juicio concluyente. Avanzamos tanto como razonablemente podemos. (Capítulo 18)

  Justicia y equidad son consecuencia de un juicio humano a partir de reacciones emocionales de conducta.

Una lectura realista de las normas de conducta resulta importante para la elección de las instituciones y la búsqueda de la justicia. Exigir del comportamiento actual más de lo que cabría esperar no es una buena manera de promover la causa de la justicia. (Capítulo 3)

  ¿Y mejorar el comportamiento, no es posible? ¿Acaso las pautas de comportamiento humano no cambian con la cultura? ¿Y no es posible actuar en el sentido de los cambios culturales?

   Nos queda, cuando menos, la apelación al juicio desde diferentes perspectivas, no limitado a lo que sepamos hoy sobre el comportamiento de las personas de hoy. Un criterio objetivo también se puede interpretar como un fundamento trascendente.

La necesidad de invocar cómo parecerían las cosas a «cualquier otro espectador justo e imparcial» es un requerimiento que puede introducir juicios formulados por personas de otras sociedades cercanas o lejanas. (Capítulo 6)

¿Por qué no deberíamos consultar la sabiduría de un juez extranjero al menos con tanta naturalidad como leeríamos un artículo de revista jurídica de un profesor? La sabiduría general, incluida su conexión con el derecho, ciertamente constituye un problema público (Capítulo 18)

  El planteamiento conservador que rechaza criterios trascendentales se ve atemperado por una afirmación idealista acerca de los juicios equitativos. Si este principio se lleva hasta las últimas consecuencias (y el razonamiento y el juicio, por su misma naturaleza, siempre han de seguir hasta la resolución definitiva del problema planteado) es probable que descubramos principios trascendentales mejores que los falaces surgidos a partir de los prejuicios del pasado.

  Podemos tomar el caso de la desigualdad, que desde un punto de vista lógico es lo más opuesto a la equidad. Nada justifica la desigualdad si lo que nos preocupa es la exigencia de evitar prejuicios en nuestras evaluaciones y tener en cuenta los intereses y las preocupaciones de los otros, y en particular la necesidad de evitar el influjo de nuestros intereses creados  Y no es un detalle insignificante el hecho de que nuestra sociedad, hoy por hoy, requiere de tolerancia para la desigualdad. Ningún idealismo equitativo puede justificar la desigualdad.    

Una sociedad que puede ser vista como perfectamente justa no debería sufrir el impedimento de la desigualdad basada en incentivos, pero ésta es una razón más para no concentrarse tanto en la justicia trascendental al desarrollar una teoría de la justicia. (Capítulo 2)   

  Argumentar contra el idealismo por considerarlo la base del totalitarismo –véase en Popper- puede ser útil hoy, recurriendo a “comparaciones” desde la estabilidad democrática conquistada por la comunidad internacional de hoy, pero no sería sensato que frenase los necesarios avances futuros. El idealismo no tiene la culpa de sus abusos, y sin trascendencia no podemos darnos siquiera al pensamiento propiamente dicho.

  Es muy aceptable que la justicia efectiva opere tan como razonablemente podemos siguiendo criterios equitativos en un proceso de continua comparación entre situaciones más o menos evolucionadas, pero el ideal de justicia debe conservarse. Cuando menos, como referente crítico y motor de cambios culturales.   

Lectura de “La idea de la justicia” en Santillana Ediciones Generales, S.L., 2012; traducción de Hernando Valencia Villa

sábado, 5 de diciembre de 2020

“El efecto de la langosta”, 2014. Haugen y Boutros

Hemos dado en llamar a la pestilencia única de la violencia y el impacto punitivo que tiene sobre los esfuerzos de acabar con la pobreza el "efecto langosta" (Introducción)

  El jurista Gary Haugen y el antiguo fiscal federal de los Estados Unidos Victor Boutros, activistas de la organización no gubernamental "International Justice Mission" hacen la comparación con la plaga de la langosta de forma muy justificada. Sabida es la tragedia que históricamente ha representado esta plaga de insectos que en muy poco tiempo puede arruinar el trabajo paciente de los campesinos. Da igual lo duro que trabajes porque si la plaga llega se lo llevará todo.

Si no abordamos de forma decisiva la plaga de la violencia cotidiana que engulle a todos los pobres del mundo en desarrollo, los pobres no serán capaces de prosperar y alcanzar sus sueños (Capítulo 3)

  La violencia cotidiana a la que se refieren los autores es la que rodea la vida de los más humildes en las sociedades que no garantizan una justicia imparcial y efectiva. Puede tratarse de la violencia de los delincuentes “comunes” (organizados o no), o la violencia de los poderosos o incluso la violencia de las fuerzas policiales corruptas.

Cuando pensamos en la pobreza global pensamos en hambre, enfermedad, desamparo, analfabetismo, agua no potable y falta de educación, pero muy pocos de nosotros pensamos en la vulnerabilidad crónica de los pobres a la violencia –la epidemia masiva de violencia sexual, trabajo forzado, detención ilegal, robo de tierras, asalto, abuso policial y opresión que yace oculta por debajo de las deprivaciones más visibles de la pobreza. (Introducción)

La pobreza endémica es una vulnerabilidad a la violencia (Introducción)

  A lo largo del libro se relatan ejemplos espantosos de asesinatos, esclavitud, abuso sexual y robo de tierras en pleno siglo XXI, siempre en naciones “en desarrollo” de Asia, América y África. La ONG IJM ha respaldado y asesorado a los agentes de justicia independientes que luchan contra los abusos así como utilizado los medios de comunicación y a los gestores políticos locales para denunciarlos. No solo es fácilmente comprensible el daño hecho, sino que además la denuncia tiene el efecto de despertar una fuerte indignación.

Informes recientes de la ONU sobre los barrios de chabolas sugieren que (…) las cuestiones de violencia y seguridad pueden ser consideradas por la gente pobre como considerablemente más importantes que las de ingresos y vivienda (Capítulo 1)

  Algunas de las denuncias tienen un claro carácter de “lucha de clases”, al referirse a cómo los poderosos mantienen intencionadamente un sistema de justicia débil para garantizar la impunidad de sus abusos.

La gente rica y poderosa en las comunidades pobres del mundo en desarrollo usa agresivamente un sistema de justicia penal disfuncional y corrupto para proteger su violento abuso de los pobres (Capítulo 1)

  Tales abusos “de clase”, sin embargo, es probable que sean los primeros en repararse, al menos en los estados democráticos, ya que pueden utilizarse como dinamizadores de la acción política (es decir, interesan y benefician a una determinada clase política que busca el respaldo de los más humildes). Más difíciles de erradicar parecen ser los que se originan por la mera degradación social que es consecuencia de la pobreza generalizada.

Los pobres están familiarizados con las bandas criminales violentas en sus barrios y tienen que soportar sus asaltos, intimidación, robos y extorsiones. Y para mucha gente pobre en el mundo en desarrollo, la policía es solamente otra banda armada y predadora (Capítulo 2)

El mundo en desarrollo está lleno de sistemas de acción social –sistemas de alimentación, de salud, de educación, de higiene pública, de aguas…- pero es justo decir que el sistema más fundamental y más defectuoso es el sistema de justicia pública. Es el más fundamental porque proporciona la plataforma de estabilidad y seguridad del cual dependen todos los otros sistemas. (Capítulo 5)

   Incluso en aspectos poco conocidos del desarrollo educativo…

Una de las principales razones por las que las chicas no van a la escuela en el mundo en desarrollo es por la violencia sexual (Capítulo 1)

     ¿Y cómo consienten esta situación los dirigentes de los países en desarrollo? Pues porque, en buena parte, ellos no se ven afectados como sí sucede con la mayoría menos afortunada.

Las élites (…) son capaces de adquirir la seguridad de sus personas y propiedad mediante sistemas privados de protección (Capítulo 8)

  La solución es, en apariencia sencilla: potenciar la acción de la justicia pública para garantizar la seguridad de todos. Jueces y policías tienen la capacidad de garantizar la represión de la criminalidad, igual que sanitarios e ingenieros pueden garantizar el agua potable.

No solo funciona el poder disuasorio del sistema de justicia penal en reducir la violencia, es que funciona más que cualquier otra cosa (Capítulo 4)

   Pero…

Es cierto que también es un poder peligroso (Capítulo 4)

   Hay un motivo por el cual los proyectos de mejora del “aparato legal represivo” reciben poca atención:

Un sistema de justicia criminal que es reforzado, bien entrenado, bien equipado y hecho eficiente puede usarse para reprimir a la gente humilde con violencia tanto como para protegerlos de la violencia (…) [Por ello] las principales agencias de ayuda extranjeras prefirieron evitar estos dilemas simplemente prohibiendo la inversión en mejorar el sector de la justicia criminal en el mundo en desarrollo  (Capítulo 9)

Es difícil de imaginar las agencias de ayuda prohibiendo inversiones en sistemas de alimentación, educación, salud o agua en el mundo en desarrollo, pero esto es precisamente lo que sucede con los sistemas de justicia criminal en los países pobres (Capítulo 9)

   ¿Y no habrá también un componente de esnobismo en esta negligencia? Pagar a la policía no vende bien a nivel de imagen. Y sin embargo, son los policías los que más capacidad tienen para proteger a los desfavorecidos de la inseguridad que les cierra el camino al progreso.

[Importantes organismos internacionales] han vertido miles de millones de dólares en programas que apoyan el imperio de la ley. Sin embargo, casi todos estos recursos han sido derivados a un puñado de países cuyos vacíos de seguridad pos-conflicto se han convertido en una preocupación estratégica para los países donantes (Capítulo 9)

  Es decir, solo se financia a la policía cuando se trata de cosas como la lucha antiterrorista o el narcotráfico. En realidad, las “pequeñeces” de garantizar una mínima seguridad jurídica a los humildes no interesan a las ONG, pese al señalamiento al respecto de las organizaciones internacionales

Ciertamente ha habido una creciente apreciación entre las ONG por el problema de la violencia delictiva contra los pobres (especialmente contra mujeres y niños), [pero] sus actuales actividades programáticas enfocan el problema de la violencia generalmente sobre lo que a veces se llaman las causas subyacentes a la violencia –como la pobreza desesperada, la falta de educación, de conciencia de los derechos, actitudes culturales, desamparo político, desigualdad de género etc (Capítulo 9)

  La única solución es agitar a la opinión pública y forzar a los políticos a actuar de forma efectiva. En el libro se dan ejemplos al respecto de casos coronados con aparente éxito.

  La agitación por parte de “agentes externos” parece algo necesario hoy en día. Lo fue en otro tiempo

[Un] ciclo de escándalo, exposición y llamadas a la reforma por parte de líderes religiosos y gente de negocios de clase media y alta llegaron a repetirse en las ciudades de Estados Unidos a medida que la reforma de la policía se desarrolló enmarcada en un movimiento de reforma más amplio de la era progresista (Capítulo 10)

  Una importante apreciación de los autores es que no basta con denunciar la corrupción: es preciso promover también ideales de justicia incluso si estos no están aún arraigados en la opinión mayoritaria. Aquí se está reconociendo –con una franqueza parecida al reconocimiento de la necesidad de la represión- que el avance moral requiere el liderazgo de ciertas minorías…

Uno no ha de esperar a que cambien completamente las normas culturales en la comunidad antes de hacer cumplir las aspiraciones culturales expresadas en la ley. En los Estados Unidos, los ciudadanos no esperaron a que cambiaran las actitudes culturales hacia la segregación en el Sur (la norma cultural racista que prevalecía) en el sentido de una ilustración gradual antes de que las autoridades federales comenzasen a hacer cumplir las aspiraciones expresadas por el derecho constitucional de protección igualitaria (Capítulo 4)

  Esto se puede aplicar a cuestiones como los abusos a niños y mujeres que en muchas culturas contemporáneas todavía no son condenados con la misma firmeza que en las culturas de los países más desarrollados.

  Prensa, políticos, incluso personajes populares pueden ayudar a difundir nuevos ideales humanitarios y exhortar a la mejora de la actuación de los agentes del orden público. La defensa de la represión para ayudar a los humildes podrá resultar chocante dado el carácter actual del enfoque “humanitario” de la lucha contra la pobreza. Sin embargo, es perfectamente coherente si consideramos que la violencia y la agresión es de siempre el principal obstáculo al desarrollo humano.

Pobres son aquellos que nunca pueden permitirse tener mala suerte (Capítulo 3)

  La prosperidad es un sistema de garantías. Vivir bajo la constante amenaza de la desgracia lleva a la desesperanza y al embrutecimiento, es el epítome de la precariedad. Nos gustaría una sociedad plenamente pacífica y el idealismo humanitario ensalza las acciones compasivas, pero ¿es ello coherente con la realidad de la violencia cotidiana que en las sociedades desarrolladas solo pudo hacerse desaparecer con la acción efectiva de unos poderes represivos legalmente encauzados?

  Este libro señala con acierto un grave problema social, pero también nos da una oportunidad para el pensamiento crítico. No es la represión el ideal humanista acorde con el mensaje actual “buenista” que nutre a las organizaciones no gubernamentales de ayuda. Y sin embargo, la represión de la criminalidad debería ser una prioridad absoluta porque abordar las causas subyacentes a la violencia implica largos y azarosos procesos de cambio social que hasta el momento han dado poco fruto.

   La repugnancia a aplicar la fuerza contra los elementos antisociales que arruinan los esfuerzos de los menos afortunados debería llevar a una reflexión más profunda: las tales “causas subyacentes” no son de naturaleza económica, política o tecnológica, sino de tipo cultural, y la intervención “no violenta” no puede quedarse en gestos inconexos o en acciones contradictorias. Tales intervenciones son ineficientes y entonces nos quedamos ante la cruda realidad de que necesitamos la represión.

   Sí podrían existir opciones de transformación social que impliquen cambios culturales previos y que lleven a una sociedad pacífica y próspera. La historia nos demuestra que son viables incluso en las sociedades en desarrollo, pero estas opciones no son fáciles y, desde luego, tampoco son convencionales pues no se trataría de cambios de tipo político.

   Si se opta por el cambio político habrá que –entre otras cosas- agarrar el palo para reprimir los casos de antisocialidad –inevitables y abundantes cuando se vive en condiciones precarias-; si se rechaza el recurso a la represión, no hacer nada condenará a todos a la espera –cómoda para los privilegiados- de que algún día culminen los cambios políticos, económicos y tecnológicos que desmonten las “causas subyacentes”. La alternativa es buscar opciones imaginativas en el sentido de la reforma cultural profunda, que afecte de forma palpable a las mentes, por el estilo de los antiguos movimientos religiosos. O eso, o la represión; el “buenismo” resulta lento e ineficaz. 

   Lectura de “The Locust Effect” en Oxford University Press, 2014; traducción de idea21

miércoles, 25 de noviembre de 2020

“Más allá de la naturaleza humana”, 2012. Jesse Prinz

    Somos seres vivos, mamíferos superiores –Homo Sapiens- pero ¿en qué medida estamos determinados por nuestra naturaleza innata en lo que se refiere a nuestros propios actos sociales y aparentemente voluntarios? Los humanos somos individuos sociales fácilmente manipulables por el entorno cultural, por el estilo de vida particular del grupo dentro del cual nos construimos como seres sociales, algo muy diferente con respecto a los demás mamíferos. Tal vez los cambios culturales podrían llevarnos a estilos de vida mucho más deseables desde el punto de vista actual, pero tal vez nuestra naturaleza innata limite en mucho esa variabilidad cultural y no tengamos tantas opciones.

  El filósofo de la psicología Jesse Prinz es de lo que piensan que las influencias culturales son mucho más determinantes de lo que se piensa, en contra de la opinión de otros científicos sociales que señalan con fuerza a los impulsos innatos que serían propiamente humanos (por ejemplo, la lengua, la conducta sexual, la razón…).

Al ignorar la variación cultural, los investigadores acaban dándonos una imagen engañosa de la mente. Acabamos con la idea de que la psicología es profundamente inflexible. Esta visión infravalora en mucho el potencial humano (p. 2)

Muchos investigadores han exagerado la contribución biológica al comportamiento humano. Lo que se atribuye a la naturaleza humana con frecuencia es un resultado de la crianza  (p. 367)

La biología sí afecta al comportamiento, pero su contribución a la variación humana puede ser modesta en comparación con el impacto de nuestro entorno social (p. 51)

  Para empezar, cualquier mejora importante en la vida social pasa por una mejora en la moralidad, es decir, un aumento del interés y consideración de cada individuo por el bienestar ajeno… que es la base de la mejora del bienestar común. En esto (y en tantas otras cosas) el estilo de vida de unos ingenieros aeroespaciales europeos parece abismalmente distinto del de unos cazadores-recolectores del Amazonas.

Los seres humanos trascienden la naturaleza: somos productos de la cultura y la experiencia, no solo de la biología  (p. 365)

  Los cambios culturales tienen como base primera las relaciones de cooperación y confianza que permiten, entre otras cosas, el desarrollo tecnológico. Sin universidades, bancos, impuestos y gestión administrativa estatal no puede ponerse en marcha una sociedad tecnológica avanzada. Todo eso es posible gracias a la coordinación de millones de personas que actúan a lo largo de determinadas redes de confianza. Algo muy difícil de que suceda entre los cazadores-recolectores que viven en pequeños grupos de parientes y que no pueden confiar en individuos físicamente alejados  a los que no conocen en persona y de los que nada saben. 

  La base de todo es la evaluación preventiva de los actos ajenos. Reaccionamos emocionalmente ante estos actos previsibles a partir de unas expectativas interiorizadas. Esto es moralidad.

El juicio de que algo es moralmente bueno o malo consiste en una respuesta emocional  (p. 302)

  Y sobre las emociones, Prinz considera que se ha exagerado el carácter innato –y por tanto universal- de todas ellas, incluyendo las seis consideradas básicas: alegría, tristeza, ira, miedo, asco y sorpresa. Algunas podrían no existir en algunos pueblos, en contra de lo que otros estudiosos piensan.

[Unos nativos de Nueva Guinea] interpretaron [en una fotografía] una expresión facial de sorpresa como miedo y otra de tristeza como ira  (p. 259)

  Si ni siquiera podemos evaluar con seguridad las emociones ajenas, esto supondrá un obstáculo a la hora de interactuar con los extraños. La supuesta universalidad de las emociones humanas  -es decir, su carácter innato- siempre ha parecido una ayuda a la hora de establecer relaciones de cooperación y confianza a gran escala.

   Ahora bien, no todo está perdido: aunque quizá se haya exagerado esa descripción de emociones universales, sí es razonable considerar, al menos, una cierta base instintiva de las emociones.

El reconocimiento [de las expresiones faciales emocionales] es demasiado similar en diversas culturas como para asumir que nuestras emociones son invenciones culturales –hay claramente bloques de construcción biológicos universales- pero las diferencias en reconocimiento sugieren que estos bloques de construcción son remodelados por la cultura desde los inicios de la vida de una persona   (p. 262)

   Esto presenta ciertas posibilidades para bien: si las emociones son hasta cierto punto variables, un gran cambio cultural puede ponerlas donde queramos a fin de construir una red de cooperación de una gran estabilidad nunca hasta entonces conocida.  

   Y en cuanto a la moralidad, que deriva de las emociones:

No hay regla moral específica que sea universal. Para cada sociedad que prohíbe un acto, hay otra que o lo tolera o lo alienta  (p. 314)

  Lo cual es discutido por algunos

  Con la gran variabilidad moral sucede inevitablemente lo mismo que con la gran variabilidad emocional: podríamos construir culturas muy pacíficas, cooperativas y afectivamente gratificantes… pero también podríamos tener que soportar la posibilidad de lo contrario.

  Prinz, sin embargo, no deja de reconocer en su libro que sí parecen darse en el Homo Sapiens algunas pautas de conducta prosocial que sí serían innatas y que son desconocidas para nuestros parientes biológicos más próximos que conocemos, los chimpancés. Aunque estos cuentan con ciertas conductas de ayuda mutua, otras se encuentran sorprendentemente ausentes.

Suponga que usted y su más antiguo amigo están en un bar y el camarero le dice “Hoy es el día de bebida gratis para los amigos. ¿Le gustaría una cerveza gratis para su amigo?” Si usted fuera un chimpancé se encogería de hombros con indiferencia. (p. 319)

  Esto es lo que se ha comprobado que sucede entre estos inteligentes animales sociales en diversos experimentos de conducta. Se trata, por lo visto, de una característica que, para nosotros, sería amoral e incluso antisocial. Nada parecido se ha observado en sociedad humana alguna. Por lo tanto, sí parece que hay ciertos límites a la variabilidad cultural en este sentido.

  Afirmaciones contra un determinado innatismo se hacen también en lo que se refiere al lenguaje. Jesse Prinz desdeña la famosa “gramática universal” de Chomsky. Serían ciertas aptitudes intelectuales las que permitirían construir las estructuras gramaticales, y no tanto que estas se encuentren predeterminadas en la mente humana.

[Se afirma que] hay una facultad innata para el lenguaje (…) [Pero] es muy posible que el lenguaje se adquiera usando mecanismos de aprendizaje estadísticos que no evolucionaron con el propósito de la comunicación (p. 168)

  Por el contrario, las teorías como las de Sapir- Whorf serían más correctas.

Cada lengua se construye sobre las creencias de un grupo cultural y sirve para transmitir esas creencias. Cuando aprendes una lengua estás aprendiendo una forma culturalmente específica de pensar. La lengua modela la forma en que pensamos  (p. 180)

  Esto, de nuevo, aparenta ser una dificultad para la mejora cultural, pues las culturas pueden quedar determinadas de forma irreparable por el lenguaje en un sentido antisocial. La “corrección” requeriría entonces cambios en el lenguaje previos al cambio cultural en otros ámbitos. Pero también permitiría, quizá, cambios más profundos: podríamos diseñar un lenguaje más prosocial, más propenso al desarrollo intelectual, más facilitador de las gratificaciones afectivas…

  Asímismo, se duda acerca de las diferencias psicológicas innatas entre hombres y mujeres.

Si hay diferencias biológicas entre hombres y mujeres, esas diferencias probablemente son magnificadas por la socialización  (p. 232)

   La evaluación contra el innatismo puede seguir en el resto de ámbitos del comportamiento humano…

     Por su parte, los que sí apoyan el innatismo de las conductas sociales humanas suelen hacer referencia a fenómenos como el que la América precolombina desarrollase muchas instituciones paralelas a las de Eurasia, sin tener conexión cultural alguna con sus civilizaciones. Pero esto no querría decir exactamente que estamos programados para poner en marcha las religiones, el nacionalismo, la escritura, el dinero o el cobro de impuestos.

El ejemplo de la religión ilustra cómo un universal humano puede emerger sin ser innato  (p. 320)

  Es cierto que no se conoce pueblo alguno de cazadores-recolectores –el supuesto “estado de naturaleza” del Homo Sapiens- que no crea en dioses, magos y espíritus… pero hoy contamos con ejemplos sobrados de sociedades donde no se da tan espectacular estructura cultural. ¿Consideraremos “innato” un rasgo de conducta que puede no darse bajo determinadas circunstancias en individuos mentalmente sanos y plenamente integrados en sociedad?

  Pensándolo bien, puede ser una buena noticia el que, en lugar de hallarnos determinados por los instintos, seamos más sensibles a los cambios culturales

Lo que hace nuestra especie tan interesante es que mostramos una sorprendente variación. Somos las únicas criaturas en el planeta que podemos alterar radicalmente nuestros programas biológicos  (p. 4)

Puede incluso ser posible que la cultura instile nuevas emociones que no habríamos sentido si no nos hubiéramos formado en un determinado tiempo y lugar. (p. 241)

  Jesse Prinz nos presenta de forma inteligente el debate "nature or nurture". Para quienes tienen esperanza en un mundo mejor, las posibilidades de mejora cultural ofrecen instrumentos abundantes para la prosocialidad –un mundo armonioso, altruista, cooperativo y económicamente avanzado-, pero habrá siempre una diferencia entre una visión y otra a la hora de alcanzar los fines que más se ambicionan.

    Los marxistas, por ejemplo, creían que la armonía social surgiría “por defecto” una vez fuesen erradicadas determinadas instituciones malignas como la propiedad privada, la religión o la sociedad de clases. El cambio social que promovían, enteramente político –la acción coercitiva organizada destruiría las instituciones antisociales-, era por tanto relativamente simple porque creían en el innatismo del “buen salvaje”.

    En cambio, Sigmund Freud, un pesimista, ya auguró el fracaso de tal utopía: las características innatas de la conducta humana son mucho más complejas y su conflictividad requiere un “ajuste cultural” futuro tal vez no imposible pero, en cualquier caso, de enorme dificultad. Un “ajuste” que, de producirse, probablemente no tomará forma de cambio político…

Lectura de “Beyond Human Nature” en W.W. Norton & Company, 2012; traducción de idea21

domingo, 15 de noviembre de 2020

“La evolución del progreso moral”, 2018. Buchanan y Powell

  Si partimos del principio de que el progreso del ser humano implica el progreso moral, urge averiguar  cómo se produce éste. Y si partimos del principio de que en los últimos dos o tres siglos ha tenido lugar un gran “progreso moral” tenemos ahí un objetivo próximo para llevar a cabo la averiguación. Cuanto más aprendamos de cómo se producen los avances, mejor podremos ayudar a continuarlos.

  Para los filósofos Allen Buchanan y Russell Powell, la era de la Ilustración ha supuesto hasta hoy la mejor época del progreso moral. Y la ideología de los Derechos Humanos supone el mayor logro de este progreso.

El moderno movimiento de los Derechos Humanos (…) es la expresión institucional más completa de la moralidad inclusivista hasta ahora  (p. 398)

  ¿Qué es la moralidad inclusivista

La inclusividad  (…) [son los] cambios que implica extender un básico estatus de igualdad o alguna clase de reconocimiento moral a las clases de individuos que previamente se habían visto excluidos de ellos (p. 15)

  Por ejemplo, incluir a los extraños además de a los parientes, a los extranjeros además de a los compatriotas, a las mujeres además de a los hombres… Tiene mucho que ver, por tanto, con la empatía y sus consecuencias altruistas. Y la inclusividad nunca fue fácil de lograr.

Cualquier esfuerzo para llevar a cabo ideales inclusivistas se enfrentará a una seria resistencia por parte de las tendencias exclusivistas que fueron seleccionadas en el remoto pasado humano  (…) El progreso moral inclusivista es un sólido candidato para un importante tipo de progreso moral –posiblemente el tipo más importante  (p. 142)

  En un principio, en las condiciones del “estado de naturaleza” de la Prehistoria, el individuo solo actuaba para favorecerse a sí mismo y a los parientes de la familia –extensa- a la que pertenecía. Era el “sálvese quien pueda”, el mayor “exclusivismo”.

Las condiciones de enfermedades infecciosas, inseguridad física, conflicto interétnico y bajos niveles de productividad dan lugar a respuestas de exclusivismo moral, lo cual a su vez retroalimenta la exacerbación y perpetuación de las condiciones que dan lugar a tendencias exclusivistas  (p. 210)

  De ahí, una de las primeras lecciones de este libro: el progreso moral requiere de ciertas condiciones económicas favorables. Esto puede formularse de una manera un tanto atroz pero muy clara: los ricos pueden permitirse el lujo de ser buenos; los pobres se embrutecen.

En favorables entornos (de gran prosperidad económica) en los cuales las duras condiciones del entorno humano originario hayan sido paliadas, las innovaciones culturales pueden crear oportunidades para que la gente ejerza la capacidad para la normatividad de fin abierto de forma que ayude a activar el potencial de plasticidad adaptativa que permite las respuestas morales inclusivistas  (p. 313)

   La “normatividad de fin abierto” implica que, si bien nuestra condición moral innata nos predispone a aceptar las reglas sociales -¿cómo podríamos vivir en sociedad, si no?- el objetivo de estas reglas es por completo dependiente de las costumbres, el orden social o la ideología en particular: matar al extranjero está bien; matar al enemigo está bien; matar al criminal está bien; matar solo está bien cuando se trata de castigar un crimen especialmente grave; no está bien matar bajo ninguna circunstancia. Al cabo de los tiempos, han tenido lugar grandes cambios en la normatividad moral para bien.

Ejemplos notables de progreso moral no son difíciles de encontrar: considérese, por ejemplo, el cambio de un mundo en el cual la esclavitud era ubicua y aceptada como natural a uno en el cual está condenada universalmente y ya no existe en la mayoría de la humanidad, el creciente reconocimiento de los derechos de igualdad de la mujer en muchas sociedades, el creciente reconocimiento  en prácticas y creencias de que hay límites morales sobre cómo podemos tratar (al menos algunos) a los animales no humanos, la abolición de los castigos crueles en muchos países y de los castigos más crueles en todas partes, la noción de que la guerra debe ser moralmente justificada y el reconocimiento y (sin duda imperfecta) institucionalización de la idea de que el pueblo es soberano o al menos que el gobierno debería servir al pueblo más que al revés (p. 2)

   Todo esto se fue haciendo posible poco a poco. Pero ¿cuál es la mecánica del proceso?

Ofrecemos una teoría de las condiciones bajo las cuales (…) es probable que suceda el progreso moral, basada en un análisis de las condiciones bajo las cuales ya ha sucedido, a la luz de los mejores pensamientos evolutivos disponibles acerca de los orígenes de la moralidad humana  (p. 19)

   Ya hemos visto una condición: cierta prosperidad económica. No es casualidad que la Atenas de Sócrates y Platón fue una de las ciudades más ricas de su época. Tampoco que lo mismo puede decirse de Holanda e Inglaterra del siglo XVII en adelante.

Un entorno social en el que los mercados se desarrollan bajo condiciones de seguridad física recompensa a los individuos que desarrollan mejor control de los impulsos así como la capacidad de predecir las consecuencias futuras de sus acciones y represiones. (p. 315)

  La seguridad física permite la prosperidad. Y cuanta más prosperidad, más moralidad que da lugar a más armonía social, la cual a su vez facilita la seguridad física

  En esta línea, está claro que el rey favorecerá la paz social, pero quizá no tanto los señores feudales, pues para ellos las trifulcas locales pueden proporcionarles oportunidades para enriquecerse a expensas de otros. De modo que no todos se benefician por igual de la paz social a gran escala.

  Por otra parte, al rey no le basta con decretar: “¡hágase la paz!” como recurso para contar con un buen gobierno de sus estados. Bien le gustaría, pero el origen de la armonía social –el progreso moral- no está en las decisiones políticas, ni tampoco en el éxito económico. Éxito económico y político son, más bien, condicionantes para que la evolución moral se ponga en marcha y no sea obstaculizada. Reyes y mercaderes la favorecerán en la medida de lo posible. Esto no siempre estuvo tan claro como ahora pero, en cualquier caso, la idea de que al extranjero no hay que matarlo, sino acogerlo con hospitalidad y tal vez comerciar con él, tuvo que abrirse paso de alguna forma en la mente del hombre primitivo. Y eso no fue una decisión política.

La moralidad incluye recursos para afrontar ciertos problemas fundamentales de cualquier sociedad humana. Estamos de acuerdo con la afirmación de los teóricos evolutivos de que la moralidad es –aunque solo en parte- una “tecnología social” funcional para enfrentar ciertas exigencias que son ubicuas en la ecología humana (p. 387)

  Entonces, de lo que se trata es de que los factores políticos y económicos aprovecharon esta “tecnología social” disponible –nuevas ideas morales emocionalmente asumidas que constituyen el contenido del progreso moral- y la fomentaron y apoyaron… cuando las condiciones del entorno lo hicieron viable.

  ¿Qué formas toma esta “tecnología social”? Una de ellas, sin duda, es la ideología.

Creemos que las ideologías funcionan como mapas sociales evaluativos que orientan a los individuos en su mundo social  (p. 404)

  Las “ideologías” no siempre existieron en la forma actual. Los “mapas sociales evaluativos” solían en tiempos antiguos aparecer como mitos y, más adelante, como doctrinas religiosas. Sin duda la Ilustración fue un gran salto adelante en el progreso moral al proveernos de nuevos “mapas sociales evaluativos” con aspiraciones de racionalidad incluso científica, pero esto no surgió de forma espontánea ni, desde luego, por conveniencia política o económica. Uno de los ejemplos de progreso moral más utilizados en este libro es la abolición de la esclavitud a finales del siglo XVIII en Gran Bretaña.

No puede negarse que las organizaciones religiosas, especialmente los grupos protestantes inconformistas, jugaron un papel central en el movimiento [abolicionista británico]. Pero sería un error confundir este hecho con la afirmación más dudosa de que el cristianismo fue la principal fuerza impulsora del movimiento, si esto quiere decir que los cambios en creencias y compromisos religiosos fueron su causa primaria  (p. 323)

  Si no la “causa primaria”, la evolución del contenido moral de las doctrinas religiosas es un elemento a considerar. Los reyes no decretaban la virtud, pero protegían a los predicadores de ésta… que bien podían ser filósofos apaciguadores (como Séneca o Confucio) o bien podían ser profetas y propagandistas religiosos menos convencionales, como era el caso de las llamadas “religiones compasivas”, como el budismo o el cristianismo. 

  Es un error considerar que el progreso moral ha tenido como fin el incremento de la riqueza para reyes y príncipes; pero sí es cierto que estos aprovecharon para su beneficio un movimiento de progreso moral preexistente.

  Otro elemento notable es la difusión de determinadas prácticas culturales. Por ejemplo, el gusto por leer novelas y otras narraciones acerca de las vivencias humanas ajenas.

Ha sido con frecuencia señalado que el periodo durante el cual se originó y floreció el movimiento abolicionista británico testimonió también el nacimiento y la difusión de la novela –una de las grandes tecnologías capaz de comprometer  la imaginación humana y las emociones morales de forma que nos permita trascender los confines estrechos de la nacionalidad, clase, raza y género, mediante la identificación con caracteres ficticios de entornos diversos  (p. 322)

  “Caracteres ficticios” eran también los personajes míticos, pero la proximidad de los personajes ficticios al “hombre común” que se da en la novela supone un importante marcador de “inclusivismo”. Este fenómeno de identificación con las emociones ajenas se conoce en general como empatía.

La empatía se ha demostrado que lleva al altruismo  (p. 362)

  Sería muy difícil demostrar cuál es el factor predominante del progreso moral. Identificarlo sería muy valioso, pues es ahí donde habría de incidirse hoy.

Si ha habido progreso moral y si puede ser alcanzado hoy o en el futuro se trata seguramente de una de las cuestiones más importantes que un ser humano puede plantearse (p. vii)

  El progreso moral es algo más que los cambios legales. Es, sobre todo, el fenómeno cultural de “interiorizar” determinados valores -o patrones de conducta- relativos a las relaciones humanas. Un valor moral está “interiorizado” cuando el individuo dentro de una cultura determinada reacciona emocionalmente y de forma automática a una situación o dilema de tipo social en el ámbito interpersonal. El ejemplo más relevante es el del reconocimiento de lo sagrado. Si una blasfemia produce una reacción automática de ofensa, también sucede algo parecido cuando se da una manifestación flagrante de racismo o machismo en la sociedad progresista moderna. Si lográsemos que unos determinados criterios morales de la máxima prosocialidad fueran interiorizados como “sagrados” habríamos quizá resuelto el problema.

Innovaciones culturales en la forma de nuevas normas morales, razonamiento moral más sofisticado y nuevas técnicas de toma de perspectiva pueden remodelar las respuestas morales  (p. 212)

  Consideremos un ideal moral aún no alcanzado: una concepción “inclusivista” que nos haga rechazar toda violencia, toda conducta dañina para otros, toda indiferencia ante el sufrimiento ajeno así como que promueva una actitud constante de benevolencia universal. Éste sería, bastante objetivamente, el ideal máximo de prosocialidad, que a su vez generaría unas relaciones humanas de extrema confianza mutua a nivel universal con grandiosas posibilidades económicas.

Podemos identificar con seguridad varios tipos de progreso moral que ya han sucedido y sacar conclusiones sobre la necesidad de más progreso con respecto a esos tipos, mientras reconocemos que nuevos tipos que no podemos ahora siquiera imaginar pueden aparecer en el futuro (p. 382)

  Supongamos que queremos promover nuevos tipos [de progreso moral] que no podemos ahora siquiera imaginar  -¡tratemos de imaginarlos!- , que ya no nos conformamos con el ideal de los Derechos Humanos actual –un ideal de tipo “negativo”: no harás daño a los demás… pero tampoco estás obligado a hacerles bien. ¿Qué sabemos acerca de la evolución del progreso moral que nos pueda ser útil a la hora de promover el progreso moral máximo?

  Sabemos, por supuesto, que la prosperidad económica siempre ayuda. Sabemos también que la racionalidad ayuda también. Sabemos que determinados condicionantes culturales –aparte de la riqueza económica y la racionalidad- son también de gran ayuda, como es el caso de la ilustración, la ciencia y la narrativa psicológica en la literatura.

El razonamiento moral consistente es con frecuencia facilitado por técnicas de cambio de perspectiva disponibles solo para los alfabetizados (p. 318)

Hay un numero de irreductiblemente diferentes –y conceptualmente bastante diferentes- tipos de progreso moral, desde las mejoras en razonamiento moral y en comprensión de posiciones y estatus morales hasta mejores conceptos de las virtudes y de la responsabilidad moral hasta cambios decisivos en la definición de la misma moralidad. (p. 382)

  Con todo, tales condiciones siguen sin determinar el contenido de la acción moral. Éste parece hallarse en la concepción de la virtud, que tiene que ver con las ideologías conectadas con las emociones (y, a este respecto, hay quienes definen la religión como “educación de las emociones”). 

Una mejor comprensión de las virtudes, como cuando la comprensión del honor, que antes se limitaba a la castidad y sumisión en el caso de las mujeres y la disposición para responder con violencia a los insultos en el caso de los hombres, da paso a una noción más compleja que enfatiza la autonomía, integridad y dignidad, donde la dignidad se comprende como que incluye un rechazo a recurrir a la violencia  (p. 55)

  El auténtico progreso moral parece relacionado entonces con una virtud que promueve las relaciones pacíficas. ¿Es tal vez la paz y la armonía afectiva algo deseado por todos los seres humanos y que se da por defecto cuando las condiciones lo permiten?, ¿o, más bien, el progreso moral exige cambios en nuestro estilo de vida que siempre resultarán difícilmente concebibles en la época previa al cambio?

Considérese, por ejemplo, una supuesta sociedad ideal en la cual la gente es del todo imparcial en sus apegos y compromisos, donde el altruismo e incluso el amor son literalmente universales y en el cual la economía es de alguna forma impulsada no por el interés propio sino por un deseo de contribuir al bien común. Tal ideal puede parecer moralmente deseable, pero es tan diferente de nuestro mundo que hay poca razón para creer que sea posible o, si se obtuviese, que fuera óptimamente apreciado  (p. 104)

El estado ideal será óptimo para aquellos que lo habiten porque ellos estarán moldeados por él de tal forma que eso les asegurará una buena adaptación; ellos serán bastante diferentes a nosotros. La dificultad está en que, tal como somos ahora, tenemos pocas razones para creer que esta predicción de buena adaptación sea válida, primariamente porque no sabemos lo bastante sobre cómo serían tales seres “mejorados”  (p. 104)

   Ciertamente, aspiramos a un orden moral que presagia un estilo de vida no convencional futuro. Pero quizá los intelectuales ilustrados del siglo XVIII ya presentían algo parecido. 

El hecho de que actualmente no somos motivacionalmente capaces de actuar según las normas morales consideradas que hemos llegado a endorsar no es una razón para recortar esas normas; es una razón para ampliar nuestra capacidad motivacional (…) de modo que alcance a las exigencias de la moralidad considerada  (p. 185)

  Una sugerencia: aprovechemos nuestra actual educación psicológica para elaborar –siguiendo un poco la tradición de las experiencias monásticas y puritanas- modelos minoritarios explícitos de conducta prosocial que tengan en cuenta todos los elementos emotivos e intelectuales propios de un ideal humanista más ambicioso, ése que hoy por hoy es tan diferente de nuestro mundo que hay poca razón para creer que sea posible o, si se obtuviese, que fuera óptimamente apreciado

   El mundo de mañana nunca es fácil de comprender desde el hoy o el ayer. Pero la experiencia nos dice que vale la pena arriesgarse a cambiar  y que el cambio no puede producirse al mismo tiempo en todas partes: muy al contrario, en un principio son minorías las que poco a poco se expanden, pero con antelación han debido de surgir en alguna parte y de algún modo. Solo a partir de ese momento pueden comenzar a afectar gradualmente a todo el mundo convencional.  

Lectura de “The Evolution of Moral Progress” en Oxford University Press 2018; traducción de idea21

jueves, 5 de noviembre de 2020

“El Derecho del hombre primitivo”, 1954. E. Adamson Hoebel

  La idea de justicia, de Derecho, no es tan fácil que surja en la mente humana. Todos queremos proteger nuestros intereses y, en alguna medida, los de nuestros próximos, pero ¿cómo comportarnos ante la evidencia de que los extraños sienten parecidos impulsos (y que reaccionarán en consecuencia)? ¿Y cómo actuamos ante la evidencia de que, nosotros solos, somos materialmente incapaces de imponer nuestra conveniencia en el trato con los extraños? Si no podemos imponernos, y no queremos que se nos impongan, a alguien hemos de recurrir para que nos ayude.

El fundamento real sine que non de la ley en cualquier sociedad –primitiva o civilizada- es el uso legítimo de la coerción física por un agente socialmente autorizado  (p. 26)

   Para averiguar la esencia, origen y desarrollo primario del Derecho, el antropólogo E. Adamson Hoebel (un antiguo alumno de Franz Boas) examina el desarrollo de esta idea básica- el uso legítimo de la coerción física por un agente socialmente autorizado- en diversas sociedades primitivas y nos expone las soluciones que encuentran y la aceptación que reciben tales soluciones.

La existencia de los monkalun [mediadores] representa un primer paso en el desarrollo de instituciones jurídicas [entre los agricultores primitivos Ifugao de Filipinas]. Expresa explícitamente los intereses generales de la sociedad en clarificar las tensiones, el castigo de los errores y el restablecimiento del equilibrio social cuando éste ha sido perturbado por un alegado acto ilegítimo.  [El monkalun] es reconocido como un agente casi público: el tercer partido neutral que representa el interés público en que se haga justicia. No es del todo un agente oficial porque su oficio no es explícito; es monkalun solo cuando actúa como monkalun, y no lo elige el público para ejercer como tal. No es un juez porque no hace juicios. No es un árbitro porque no emite decretos. Es un mediador forzoso y amonestador de autoridad limitada pero que normalmente cuenta con una efectividad como persuasor. El monkalun es siempre un miembro de la clase alta y un hombre con reputación como cazador de cabezas. Esto quiere decir que goza de prestigio; pero, más que eso, está en posición de lograr un apoyo efectivo de sus parientes. (p. 114)

Los Ifugao son unos tipos peligrosos, cortadores de cabezas a la vez que pobres granjeros de subsistencia que viven en las montañas de Filipinas. Pero pese a su tendencia a entablar reyertas, también requieren de algún tipo de institución legal que evite que se desintegren como sociedad.

Dentro de las tribus vagamente organizadas entre las cuales el grupo legal es autónomo, los problemas que implican a miembros de diferentes grupos locales con frecuencia mezclan violencia física que lleva a prolongadas reyertas; la venganza marca la ausencia del Derecho porque matar no es mutuamente reconocido como un derecho; sin embargo parece que toda sociedad tiene algunos procedimientos para evitar las venganzas o detenerlas; entre las tribus más organizadas en los niveles más altos del crecimiento económico y cultural la venganza es con frecuencia prohibida por la acción de una autoridad central que representa el interés social total; esto nunca sucede en los niveles más bajos de la cultura  (p. 330)

  Hay quien piensa que en tiempos muy remotos los pequeños grupos humanos de cazadores-recolectores ni tenían motivo para entablar reyertas con sus vecinos –porque estos eran escasos y vivían lejos unos de otros- ni admitían la agresión dentro del propio grupo pues su precariedad económica les hacía desaconsejable el desperdicio de energía y vidas. Pero en este libro no aparece testimonio alguno de un mundo pacífico primitivo. Siempre hay causas –que no razones- para el conflicto.

La tendencia a las reyertas es la pesadilla de las sociedades primitivas que confían en el Derecho privado para controlar a sus integrantes.  (p. 159)

  Las principales motivaciones no tendrían tanto que ver con el atesoramiento de bienes –propiedad privada- sino con las cuestiones sexuales. Eso tiene lógica: es ley genética que cada estirpe sobrevive a lo largo de los tiempos porque logra una mayor descendencia, lo que requiere cultivar el impulso sexual.

  Ni siquiera los simpáticos esquimales –inuit- escapan de las luchas por el predominio sexual.

Los esquimales no se hacen la guerra y practican el intercambio de esposas, pero estos hechos no prueban que carezcan de agresividad o emociones del tipo de celos sexuales. (…) Los esquimales entran en continua competición y con frecuencia en conflicto violento por la posesión de mujeres en una lucha que toma la forma de adulterio flagrante y apropiación voluntaria de las esposas de otros hombres. Si un marido le presta su esposa a un amigo, eso es otra cosa, y no es adulterio (p. 83)   

  Tanto peor para quienes creen que no hay motivo para la violencia allí donde no se haya inventado aún la propiedad privada de los medios de producción…  Y contener los excesos no es fácil al faltar el criterio objetivo acerca de lo justo e injusto: cada uno defiende a los suyos.

La debilidad fatal de la ley comanche y, de hecho, de mucho del Derecho primitivo (…) [es que] la primacía del grupo de parentesco se antepone cuando un demandante ha llevado la negociación hasta el máximo y recurre entonces a las armas. Los parientes del que ha sido muerto no aceptan el homicidio, si bien la opinión pública puede sostener que la víctima lo merecía  (p. 139)

  Para los primitivos, la justicia no es ciega. Priman los intereses del parentesco. La familia por encima del interés común. La idea de justicia, por tanto, implica superar el favoritismo entre parientes, y eso no es tan fácil. Incluso en los países desarrollados de hoy se considera atenuante de un delito el haber obrado –injustamente- en ayuda de un familiar.

Es en los tiempos del Neolítico, no en las épocas más primitivas, cuando el individuo comienza a desvincularse de su grupo de parentesco. Porque la urbanización disuelve la fuerza del parentesco. Eleva la necesidad de un control legal centralizado al arrojar a vivir juntas a multitudes de personas cuyos orígenes locales o tribales son diferentes y cuyas costumbres y postulados subyacentes están con frecuencia en conflicto en muchos puntos  (p. 329)

  Y, aparte del parentesco, hay por supuesto situaciones de ventaja abusiva a las que casi nadie favorecido por ellas quiere renunciar.

La justicia puede ser ciega y cada hombre igual ante la ley, pero en toda sociedad –primitiva o civilizada- la personalidad y el estatus social colorean e influencian toda situación legal  (p. 44)

  Nunca podrá haber una justicia perfecta. Pero la justicia, la coerción violenta contra el infractor que perjudica el bien común, es una consecuencia necesaria del reconocimiento del interés de los otros.

Los cheyennes (…) ponían un inmediato control al impulso de un contra-asesinato [represalia]. La venganza no puede descansar en las manos de los parientes de la víctima fallecida. Eso convertiría el pecado en otro pecado. El juicio queda en manos de la tribu, en las personas del concejo tribal (p. 158)  

  Bien por los cheyennes. Pero estos cambios no pueden desvincularse de cambios culturales profundos. No es simplemente que se tenga una idea mejor para salvaguardar el interés común. Es que se tienen ideas diferentes acerca de cómo debe ser la vida en común.

En marcado contraste con los comanches y los esquimales, los cheyennes entienden la lucha por el prestigio entre los hombres fuera de la cuestión sexual (…) Con sus jefaturas institucionalizadas en el concejo y en las fraternidades de guerreros, la situación del estatus de los hombres de éxito queda asegurada y bien definida. Hay poca necesidad de probar la valía robándole la esposa a otro.  (p. 160)

  Las costumbres cambian. Y hemos de esperar que para mejor. Por ejemplo, los esquimales que viven más próximos a los prósperos pueblos pescadores de la costa noroeste americana se diferencian de los que viven más alejados de otros pueblos.

Es el entregar comida y bienes, no la posesión de ellos, lo que gana honor y liderazgo entre los sencillos esquimales. En Alaska occidental, en las aguas del estrecho de Bering, donde los esquimales han sido influenciados por las nociones de propiedad intensamente desarrolladas de los indios de la costa noroeste, un hombre puede temporalmente acumular cantidades de comida y capital no productivo  (p. 80)

    Si esto implica que ya no disputarán tanto por las mujeres y más por las propiedades, ¿supone una mejora?

  Por otra parte, las ideas de lo que es justo o no en las sociedades primitivas no siempre son diferentes a las nuestras. Pueden no basarse tanto en los hechos y preocuparles más la intención. Y en eso demuestran agudeza.

Un hombre que mata a varias personas en una ocasión puede incrementar, no dañar, su prestigio en la comunidad. Pero no un homicida reincidente. Se convierte en una amenaza que puede en cualquier momento matar a otra víctima.  (p. 88)

   Igualmente va desarrollándose poco a poco la separación del “Derecho privado” y la del “Derecho público”.

En el Derecho primitivo la tendencia es adjudicar autoridad a la parte que se ve directamente perjudicada (p. 276)

En un número limitado de situaciones la autoridad se ejerce directamente por la comunidad [primitiva] por su propia cuenta  (p. 277)

   Y surgen paliativos a las represalias violentas.

[Con las sociedades agrarias más pobladas] es notable una tendencia hacia las compensaciones económicas [en el Derecho] (…) La compensación como una forma regular de sanción se da en un 12% entre los recolectores y pequeños cazadores, en un 33% entre los grandes cazadores y se convierte en un 45% entre los agricultores. En casi todas las situaciones, sin embargo, la acción por daños es solo un primer paso. La negativa a pagar lleva al ataque u homicidio. Entonces las venganzas son la desgraciada consecuencia  (p. 318)

   Finalmente, una aguda observación que es también un mensaje de peso acerca de cómo puede realizarse la justicia en un mundo global. Los abusos de los poderosos tal vez garantizan cierto orden, pero la voluntad de un orden mejor lleva al rechazo de los intentos de justificar la injusticia. Y solo puede imponerse el criterio de justicia allí donde existe una autoridad imparcial.

El Derecho internacional no es sino Derecho primitivo a nivel mundial. Lo que ha pasado por Derecho internacional consiste en nada más que reglas normativas para la conducción de asuntos entre naciones y sus ciudadanos tal como son anunciados y convenidos de vez en cuando por medio de tratados, pactos y acuerdos (…) Por mucho que lo desee el idealista, la fuerza y la amenaza de la fuerza son el poder último en la determinación de la conducta internacional, igual que sucede con el Derecho dentro de la nación o tribu. Pero hasta que la fuerza y la amenaza de la fuerza en las relaciones internacionales sean puestos bajo un control social por la comunidad mundial, por y para la sociedad mundial, quedan como instrumentos de anarquía social y no como las sanciones del Derecho mundial (p. 331)

Lectura de “The Law of Primitive Man” en Harvard University Press 1967; traducción de idea21

domingo, 25 de octubre de 2020

“Bondad natural”, 2001. Philippa Foot

  La filósofa Philippa Foot intentó en su ensayo sobre la “bondad natural” determinar cual es la meta moral a promover de acuerdo con una visión lúcida de la naturaleza humana. Su original perspectiva fue la de considerar la existencia humana en cuanto equivalente a la de cualquier otro ser vivo. Aquello que sea “natural” en cuanto coherente con las características propias del ser humano habrá de ser la guía para la acción humana en sociedad.

Por bondad natural no entiendo la bondad que algunos atribuyen, por ejemplo, a unas prácticas sexuales y no a otras, sobre la base de que unas son «naturales» y las otras no. Me refiero en cambio a una forma de evaluar la bondad de un ser vivo individual (o de algunas de sus características o comportamientos) (p. 19)

   La “bondad” se daría según las características propias de cada especie; las que hacen que esa especie sea la que es, y no otra.

Para determinar en qué consiste la bondad y la deficiencia en el carácter, las actitudes y las elecciones, debemos examinar cómo viven y en qué consiste el bien para los seres humanos: en otras palabras, qué clase de ser vivo es un ser humano. (p. 99)

La evaluación de la voluntad humana debería estar determinada por los hechos relativos a la naturaleza de los seres humanos y la forma de vida de nuestra especie (p. 52)

  En apariencia el caso humano es muy complejo

¿Podemos concebir realmente alguna noción del bien humano válida para toda la especie, dada la extraordinaria diversidad de las vidas humanas posibles? (p. 166)

  Lo que tenemos que tener en consideración son nuestras características propias: nuestra GRAN racionalidad y nuestra GRAN capacidad para la sociabilidad.

La racionalidad que hay detrás de acciones como decir la verdad, mantener una promesa o ayudar a un vecino, por ejemplo, es paralela a la racionalidad que hay detrás de las acciones dirigidas a la supervivencia  (p. 31)

  Para cualquier animal, la bondad es la que le permite mantener su nicho de supervivencia ecológica dentro del entorno natural que él no puede modificar. Pero Homo sapiens posee capacidades muy superiores a las de cualquier otro animal a la hora de afrontar el entorno. Puede sobrevivir y reproducirse bajo múltiples circunstancias. Es más: potencialmente podría ejercer un poder sobre el entorno mucho mayor del que en la actualidad ejerce, dada su capacidad para elaborar sistemas de vida a partir de cambios culturales –patrones de comportamiento social comunicados mediante lenguaje simbólico-; lo que hace pensar que Homo sapiens aún no ha diseñado su sistema cultural más apropiado. 

    En cualquier caso, la base de todo sistema cultural es su moralidad, pues la moralidad supone el establecimiento de reglas fundamentales para la convivencia y la cooperación. La moralidad –el bien común- se enfrenta a los impulsos egoístas del individuo.

Uno se pregunta si aquello que nos inclina hacia una concepción egoísta de la racionalidad práctica no será un último vestigio de la doctrina del egoísmo psicológico –la creencia de que toda acción humana se dirige a procurar el bien del propio agente-, hoy completamente desacreditada. No sé qué otra cosa podría hacernos pensar que la evaluación del comportamiento sujeto a razones debe tener una estructura conceptual completamente distinta de la evaluación del comportamiento de un animal. Y seguramente nadie negará que algo va mal en un lobo insolidario que se alimenta con los demás pero no participa en la cacería  (p. 39)

  En realidad, los lobos no reparten las presas cazadas de acuerdo con la aportación de cada uno de una forma solidaria: simplemente disputan quien se queda con la presa de tal forma que al final el más fuerte se lleva el bocado mejor. No hay “lobos insolidarios”: simplemente siguen su instinto, tanto a la hora de cazar juntos como a la hora de aprovechar el resultado de la cacería; y sin duda un lobo con un comportamiento incongruente perjudicaría al grupo con el que vive.

  Por otra parte, los instintos sociales del Homo sapiens son en gran medida maleables. Obrar el bien consiste, sobre todo, en participar en un complejo modelo social sin el cual el individuo no puede sobrevivir; no solo materialmente, como sucede con los lobos, sino también afectivamente, psicológicamente. La vida social es tanto nuestro sustento como puede serlo la comida.

Seguramente se plantearán objeciones a la idea de que existe una forma de vida natural característica de la humanidad sobre la base de la cual se puede determinar aquello que vosotros o yo debemos hacer.  (p. 74)

El gran bien que representa tener hijos (aunque a menudo traiga muchos problemas) está relacionado con el deseo de tenerlos y el amor que sienten los padres por ellos, con el papel especial que les corresponde a los abuelos y con muchas otras cosas que simplemente no tienen lugar en la vida de los animales.  (p. 84)

  Pongamos que el bien es aquello que permite que las comunidades de Homo sapiens alcancen el máximo de su potencial para enfrentarse al entorno. De forma aún más simple, en base a la evidencia de la historia humana: que ejerzan su capacidad para desarrollar tecnología… que es la capacidad para desarrollar la inteligencia.

  Para que la comunidad de Homo sapiens llegue al más alto nivel de desarrollo tecnológico necesitamos una cooperación óptima. Y ésta es solo posible si el comportamiento humano es armonioso –prosocial- y no conflictivo –egoísta o antisocial-. Y si el comportamiento humano es armonioso y no conflictivo, las motivaciones humanas han de ser tales que generen en cada individuo condiciones de máxima confianza mutua; todos y cada uno deben llevar una buena vida.

A pesar de la diversidad de los bienes humanos -los elementos que pueden formar parte de una buena vida humana-, el concepto de buena vida puede jugar el mismo papel a la hora de determinar la bondad de las características y los comportamientos de los seres humanos que el que juega el concepto de plenitud de desarrollo en el caso de la bondad de las plantas y los animales.  (p. 87)

Los seres humanos necesitan virtudes tanto como las abejas necesitan aguijones (p. 88)

Los hombres y las mujeres deben ser laboriosos y tenaces en sus propósitos no sólo para poder conseguir una vivienda, ropa y alimento, sino también para perseguir otros fines humanos relacionados con el amor y la amistad. Necesitan ser capaces de formar lazos familiares, amistades y relaciones especiales con sus vecinos. También necesitan códigos de conducta. ¿Y cómo podrían conseguir todas estas cosas sin virtudes como la lealtad, la equidad, la amabilidad y en ciertas circunstancias la obediencia? (p. 88)

  La armonía social de quienes viven “la buena vida” equivale a la bondad humana en el sentido de mutua benevolencia –compasión, caridad, afectividad…-  Sin embargo, esta concepción es sensiblemente diferente a la de la señora Foot, que parece señalar a las convencionales virtudes cívicas -cumplir los tratos, básicamente- y no tanto al altruismo y a una benevolencia activa. Lo que no se contempla en esta concepción es la confianza -ser capaces de formar lazos familiares, amistades y relaciones especiales con sus vecinos- porque un comportamiento bondadoso y altruista es el que permite que los demás confíen en uno bastante más que si nos limitamos a la lealtad, la equidad, la amabilidad y en ciertas circunstancias la obediencia, y si hay confianza hay cooperación, y si hay cooperación Homo sapiens puede sacar todo el partido a sus capacidades intelectuales y sociales. Todo ello puede deducirse por igual de la condición natural humana.

  Queda finalmente la cuestión de qué mecanismos de interactuación tiene el individuo a la hora de participar en el juicio moral. La actuación se basa en la elección, y la elección es un acto de voluntad.

Kant tenía toda la razón al decir que la bondad moral era la bondad de la voluntad  (p. 37)

A menudo se considera que el hecho de que alguien esté haciendo algo que piensa que es correcto es una circunstancia que anula cualquier maldad en un acto o propósito; pero Tomás de Aquino (cuya argumentación acerca de este tema constituye un pasaje brillante de la filosofía moral) insiste en que el error de la conciencia no excusa.  Las palabras de Tomás de Aquino pueden ser ilustradas con la triste historia del destino de una niña judía que fue enviada a una familia en Noruega con la esperanza de que estuviera segura cuando Praga fue invadida por los nazis. Murió en Auschwitz porque tras la invasión de Noruega la familia pensó que su deber era entregarla a la Gestapo cuando les fuera ordenado, a pesar de que la querían. Ellos creían, sin duda por una cierta simpatía con los nazis, que esto era «lo correcto». El error de la conciencia o, según dice Tomás de Aquino, de «la razón o la conciencia» (ratio vel conscientia), no excusa.  (p. 135)

  En el terrible ejemplo que se da, sin embargo, la familia de acogida fue engañada. Los nazis siempre decían que los judíos iban a ser “reasentados” en los territorios del Este de Europa, nunca hablaban de matarlos y, por otra parte, es raro que la familia noruega hubiera “querido” a la niña judía si sentían cierta simpatía con los nazis pues la doctrina nazi tenía un ineludible contenido racista. Pero de la misma forma también, una institución pública puede dar en acogida a un niño desamparado a un pederasta que abusará de él.

  Al tratarse de valorar correctamente el concepto kantiano de “intención”, si, para Foot, las virtudes humanas son el fin ético, y estas virtudes humanas son las que facilitan la cooperación, el concepto de plenitud de desarrollo nos informa de que  la “intención” no es incompatible con errores a los que pueda llevarnos la fatalidad o la torpeza. La “intención” es algo más que una disposición a elegir: incluye la capacidad para juzgar al elegir en base a una concepción previa de la vida humana. Una buena intención puede estar desinformada, pero la intención incluye también la voluntad de informarse.

  Un ejemplo, también referido al periodo más oscuro de la Europa del siglo XX, es la del dirigente nazi “arrepentido”, el tecnócrata y ministro de Hitler Albert Speer, que en la posguerra afirmó reiteradamente que mientras fue ministro ignoraba los crímenes nazis pero que era culpable de no haber querido subsanar su ignorancia. Esto creó una polémica relacionada con el valor de la intención y la obligación moral del juicio crítico. Y no viene mal recordar que tener intención es tener criterios de elección y que realizar una elección implica emitir un juicio. (Por lo demás, hoy sabemos que Albert Speer mintió: sí estaba suficientemente informado)

Lectura de “Bondad natural” en Ediciones Paidós Ibérica, 2002; traducción de Ramón Vilà Vernís

jueves, 15 de octubre de 2020

“Una especie cooperativa”, 2011. Bowles y Gintis

El Homo Sapiens es excepcional en cuanto que la cooperación humana se extiende más allá del parentesco próximo para incluir hasta a completos extraños (p. 2)

   La cuestión número uno de la búsqueda de la sabiduría es facilitar la cooperación eficiente entre los seres humanos, tanto a nivel de individuos como a nivel de grupos (y por supuesto, el paso previo a la máxima cooperación es reducir al mínimo los niveles de agresión y aumentar al máximo los niveles de confianza dentro del grupo humano –potencialmente infinito-).

   Para los profesores Samuel Bowles y Herbert Gintis (economistas y científicos evolutivos), la inteligencia humana facilita la cooperación, pero los instintos que hemos heredado de nuestros antepasados la dificultan. Tengamos en cuenta que todos los seres vivos se caracterizan por buscar, por encima de todo, la propagación de la propia estirpe –el gen egoísta.

¿Pueden los genes egoístas producir personas altruistas? Pensamos que sí  (p. 46)

  Porque el altruismo es la mejor forma de cooperación. Normalmente entendemos la cooperación como reciprocidad –yo te doy una banana si tú me das una manzana-, pero la reciprocidad simple es poco práctica, dado que no siempre tenemos a mano la compensación adecuada para la otra parte y dado que siempre podemos discutir acerca de la equivalencia de cada artículo de compensación (¿vale más la manzana o la banana?). 

  Todo lo salva la actitud altruista: te ayudo porque me apetece y el otro también te ayuda porque le apetece. Una sociedad altruista funcionará con una eficiencia cooperativa inmejorable, y esta esperanza del desarrollo del altruismo no es disparatada, ya que existen numerosas manifestaciones aisladas de tal tipo de comportamiento en el ser humano e incluso en los animales (especialmente en los mamíferos). Lo que falta es generalizarlas y extenderlas al máximo.

La gente coopera entre sí no solo por razones de interés propio sino también porque están preocupados genuinamente por el bienestar de otros, porque intentan mantener normas sociales y porque valoran comportarse de forma ética.  (p. 1)

  Que los autores consideren que las personas pueden comportarse “preocupados genuinamente por el bienestar de otros” no quiere decir que sea habitual que se comporten así con regularidad. Pero el que solo lo hicieran de vez en cuando ya sería prometedor, dado lo que sabemos de la plasticidad del comportamiento humano cuando se ve sometido a fuertes influencias del entorno social.

Los no altruistas se convierten en altruistas al ser socializados mediante rituales de grupo para comportarse de forma altruista, y los altruistas pueden revertir de nuevo a no altruistas, atraídos por la posibilidad de no pagar el coste de la cooperación  (p. 58)

 ¿Bajo qué condiciones el comportamiento altruista se hace plenamente operativo?  Este libro dedica un gran espacio a los cálculos matemáticos de modelos de comportamiento social (teoría de juegos). Con independencia del “altruismo genuino”  que pueda darse en un individuo –cuyo origen importa mucho, por supuesto-, para los psicólogos evolutivos es una cuestión primordial averiguar hasta qué punto el comportamiento prosocial –más o menos altruista, más o menos cooperativo- puede rendir suficiente beneficio a corto, medio o largo plazo, considerándose el riesgo de que la obtención de beneficios mediante la cooperación puede llevar a muchos a hacer trampa y fingir cooperar si esto es más productivo para ellos. El altruismo tiene su precio y no siempre valdrá la pena pagarlo.

   El “juego” que da lugar a los cálculos más extensos y precisos es el de los bienes comunes. Y todo gira en torno a cómo reaccionar cuando alguien se beneficia del esfuerzo común pero no contribuye al bien común.

[En la década de 2000] los experimentos confirmaron que el interés propio es de hecho un motivo poderoso, pero también que otros motivos son no menos estimables. Incluso cuando importantes cantidades de dinero estaban en juego, muchos, quizá la mayor parte de los sujetos, resultaban ser de mentalidad justiciera, generosos con los demás tanto como airados con respecto a los que violaban los preceptos prosociales. A la luz de estos resultados, la evidencia es que la tragedia de los bienes comunes se evita a veces, y que la acción colectiva es el motor de la historia humana  (p. 6)

  A pesar de la laboriosidad de los experimentadores, la conclusión final es que los individuos tienen una determinada capacidad para interiorizar –asimilar "a nivel instintivo”- sentimientos morales lo cual supone un factor no económico que perturba los cálculos de coste-beneficio. Porque si un individuo toma una elección en un dilema económico que no está basada en una motivación económica, sino de tipo emocional, toda la estructura de cooperación ha de ser reconsiderada (“hacer caridad no me conviene económicamente, pero me hace sentir mejor”).

  Las reacciones emocionales relacionadas con el comportamiento cooperativo –reacciones éticas, también- se basan, por ejemplo, en la voluntad de castigar a los infractores, la vergüenza del infractor, la afección por los demás –simpatía- o las recompensas afectivas –no económicas, por tanto- que se reciban de los demás.

La gente (…) disfruta castigando a aquellos que explotan la cooperación de otros (…). Los tramposos frecuentemente se sienten culpables y si son sancionados por otros pueden sentirse avergonzados. Llamamos a estos sentimientos “preferencias sociales”. Las preferencias sociales incluyen una preocupación, positiva o negativa, por el bienestar de otros, tanto como un deseo de mantener las normas éticas  (p. 3)

  Ahora bien, los sentimientos morales no son solo altruistas y benévolos

Los motivos individuales y las instituciones que cuentan para la cooperación entre humanos no solo incluyen los más elevados, como la preocupación por los otros, el sentido de la justicia y el liderazgo democrático, sino también los más malignos, como la venganza, el racismo, la arrogancia religiosa y la hostilidad hacia los forasteros  (p. 5)

  El origen de los sentimientos morales podría ser siniestro; pensemos en el castigo, la desconfianza, la coacción dentro del grupo que fuerza la lealtad. Es muy posible, por ejemplo, que el sentimiento de solidaridad dentro del grupo comenzase a destacar como rasgo tras el exterminio gradual de aquellos individuos que demostraban un comportamiento egoísta (recordemos que la mansedumbre de los animales domésticos también se ha alcanzado mediante la eliminación de las estirpes más agresivas).

  El resultado sería que los grupos que han sido previamente depurados por "disciplina interna de los elementos egoístas” serían los más cohesionados y cooperativos, lo que les aportaría ventajas en su competencia contra otros grupos. Una desconfianza exterminadora podría estar en el origen remoto de la bondad humana.

Una revolución política experimentada por los humanos del Paleolítico creó las condiciones sociales bajo las cuales la selección de grupo pudo sostener de forma robusta los genes altruistas  (p. 113)

Llegamos a tener “sentimientos morales” porque nuestros antepasados vivieron en entornos, tanto naturales como socialmente construidos, en los cuales los grupos de individuos que estaban predispuestos a cooperar y mantener normas éticas tendían a sobrevivir y expandirse con respecto a otros grupos, permitiendo con esto que proliferasen tales motivaciones prosociales (p. 1)

Los grupos en los cuales las preferencias altruistas y otras de tipo social son comunes tienden a cooperar, y los grupos cooperativos tienden a prevalecer en la frecuente competición intergrupal y sobreviven a las frecuentes crisis medioambientales  (p. 50)

  Así, evolutivamente, surgió el sentimiento moral. Moral es comportarse generosamente con el necesitado, y moral es también la venganza. 

  Ahora bien, si en el pasado tuvo lugar un proceso de autodomesticación humana en un sentido parecido al que se llevó a cabo con vacas y perros –animales domésticos hoy muy “prosociales”, intencionadamente adaptados por selección al bienestar humano-, hoy en día ese proceso ya está finalizado y son los cambios culturales los que manipulan la moralidad. En esta manipulación de la moralidad estaría el origen de la civilización (un ejemplo de manipulación: si moral es la caridad y moral es la venganza, gradualmente pasaremos a hacer más caridad y a excluir la venganza).

La facilitación de la transmisión cultural del comportamiento [es] una posible causa [del éxito humano planetario]. Esta podría ser la mutación más significativa en la serie evolutiva humana porque produjo un organismo que puede alterar radicalmente su comportamiento sin ningún cambio en su anatomía y que puede acumular y transmitir alteraciones a una velocidad inigualable por la innovación anatómica   (p. 196)

   El truco está en conseguir que las conductas altruistas acaben siendo beneficiosas para todas las partes. La evolución cultural -¿evolución moral?- mediante prueba y error genera mecanismos que permiten que determinadas acciones altruistas no resulten insoportablemente costosas. Las pautas culturales –transmitidas, por ejemplo, por la religión o la educación o por modelos morales en la literatura y otras artes- pueden estimular el comportamiento altruista.

   El individuo vive estos estímulos de muy diversas formas, y una vez surge una nueva tendencia prosocial –por ejemplo: la abolición de la tortura o la alabanza al trabajo manual- esta puede comenzar a expandirse. Obviamente, recibimos nuestra formación moral de nuestro entorno familiar o de la imitación de los individuos de mayor prestigio, pero el origen tiene que ser siempre anterior. En un principio, alguien crea el nuevo modelo moral porque es conveniente.

El aprendizaje social [puede estar] basado en recompensas, según lo cual periódicamente, a lo largo de la vida, la gente compara sus comportamientos con los de otros individuos y tiende a adoptar los de otros a los que parece irles bien (p. 169)

   Pero esto, que a la larga parece evidente desde el punto racional, solo puede sostenerse a corto plazo mediante las reacciones emocionales. Nadie va a sacrificarse por el bien común si a corto plazo este comportamiento altruista le resulta insoportable.

Uno puede vencer su ira hoy no porque dejarse llevar por ella pueda tener efectos dañinos el mes próximo, sino porque uno se sentiría culpable ahora si violara las normas de respeto por los otros y la adjudicación desapasionada de diferencias. Uno puede castigar a otros por comportarse de forma antisocial no porque haya beneficios futuros a ganar, sino porque uno está airado en ese momento (p. 192)

   Es decir, el origen del comportamiento cooperativo se encuentra en las reacciones emocionales a partir de los valores interiorizados. El mecanismo cultural básico para expandir la prosocialidad es la interiorización de pautas morales prosociales. 

Cuando la capacidad para interiorizar una norma ha evolucionado y las sociedades han desarrollado prácticas de socialización para hacerla realidad, la gente será susceptible también a interiorizar normas que reducen la adaptación  (p. 173)

    Esta puntualización es importantísima: lo que aumenta la adaptación es lo que beneficia al individuo, pero las normas, pautas y “prácticas de socialización” (altruistas o no) pueden en ocasiones no beneficiar al individuo: no se beneficia el altruista que se sacrifica, o el “loco de ira” que consuma una venganza sangrienta a sabiendas de que será también objeto de otra inmediata venganza.

  En lo que se refiere al altruismo, son las tendencias altruistas que llevan al sacrificio –altruismo que no espera recompensa- precisamente las más prosociales, las más beneficiosas para la cooperación. El auténtico altruismo puede ser muy provechoso a nivel de comunidad, pero puede ser muy negativo para quienes más lo practican. Sacar adelante este tipo de fenómenos sociales requiere una gran elaboración cultural. Entre otras cosas, ha de evitarse que el altruismo se haga inviable: aunque la voluntad del que sigue su impulso “interiorizado” pueda llevarle a la autodestrucción, la sociedad ha de evitar tal extremo en la medida de lo posible.

  La interiorización de pautas de comportamiento no tiene por qué coincidir con el interés particular; a veces ni siquiera con el interés común.

No te cases fuera de tu religión es un ejemplo de coste personal de una regla general de comportamiento que es costosa porque reduce la cantidad de cónyuges potenciales (…) Las normas generales de interiorización del comportamiento pueden persistir en una dinámica evolutiva porque alivian al individuo de calcular los costes y beneficios en cada situación y reducen la probabilidad de cometer graves errores  (p. 184)

  El mencionado alivio del individuo es un caso de “ganancias secundarias”: un fenómeno en el cual un ligero beneficio puede ser emocionalmente aumentado como respuesta inconsciente a la no aceptación.  La evolución social ha dado lugar a todo tipo de efectos; algunos han sido adaptativos y otros no; algunos nos acercan al altruismo y otros no. Pero el individuo siempre tenderá a conformarse con sus propios deseos internos y con la opinión general. Los cambios nunca se producen fácilmente y a veces, cuando se producen, más adelante se juzgará que ojalá no se hubieran producido. Podemos “interiorizar” el respeto a los derechos humanos y la protección de la infancia… tanto como podemos interiorizar el racismo y hasta la pederastia (en muchas culturas).

  La paradoja es que lo más racional para la sociedad humana sería fomentar actitudes altruistas que serían individualmente irracionales. Lo racional es, sin duda, el “Homo economicus”, el comportamiento egoísta típico del “dilema del prisionero”, interesado solo en la propia supervivencia, el bienestar y en atesorar bienes. Pero eso no es lo que más fomenta la prosocialidad y la cooperación.

   Al ser humano actual le queda buscar métodos para interiorizar y hacer interiorizar pautas de conducta aún más prosociales… incluso no siendo convencionales. Mientras más “santos” seamos, mejor para todos. De forma parecida a como los poderosos no ganaron nada liberando a los esclavos, lo más inteligente es conseguir que en la sociedad haya cada vez más gente dispuesta a no ganar nada, sacrificándose por los demás.

    De todos los cambios posibles, los no convencionales siempre serán los que más resistencia despierten, pero lo más innovador siempre ha de ser, forzosamente, no convencional. Y es no convencional tomar la iniciativa racional de fomentar la irracionalidad siempre que ésta tenga buenas consecuencias prosociales. También los señores feudales gastaron mucho dinero en la fundación de monasterios que aparentemente no servían para nada.

Lectura de “A Cooperative Species” en Princeton University Press, 2011; traducción de idea21